Clase 7

La década de la ruptura

En 1961, Fidel Castro, recibía la tapa de Life, probablemente la publicación periódica más importante del mundo occidental, editaba semanalmente 13 millones de ejemplares y habría de producir las tapas más recordadas del periodismo del siglo XX, como la histórica foto de Alfred Eisenstaedt, de la enferma abrazando al solado al final de la Segunda Guerra Mundial. Desde 1936, cuando el dueño de Time se hace cargo de la publicación, la revista renueva la forma de hacer periodismo, volcándose claramente hacia el impacto visual de la fotografía y a un tipo de coberturas periodísticas que apuntaba a una escritura novelada, que había impuesto la gran revolución literaria de los sesenta, con el llamado Nuevo Periodismo. Los más grandes lideres mundiales eli-gieron sus páginas para publicar sus memorias, desde Churchil hasta Truman, y en sus columnas firmaron los más grandes escritores como Ernest Hemingway o Truman Capote.

Los años sesenta son los años de la ruptura, el principio de un ciclo de transformación sociocultural que pondría de cabeza todo lo conocido; es la sociedad de masas y su ideología inconformista, como la describió premonitoriamente Da-niel Bell en su celebre ensayo El fin de la ideología, de 1960. A finales del los 50, los beatniks y los nuevos dueños del mainstream en Hollywood, el clan de Frank Sinatra, The Rat Pack, ya lo habían anticipado. Era la América que salía del baby boom de la posguerra y que ingresaba paradójicamente a un tiempo de protestas y esperanzas. Era la contracultura, que en el poeta Allen Ginsberg se habían manifestado como un “aullido” solitario y desesperado. Y que recorrió como un reguero de pólvora de este a oeste y viceversa en su angustia-do viaje por “las carreteras” con Kerouac.

Estados Unidos iba a ser la cuna de este movimiento, pero experiencias similares se vivirían en los aparentemente más distantes países. Como señala Margaret Mead, esta brillante antropóloga que había pasado casi toda su vida estudiando las costumbres de las tribus más alejadas en Nueva Guinea o Samoa, cuando volvió a la isla 30 años después, se encontró con que lo indígenas le preguntaban si había traído una radio. ¿Para qué la quieren?, preguntó ella. Hemos escuchado en la radio las músicas de los otros pueblos, le respondieron, ahora queremos que escuchen las nuestras. Evidentemente, los pobladores de Nueva Guinea ya no estaban tan lejos ni en el tiempo ni en el espacio. Los medios, durante esos 30 años habían acercado todo a todos.

Si bien la ruptura se venia gestando desde hace tiempo en los medios como la radio o el cine, sería en particular la televisión la que iba a jugar un papel fundamental. Esa ven-tana al mundo, como se la publicitaba en su primera época, en su capacidad de llevar adentro del hogar imágenes de todo tipo se convirtió en muy poco tiempo en un instrumento poderosísimo. Objeto totémico, como señaló David Morley, en Medios, Modernidad y Tecnología (2008), ubicado en el centro de la casa como antes había estado el fogón en el mundo rural, luego la radio en la sala de estar o la cocina en la vida urbana, ahora este transmisor de imágenes se ubicó rápidamente en el centro del mundo. Pero por supuesto este proceso no se desarrolló de la noche a la mañana. Como refiere Raymond Williams en Televisión. Tecnología y forma cultural (1973):

“La invención de la televisión no fue un acontecimiento individual ni una serie de acontecimientos individuales. Dependió de un conjunto de inventos y desarrollos en el campo de la electricidad, la telegrafía, la fotografía, el cine y la radio”.

Si entre 1875 y 1895 fue más un proceso técnico, después del parate que de algún modo significó la primera guerra mundial, entre 1920 y 1930 comenzó su carrera definitiva. Si en principio hubo una suerte de competencia entre el desarrollo mecánico impulsado por el escocés John Logie Baird (1888/1946), con la cámara de barrido (scaner) que permitía transmitir imágenes a la distancia tal como presentó su invento en Londres antes más de 50 científicos en 1926, cuando Vladimir Zworykin (1888/1982), ruso nacionalizado estadounidense, patentó, en 1923, el tubo de rayos catódicos, conocido como iconoscopio, el proceso se aceleró definitivamente.

Así, las primeras transmisiones televisivas fueron entre 1935 y 1940. Y patentaron lo que luego Umberto Eco definiría como “lo específico televisivo”, la toma directa, que diferenciaba a la televisión del cine. La televisión podía hacer el espectáculo con la realidad en su transmisión simultánea de los hechos. Esto no implicaba dejar de lado la narración. Finalmente, la edición, incluso en un partido de futbol, puede definir la interpretación de lo que sucede en el estadio; pero claramente la televisión no era el cine.

Una de estas primeras transmisiones televisivas donde la toma directa hizo su estreno fue los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, que si bien fue rudimentaria, alcanzando sólo la ciudad de Berlín, todo el dispositivo espectacular preparado por el nazismo prefiguraba la significación comunicacional de estos eventos. De hecho, conscientes de la potencialidad política y propagandística del acontecimiento, el jefe de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, contrató a la cineasta alemana, Leni Riefenstahl, para realizar un documental sobre la competencia. Hoy conocido como Olympia, es uno de los films documentales sobre el deporte más reconocidos de la historia.

