Clase 2

Cafés, lectores y críticos

En el año 1616, como una paradoja, mueren en Madrid y Stratford los dos artistas que inauguran la cultural moderna: William Shakespeare y Miguel de Cervantes. Arnold Hauser, en Historia social de la literatura y el arte, la llamó la segunda derrota de la caballería. La primera, se dice, fue la batalla de Pavia cuando los arcabuces de Carlos V derrotaron a la caballería gala. Ciertamente, no han pasado más de cien años desde la invención de la imprenta o desde el “descubrimiento” de América, poco menos desde los hallazgos científicos de Galileo Galilei y todavía se viven los coletazos del cisma que hizo temblar a Europa y el monolítico orden teológico, cuando un soldado de Castilla, que ha pasado cinco años en la cárcel de los moros, escribe una de las textos más famosos de la literatura moderna: El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha (1605). Por su parte, en esa misma época, William Shakespeare ha escrito y representado obras como Romeo y Julieta (1595), Hamlet (1601) o Macbeth (1606), revolucionando así la escena londinense y creando una de las más largas tradiciones del drama moderno. Una de sus últimas obras es Cardenio, obra de teatro basada en la historia del Quijote, representada solo dos veces por su compañía, King´s Men, en 1613.

Ambos autores, uno creando la novela moderna, y el otro, el drama contemporáneo, fueron los primeros en comprender que aquel mundo de caballeros era una ficción que se terminaba, algunos podrán decir que además era una locura. Intuitivamente descubrieron a la par que vivimos en un mundo de relatos, que la distancia entre realidad y ficción es más corta de lo que creemos, y que aquel mundo llegaba a su fin.

Como lo señaló con detalle Arnold Hauser el renacimiento del romanticismo caballeresco, con sus épicas heroicas y novelescas, como las que se reflejan en la saga de Amadis de Gaula (1508), que alcanza la cúspide de su evolución hacia finales del siglo XVI, en Francia, Portugal y España, son un “síntoma del incipiente predominio de la forma autoritaria de Estado, de la degeneración de la democracia burguesa y de la progresiva cortenización de la cultura occidental”1. Así, señala Hauser, “los ideales de vida y los conceptos de virtud caballerescos son la forma sublimada de que revisten su ideología la nueva nobleza, que en parte asciende desde abajo, y los príncipes, que se inclinan al absolutismo”2.

Son una manifestación de esa representación ideológica el emperador Maximiliano I de Habsburgo (1459-1519) que es considerado el último caballero, como el fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola (1491-1556), que se autodenomina Caballero de Cristo.

Pero esos ideales caballerescos

“ya no son suficientemente apropiados; su inconciabilidad con la estructura racionalista de la realidad política y social y su falta de vigencia en el mundo de los “molinos de viento” son demasiado evidentes. Después de un siglo de entusiasmo con los caballeros andan-tes y de orgías de aventuras en las novelas caballerescas, la caballería sufre su segunda derrota. Los grandes poetas del siglo, Shakespeare y Cervantes, son nada más que los porta-voces de su tiempo; únicamente anuncian lo que la realidad denota a cada paso, a saber: que la caballería ha llegado al fin de sus días y que su fuerza vital se ha vuelto una ficción”3.

Y no hay que perder de vista que la declinación de la cultura de caballerías abre las puertas a la conformación de otro tipo de civilidad. Si la primera tenía el aura de la ética nobiliaria, de las causas conquistadoras de territorios y almas, esta nueva estará más atada al comercio, al cálculo y a la crítica. Jürgen Habermas (1961) la llamó esfera pública burguesa, Peter Burke (2002), con muchos otros, la denomina esfera pública política; lo cierto es que es nueva sociabilidad se constituye, en el período que los historiadores llaman “moderno temprano”, entre 1450 y la revolución francesa.

