Clase 4

Globalización y modernidad

Es inexorable ya entonces advertir que el conjunto de procesos que estamos reseñando comportan un vasto campo de transformaciones que tiene como eje las comunicaciones. Pero además, que ese conjunto no puede recibir límites y acaso, como un universo en expansión infinita, avanza incorporando territorios, clases, culturas, lenguas, tradiciones; es urbi et orbi una fuerza incontrolable, el torbellino social del que hablara Rousseau, actualizado en la pluma contemporánea de Marshall Berman. ¿Hay forma de detenerlo? ¿Hay manera de conducirlo? Quizás en la índole de esas amplitud es que ha sido difícil definirlo. ¿Es la modernidad una categoría fetiche, un buzzword, como dice Lemke1 en referencia a otro concepto popularizado hasta lo indecible en los últimos años, como biopolítica, pero que el uso desgasta?

En uno de los últimos reportajes2 que concedió Zygmunt Bauman dijo que había dejado de usar el concepto de posmodernidad porque le parecía que era una categoría negativa y además suponía que la modernidad había concluido; lo mismo le sucedía con el concepto de “segunda modernidad”, como con las categorías de “tardomodernidad” o “modernidad reflexiva”. ¿Respecto a qué puede decirse que llegó tarde? ¿Es posible que todos los fenómenos modernos reciban el adjetivo de reflexibilidad? Para Bauman, finalmente, la modernidad había implicado la transformación de muchas instituciones y creencias absolutas y la sustitución por otras, que también se suponían firmes y permanentes; esta claro que muchas de ellas aún subsisten, como la familia, los partidos políticos, los estados nacionales, pero ya no tienen la suficiente fuerza de antaño, de ahí el calificativo de líquida. Vivimos en un “estado de modernización permanente, obsesiva y compulsiva”, dijo el gran ensayista.

Y este cambio perpetuo no tiene fronteras, es global. ¿Cuándo comenzó? Es difícil decirlo, tal vez incluso no sea necesario. Nada empieza exactamente en un momento. Los cortes históricos, como sabemos, son arbitrarios, pero un momento esencial fue el proceso de internacionalización del capitalismo, lo que Eric Hobsbawm, llama la “era de los imperios”. Hay innumerables trabajos que reconstruyen desde el punto de vista comunicacional este proceso. Uno de ellos es el texto Una historia de la comunicación moderna. Espacio público y vida privada, del francés Patrice Flichy (1993). Otro ya lo hemos mencionado: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, del historiador Benedict Anderson (1993). Una tercera vertiente es La comunicación-mundo. Historia de las ideas y de las estrategias, del belga, Armand Mattelart (1993). Otro texto clave fue Mundialización y Cultura, de Renato Ortiz (1994) ¿Por qué estos textos? ¿Por qué la coincidencia de los años de edición?

Esencialmente porque a mediados de los años 90 del siglo pasado comienza a desarrollarse en el mundo un proceso que hoy es para nosotros conocido, casi un nuevo “sentido común”, que, por supuesto, se ha convertido en algo así como el suelo que pisamos o el aire que respiramos: la globalización (tema que desarrollaremos en detalle más adelante). Pensemos lo que está pasando hoy con la epidemia desatada por el Covid-19 que apareciendo en Wuhan, a mediados de diciembre de 2019, en menos de dos semanas se propagó por el mundo, circulando por las vías de comunicación, en par-ticular las aéreas. Es cierto, nosotros ya somos globales. Vivimos en ese contexto. Todo lo que hacemos está determinado por eso. Pero esto no fue siempre así. Ese proceso de integración, de achicamiento del mundo, que para Hannah Arendt había comenzado con la circunnavegación de la tierra por Magallanes, en el siglo XV, ahora es una experiencia masiva, común a millones de personas. ¿Qué diferencias implicaba que ya no sólo fuera la experiencia de unos pocos, una abstracción en un mapa o la vivencia unitaria de algún astronauta en el espacio? Así, en la década del 90, fue uno de los temas más referidos dentro de las ciencias sociales. Como señaló uno de los especialistas latinoamericanos en este campo, el brasileño Renato Ortíz, en Mundialización y cultura, la globalización era una categoría extraña en las ciencias sociales hasta finales de los 80. Los antecedentes habían sido la categoría sistema-mundo de Immanuel Wallerstein en la sociología y la economía-mundo desde la perspectiva histórica en Fernand Braudel. Para los latino-americanos, el proceso de integración económica y el desarrollo de unas tecnologías que expandían los mercados culturales más allá de las fronteras, en las que incluso, como observa Renato Ortiz, una economía cultural periférica como la de Brasil podía exportar telenovelas a los mercados asiáticos, volvió acuciante al tema. Dos interrogantes definían en general las preocupaciones de los investigadores.

