PRENSA

Por Gabriel Appella*

En Argentina, cuando evocamos a Darío y Maxi, se nos presenta en nuestra memoria colectiva los nombres de dos jóvenes militantes y luchadores que fueron asesinados por la policía bonaerense en un acto de violencia estatal planificado y luego, -inicialmente- silenciado por los medios de comunicación masiva.

También, esos nombres evocan a los movimientos de trabajadores de desocupadas y desocupados, a los MTD, uno de los actores protagonistas de la resistencia al neoliberalismo de los años 90 y principios de 2000. Trabajo, dignidad y cambio social son también los significados que aparecen junto a los nombres de Darío y Maxi.

La memoria colectiva es un campo de lucha por las representaciones del pasado, de un pasado que no pasa, que es también presente y futuro. Un pasado reciente donde conviven diferentes relatos y representaciones, siempre en pugna. Cuando hablamos de la memoria, la mayoría de las veces la usamos para representar al pasado reciente atravesado por el terrorismo de Estado de la última dictadura cívico militar. Ahora bien, cuando ensanchamos nuestra mirada y nos preguntamos por el pasado reciente de las nuevas generaciones, nuestra mirada podría desplazarse a los años 90, al 2001.

Y Darío y Maxi resultan ser también puertas de entrada para mirar ese pasado de lucha contra un proyecto neoliberal que completaba su propuesta de país iniciado con la última dictadura cívico-militar.

Con Darío y Maxi aparecen otros significados de la lucha, de las luchas de la clase trabajadora desocupada y de la juventud; una juventud que estaba representada en esos años como despolitizada, despreocupada y anclada en la anti política, salvo algunas excepciones, como el sector del movimiento estudiantil organizado.

Y también, con Darío y Maxi, se nos presentaba el relato mediático y los sentidos comunes naturalizados en gran parte de la sociedad donde las y los piqueteros eran sinónimos de caos de tránsito, eran un grupo de personas con rostros tapados y con palos que venían a cortarte el derecho a circular. Tanto fue así, que el asesinato de Darío y Maxi en el marco de la represión policial con balas de plomo en el Puente Pueyrredón y sus alrededores, fueron anunciados en los móviles de la televisión, al principio, como un enfrentamiento entre grupos de piqueteros.

Recordemos: Clarín, ese 27 de junio de 2002 tituló en su tapa: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, y en la volanta aparecía la leyenda: “No se sabe aún quién disparó contra los piqueteros”. Y otro diario, La Nación, titulaba: “Dos muertos al enfrentarse piqueteros con la policía”. Si uno hace el ejercicio de recorrer los titulares de diarios desde las puebladas en Cultra Co y Plaza Huincul de 1996 hasta hoy, hay una recurrencia en representar a la protesta social como una acción que genera “caos” y al espacio público como un mero espacio de circulación de cuerpos y mercancías. Cuando se reprimió la protesta en el Puente Pueyrredón, los asesinatos de Darío y Maxi no escaparon a esas representaciones sociales.

Los procesos de criminalización y judicialización hacia los movimientos de trabajadoras desocupadas y desocupados en los años 90 y durante los primeros años de los 2000, fueron acompañados por esos otros procesos de estigmatización. Si el Estado mira la protesta social con el Código Penal en la mano, en cada corte de ruta por reclamo de alimentos, en cada permanencia en una fábrica o Ministerio motivada por despidos, en cada pintada o graffiti por la despenalización del aborto, estaremos siempre frente a la comisión de un delito. Pero si el Estado mira la protesta social como el ejercicio de la libertad de expresión, como el derecho a peticionar a las autoridades, y como uno de los principales derechos que tiene la ciudadanía, entonces no estaremos frente a delitos sino ante la posibilidad de expresar nuestros problemas. En ese marco, cuando hablamos de Darío y Maxi, hablamos de la posibilidad que tenían los movimientos sociales de visibilizar sus problemas y ejercer sus derechos.

Y cuando hablamos del derecho a la protesta, aparece también otra idea: tus derechos terminan donde comienzan el del otro. Entonces, el derecho a la protesta no podía interrumpir el derecho a la libertad de tránsito. Con esa premisa, se podría también decir lo contrario, que el derecho a circular termina cuando empieza el derecho a protestar. Ahora bien, esta idea de limitar el derecho a la protesta trabaja sobre dos supuestos. El primero opera sobre una mirada liberal del derecho individual y no con una perspectiva crítica del derecho donde el Estado debe realizar una protección específica a los sectores sociales que fueron perdiendo derechos sistemáticamente durante el neoliberalismo.

La segunda falsa idea es que todos los actores están en igualdad de condiciones para ejercer el derecho a la libertad de expresión. Sin embargo, los MTD en los 90 y en los principios del 2000 no se paseaban por los estudios de televisión, no estaban sus voces en los principales diarios nacionales ni en las entrevistas radiales. Y si aparecían en los medios, estaban siempre ligados al caos de tránsito, o eran noticias por usar capuchas y taparse los rostros.

Entonces, ese principio que afirma que tu derecho termina donde empieza el del otro, pensado para limitar los derechos de algunos actores sociales, podríamos pensarlo diferente desde una mirada colectiva donde los derechos son conquistas sociales y tu derecho empieza cuando empieza el del otro. Una mirada que Darío nos dejó para siempre, cuando sin importar las consecuencias represivas que se sucedían ese 26 de junio, fue en auxilio de Maxi, porque pensaba que la salida siempre es colectiva, es con el otro, con la otra.

En memoria de Darío y Maxi, a 18 años de la Masacre de Avellaneda

*Docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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