Así fue entonces como ese mundo de relatos se expandió desorbitadamente con la imprenta en el siglo XVI. Lo prueban la innumerable edición de libros que circulan por el mundo a través de los medios mas inesperados. Un testimonio de esta expansión es el cargamento de más de 450 ejemplares que llega a Nueva España, con la novela Amadís de Gaula, una de las preferidas por Don Quijote. O las más de 1.000 que se encuentran en los depósitos de Lima, con las historias de Pierres y Magalana. Lo interesante aquí es, como lo observa Peter Burke y Asa Briggs, que a pesar de la prohibición del clero, llegaban a Sudamérica más novelas que sermones religiosos, contrariamente a lo que sucedía en América del Norte, más puritana.

La imprenta fue así protagonista de un movimiento cultural y político que tuvo consecuencias sociales fundamentales. Transformación del concepto del mundo, del hombre, de la naturaleza, de la sociedad y del destino humano. Vasto movimiento ideológico que alcanzó su madurez conceptual con la filosofía ilustrada. La naturaleza deja de ser contemplada desde una perspectiva religiosa y comienza el largo proceso de conocimiento, de develamiento, de desencanto del mundo natural. A partir de aquí, la naturaleza e inclusive la sobrenaturaleza será estudiada científicamente. Las ciencias físico-matemáticas rompen el cerco de los mandatos divinos: la astronomía se anima a realizar predicciones sobre un espacio intangible y extraño tan lejano como el cielo. El método inductivo permite encontrar regularidades observables en los fenómenos y construir leyes naturales a partir de los sentidos.

Hannah Arendt rescató la singularidad de este proceso en la figura de Galileo Galilei:

“Lo que Galileo hizo y que nadie había hecho antes fue emplear el telescopio de tal manera que los secretos del universo se entregaran a la cognición humana con la certeza de la percepción de los sentidos; es decir, puso al alcance de la criatura atada a la Tierra y de su cuerpo sujeto a los sentidos lo que siempre había parecido estar más allá de sus po-sibilidades, abierto a lo sumo a las inseguridades de la especulación e imaginación”4.

Este conocimiento adquiere también un nuevo fundamento. La forma privilegiada del saber en el mundo moderno será la razón y no la fe, como lo había sido durante el periodo medieval. Pero además, esta razón tiene un mandato diferente de su antecesora; esta nueva razón debe fundarse y lo hace en su misión de transformar el mundo: transformar y dominar son parte esencial del razonamiento. Porque esta capacidad ahora le permite al hombre la emancipación, la liberación de tradiciones y dogmas, de leyendas y supersticiones, de atavismos y prejuicios. En esta razón práctica, el hombre moderno adquiere la voluntad de construir una sociedad futura feliz.

Por otro lado, el hombre ya no es entendido como un su-jeto caído en desgracia, como un ser desvalido y degradado por un pecado y necesitado, en consecuencia, de la gracia di-vina para su salvación. Para los modernos, el hombre es un ser soberano del mundo, que, al contrario de la teología, no ha sido expulsado del paraíso, sino que vive en él en la medida en que puede controlarlo. Esta soberanía es tan amplia y fundante que la propia razón, ahora esencia de lo humano, le permite llegar a la justificación de la existencia del ser superior. Dios, Razón, Orden Natural, se convierten en las fuerzas que hacen la historia, una historia que el hombre concibe como evolución, superación y liberación. Darwin, Galileo, Colón, Descartes, Rousseau, se convierten en arquetipos del hombre conquistador. Conquistas sobre la naturaleza, sobre el cuerpo humano, sobre los astros, sobre los territorios, sobre el tiempo. Así se construye la figura del sujeto humano liberado de dogmas y supersticiones, sujeto que tiene ahora entre manos un destino esencial, el de construir una sociedad a su imagen y semejanza, ya no la Ciudad de Dios, sino la sociedad humana. Gran legado de la Ilustración, legado de Thomas Hobbes, John Locke y Jean-Jacques Rousseau. Es decir, el proceso socio-político que lleva de la abolición del orden feudal al surgimiento de la sociedad que denominamos “moderna”. Proceso en el cual la aparición de un nuevo concepto de sujeto es clave: el individuo. En la ruptura de los estamentos y las cofradías, se desarrolla una nueva relación entre el sujeto y el poder en la forma del contrato sustentado también en un orden natural.