Uno fue la pregunta por si la globalización era sólo un proceso que se había iniciado a fin del siglo XX, y que había que atar exclusivamente al desarrollo técnico y al liberalismo económico. El otro fue la preocupación por las naciones. Así, la mirada de las ciencias sociales se dirigió al siglo XIX, donde al parecer ambos procesos habían comenzado. Armand Mattelart trabajó desde las categorías de guerra, progreso y cultura, buscando una genealogía en la que la economía-mundo de Braudel se articulaba a la visiones sobre el poder foucaulteanas. Patrice Flicy reconstruyendo los dispositivos de comunicación que permitieron el control del espacio y la centralización de los pueblos por parte del Estado. Para los latinoamericanos la pregunta crucial era qué pasaría con las culturas nacionales y sus identidades que tanto trabajo había costado rescatar del anonimato y el prejuicio. Por supuesto, que estos interrogantes se cruzaron con los marxismos, como el de Benedict Anderson, que se preguntan por el origen de las naciones, como con las visiones poscoloniales, desde Homi Bhabha a Arjún Appadurai, en la visión decontruccionista sobre las identidades. ¿Podía hacerse una lectura simplista de etapas entre colonialismo, descolonización y globalización? ¿El racismo, la explotación y dependencia, las diferencias y desigualdades, desaparecían con las independencias nacionales y los flujos abiertos de las comunicaciones?

Comunicación y territorios

Lo que había sido insinuado durante los dos siglos anteriores emerge en el siglo XIX como una tromba, una fuerza transformadora que destruye todo a su paso: las formas de habitar, las formas de trabajar, las formas de viajar, las formas de sentir, ese “mapa de las aventuras y los horrores, las ambigüedades y las ironías de la vida moderna” que Marshall Berman3 trató de describir en Todo lo sólido se desvanece en el aire.

Como señala Marshall Berman, durante la modernidad, la vida se acelera, el mundo se comprime y esta vorágine se alimenta de múltiples procesos, que tienen como eje la consolidación de un nuevo orden económico a partir de la revolución industrial (1750/1840); allí, la producción tecnificada, las comunicaciones que superan los límites biológicos y el cuerpo que pierde su aura sagrada, son claros territorios a conquistar. Si en la primera dimensión la clave la representa el telar mecánico que revoluciona la industria textil, en el campo de las comunicación el motor a vapor patentado por James Watt en 1762 será el eje dominante de un proceso de aceleración del transporte; con la locomotora (1814) el territorio se despliega ahora como un trazado calculable, acercando la producción a las ciudades y los puertos, polea de transmisión de personas y comercios; de este dispositivo participan otros inventos, como el cronómetro o la universalización de los sistemas de pesas y medidas (1790), lo mismo que la primera oficina de estadísticas; para el cuerpo humano la clave está en los avances fundamentales que hace la medicina: entre 1870 y 1890 se descubren las vacunas con el cólera, la fiebre tifoidea y la rabia. Enfermedades que habían asolado a la humanidad durante cientos de años y que habían causado grandes catástrofes sanitarias.

Todos estos inventos e innovaciones, con sus diferentes aplicaciones, impactan directamente sobre el paisaje urbano. El siglo XIX es el siglo de la masificación de las ciudades. La tecnificación de las fábricas demanda mano de obra, se producen las grandes migraciones del campo a la ciudad y se proletariza la sociedad. Son las masas que inundan las periferias, masificando los cascos urbanos y creciendo en barriadas sin servicios ni espacios públicos. Las ciudades no estaban preparadas para tanta gente y esa masificación causaba grandes epidemias. Es el caso de París, con la reforma del barón Haussmann, lo que se conoce como la transformación de París en el segundo imperio, entre 1852 y 1870, durante el gobierno de Napoleón III. ¿Qué fue lo que se buscó con este proyecto de urbanización? La apertura de grandes avenidas, de espacios públicos, parques y paseos; indirectamente: la desproletarización de una ciudad que había potenciado las grandes convulsiones durante la revuelta de 1848. Porque París, a pesar de todo, era todavía entonces una ciudad medieval4.

En 1847 Carlos Marx y Federico Engels describen con agudeza el eje de la transformación:

“Donde quiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas; ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus “superiores naturales”, para no dejar subsistir otro vinculo entre los hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado”; ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo pequeñoburgués a las aguas heladas del cálculo egoísta… Todos las relaciones estancadas y enmohecidas, con sus cortejo de creencias, de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; lo nuevo se hace viejo antes de osificarse. Todo los sólido se desvanece en el aire. Todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”5.

