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Oficios Terrestres Número especial Rodolfo Walsh.

El Facundo de Walsh. Por Horacio Verbitski.

Para recordar a Rodolfo J. Walsh hay que hablar también de la belleza, la de su prosa y la de su vida. De su ética y de su estética. Ese vuelo lento de la belleza que observó Gelman le llevó tiempo, según dice Walsh en su autobiografía. Pero no para aprender a armar un cuento o sentir la respiración de un texto, sino para recorrer un itinerario que conduce a una clave profunda de la literatura argentina.

El hombre que quería comprender

El epígrafe de su primer libro, Variaciones en rojo, es una cita del Antiguo Testamento: “Habló el Rey y dijo a Daniel: Y yo he oído de ti que puedes declarar las dudas y desatar dificultades. Si ahora pudieras leer esta escritura y mostrarme su explicación, serás vestido de púrpura, y collar de oro será puesto en tu cuello”.
Su razón y su pasión lo condujeron como al Daniel bíblico a declarar dudas y desatar dificultades, que fueron más complejas que las de aquellos relatos policiales, escritos dentro de un contexto en que la cultura era un juego, una distracción y un enmascaramiento. Con los años y las experiencias, su especulación intelectual se fue tornando impura, contaminada por la gente, que le daba origen y objeto.
Determinista para deducir sus causas efectos, seleccionó escrituras cada vez más difíciles y peligrosas, ejerciendo el albedrío que su personaje, el detective aficionado Daniel Hernández, describe en su primer cuento. Como en ese relato abstracto, la realidad es una sucesión de alternativas, y Walsh se fue  alejando gradualmente de las más fáciles, en los cincuenta años de su vida, que no conoció oro pero sí púrpura, porque transcurrió en un tiempo de combate, dolor y derrota.

La trampa cultural
Walsh estaba orgulloso de haber escrito Operación Masacre en 1957, pero no lo relacionaba con su meta personal que era la literatura. Ese contacto con “verdaderos asesinos, con verdaderos investigadores, con verdaderos torturadores, con verdaderos delatores y también con verdaderos héroes” le bastó para sentir sus anteriores invenciones
policiales como “fotos mal reveladas”.
Aquella investigación periodística permaneció como un episodio aislado, de otro tiempo, casi de otro país y de otra persona, y sin embargo formaba un núcleo generador de significado, al que siempre estuvo atento.
Ese paréntesis en su anhelada carrera literaria se prolongó con las notas en que investigó el
asesinato del abogado Marcos Satanowsky, por la posesión de las acciones del diario La Razón, y con su viaje a Cuba, donde consiguió descifrar los télex cursados entre Guatemala y Estados Unidos con los preparativos de la invasión a la isla.
Al regresar se aisló en el Tigre, para sacarle chispas a una portátil negra esmaltada que le
vendió Matusalem y comenzó a escribir los cuentos que un lustro después se publicaron en Los oficios terrestres. Ese volumen, junto con Un kilo de oro, de 1967, y con las obras de teatro La granada y La batalla, lo convirtieron en el escritor más admirado de su generación.
Varios años después se refirió a esa época como a una trampa cultural, e impugnó la sacralización de la escritura. Pero por entonces lo complacía, y en un reportaje de 1967 dijo que amigos, lectores y un editor le reclamaban una novela. La abandonó a las ochenta páginas. Por un lado estaban los cuentos policiales de su primera juventud, de los que abominaba. Por otro, su tarea periodística. Y separada de ambos menesteres subalternos la literatura, idealizada, celestial.

