ACADÉMICA

Por Carlos Ciappina*

Uno de los mayores éxitos de la hegemonía de las naciones colonialistas sobre los pueblos colonizados es que estos últimos no perciban como negativo y perverso el orden colonialista. Así, en especial para las élites latinoamericanas y argentinas de los siglos XIX y XX (y aún hoy) la injerencia, intervención y aún conquista europea han sido jalones de la tarea “civilizatoria” para “ayudar” a las naciones latinoamericanas a alcanzar las libertades políticas y económicas que les eran negadas por su atraso e indolencia.

De este modo, durante décadas hablar de soberanía en la Argentina era “mal visto”, como una especie de actividad reservada a militares retrógrados o, lo que aún era peor, quedaba en manos de una minoría autoritaria, fascistizante y anti popular que adoraba y apoyaba a dictadores y prelados. 

Entre el relato liberal pro-francés y británico y la crítica a los grupos “nacionalistas”; el aparato cultural de las elites liberales (sus periódicos, sus universidades, sus programas de estudio, sus escuelas) reforzaba y acentuaba una mirada indulgente frente a las intervenciones europeas o peor aún, hasta nostálgica por la oportunidad perdida, la de no haber quedado bajo la benefactora egida imperial.   

Rememorar esa batalla de la Vuelta de Obligado nos convoca a discutir y criticar esa mirada colonialista. 

Uno de los principales desafíos para las nacientes repúblicas latinoamericanas luego de ganar (con sangre, devastación y dolor) la independencia frente al poder imperial español, fue la permanente amenaza que significaba para su incipiente libertad y para sus  recursos económicos, la injerencia, presión e invasión de las potencias europeas de la época.

Lejos del rol civilizador que pretendían arrogarse, Inglaterra y Francia fueron las primeras potencias coloniales que intentaron ocupar el viejo espacio dejado vacante por el antiguo imperio español.

Los británicos invadieron el Río de La Plata (atacando Montevideo, Colonia y Buenos Aires) en 1806 y 1807. En 1814 se apropiaron del oriente de Venezuela, conflicto territorial aún vigente. En 1833 invadieron y ocuparon las Islas Malvinas y del Atlántico Sur (donde todavía permanecen); en 1841 ocuparon la costa atlántica de Nicaragua. En las décadas post-independentistas consolidaron su posesión colonial en Belice. 

 Los franceses por su parte habían invadido México en 1837 (la llamada guerra de los pasteles), el Río de la Plata en 1838 bloqueando el puerto de Buenos Aires; y volverían a invadir México entre 1862 y 1867.

Pero en 1845 Francia y Gran Bretaña darían un paso más en sus tropelías colonialistas: se unirían en una empresa conjunta para invadir a la Confederación Argentina que gobernaba Juan Manuel de Rosas. Las dos potencias imperialistas más poderosas del mundo de ese entonces unían sus flotas para obligar a la Confederación Argentina y a sus aliados orientales (los nacionalistas uruguayos) a aceptar sus términos económico-políticos.

Las excusas: Gran Bretaña y Francia venían a “proteger” al gobierno centralista y liberal de Montevideo (que refugiaba también a los unitarios pro-británicos y pro-franceses argentinos). Cuando el gobierno de Rosas, por solicitud del nacionalista oriental Oribe, envió tropas para ayudar en el sitio de Montevideo, las potencias Europeas (como si el Río de la Plata fuera su propio territorio) exigieron el retiro de las tropas y capturaron la flota argentina que estaba en Montevideo.

Además, las fuerzas invasoras se presentaron (alentadas por la propaganda que los exiliados unitarios desplegaban en Europa) como una fuerza “civilizatoria” que buscaba punir al “bárbaro” Juan Manuel de Rosas de sus innumerables crímenes. Nada decían de sus crímenes en Haití, en Argelia, en México…ni los crímenes británicos en la India, en China y en Australia…

La realidad de la invasión era muy distinta de los argumentos de las potencias colonialistas: querían ser ambas reconocidas como naciones más favorecidas en el comercio internacional de la Confederación Argentina; y querían, sobre todo, que los ríos interiores de América del Sur (el Paraná y el Uruguay) fueran declarados de circulación libre. En otras palabras, Gran Bretaña y Francia no le reconocían a la Argentina ni al Uruguay las soberanías sobre sus propios ríos.