Pero la dimensión inicial de este proceso lo representa la constitución de un sistema de comunicaciones que hace posible el control del territorio, para religar así a las vastas y dispersas poblaciones, que han vivido aisladas unas de otras durante siglos, a un centro: el estado nacional. Ese centro será el vértice de la nueva sociedad que alumbran e imaginan los jacobinos; para lograrlo se necesitaba de una medio de comunicación eficaz y extenso: el telégrafo. Fuertemente ligado con la Revolución Francesa y las figuras funda-mentales de este proceso, como son Claude Chape y Joseph Lakanal, configuran un dispositivo clave no solo dentro del contexto mismo de la revolución, sino en el más largo proceso de constitución de los estados nacionales.

“El origen de este sistema, que se apunta una primera victoria sobre el tiempo y el espacio, está en el telégrafo óptico o aéreo, también llamado telégrafo de brazo, inventado por Claude Chape. Aprobado por la Convención Nacional, el primer enlace de telegrafía de puesto en puesto, se instala entre París y Lille en 1793”6.

Desde entonces, y fuertemente a partir del apoyo de Napoleón que vio claramente la utilidad del medio para los fines militares, y en poco menos de 50 años Francia ex-tiende este dispositivo de comunicación que acompaña las vías del tren por medio del cual más de 5000 pequeñas comunidades se conectan con la capital. Así en un sistema radial que converge sobre París, Francia se convierte en el paradigma del estado nacional. A esto lo acompañan la unificación de los pesos y medidas, la constitución del francés como lenguaje oficial común y establecimiento por parte del emperador del primer sistema nacional de educación: el normalismo. Educación y comunicaciones son dos lazos fundamentales de la unificación cultural y la centralización política.

Como dice el Manifiesto Comunista:

“La burguesía somete cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglutinado a la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello es la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre si por lazos casi únicamente federales, con intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes, han sido consolidadas en una sola nación, bajo un solo gobierno, un solo interés nacional de clase y una sola línea aduanera”7.

Hay que hacer de Francia una nación y un territorio. Y hay que religar a ese conglomerado complejo y diverso de las comarcas y los dialectos, a una nación y una cultura universal. Por eso, como bien señala Patrice Flichy en Una historia de la comunicación moderna, había que esperar el cambio de mentalidades para que esos inventos técnicos pudieran emerger y aplicarse. Es la guerra, la guerra política contra el viejo régimen, lo que exige estas tecnologías. La revolución es consciente que no sólo es el cambio de un régimen político, la monarquía, es un cambio cultural, epistémico, ideológico.

Por supuesto esto no ocurre sólo en Francia. En 1837 William Cooke y Charles Weastone patentan en Inglaterra el primer telégrafo eléctrico. Casi en simultáneo, Gran Bretaña y Estados Unidos, impulsan este nuevo y revolucionario sistema de comunicaciones que viene a mejorar el telégrafo óptico. En 1835, en Francia, se funda la primera Agencia de Noticias, la Agencia Havas, el primer sistema internacional de producción y distribución de noticias a escala global; en pocos años la agencia francesa tendrá corresponsales en América, Asia, Africa. Luego le siguen las agencias Wolf en Alemania (1848) Reuter en Inglaterra (1851) y la norte-americana, fundada en 1848, Associated Press, pero que hasta los años 80 funciona como una agencia nacional. En 1866 se extiende el primer cable transoceánico que comunica a Eu-ropa con América. Así, las informaciones que tenían que esperar el regreso de los barcos, comienza a ser inmediata. En 1876 Graham Bell patenta el teléfono. En 1881 la red norteamericana ya cuenta con más de 121.000 aparatos. El teléfono por supuesto es una expresión más de las demandas comunicativas de la urbanización. Un inmediato antecedente, de la radio, el cine y el cómic, las definitivas expresiones tecnológicas y culturales de una sociedad de masas, aunque para eso tengamos que esperar al siglo XX.

La experiencia moderna

No es un novedad entonces que el siglo XIX haya sido visto por los testigos de entonces y luego por sus historiadores, como un siglo de profundos cambios, convulsionante y, en un sentido dramático, trágico. Quien puso en valor este proceso de contradicciones y paradojas fue el ensayista norteamericano Marshall Berman (1940-2013), que en 1981 publicó el que luego devendría en clásico, Todo lo sólido se desvanece en el aire. Nadie esperaba que se convirtiera en eso, pero así fue: desde entonces, el texto de Marshall Berman, no dejó de estar en el centro de los debates y hoy en el de los homenajes. Inspirador, a contracorriente del espíritu nihilista de los 80, el ensayista norteamericano, puso, como señaló el periódico El País en su obituario, “a Marx en el Bronx”. Y quizás sea esa alquimia inédita la que todavía permita que las nuevas generaciones lo sigan leyendo. Un mérito por haber llevado la modernidad a la calle celebrando el brindis de su aliento transformador, vertiginoso y permanente.