Los puntos de inflexión
¿Cuáles fueron los puntos de inflexión?, ¿cuál el momento en que los tres senderos se cruzaron por primera vez? En la nota previa a Los oficios terrestres cuenta que comenzó a escribir “Esa mujer” en 1961 y lo terminó en 1964. “Pero no tardé tres años sino dos días: un día de 1961 y un día de 1964”. Y añade, todavía perplejo: “No he descubierto las leyes que hacen que ciertos temas se resistan durante lustros enteros a muchos cambios de enfoque y de técnica”.
“Esa mujer” es su primer texto basado en una investigación periodística, sobre un hecho policial, de contenido político y escrito con intención artística. La imagen desenfocada se vuelve más nítida. Ahí hay algo nuevo. Comienza a desentrañar aspectos de la relación entre los militares y el pueblo, entre la realidad y la creación, en términos que no son los de 1957.
El mismo año en que terminó ese cuento empezó a reescribir Operación Masacre. Le agregó un prólogo de veinte páginas que es una historia de la historia, una reflexión distanciada de los hechos, y un epílogo en el que confiesa que ha perdido las ilusiones en la justicia y la democracia al ver que los muertos estaban bien muertos, “y los asesinos probados, pero sueltos”. Ese epílogo advierte: “Hay frases enteras que me molestan, pienso con fastidio que ahora la escribiría mejor”.
La escribe mejor. En esa segunda edición hay sutiles innovaciones. Casi siempre abrevia la frase, alivia el peso muerto de los adjetivos, renuncia a los giros borgianos, los lugares comunes, los diminutivos. En la primera edición “interrogaron a Elenita durante cuatro horas seguidas sin darle una gota de agua”; en la segunda, “interrogaron a Elena durante cuatro horas”. La mujer de uno de los fusilados tenía “ojos poco accesibles a la sonrisa”; el grito que resonaba potente en el silencio nocturno sólo resuena.
Walsh tacha y tacha, buscando la concisión, la síntesis, la eficacia esencial de los hechos, la
belleza de la verdad, que descubrió a contrapelo de la ideología de su clase, de su familia. Sólo agrega cuando hay informaciones nuevas. Los presos ya no son introducidos “en un coche”, sino en “el automóvil Plymouth de la comisaría de Florida”. También reemplaza vocablos. Impresionante “de matonería” era el coronel Fernández Suárez en 1957, “de autoridad” en 1964. Con su texto es Walsh quien se despoja, se afirma, se perfecciona. Dice Fernández Suárez: “Esta gente estaba por participar...”; en la primera edición Walsh le contesta: “Estaba por participar. Es decir, si la gramática y la lógica tienen algún significado, esa gente no había participado”; en la segunda: “Estaba por participar. Es decir, no había participado”.
La lectura comparada de las dos ediciones es una lección recomendable para quienes se inclinen, como Walsh, “por el violento oficio de escritor”. Sin embargo, el epílogo en que dice que escribiría de otro modo páginas que ya había escrito de otro modo termina con una pregunta inquietante, de múltiples significados: “¿La escribiría?” Literatura, vida real, política, periodismo, se aproximan.

Personaje, género y medio
En los años que siguieron a “Esa mujer”, y a la reescritura de Operación Masacre, Walsh cruzó muy a menudo las fronteras que separaban los géneros, se sintió cómodo en los dos, los tres o los cuatro lados, y se desinteresó por averiguar en cuál estaba en cada momento. Sus reportajes sobre los trabajadores del frigorífico Lisandro de la Torre, sobre los reclusos en el leprosario de la isla del Cerrito, son espléndidas narraciones que se publicaron con bellas fotos en colores en revistas de lujo. Walsh ya sabía que los personajes que su escritura reclamaba no eran los mismos del nuevo periodismo burgués y de la nueva literatura que entraron en ebullición en los primeros años de la década del sesenta (los derrotados de las clases medias en un país donde la posesión de la tierra es la del poder, según la aguda observación de Aníbal Ford), y por entonces se cuestionó también sobre los medios en que se difundía su trabajo.
Hay un segundo punto de inflexión en 1968. En la residencia española de Perón conoció a Raimundo Ongaro, quien le pidió que dirigiera el semanario de la CGT. Las condiciones estaban maduras para ese encuentro natural del escritor con los rostros, los dolores y los sueños del pueblo. Con un viejo grabador colgado del hombro se movía en puntas de pie para no molestar, y acercaba el micrófono a los obreros de las agrupaciones que organizaban la rebelión de las bases contra la dictadura y la burocracia. Se interesaba por lo que decían y por cómo lo decían. El lenguaje popular fue una de sus vías de acceso hacia la vida y la lucha de quienes lo hablaban, pero también hacia el centro de sí mismo.
Arrastrado por la militancia se olvidó de la novela que seguía creyéndose obligado a escribir, salió de la trampa cultural donde se sentía maniatado y se propuso ser eficaz para sus compañeros. En el semanario CGT publicaba todas las semanas un artículo de investigaciónsobre un tiroteo entre dos grupos peronistas, uno de militantes, otro de burócratas y guardaespaldas entre quienes estaban Vandor y Norberto Imbelloni. Cuando los primeros ejemplares salían de la rotativa, en vez de controlar el entintado de la máquina, los gráficos se ponían a leer ¿Quién mató a Rosendo?, el “folletín de la clase obrera”, como dijo, con una parte de envidia, tres de admiración y seis de ternura, Pajarito García Lupo.