Lecturas y lectores

Los documentos que mejor reflejaron este cambio de sensibilidades a lo largo de todo lo extenso siglo XVI, son los que a principios de 1970 encontró Carlo Ginzburg en el ar-zobispado de Udine. Allí, el historiador italiano, descubre los archivos de la Inquisición que registran el juicio a Doménico Scandella, más conocido como Menocchio, quien fuera sometido entre 1583 y 1599 a sucesivos interrogatorios por hereje y luego condenado a muerte, por el papa Clemente VIII. Como sugiere Ginzburg, la condena inflexible a este simple molinero no puede escindirse del contexto de la imposición de la doctrina del Concilio Trento por las cuales también fue condenado a la hoguera Giordano Bruno. Así la iglesia definía hacia arriba y hacia abajo su lucha contra las “herejías” que el cisma protestante difundía por Europa.

Son esas actas los primeros documentos, y quizás los más transparentes, sobre las formas de lectura de un sector popular en pleno siglo XVI. Porque para comprender acabada-mente el tipo de lectura que hace Menocchio, luego de los cien años de influencia de la imprenta en esa comarca del norte de Italia, el Friuli, hay que comprender, como lo hace Roger Chartier y Guglielmo Cavallo, en la Historia de la lectura en el mundo occidental5, que el ejercicio de leer está determinado históricamente.

Porque leer como describe el largo trabajo de Chartier y Cavallo no ha sido por supuesto una actividad natural, ni tampoco por leer entendemos siempre lo mismo. Así cada época histórica tuvo sus marcos de lectura, sus relación con la escritura, sus prácticas y formatos. La relación de los hombres y las mujeres con la escritura no es simple, ni mucho menos, espontánea o superficial. Y siempre han existido “diversas formas de leer”. Leer en voz alta, leer susurrando, leer en silencio. Leer para comprender, leer para salvarnos, leer para interpretar, leer para entretenernos, leer para copiar, corregir o comentar. La lectura es una práctica. Y como señala Cartier no hay lecturas inscriptas previamente en el texto y el texto no existe más porque existe un lector para comprender su significado. El lector es un viajero, dice Michel de Certeau. Y como lo dijo hace muchos años Platón, la escritura no tiene destino, y su influencia llega incluso para el que no sabe leer. También leer no es lo mismo para el que lo hace en un rollo, en un códice, en un libro impreso o en una pantalla. Repasemos las diferentes etapas, sin pretender por ello dar cuenta de esa extensa historia.

Durante la Grecia antigua la lectura era privilegio de los ciudadanos y la élite dominante, los filósofos, pocos, porque la escritura era vista con recelo; en la mayéutica (la mayéutica era la denominación que recibió en la Grecia antigua el método de acceso al conocimiento) se planteaba más el diálogo, porque el conocimiento era una suerte de alumbra-miento, el saber ya estaba en cada conciencia, en cada sujeto, solo había que hacerlo surgir, y el método para lograr ese surgimiento era el diálogo. Y la memoria. La escritura era un acto administrativo y su función era la fijación del texto. La leer en voz alta era muy común y por lo tanto era una lectura oralizada, porque la escritura copiaba el habla.

Luego viene la lectura medieval, que es una lectura, murmurante, piadosa, de salvación, leemos para llegar a Dios, leemos para nosotros y los otros, pero también es una lectura en voz alta, desde el púlpito, pensemos en la liturgia. Se leen las escrituras que es la palabra de Dios y es una lectura que no separa la voz del hablante del poder que lo inviste, como señalara José Joaquín Brunner en Medios, comunicación, cultura, brillante texto de interpretación sobre la comunicación y la cultura. Leemos copias de las sagradas escrituras. Leemos escrituras canonizadas.