Esta duplicidad de la estrategia comunicacional del nazismo pone en evidencia que todavía estábamos a mitad de camino entre el lenguaje cinematográfico y la representación televisiva. De hecho, la todavía compleja transición se ve en los primeros programas de televisión previos a la guerra, como lo testimonia el ciclo The Televisión Ghost en la CBS, entre 1931 y 1933. Allí está presente todavía, como en el caso de Méliés, la fantasmagoría popular que sigue influenciando los primeros escarceos del medio. La televisión seguía connotando una suerte de presencia enigmática, siniestra, de lo que está más allá y no podemos ver, como lo reflejó con inmensa lucidez, Steven Spielberg, en Poltergeist (coguionista y productor), en la famosa escena de la niña que habla con el aparato de televisión. Algo parecido había imaginado en los años cincuenta el cuentista americano, John Cheever, con La radio enorme; en ese relato, una pareja compra un nuevo aparato de radio para su departamento. La sorpresa está en que en vez de escuchar programas de música o variedades, esa radio les permite espiar la vida de sus vecinos. Por estas tierras, fue Adolfo Bioy Casares el que recogió el guante en 1941; en La invención de Morel, el novelista argentino imagina una máquina infernal alimentada por las mareas oceánicas, capaz de perpetuar en imágenes la vida de los protagonistas, una suerte de anticipación al holograma. En todos estos casos, los medios adquieren algún atributo mágico y misterioso, como si la sociedad necesitara conjurar a través de esos relatos los abismos desconocidos a los que esas puertas nos aproximaban.

Televisión, posguerra y modernización cultural

Como ya dijimos al desarrollo de la televisión no la define la tecnología, sino los usos, y esos usos son siempre determinados por el contexto social, por las demandas e intereses en juego (como ya vimos en el caso del telégrafo, los usos militares y de control estatal del territorio fueron las claves de su rápido desarrollo). En el caso de la televisión hay que considerar el mundo de la posguerra, claramente identificado con un profuso desarrollo urbano. Pero también se estaba produciendo una profunda transformación cultural, de hábitos, de prácticas, a las que las instituciones tradicionales como las iglesias, los partidos políticos o los diarios no lograban representar. La velocidad de la modernización de las costumbres que aquellos adelantos técnicos impusieron dejaba a la sociedad sin referentes. La televisión surge entonces, según Williams, como ese espacio de reconocimiento, de negociación, de articulación y dominación hegemónica sin la cual no hay orden social, ni formas de tamizar conflictos y diferencias.

Si de algún modo el personaje de Chaplin había servido para algo en el contexto de la crisis socioeconómica de los 20, fue en lograr que su pobre arlequín bufonesco representara, en nombre de todos los desclasados, la ansiada revancha frente a los poderosos. Finalmente esa era la trama de todas sus películas. Y la devolución del mensaje esperanzador sobre las clases explotadas: al final triunfan y se van con la chica.

La televisión fue sin duda el lugar de otra catarsis. Presentando un lugar de legitimación en la modernidad de las familias, con las noticias, las canciones y los ritmos musicales que estaban atravesando la nueva cultura. Paradójicamente la televisión funciona como exclusa, entre lo que pasa en la calle y lo que entra en la casa. Crea contextos de enunciación y marcos interpretativos.

Como bien lo señala Lynn Spigel, la experiencia televisiva, si bien técnicamente, ya estaba resuelta antes de la segunda guerra, tuvo que esperar al fin de la contienda para adquirir ciudadanía. Es cuando finaliza la contienda mundial que nacen las grandes cadenas televisivas. La BBC en Gran Bretaña, la Deutscher Fernseh-Rundfunk (la televisión alemana) que retoma sus transmisiones en 1948 después de la guerra o la France Televisión desde 1945. Todas ellas señales públicas, característica que no debiéramos olvidar de las políticas audiovisuales europeas hasta entrados los años 80. En el caso argentino, la primera transmisión televisiva fue el 17 de octubre de 1951, con un mensaje de Eva Perón. Y poco tiempo después, la transmisión del primer partido de futbol entre San Lorenzo y River Plate, desde el viejo Gasómetro. La primera programación televisiva en Argentina siguió los parámetros norteamericanos, programas dirigidos a la mujer, como fue el caso de Doña Petrona que comenzó con sus clases de cocina en 1952, los noticieros de la noche o las comedias o teleteatros.

Por supuesto que la televisión estaba pensada como una gran ventana a esa sociedad ávida de consumo y las compañías dedicadas a los artículos para el hogar fueron los más codiciados auspiciantes. Como lo recuerda Lynn Spigel entre 1946 y 1955 dos tercios de los hogares contaba con un televisor y en 1960 al menos el 90 por ciento contaba al menos con uno en sus hogares y permanecían como espectadores un promedio de 5 horas diarias1.