Eliot por Rodríguez Moreno
Por primera vez sus artículos se editaron en libro casi sin modificaciones, salvo el epílogo sobre el vandorismo, definido como pieza necesaria de la explotación de la clase trabajadora. Había encontrado una forma expresiva satisfactoria, de modo que en cuanto se publicó el Rosendo emprendió la segunda reescritura de Operación Masacre. La edición de 1969 conserva el prólogo de 1964 y suprime el capítulo 23, poemático, impostado, literario en el mal sentido de la palabra. “¡Siniestro basural de José León Suárez, leproso de zanjas anegadas...!”, comenzaba.
También desaparece de la portadilla un poema de Eliot, en inglés, que decía “una lluvia de sangre ha segado mis ojos... ¿cómo, cómo podría volver alguna vez a las suaves, tranquilas estaciones?”, y fue reemplazado por una frase del comisario inspector Rodolfo Rodríguez Moreno: “Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía”. Eliot por Rodríguez Moreno. Walsh ya es un escritor magistral. Las suaves, tranquilas estaciones se incorporan al texto, traducidas al castellano, como reflexión sobre el destino del autor.
Además, rehace el epílogo, al que añade un “retrato de la oligarquía dominante” en el que afirma que “las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son
episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina”.
Deduce que “dentro del sistema no hay justicia” y dice: “Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato, es una connotación importante que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos”. ¿Quién entendió mejor a este país?, ¿quién advirtió antes lo que se estaba incubando?

Un arte nuevo
En varios reportajes de esos años expuso su nueva comprensión de la literatura como producto cultural, originado en la sociedad sobre la que a la vez incide. A la revista Análisis le dijo en junio de 1968 que si en su futura obra literaria “llega a haber héroes, serán esos”, militantes revolucionarios como los obreros agredidos por el vandorismo en el Rosendo. A Ricardo Piglia le planteó en marzo de 1970 que el cuento, la ficción y la novela eran el arte literario de una clase y de una época, pero que un nuevo tipo de sociedad, con nuevas formas de producción, exigiría “un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable”.
De su práctica deduce una teoría: “El testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción”, y prevé que se invertirán los términos y será más apreciada como arte “la elaboración del testimonio o del documento que, como todo el mundo sabe, admite cualquier grado de perfección.
En el montaje, en la compaginación, en la selección, en el trabajo de investigación se  abren inmensas posibilidades artísticas”. En 1973 lo demostró con la primera edición del Caso Satanowsky donde, junto con un análisis perfecto de la función de los servicios de informaciones y los grandes diarios (que anticipa el genocidio del 76 y la complicidad de la prensa), hay una galería de retratos de personajes nacionales que seguirá leyéndose con placer y provecho mientras haya Argentina.
Uno de los secretos de la gran literatura que creó Rodolfo J. Walsh es que apostó su vida en
cada palabra y no redondeó una idea que no llevara luego a la práctica. Por eso, por ejemplo, además de describir la prensa comercial y los servicios de informaciones de las fuerzas armadas, organizó la prensa y los servicios de informaciones de la guerrilla montonera, que, no por culpa suya, fracasó en el intento de construir un nuevo poder. Mientras combatía, criticaba. Si sus propuestas de 1975 y 1976 hubieran sido atendidas, otra hubiera sido la historia de los años que siguieron.
Walsh no se dio descanso en los últimos tres meses de su vida austera y empecinada, como lo indica el bellísimo testimonio de su compañera Lilia Ferreyra que acompaña esta nota. Inició una carta dirigida al director de un diario de Buenos Aires, alcanzó a concluir el borrador de otra para el jefe del operativo en que murió su hija; sólo terminó, corrigió, pasó en limpio y distribuyó una a sus amigos sobre la muerte de Vicki, y otra remitida a la Junta Militar.

 
 
     
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