La lectura en los inicios de la modernidad se cruza con el Renacimiento, la reforma religiosa, los diferentes ritmos de la modernización; es muy diferente el impacto del dominio de la iglesia sobre la lectura en los países que quedaron bajo la órbita de la contrarreforma (España, Portugal, Italia) de los que recibieron el impulso de los reformistas. Lo mismo es diferente en la efervescente ciudad de Florencia, cuna de la reforma. Como lo atestigua la famosa carta de Maquiavelo (1513) al embajador florentino en Roma, Francesco Vettori, la lectura en los principios del humanismo fue una gran revolución, en donde se cruzaban los poetas griego y latinos, con los grandes filósofos medievales:

“Al salir del bosque camino hacia una fuente y de allí a cazar pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca, o uno de esos poetas menores como Tibulo o Ovidio y semejantes: leo de de sus amorosas pasiones y sus amores me recuerdan los míos, y disfruto un rato de ese pensamiento…”6

Por supuesto, para los líderes protestantes (Lutero, Calvino), los libros y la imprenta fueron en la primera etapa sus aliados. En ese contexto creció la lectura en silencio. Y esta diferencia no es sutil. La lectura interior, intima, abre un horizonte diferente para esa práctica. Luego de esta vino la segunda revolución, la que abrió paso de una lectura intensiva, es decir, pocos textos, relecturas, de un corpus limitado de obras, a otra, más abierta, la llamada lectura extensiva, que abarcaba una cantidad más grande de textos, ahora multiplicados por la imprenta; si bien esta tesis ha sido puesta en duda, como refiere Chartier, dado que hubo lectores extensivos durante el mundo feudal, y gran parte de las grandes novelas del siglo XVI y XVII, fueron intensamente leídas por los públicos lectores del periodo, lo cierto es que el proceso de crecimiento y expansión de los lectores fue continuó y abarcó tanto a las clases altas como las populares, como lo prueba la profusa difusión de los textos que difundían los buhoneros.

Entre las lecturas que los interrogatorios de la Inquisición a Menocchio pusieron al descubierto, hay un libro muy significativo: el Decamerón, escrito por Giovanni Boccaccio entre 1351 y 1353 que narra las historias que 7 jóvenes mujeres y 3 varones se cuentan durante 10 jornadas, cuando es-capando de “la peste negra” se refugian en una caserón alejado de la ciudad de Florencia. La novela, en el estilo del relato enmarcado de Los cuentos de Canterbury o Las mil y una noches, pone de relevancia, a través de cada una de las historias, el poder salvador de la palabra y anuncia las claves de la literatura moderna, como señalara el critico Harold Bloom. Anticipándose al humanismo, Boccaccio, amigo de Petrarca, promueve, en el dialecto florentino vernáculo, un lugar destacado a las mujeres, no sólo como receptoras primeras del historia, sino en muchos casos como narradoras, y se muestra lo suficientemente distante de la escolástica, no sólo por la trama manifiestamente eróticas de alguno de los cuentos, sino por el tono burlón con el que trata a autoridades eclesiales y políticas. Originalmente leída por las clases comerciantes de la Toscana, la aristocracia le dio poco valor en su momento y como era de esperarse la Iglesia lo incluyó en la lista de libros prohibidos por la Inquisición; sin embargo, los sectores populares la tomaron como propia, no solo porque recogía en parte cuentos que circulaban oralmente, sino porque tomaba su voz en un texto impreso.

