PRENSA

Por Máximo Randrup*

Son las 13.12 de hoy. Estoy atónito, absolutamente desconcertado. Acabo de leer el mensaje de un amigo -corto y categórico- que afirma lo que alguna vez temimos, lo que creíamos probable y lo que sentíamos imposible. Lo leo de nuevo y, sí, dice eso: «Murió Maradona». Un escalofrío diferente a todos los escalofríos anteriores me sacude. Esa electricidad me pone de pie. No sé qué hacer. Busco la noticia y ahí está. No ofrece lugar a vacilaciones. Enseguida, un pensamiento me atraviesa el cuerpo: ¿habrá sido feliz? Ese análisis me angustia. Me paraliza un poco más.

¡Qué injusto sería que un fabricante de felicidades ajenas no haya conseguido la suya! A los futboleros argentinos que nacimos antes de 1986, Maradona nos trituró la consciencia para medir sus actos posteriores.

Eduardo Sacheri, tan simple y tan genial, lo explicó a la perfección: «Me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana».

Todos los futboleros deberíamos imprimir ese cuento de Sacheri y firmar al pie de la última página. Al resto, ésos que nos miran y no entienden, no tenemos mucho para decirles. Nos van a tener que disculpar.

El enorme Negro Fontanarrosa, el mejor de todos nosotros (los futboleros), lo argumentó así: «La verdad que no me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía». Si con Maradona nos cuesta ser coherentes, racionales, hoy mucho más.

Son las 14.15. Me convocan de la facultad (mi facultad, la que me formó y me forma) para escribir unas líneas. Tengo ganas de hacerlo, pero me faltan ideas. Ideas y entereza. Me cuesta pensar. Escribo unas líneas y luego las borro. Lo que más hago en mi vida (escribir) no me sale. Estoy bloqueado. Otra vez, ese pensamiento que me acorrala: ¿habrá sido feliz? No hallo respuestas y eso me desespera.

Recuerdo todo lo que pasó (sus adicciones, sus luchas, sus peleas) y me asusto. Tengo miedo de llegar a la conclusión de que no; me acongoja pensar que entregó felicidad y él no la consiguió. ¡Qué injusto! Si una ciudad (Nápoles), si un país (Argentina) y si un pueblo multinacional y multicultural (el futbolero) alcanzaron ese estado, ¿por qué dudo de la suya?

Hasta que me llega una foto por WhatsApp. Ahí está Diego. Lo acompañan la copa más hermosa del mundo y una sonrisa sincera.

Son las 16.07. Me acuerdo de una entrevista a Inma Puig, quien fuera psicóloga del Barcelona. La leí hace un par de años y me dejó una frase que nunca se me borró: «La felicidad son momentos, no es un estado permanente».

Esa afirmación me deja tranquilo. Empiezo a buscar fotos en internet y en decenas lo veo sonreír. Respiro profundo y suelto a Maradona. Vaya Diego, vaya a romperla por ahí. Seguro que «en el otro lado de las cosas», como dice el maestro Walter Vargas, hay un potrero. Un lugar para una nueva felicidad.   

*Licenciado en Comunicación Social y docente de la Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo de la FPyCS. Entrevistó a Diego Armando Maradona para la revista Josimar de Noruega en octubre 2020.

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