En Haciendo espacio para la tv: televisión y familia ideal en la postguerra americana, de Lynn Spigel, se analiza cómo se desarrolló la incorporación de la televisión en la vida cotidiana de las familias norteamericanas después de la segunda guerra mundial. Enfocada en la década que va de 1945 a 1955, esta investigadora especialista en medios y estudios culturales, realiza una interesante historia cultural de la televisión a partir de los testimonios que recoge de las revistas femeninas, de los avisos y propagandas sobre la televisión y la familia, de lo que la televisión dice de si misma a través de las series y películas, como también de lo que expresan las transformaciones de la arquitectura y el diseño del hogar en ese período.

De este modo, Lynn Spigel, logra dar cuenta del lugar central que ocupó la televisión en el proceso del pasaje de las formas de entretenimiento de la esfera pública como la sala de cine a la esfera privada del hogar familiar. Del modo en que la televisión como mueble se instituyó en el centro de la vida cotidiana, en la reformulación que sufrió el espacio hogareño, en la caída de los muros que separaban, en los hogares americanos de la época victoriana, lo exterior y lo interior, especialmente visto esto en el auge de las ventanales, de las puertas ventanas, en lo que fue el modelo ideal del hogar familiar, el denominado “ranch-style” americano de la costa oeste, todo una representación del ideario americano que surge luego de las dos décadas previas al final de la guerra. Casas con techos a dos aguas, con el garage al frente, el césped hasta la calle, todas iguales, en barrios alejados de los cascos históricos de la ciudad.

La televisión es un “catalizador de esas expectativas de re-valoración del espacio doméstico”, del núcleo familiar y de los nuevos barrios suburbanos que proliferaron en la posguerra; también la televisión mostró las tensiones entre el discurso de unificación cultural ligado a los patrones tradicionales de género y generacionales, como de los conflictos que representaba esa nueva tecnología en relación al lugar tradicional de la mujer. Como sugiere el trabajo de Lynn Spigel, los norteamericanos hicieron una fuerte inversión de su capital cultural para darse una estabilidad y seguridad que no habían vivido desde la década del treinta y la televisión fue el medio idóneo para hacer esa inversión simbólica. Por supuesto, no estaba exenta de esta maniobra cultural y hegemónica, la defensa de un sistema capitalista que estaba dando oportunidades de integración y ascenso social a las clases populares. Estamos en el new deal de la posguerra. De algún modo, sugiere Spigel, la televisión conformó a estos sectores con bienes de consumo y valores integrados a ellos, para lograr una identidad de clase media que se constituyó en el corazón de la cultura americana. Pero también como esa “ventana al mundo”. El final de la gran guerra fue un período de relativa estabilidad y progreso económico. Entre 1947 y 1971, el promedio de crecimiento de la economía mundial fue 6.5. Estados Unidos emerge luego de la guerra como la potencia hegemónica y se pro-yecta al mundo ejerciendo un liderazgo que parece incuestionable. También es cierto que estamos ingresando en la guerra fría. Pero esa guerra funciona como aglutinante. Del otro lado del american way of life están los comunistas, los rojos, hasta los marcianos. Sino veamos todo el cine de ciencia-ficción de los años 50 que pivotea sobre la sospecha de la invasión extraterrestre como La invasión de los usurpadores de cuerpos, de 1955, dirigida por Dom Siegel.

Esta modernidad que acompañaba al medio, estuvo claramente señalada desde sus inicios, como es el caso de uno de las comedias más celebradas de los años 60: El Show de Dick Van Dike, una de las seriales semanales más exitosas de la época, donde el protagonista era un guionista de tele-visión, con lo cual el medio se vendía así mismo como epítome de la moda. Lo mismo pasaba con los show televisivos, el más reconocido, The Ed Sullivan Show, que oficiaba como consagración de los artistas del momento, como fue el caso de Elvis Presley, que en dos ocasiones tuvo sendos programas en la cadena, con más de 50 millones de espectadores o el récord que representó la visita al show de The Beatles con más de 70 millones de espectadores.

El profeta de la comunicología

Es en el marco de este contexto de cambio cultural dominante de la década del 60 que nace la mirada profética de McLuhan. Y como todo los profetas su discurso es muchas veces tautológico y asertivo. Ve signos de sus ideas en los más diversos campos científicos, desde Shakespeare hasta John Lennon, desde Joyce hasta Jung y esos signos, como para todos los creyentes, son indicios de una revelación. Para McLuhan esa revelación es el cambio de escala de los asuntos humanos por impacto de las nuevas tecnologías electrónicas. En la década del sesenta Marshall McLuhan publica sus obras fundamentales: La Galaxia Gutenberg: génesis del hombre tipográfico en 1962, Comprendiendo los medios de comunicación. Las extensiones del hombre en 1964, Guerra y Paz en la Aldea Global de 1968. Como bien dice Nick Stevenson “el profundo influjo de las nuevas formas de comunicación en las dimensiones del espacio y del tiempo y en la percepción humana son los motivos dominantes en Marshall McLuhan”2.

