El genocida Etchecolatz

DERECHOS HUMANOS

Por la Secretaría de Derechos Humanos

En la madrugada de hoy murió uno de los personajes más nefastos de nuestra historia, Miguel Osvaldo Etchecolatz, amo de la tortura, la muerte y la desaparición en más de 20 centros clandestinos de detención de la provincia de Buenos Aires durante la última dictadura cívico militar eclesiástica, en donde también funcionaban maternidades clandestinas en las que hacían parir a las secuestradas y les robaban a sus bebés para luego eliminarlas.
Murió a los 93 años, solo. Su familia ni bien fue llevado a prisión se pudo escapar de sus garras, la mujer con la que estuvo casado formó nueva pareja en el exterior y sus hijos se cambiaron el apellido gracias a una ley que lo posibilitaba promulgada durante el gobierno de Néstor Kirchner.
“Es un ser infame, no un loco. Un narcisista malvado sin escrúpulos”, dijo Mariana Dopaso, su “ex hija” como ella se presenta y contando la violencia que vivió en su propia casa de manos de Etchecolatz. “No hay ni ha habido nada que nos una, y he decidido con esta solicitud (el cambio de apellido) ponerle punto final al gran peso que para mí significa arrastrar un apellido teñido de sangre y horror, ajeno a la constitución de mi persona”.
Miguel Etchecolatz estuvo al frente de la Dirección General de Investigaciones de la Policía Bonaerense, la fuerza que comandaba Ramón Camps entre 1976 y 1979. Fue condenado nueve veces a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad, un ser siniestro que será recordado por ser uno de los principales responsables y ejecutores del período más oscuro y sangriento de nuestro país.
Por su muerte, esta madrugada, no llegó a ser condenado por los hechos acontecidos con más de 500 víctimas por las que aún era juzgado en sendos juicios en La Plata.
Se fue sin revelar el destino de la nieta apropiada Clara Anahí Mariani, a quien retiró en sus brazos tras acribillar a balazos a su madre, ni el del albañil y militante Jorge Julio López, cuyo testimonio fue clave para que Etchecolatz recibiera, por primera vez en la historia judicial argentina, una condena por genocida.

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