Cultura moderna y esferas públicas

Pero no sólo de ficciones vivía el mundo. Como lo constatan los historiadores, el desarrollo de la prensa será vertiginoso. Paralelamente al negocio de las “hojas impresas”, se difunde, impulsado por la persecución religiosa el oficio del tipógrafo. Noticias, almanaques, crónicas de catástrofes y leyendas, son los gérmenes de un nuevo medio de comunicación que, en Amberes a partir de 1620, en Londres a partir de 1621, y en Boston a partir de 1690, tendrá el nombre de “gaceta”, “mercurio” o “zeitung”. Sumado a todo este bagaje de impresos periódicos circula desde la temprana era moderna un sinnúmero de textos impresos, novelas de caballería, cuentos y relatos, que va conformando un variado corpus de literatura popular. En este circuito, entre lo docto, lo religioso y lo popular, se va produciendo ese enorme y extenso proceso de alfabetización. No dejemos aquí de mencionar la influencia de las primeras escuelas como a la que parece haber asistido el mismo Menocchio en su infancia. En la escueta lista de lecturas de Menocchio surge claramente la heterogénea difusión de los libros: Doménico Scandela había tenido acceso a libros sagrados (la Biblia) como a los prohibidos (el Decamerón) o los viajes atribuido a John Mandeville; del mismo modo el trabajo de Cartier y Cavallo rescatan durante el periodo de transición, como en los años posteriores, una considerable cantidad de textos populares que ilustran las lecturas de este periodo. Y es conocido el caso de la Biblioteca Azul, del colportage, como de las novelas de caballería, a las que nos hemos referido. Habermas la llamó esfera pública plebeya, aunque las descartó de sus consideraciones específicas.

Es cierto que estamos en un proceso de cambios significativos. La Iglesia, la estructura de la cristiandad, pierde centralidad. Es el renacimiento, es la reforma, pero también es la perdida de legitimidad en cuanto a la transmisión y producción del saber. Entre el siglo XV y el siglo XVI, se desarrollo conjuntamente con el movimiento del renacimiento un florecimiento de las ciencias naturales, y esas nuevas ciencias, dedicadas al conocimiento científico y a la experimentación, encontrarán en las universidades un ámbito de desarrollo fuera del control eclesial. Este cambio educativo es fundamental porque es la antesala del surgimiento de unos sistemas educativos o escuelas, desligados del dominio religioso. El otro factor clave es, por supuesto, la imprenta. El libro, luego el periódico, más tarde la comercialización de las noticias.

Es en este proceso de expansión de las noticias que Jürgen Habermas puso el acento, cuando en 1961, publicó su trabajo más conocido Historia y crítica de la opinión pública7. Si bien originalmente este tratado estaba dirigido a realizar, a partir de esa categoría, una crítica a la refeudalización que se producía en el siglo XX, con la mercantilización de las noticias y los medios, el texto fue fundamental para lanzar un concepto que tuvo una amplia acogida en las ciencias políticas y la sociología de la comunicación. Para Habermas en el siglo XVII y XVIII, dos factores había convergido en la constitución un espacio de participación política y ciudadanía, si bien acotada a las clases ilustradas: las gacetas, las revistas literarias y los círculos de sociabilidad burguesa, cafés, clubes y tertulias. Evidentemente, estos nuevos escenarios se constituyeron gracias al desarrollo de la prensa: el Daily Courant o The Spectator, en Inglaterra, La Gazette o Le Journal des Savants, en Francia.

Como ha señalado John Thompson:

“El desarrollo del capitalismo mercantil en el siglo XVI, junto con el cambio institucional de las formas de poder político, crearon las condiciones para el surgimiento de una nueva clase de esfera pública a principios de la Europa moderna. En este contexto, el sentido dado a la “autoridad pública” empezó a cambiar: empezó menos a referirse a la vida cortesana y más a las actividades de un sistema estatal emergente que ha definido legalmente esferas de jurisdicción y un monopolio sobre el uso legítimo de la violencia. Al mismo tiempo la “sociedad civil” surgió como un campo de relaciones económicas privatizadas que fueron establecidas bajo la tutela de la autoridad pública. El dominio privado incluyó así tanto el campo de expansión de las relaciones económicas como de las esfera intima de las relaciones personales, cada vez más desligadas de las actividades económicas y ancladas en la institución de la familia conyugal. Entre el dominio de la autoridad pública o el Estado, de un lado, y el dominio de la sociedad civil y de la familia, del otro, surgió una nueva esfera de lo público, una esfera pública burguesa, integrada por individuos privados que se reunían para debatir entre si sobre la regulación de la sociedad civil y de la administración del Estado”8.