Si bien todavía muchas de sus intuiciones no tienen en la década del sesenta la tecnología que les corresponda, ciertamente McLuhan ve lo que está en proceso. Aunque los dis-positivos de la era de Internet estén todavía lejos de ser unas realidades cotidianas, en los años 50 y 60 se están gestando los cimientos. Como lo observa con claridad Jesús Martín-Barbero en Proyectar la Comunicación (1997) la cibernética de Winner, las computadores de Turing, los primeros esbozos de las agencias de investigación y defensa en la línea de la conectividad, están en sus inicios. Por sólo mencionar uno: la agencia DARPA, cabecera de playa del departamento de Estado Norteamericano en la etapa fundacional de Internet es de 1962. Allí la figura de Licklider, un científico clave en el impulso de la red, tanto como el trabajo de Leonard Klienrock que en 1961 publica un trabajo sobre la comunicación de paquetes para la transmisión de datos. Es cierto, todo un imaginario contracultural estaba en el ambiente, en el que las comunicaciones se conectaban paradójicamente entre la horizontalidad de las nuevas comunidades y las políticas de defensa en tiempos de guerra fría.

En ese ambiente, Marshall McLuhan va a machacar con cuatro conceptos: el fin de la cultura tipográfica; el medio es el mensaje; la diferencia entre medios fríos y calientes; y finalmente la idea de la implosión del orden moderno y advenimiento de la aldea global.

Todo comenzó en Canadá, en la Universidad de Toronto, donde este especialista en literatura inglesa se rodea de pensadores como Walter Ong, Harrold Innis, entre otros. Si bien fue un autor olvidado desde los años 70, hoy vivimos un revival mcluhiano de la mano de los autores que recuperan sus hipótesis, dentro del campo que se ha dado en llamar la Ecología de los Medios o la Escuela de Toronto (Carlos Scolari, 2008, Mario Carlón, 2012, Henry Jenkins, Alejandro Piscitelli, Neil Postman, Erick McLuhan). Esta corriente vuelve la mirada sobre las mediaciones infocomunicacionales no desde la perspectiva difusionista o transmisionista sino la de concebir a los tecnologías y medios de comunicación como “ambientes”. Algo que estaba en el corazón de la propuesta mcluhiana.

¿Pero de dónde había sacado sus intuiciones este profesor de letras, especialista en poesía inglesa, convertido al catolicismo? La respuesta es Harold Innis (1894/1952), historiador de la economía que escribió al final de su vida dos obras sobre comunicación humana Empire and comunications y The bias of comunication (1950/1951). Sus hipótesis se dirigian a destacar la influencia de las formas de comunicación en el desarrollo de las sociedades. En su libro The Bias of comunications, Innis describió a los medios de comunicación en dos dimensiones, aquellos medios que son propensos al tiempo y aquellos que son propensos al espacio. Los primeros, como la arcilla, la piedra, tienden al tiempo al poder perdurar sin destruirse. Son generalmente pesados, difíciles de transportar, estos medios corresponden a sociedades cerradas, mas bien endogámicas, tradicionalistas, con-servadores, difíciles de sufrir modificaciones. Los medios propensos al espacio, como el papel (el papiro, etc.) son fáciles de transportar, de hacer circular y corresponden a sociedades abiertas, cambiantes, extendidas, descentralizadas. Para Innis la diferencia entre los medios tuvieron un papel fundamental en el cambio de las sociedades. El auge del papel, de la imprenta, con su facilidad para trasladarse, provocó los grandes cambios de la sociedad moderna. Ahí Innis prefiguraba desarrollos posteriores como el de que expresa Benedict Anderson en Comunidades imaginadas.

De esta influencia McLuhan definió cuatro grandes cuerpos de teoría.

El fin de la cultura tipográfica (la imprenta es una cultura del individualismo). McLuhan acá observa de qué forma se modificó, como consecuencia del impacto del desarrollo del alfabeto y en particular de la imprenta, una nueva forma de ver y por lo tanto de actuar a partir de la linealidad que impone la escritura alfabética impresa. Pasamos de un cul-tura holística (integrada por los cinco sentidos) a una cultura de la división, fragmentada, dominada por la vista, por el ojo. Esta es una cultura individualista, señala McLuhan. Pasamos de la oralidad, el oído, el habla, los gestos, el movimiento, a una cultura cerrada, lineal, uniforme, racional. McLuhan ve, con la aparición de los nuevos medios técnicos como la radio o la televisión, el fin de la cultura tipográfica. A diferencia de la escritura, la radio y la televisión son me-dios más auditivos que visuales. Imponen más la escucha y por tanto un refuerzo de los contextos de interpretación. El libro tiende a la universalidad y se despoja de ese aquí y ahora sobre el cual pivotea la comunicación oral. Por eso McLuhan halaba de una regreso a lo sonoro, al mundo antiguo, previo a la imprenta que había dominado las culturas hasta la edad media. La televisión o la radio recuperaban el espacio de reunión colectiva, comunitaria, en la escucha de sus mensajes; por el contrario, el libro, implicaba una lectura solitaria, persona, individual, silenciosa.