Un riesgo aún más grande se cernía sobre la Argentina: las potencias invasoras habían discutido seriamente la posibilidad de “separar” a la Mesopotamia (las actuales Corrientes y Entre Ríos) de la Confederación Argentina, y así  crear un nuevo estado que junto a Uruguay y Paraguay atomizara aún más el mapa del Río de la Plata, garantizando que los ríos necesarios para el comercio europeo estuvieran en varias manos y no en un sólo poder nacional.

Todo eso se jugaba en noviembre de 1845 en el Río de la Plata, y los pronósticos no eran nada buenos para los patriotas:  Las flotas Francesas y británicas eran las dos flotas más modernas del mundo, tenían 22 buques de guerra , 90 barcos mercantes (con productos para comerciar río arriba del Paraná), 420 cañones de última generación y 2.200 marines junto a 800 soldados de infantería… enfrente, las fuerzas de Lucio Mansilla tenían un bergantín, dos barcazas cañoneras y cuatro baterías en tierra, lo que hacía un total de 30 cañones contra 420…

Pero las tropas de la Confederación Argentina poseían, en su cortedad de recursos, dos elementos clave: ingenio para bloquear el Río Paraná con tres hileras de cadenas que pretendían detener a los buques y 2000 gauchos a caballo que hostilizarían cualquier intento de desembarco. 

Durante más de nueve horas los barcos de las flotas más modernas del mundo se vieron detenidas por los gauchos argentinos: cuando finalmente lograron quebrar las cadenas, habían sido dañados varios de sus barcos más modernos, inutilizados sus cañones, con más de 40 muertos y  cien heridos. En las tropas argentinas las muertes fueron  250 y los heridos 400.

Los buques invasores finalmente atravesaron las cadenas. Pero ese triunfo demostró a los franceses y británicos que la navegación por los ríos argentinos no iba a ser nunca fácil ni cómoda: las pérdidas económicas y de vidas no eran lo que esperaban de acuerdo a sus intereses  comerciales y, para peor, la intentona colonialista había sido fuertemente criticada por los gobiernos de América Latina y en especial los vecinos de Chile y Brasil.

José de San Martín, autoexiliado él mismo en Francia por sus enfrentamientos con los liberales y unitarios argentinos evaluó el momento con su acostumbrada claridad:

“Los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca. A un tal proceder no nos queda otro partido que el de no mirar el porvenir y cumplir con el deber de hombres libres sea cual fuere la suerte que nos depare el destino, que en íntima convicción no sería un momento dudoso en nuestro favor si todos los argentinos se persuadiesen del deshonor que recaerá en nuestra patria si las naciones europeas triunfan en esta contienda que en mi opinión es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España”.

Existe otro nacionalismo, un nacionalismo popular, defensivo de las potencias imperiales y sus intervenciones, un nacionalismo transformador, incluyente, integrador con los países de América Latina, un nacionalismo democrático y anti imperialista. Es el nacionalismo que propusieron San Martín y Bolívar, Juana Azurduy, los curas Hidalgo y Morelos, Perón, Lázaro Cárdenas, Jacobo Arbenz, que proponen hoy Evo Morales, Rafael Correa, Chávez y la Revolución Bolivariana, Dilma Rousseff y Lula Da Silva, Pepe Mujica , Néstor y Cristina Kirchner.

En esa línea se inscribe la conmemoración del 20 de noviembre de 1845. El día de la soberanía rememora precisamente el “no pasarán” de la Vuelta de Obligado.

*Profesor y director de la Licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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