mujer con un microfono en la cancha de Quilmes

PRENSA

Polizontes de nuestro cuerpo
Viviana Vila (*)

Muchas mujeres crecimos en la exigencia de una resiliencia constante. Tenemos que ser fuertes, reponernos, aguantar, demostrar y seguir… ¿Pero qué ocurriría si un día no queremos o no podemos? Aquí caben demasiadas respuestas en un abanico que va desde sentir que el lugar que dejamos lo ocupa otra persona, o que damos imagen de débil, o que somos complicadas, o quizá que estamos para cuestiones menores.
Entonces, por el argumento que sea, nos disponemos a superar esas circunstancias traumáticas.

Aplica casi siempre a cualquier circunstancia, pero es más visible en tareas en las que nos exponemos con cuerpo y voz y encima en sitios históricamente varoniles, con ese tipo de masculinidad violenta que se erige como bandera.

Para comprender los cotidianos modos de maltrato que suelen surtir efecto repasemos un caso puntual, vayamos a la ya sana costumbre de las mujeres que se desempeñan como “voz del estadio”. Giuliana Asprea tiene 28 años es Locutora y aunque no lo hace con frecuencia siempre dice presente cuando se la convoca desde el club Quilmes, una institución que siente propia por elección y sentimiento. Y ello implica involucrarse con esta tarea que hace años desarrollan varias profesionales en distintos estadios de nuestro país. La joven aceptó el reto de poner su voz para que replique información en los altoparlantes mientras transcurre un partido de fútbol.

Esto ocurrió hace unos días, por la fecha 23 de la Primera Nacional en el que Quilmes perdió 2-0 como local frente a Güemes de Santiago del Estero.
Giulana, micrófono en mano y por pedido de la policía, en determinado momento del juego, solicitó a los hinchas que depongan la acción de arrojar huevos a sus propios jugadores trepados a un alambrado. No lo soportaron. “Gorda de mierda…Gorda conchuda…” fueron algunas de las respuestas de esos hombres.
Esa es la crónica de los hechos. Lo que denota es mucho más profundo.

El juzgamiento de nuestros cuerpos, nuestras opiniones, nuestros pensamientos y acciones suelen ser la raíz de una problemática que nos atraviesa desde siempre, con la que nacemos y convivimos y a la que decidimos hace mucho tiempo darle batalla. No es fácil ni sencillo. Asoma en el caso testigo que narro, una vez más, la palabra gorda como insulto, cosa que generalmente no aplica a los varones, es decir, no hay aquí tampoco equivalencia, aún entendiendo que ser gorda no es insulto sino la observación del otro sobre un estereotipo.
En sectores históricamente masculinos, las igualdades no existen. Aún entendiendo que la obligatoriedad de ser delgada o delgado recae en ambos géneros, el escenario futbolero maximiza crueldades que buscan menospreciar la tarea de una mujer que encima le está dando una indicación, en este caso bajarse de un alambrado, cuando mayormente son ellos los que disciplinan. Y ese grito que pretendió insultarla no logró su efecto porque como ella misma dice “yo me miro todos los días al espejo y sé el cuerpo que tengo y estoy orgullosa”.

Sin embargo, entiendo que la gordofobia es violenta porque discrimina, señala y estigmatiza y casi que exige que te encuentre lo suficientemente estable como para que tu alma no sienta el cimbronazo reiterado de una vida atravesada por dolores, ninguneos y rechazos. Tanto quienes lo viven despojados de conflicto, cosa que celebro, como quienes padecen las consecuencias más ingratas, comprenden el escenario. Al fin de cuentas, somos seres que batallamos con nuestra estima y que damos pelea para liberarnos de esta opresión. Somos mujeres que convivimos con crueles polizontes de nuestros cuerpos.

(*) Periodista, Locutora y Docente

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