El segundo concepto de McLuhan aparece en Comprender los medios de comunicación. Va a ser uno de los conceptos teóricos más conocidos del autor y probablemente de todo el campo de las ciencias de la comunicación. Me refiero a El medio es el mensaje. Este nuevo aforismo de McLuhan fue una crítica implícita a las visiones contenidistas o ideológicas sobre la comunicación de masas. Para McLuhan lo fundamental de los medios era como estos transformaban las formas de relación humana o social y no los contenidos que podían transmitir. Por ejemplo, la luz eléctrica era un medio sin mensaje, pero esta trasformaba todos los vínculos, espacios públicos, el trabajo, la vida urbana, etc. La televisión estaba modificando de raíz todas las formas de acceso a la cultura (el libro, los conciertos, los espectáculos, las noticias, el espacio y el tiempo). El acceso desde el hogar a la cultura iba hacer estallar la cultura tipográfica, la televisión era el paradigma de las culturas electrónicas.

El tercer concepto que aparece en Understandig Media fue la distinción entre medios fríos y calientes. En este proceso McLuhan distinguía las características entre los viejos medios y los nuevos. Los medios fríos eran la tele-visión, el teléfono. El medio caliente por excelencia era el cine. En esa distinción McLuhan señala dos conceptos fundamentales, que luego tendrán una gran relevancia con el desarrollo de Internet. Para McLuhan los medios calientes se caracterizaban por su alta densidad informativa y su baja interactividad. En la pantalla de cine, gigantesca, llena de detalles, de primeros planos, de grandes panorámicas, la imagen estaba cargada de información. Uno entraba a la oscuridad de la sala de cine para ser subyugado por la narración, por el lenguaje cinematográfico. A diferencia de la televisión, que era más bien de baja calidad, pequeña la pantalla (al menos en la época en que McLuhan desarrolla esta teoría), el espectador tenía que completar la información con su actividad decodificadora. Recordemos lo que señalaba Morley o Spigel sobre la forma de ver televisión de la mujer en la década del 50. El medio frio por excelencia era el teléfono. Uno siempre tenía que preguntar dónde estás, quién habla, etc. Los medios calientes correspondían a las sociedades tipográficas, los fríos a las nuevas sociedades modernas.

La implosión de la sociedad moderna y el advenimiento de la aldea global fue parte sustancia de su tercer trabajo de la década del sesenta: Guerra y paz en la aldea global. Finalmente, en la teoría de McLuhan estas nuevas experiencias comunicacionales tienen una consecuencia profunda. Todo el edificio moderno, construido sobre la separación de las actividades, de las formas de comunicación, de las culturas, de las instituciones, caerían bajo la influencia de una sociedad abierta, descentralizada, holística, auditiva, colectiva. La imprenta había separado las dimensiones de la economía, la política, la estética. Ahora los medios electrónicos volvían a unir aquellas dimensiones. Con cierto aire renacentista, McLuhan finalmente tenía algo de eso en su heteróclita formación, la televisión volvía a reunir lo público con lo privado. Solo pensemos hoy en cualquiera de las aplicaciones contemporáneas, como Instagram o Facebook.

“El mundo ha experimentado una implosión de los sentidos vertical, temporal y horizontal. La humanidad, se ha derrumbado sobre si misma, regresando al estado aldeano característico de las sociedades orales”3.

En ese contexto el ensayista canadiense anticipa una suerte de balcanización del mundo. Mini estados, mini comunidades, definidas por sus identidades culturales constituirán naciones, naciones negras, naciones indias, naciones lingüísticas. Es una gran preocupación a finales de los años 60, en un país que viene de un periodo de grandes agitaciones sociales. En 1963 sorprendidos por el asesinato de JFK, en 1968 por el de Martin Luther King. Quizás como una anticipación más a esta desjerarquización de las instituciones y de las distintas esferas sociales, en la entrevista que le hace la revista Playboy en 1969, McLuhan concluye: “será un mundo totalmente retribalizado de implicaciones profundas”.

Una modernidad a la italiana

A mediados de los años 60, la cultura de masas estaba consolidada. Y formaba parte del paisaje mundial. De algún modo sus hondas expansivas habían cubierto el globo y cada sociedad nacional vivía a su modo las grandes transformaciones que se habían suscitado después de la posguerra.

Era cierto, como decía Marshall McLuhan en esa entrevista con Playboy (1969), casi en si misma una tautología, que el estructurado orden moderno se estaba desintegrando. Movimientos como la lucha de los negros por sus derechos civiles que se visibilizara nacionalmente en el puente de Selma, Alabama, en 1965. En el reconocido Mayo Francés en París, del 68, o la Masacre de Tlatelolco, en México, en octubre del 68, fueron claramente hitos en unas sociedades convulsionadas. La misma revolución cubana que diera inicio a la década ahora cobraba un trágico sentido con el asesinato del Che Guevara en Bolivia, en 1967. Su rostro convertido en un símbolo de las juventudes rebeldes sería mundialmente reconocido y apropiado.

