PRENSA

Por Flavio Rapisardi*

El año pasado, un dirigente histórico de un sector de la izquierda argentina sostuvo que la lealtad era conservadora. Y para justificar su juicio apeló al imaginario superado del liberalismo, porque para este cuasi eterno personaje la lealtad anula las “capacidades críticas” de los individuos. Sin sonrojarse como el color de su bandera partidaria, sonrío a cámaras con cara de triunfo. Lástima que ese dicho lo condenaba de manera doble: por un lado lo ataba a la tradición del liberalismo libertario que cree que los individuos son mónadas sin ningún contacto con el exterior y, por otra parte, dejó abierto el campo para la repregunta (que nunca llegó) de si su cargo cuasi eterno había sido al menos considerado cada cuatro años por los militantes de su partido en las últimas cincuenta décadas.

La lealtad no es obsecuencia, la lealtad no exige ningún fanatismo ni mística. La lealtad es una fe laica que siempre está en proceso y escrutinio. Las/os/es laburantes que en octubre de 1945 cruzaron en camiones o a nado para llegar a la Capital ante el intento oligárquico de parar a Perón y Evita lo hicieron en pleno uso de “facultades críticas”: para defender sus derechos y dar nacimiento a un nuevo país con justicia social. Contrariamente a lo que nos quieren hacer creer los que revolean biblias mal traducidas, la fe no es obsecuencia ciega, sino un proceso de dudas y certezas, una construcción siempre colectiva. Por esto, aquel 17 de octubre no fue solo una marcha a la Plaza a exigir la libertad de quien timoneaba los cambios sociales que el pueblo trabajador defendía en ese acto, sino también una alerta contra quienes atados a sus vacas y trigos se resistían a la industria, al avance de derechos, al consumo ampliado.

Cuentan que aquel 17 de octubre miles de trabajadores en columnas se desprendían de la Plaza y marchaban por las callecitas del Barrio Norte y Recoleta (aún hoy reducto reaccionario) al grito de “¡Gorilas aparte! ¡Viva el macho de la Duarte!” Ninguna adoración personalista: la lealtad es siempre el momento colectivo de certeza en la que el amor es el cemento de la fraternidad/sororidad. Esto no lo entenderán nunca los que odian, porque como bien sostuvo Thomas Merton, el fundamento del odio es el autodesprecio que se proyecta queriendo anular la felicidad del/la otro/a/e. Pero para los/as humildes, los/as marginados/as que se levantan contra todo tipo de opresión, la fe en el/la compañero/a, hermano/a se convierte en un lazo de amor, de fe,  cuidado mutuo y certeza contra los/as poderosos/as. Por eso la lealtad molesta y molestará tanto, porque saber amar entre dudas y certezas es un rasgo humano que el terror que tienen quienes odian no pueden darse el lujo de soportar. La patria no somos todos/as, sino el/la otro/a que leales a una fe, una creencia que todavía es posible el triunfo de la justicia, la igualdad y la libertad.

*Doctor en Comunicación y profesor de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP

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