Si bien la categoría recibió objeciones por su restricción al ámbito burgués y al de los hombres, tomando como base la conceptualización habermasiana, el sociólogo inglés9, desarrollará su tesis sobre la relación entre los media y la modernidad. Lo que John Thompson va a plantear, discutiendo fundamentalmente con las dos grandes tradiciones de la sociología; una más economicista, la tradición que comienza con Marx, sobre el valor determinante de las estructuras económicas en la transformación capitalista; la otra, que agrupa al conjunto de visiones más mentalistas o cultura-listas, cuyo principal referente es Max Weber, que destacaba la importancia de las “creencias”, las “mentalidades”, en las transformaciones sociales. Para John Thompson lo que podemos ver como más sistemático, más estructural, son los cambios en las formas de producción y circulación de los bienes simbólicos. Eso no implica desconocer los cambios estructurales que que se producen a lo largo y ancho del mundo europeo del siglo XIV, XV y XVI, a saber: el avance del mercantilismo, de la producción artesanal, del crecimiento de las ciudades, elementos claves en el cambio en las formas de producción y consumo; otro aspecto lo representa la unificación de los territorios en estados nacionales que sur-gieron de ese mundo separado, múltiple, regional que había sido durante siglos la cristiandad o mundo feudal. La tercera cuestión fueron los ejércitos y fuerzas militares que se prepararon para defender estos estados y la concentración del poder en monarcas soberanos. Por supuesto, el interés fundamental de John Thompson es destacar la gran trans-formación en las formas de producción y circulación de la cultura.

Pero la perspectiva de Thompson no es la de Max Weber. Para él la dimensión cultural tiene tanto de estructura (las tecnologías que modifican las formas de producción y circulación), como de agencia social, es decir, de cambios en las prácticas culturales, en las ideas, en las percepciones de los actores sociales. Thompson es al fin y al cabo un pensador de la segunda mitad del siglo XX, aquellos que, como señaló Jeffrey Alexander, intentarán articular las dos viejas tradiciones sociológicas.

Si bien Habermas circunscribió su esfera pública burguesa a la Inglaterra del siglo XVII y XVIII, el concepto se trasladó a los más diversos ámbitos y períodos. ¿Pudo haber existido una suerte de esfera pública religiosa en el contexto de las crisis protestante en Alemania en tiempos de Lutero como lo sugiere Burke? ¿Acaso el concepto puede utilizarse en la América hispánica? ¿Fueron los cabildos porteños de mayo, en el marco de las revoluciones de la independencia, esferas públicas rioplatenses?