Paradójicamente, desde uno de los costados más periféricos de esa modernidad europea, en Italia, surge una de las voces más lúcidas. Como lo describe en sus películas uno de sus cineastas más renombrados, Federico Fellini, la península itálica vive su propia modernidad. Ahí están para re-tratarla: La Dolce Vita u 8 y ½, dos de las más grandes realizaciones de la época. No es un dato menor observar que los protagonistas de sus películas son periodistas o directores de cine. Aunque la película que retrata por antonomasia el espíritu de la época es, sin duda, Blow Up, de Michelangelo Antonioni. Allí el protagonista es un fotógrafo, la profesión más cool de los sesenta. Porque la modernidad sin lugar a dudas tiene mucho que ver con lo icónico. Sino recordemos el análisis sobre la publicidad de fideos que Roland Barthes hace en Retórica de la imagen de 1964. Como lo señala Marshall Berman, en Todo lo sólido se desvanece en el aire, los años 60 son una explosión creativa en la que lo real es puesto en debate. Y si lo real entra en crisis (“sean realistas pidan lo imposible”, decía uno de los slogans del Mayo Francés) también el arte: eso es Andy Warhol con su obra “Latas de Sopa Campbell”.

En ese marco de modernidades y estéticas críticas surge el pensamiento del referente quizás más relevante del periodo, que también como McLuhan, se convertirá en una pieza más de la cultura de masas. Nos referimos a Umberto Eco, el semiólogo italiano, que a mediados de los 60 publica Apocalípticos e Integrados ante la cultura de masas. Obra fundamental en el período, convertida casi en un sentido común. Especialista en el arte medieval, Eco ya había escrito una obra relevante, Obra Abierta (1962) con sus primeras reflexiones sobre informática, filosofía y la semiótica, en las que destacaba que el arte nuevo, las nuevas estéticas, eran aquellas en las que el sentido no se clausuraba en la obra, sino en las que se abrían a las múltiples lecturas de los espectadores, de los lectores, de las audiencias. Son los años en que Europa está encandilándose con una nueva corriente de pensamiento, el estructuralismo, y donde Barthes, Levy Strauss o Louis Althusser están renovando el pensamiento crítico. Pero también de toda la experimentación del arte pop, los happenings o las performans de aquellas vanguardias. En Argentina, esta renovación intelectual y artística está identificada con el Instituto Di Tella, que paradójicamente se sostenía con el proteccionismo industrial del primer peronismo. Si bien la obra académica de Umberto Eco tuvo más que ver con la semiótica, desde Estructura ausente (1968) o Tratado de semiótica general, su visión antagónica de la cultura de masas fue la que más ha perdurado.

Para Eco la problematización de la cultura de masas se podría resumir de la siguiente forma. La mirada intelectual sobre la cultura de masas se ha dividido. Están los que ven los medios de masas como un fenómeno de degradación cultural, los apocalípticos. La cultura de masas mata la creatividad, busca un gusto medio. Manipula las consciencias de los espectadores y receptores, está dominada por las leyes del mercado. Promueve una cultura conformista, defiende una postura acrítica sobre el mundo y pasiva. Crea mitos y estereotipos. Del otro lado, están los integrados; para ellos la cultura de masas amplia los alcances de la cultura, la democratiza al extender los horizontes de consumo, no es sólo un fenómeno capitalista porque reconoce expresiones de las culturas populares antes negadas por la cultura dominante y aristocrática, abre la consciencia de las personas de sus particularismo y la vuelve más abierta, cosmopolita, moderna, progresiva; en ese proceso puede ampliar los marcos de aprendizaje y es una forma más de acceso a la información de los sectores bajos y medios.

El problema es que estas perspectivas maniqueas impiden pensar la cultura de masas. Una porque habla sobre la cultura desde una distancia aristocrática que denuncia más sus propios prejuicios que una mirada realista sobre el proceso; la otra, porque habla la cultura de masas, es decir, la produce, forma parte, no tiene una distancia crítica mínima. De ahí que la aceptación de la misma categoría de cultura de masas sea parte del problema, una aceptación que paradójicamente comparten apocalípticos e integrados. Las categorías fetiches, dice Umberto Eco, es decir, conceptos que se usan y casi que cobran vida por ellos mismos. La idea de “masa” y la de “hombre masa” son dos casos. Ahí Umberto Eco rastrea el origen de esta perspectiva en la concepción del crítico alejado de la realidad empírica. Eco menciona a Ortega y Gasset (La rebelión de las masas), a Adorno (La dialéctica del iluminismo y Mínima Moralia), pero también puede irse mas lejos, a Bruno Bauer: en todos ellos Eco encuentra esta concepción de distanciamiento, la crítica no debe mezclarse con la realidad, porque la contamina. Su función es la negación.

En este marco el trabajo de Eco implica fundamentalmente no actuar con prejuicios.

“Aquello que, por el contrario, se reprocha al apocalíptico es no intentar nunca, en realidad, un estudio concreto de los productos y de las formas en que verdaderamente son consumidos. El apocalíptico, no sólo reduce los consumidores a aquel fetiche indiferenciado, que es el hombre masa, sino que -mientras lo acusa de reducir todo producto artístico, aun, el más válido a puro fetiche, el mismo reduce a fetiche el producto de masa”4.

Eco incluso, desde adentro de esa cultura de masas, se da ciertos lujos. ¿Sino qué otro sentido tiene incluir una cita en latín sin traducción de San Bernardo sobre el debate iconográfico en el siglo XII? ¿No es acaso un guiño a esa supuesta incultura que representaría la cultura de masas y toda reivindicación de un su pertinencia, al menos desde el punto de vista crítico? Porque todo el trabajo de Umberto Eco es revalidar esa cultura como objeto de análisis, de investigación. Consideremos que en este trabajo Eco analiza pro-ductos fundamentales de la cultura de masas, como son la historieta de Superman, de Steve Cannon, la canción popular melódica o la misma televisión. Esta mirada critica anticipa lo que será luego su trabajo quizás más conocido, que fue la novela El nombre de la rosa, una de las primeras ficciones posmodernas, donde los niveles de lectura, entre lo popular, lo masivo y lo de elite, se mezclan y son parte de la trama.

Claro que las nociones de los masivo en el contexto de la publicación de Apocalípticos e integrados… es muy diferentes de las actuales, y todavía estamos en la convulsión de los años 60.

El compromiso de la cultura en crisis

Para muchos la noche del 8 de agosto de 1969 culmina la década del 60, la cultura hippie y el revuelta generacional que había empezado con el rock y el flower power. Esa noche, tres jóvenes del clan Mason irrumpieron en el domicilio de Román Polanski, en California, y asesinan a su mujer, la joven promesa hollywoodense, Sharon Tate, y a tres de sus amigos. La detención, el juicio y la condena del autor intelectual de la masacre, junto a cuatro de los integrantes de su secta, el gurú Charles Mason, músico, profeta contra-cultural, que se había codeado con los Beach Boys y toda la movida californiana, representó el final trágico del hippismo y el ocaso de las fantasías milenaristas de aquella generación que había soñado con el amor y la paz.

Ese mismo año, una reconocida antropóloga, Margaret Mead, discípula de Franz Boas, que ha pasado gran parte de su vida estudiando las culturas originarias de la polinesia, publica Cultura y compromiso. Estudios sobre la ruptura generacional. Un libro fundamental para comprender indirectamente qué profunda era la fractura de la sociedad americana, y de qué forma angustiante se había transitado esa larga década de conflictos.

Como lo desliza en varias oportunidades durante la reconstrucción de ese período y de ese caso Quentin Tarantino, en Once upon a time in Hollywood, aquellos años no habían transitado pacíficamente. A los conflictos gene-racionales y culturales, se sumaban los raciales. La lucha de los negros, las protestas universitarias, la guerra de Vietnam, el asesinato de los Kennedy, de Martin Luther King, todo había sido demasiado para la generaciones que veían con temor cómo se desplomaban sus costumbres, sus seguridades. La tapa que la revista Life le dedica a Charles Mason ese año es ilustrativa. Su rostro emerge desde las sombras como una suerte de Mefisto y el texto dice: “Un culto de amor y terror”.

Fueron años difíciles. En ese marco, la pregunta que se hace Margaret Mead, es pertinente. Estados Unidos surge de la segunda guerra como una de las potencias del orden internacional, pero la generación que está destinada a ejercer ese liderazgo no quiere saber nada con tomar esa posta. ¿Por qué miles de jóvenes de las clases medias y trabajadoras que a principios de los años 60 inician su vida adulta rechazan los valores de una sociedad que les dio trabajo y educación a sus padres? ¿Por qué las nuevas generaciones no quieren compartir las ganancias y los beneficios de una sociedad que gracias al esfuerzo y el ahorro de sus antepasados hoy está en condiciones de producir más riqueza y poder que ninguna otra de las generaciones anteriores? Las preguntas son acuciantes.

Probablemente no hubiera nadie mejor preparado para in-tentar una respuesta que esta antropóloga que en sus investigaciones sobre los Arapesh en Nueva Guinea, había descubierto que las diferencias sexuales no definían conductas diferentes entre hombres y mujeres, que había pasado largas estadías conviviendo en comunidades tribales alejadas de la civilización moderna, que había descubierto sociedades antiguas donde las mujeres ejercían los roles dominantes y los hombres cuidaban a los hijos y los educaban, para comprender las causas de una ruptura tan profunda como la que proponían los jóvenes de los años 60. Por supuesto se necesitaba una mirada desprejuiciada.

La pregunta que se hacía Margaret Mead era clave. ¿En qué vale la pena comprometernos?

En un mundo donde la culturas propias, originales, ya no podían concebirse como las únicas, donde los medios de comunicación como la radio y la televisión, pero también los viajes en aviones, los satélites, la extensión de autopistas, el cine, acercaban a cada nueva generación formas nuevas de vestirse, de trabajar, de pensar, de comunicarse, relativizando las respuestas que heredamos del pasado.