Civitas y universitas

La historia del conocimiento y la información, como sugiere Peter Burke10 en Historia Social del Conocimiento (2003), es reciente. Y se vincula directamente con la expansión de los sistemas de intercambio que producen las redes tecnológicas, como con la importancia que en los procesos productivos contemporáneos adquiere la información. Pero el conocimiento no ha sido destacado como una fuente de poder sólo durante el siglo XX. Ya hace muchos años filósofos como Platón en la antigüedad o Maquiavelo a principios de la era moderna destacaron su importancia, y esta no fue olvidada luego por las siguientes generaciones: quizás la que habitualmente tenemos más presente fue la de la Ilustración, que, con Diderot, dieron forma al primer intento de sistematizarlo: eso fue la Enciclopedia. Sin embargo, uno de los primeros formatos institucionales dedicados a la producción y difusión del saber fueron las universidades. Y las universidades no pueden desvincularse del desarrollo de las ciudades. Así universitas y civitas van juntas, como el conjunto de las cosas y el conjunto de los ciudadanos. Desde la fundación de la las primeras, como la Universidad de Bolonia (1088) y la Universidad de París, fundada a mediados del siglo XII, las diferentes universidades europeas siguieron aquel modelo. La de Oxford en 1219, la de Nápoles en 1224, la de Praga en 1347. Para mediados de 1450 ya había en toda Europa más de 50 universidades. Alrededor de ellas se había constituido acuerdos de reconocimiento de títulos, privilegios locales en tributos y se daba por supuesto que en ellas se oficiaba la difusión del conocimiento, no tanto, la producción, ya que el criterio de autoridad de los sabios (fueran estos Platón o Tomás de Aquino) no era puesta en duda. Los profesores, entonces, más que creadores de conocimiento eran sus divulgadores, y sus obras eran citas o comentarios a las obras mayores. Hasta bien entrado el medioevo tardío la mayor parte de los profesores eran pertenecientes al clero, ya que las universidades, las bibliotecas y los scriptoriums, donde se producían los textos, estaban dentro de una institución mayor: la Iglesia. Así para que el conocimiento pudiera expandirse y avanzar sobre territorios incógnitos tuvo que pasar la reforma, el avance del mercantilismo y finalmente la crisis del medioevo. Así, las universidades se fueron apartando de la tutela religiosa, nacieron las Asociaciones de Promoción de las Artes como la de Londres (1754) fundada para estimular el comercio y las manufacturas, los cafés literarios y científicos, como los salones de la burguesía que fueron claves en el desarrollo de la Ilustración; es conocido que en el salón de Madame de L´ Epinasse se congregaba la crème de la bohemia intelectual y científica francesa, de la talla de Turgot y D´ Alambert, precursores de L´ Enciclopedye, mientras que en el café Procope, de la calle Tournon, luego trasladado a la calle Ancien Comedie se reunían Diderot y sus amigos11; como sugiere Habermas, los cafés fueron instituciones claves en el desarrollo de debates y de intercambio de ideas y visiones de esa larga revolución que fue la modernidad occidental, lo que cimentó una autonomía del saber, libre del control del estado y la religión. También los periódicos que fueron parte del conjunto de esas instituciones que permitieron que el saber y el conocimiento siguiera derrumbando murallas. Aunque resulte paradójico, no siempre las universidades estuvieron al frente de las innovaciones científicas; como sugiere Kuhn, el avance del conocimiento es fruto de las revoluciones paradigmáticas. En muchas ocasiones, el conocimiento nuevo o hereje debió circular por fuera de las instituciones universitarias dueñas del saber consagrado; los nuevos descubrimientos generalmente someten a estas instituciones a procesos revulsivos, hasta que los nuevos conocimientos se vuelven la ciencia normal. Allí las universidades legitiman esos saberes y los expanden hasta las próximas revoluciones. Esta dialéctica entre dogma y herejía ha sido parte de la historia de la ciencia.

1 Hauser, A., (1993), Historia social de la literatura y el arte, Tomo II, Madrid, España, Labor, pág. 59.

2 Ibid., pág. 59.

3 Ibid., pág. 59.

4 Arendt, H., (2009), La condición humana, Buenos Aires, Argentina, Paidós, pág 288.

5 Chartier, R., y Cavallo, G., (2001), Historia de la lectura en occidente, Buenos Aires, Argentina, Taurus.

6 Machiavello, N., Carta al embajador Fracesco Vittori, www.revistadelauniversidad.mx consultada 15 de junio.

7 Habermas, Jurgen, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, GG, Barcelona, 1994.

8 Thompson, J., (1996), “Teoría de la esfera pública”, publicado en Voces y Culturas No.10.

9Thompson, J., (1998), Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación, Barcelona, España, Paidós..

10 Burke, Peter, (2002), Historia Social del Conocimiento, Barcelona, España, Paidós.

11 El café Procope, fundado por en 1689 por un siciliano, Francisco Procopio dei Coltelli, fue uno de los salones predilectos de la bohemia, la política y las artes francesas; ubicado a pocas cuadras del Sena, en las inmediaciones del barrio Latino, fue escenario de célebres encuentros, como los de D´Alambaert y Diderot o los de la primera plana de la Revolución Francesa (Roberspeierre, Danton, etc.); también lo frecuentaron artistas como Honore Balzac, Paul Verlaine o Oscar Wilde.

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