Para Margaret Mead había tres formas de interpretar lo que estaba pasando, y esas formas de interpretarlo guardaban relación con tres maneras diferentes de entender las culturas y en especial la forma en que cada cultura interpreta el fu-turo, su pasado y el presente, y por supuesto, de qué manera esas culturas transmiten entre generaciones las formas de enfrentar ese tiempo. Es decir, la cultura. Porque en un sentido antropológico la cultura es el legado que cada pueblo se da a si mismo para enfrentar las vicisitudes de la vida: qué comemos, cómo nos vestimos, cuáles son nuestras instituciones, nuestras costumbres, lo que entendemos por salud o enfermedad y cómo las tratamos, todo eso forma una cultura. Y esa cultura se transmite de generación en generación. Nacemos dentro de una de esas culturas y lentamente vamos desarrollando un aprendizaje. No solo aprendemos con los libros, también en los cuentos infantiles, en los juegos, con las comidas o en las canciones.

Margaret Mead ve que en realidad el problema está ahi, en que no vemos que es lo que está en crisis.

Ella llama a una de esas formas culturas postfigurativas. Son aquellas en donde los hijos aprenden de los mayores. Son los viejos, los que guían a las comunidades, y lo hacen porque entienden que las formas del pasado, serán perdurables. “Las sociedades primitivas y los pequeños reductos religiosos e ideológicos son principalmente postfigurativos y extraen su autoridad del pasado”5. Por eso son sociedades que miran hacia atrás, se legitiman en la autoridad de los sabios y el tiempo es el que otorga esa sabiduría. De algún modo, dice Mead, para esas sociedades el futuro está en el pasado.

“La cultura postfigurativa esa aquella en que el cambio es tan lento e imperceptible que los abuelos que alzan en sus brazos a los nietos recién nacidos no pueden imaginar para estos un futuro distinto que el de sus propias vidas pasadas”6.

La segunda cultura a la que se refiere Mead es la cultura cofigurativa. Esta es la que ella identifica con el presente, con su presente. Allí aprendemos de nuestros pares. De nuestros amigos, de los contemporáneos. Las respuestas del pasado ya no sirven para responder en este nuevo contexto. Y buscamos respuesta en los pares, en los que conviven con nosotros, en los que en este mundo en cambio encuentras otras respuestas. “La cofiguración se produce en las circunstancias en que la experiencia de la joven generación es radicalmente distinta de la de sus padres, abuelos y otros miembros más ancianos de la comunidad inmediata”7. El pasado ya parece lejano, aunque los adultos sigue siendo referencias, sus modos de vivir, sus respuestas ya no están a la altura de los nuevos desafíos. Acá el futuro es hoy.

La tercera es la cultura prefigurativa. Ahí ya los mayores aprenden de los hijos. Somos como los inmigrantes en un país nuevo. Nuestras costumbres, nuestro legado ya se encuentra alejado. Ya ni siquiera sirven las respuestas del presente.

“En cambio, la nueva generación, los jóvenes rebeldes y explícitos de todo el mundo que se baten contra los controles que los sujetan se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo”8. El futuro ya llegó, como dice la canción. En las culturas prefigurativas, las nuevas generaciones ya no tienen que desaprender nada. Su cultura ya está un paso adelante.

En la triada que construye Margaret Mead está su interpretación del problema. El mundo actual está cruzado por las fuerzas en tensión entre las culturas postfigurativas (nuestros abuelos), las culturas cofigurativas (nuestros padres y nosotros mismos) y las culturas prefiguativas (nuestros hijos, los milenians). La respuesta final de Mead tiene que ver con dónde ubicamos el futuro. Si para las sociedades tradicionales el futuro estaba en el pasado y para las desarrolladas el futuro estaba adelante, hoy vale la posibilidad de pensar sino hay que reubicar el futuro con nosotros, una forma de tomar un pasado no coactivo y un futuro que no nos lleve por delante. ¿Premonitorio?

1 Spigel, Lynn, (1992), Making room for tv: television and the family ideal in post war america, EE UU,The University of Chicago.

2 Stevenson, Nick, (1998), Culturas mediáticas y teoría social, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu, pág 181.

3 Stevenson, Nick, ibidem, pág. 194.

4 Eco, Umberto, (1964), Apocalipticos e integrados ante la cultura de masas, Buenos Aires, Argentina, Lumen, pág. 24.

5 Mead, Margaret, (1993), Cultura y compromiso, Buenos Aires, Argentina, Gedisa, pág. 35.

6 Mead, Margaret, ibidem, pág. 37.

7 Mead, Margaret, ibidem, pág. 69.

8 Mead, Margaret, ibidem, pág.117.

Bibliografía de lectura obligatoria:

Umberto Eco, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas y Margaret Mead, Cultura y compromiso, los dos textos están en la bibliografía.

Margaret Mead: Cultura y compromiso.

Marshall McLuhan: El medio es el mensaje.

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