Para Marshall Berman, el siglo XIX, es el epicentro de la modernidad. Hurgando en los textos de Marx, de Nietzsche, de Goethe o de Dostoyevski, atravesando los mapas urbanos en la San Petersburgo de los zares o el París de Baudelaire, Marshall Berman, busca rescatar esa experiencia típicamente moderna: “ese deseo de cambiar –de transformarse y transformar su mundo– y el miedo a la desorientación y la desintegración, a que su vida se haga trizas”8. Porque ser modernos es, para Marshall Berman, vivir una vida de paradojas y contradicciones; unas paradojas y contradicciones que se expresan en las dos dimensiones fundamentales de la modernidad: la modernización material y el modernismo cultural; el primero se ve reflejado en los cambios estructurales, aquel conjunto de procesos sociales que fundamentan esta vorágine incesante: descubrimientos científicos, industrialización, desarrollos tecnológicos, migraciones urbanas, conformación de los estados, estructuras burocráticas. Y el segundo, la otra dimensión clave de la modernidad, la cultura moderna, ese conjunto de ideas y visiones con las cuales el hombre trata de explicar el mundo, hacerse un lugar en él y apropiárselo; son las incesantes vanguardias, las utopías feroces, las radicales búsquedas de una expresión genuina de la vida humana sin velos. Ahí están entonces las dos voces arquetípicas de la modernidad del siglo XIX: Carlos Marx y Federico Nietzsche. Porque con estos autores, el largo proceso de transformación material deviene en lo que Nicolás Casullo definió como la “autoconciencia” moderna9. Marx y Nietzsche son la expresión final de ese proceso de auto-reflexión del sujeto, que liberado, por la critica y el desarrollo de las ciencias, de las trascendencias, se supone amo del mundo.

Como dice Marshall Berman, el XIX nos trasmite

“un paisaje de máquinas a vapor, de fábricas, vías férreas, nuevas y vastas zonas industriales; de ciudades rebosantes que han crecido de la noche a la mañana, frecuentemente con consecuencias humanas pavorosas; de diarios, telegramas, telégrafos, teléfonos y otros medios de comunicación de masas que informan a una escala cada vez más amplia; de Estados nacionales y acumulaciones multinacionales de capital cada vez más fuertes; de movimientos sociales de masas que luchan contra esta modernización desde arriba con sus propias formas de modernización desde abajo; de un mercado mundial siempre en expansión que lo abarca todo, capaz del crecimiento más espectacular, capaz de un despilfarro y de una devastación espantosos, capaz de todo salvo de ofrecer solidez y estabilidad”10.

En Marx el modernismo es esta contradicción que está “en la base del mundo moderno”, porque el capitalismo ha despertado un conjunto de fuerzas industriales y científicas que son de un poder insospechado en la historia humana, pero, por otro lado, se observan unos síntomas de decadencia que superan los del Imperio Romano.

“Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar más que sobre el fondo tenebroso de la ignorancia. Todos nuestros inventos y progresos parecen dotar la vida intelectual a las fuerzas materiales, mientras que reducen la vida humana al nivel de una fuerza material bruta”11.

Por otro lado, la voz de Federico Nietzsche si bien no reflejó el mismo interés de Marx, en cuanto a construir un nuevo sistema filosófico, sí en dirección a destruir el anterior. Si en algo coinciden, para Marshall Berman, la filosofía marxiana y la filosofía nietzscheana es en la voluntad de hacer saltar por el aire el orden social existente. Para Nietzsche son las funestas causas del platonismo las que todavía siguen ocultando el verdadero destino humano.

“Para Nietzsche, el fundamento de la historia de Occidente había sido el platonismo, y el hombre que se plasmó en ella estaba hecho de sustancia platónica. De ahí que considere la situación histórica creada por el fin de la metafísica, no como la suya personal, sino, en general, como la situación histórica del hombre occidental”12.

Nietzsche caracteriza este momento, a partir de dos gran-des expresiones. Lo que llama la muerte de Dios y el nacimiento del nihilismo. Para el filósofo, estos dos acontecimientos son insoslayables dentro de la cultura moderna. El primero, en cuanto a que Dios era el último fundamento del mundo suprasensible y con su muerte todo se derrumba estruendosamente. Pero la Muerte de Dios, aparecida por primera vez en La Gaya Ciencia, no se refiere exclusivamente al Dios del cristianismo, sino a todos los fundamentos divinos del mundo suprasensible, incluyendo al Dios de las Ideas de Platón y Aristóteles. Se refiere a los ideales, a los imperativos, a los principios supremos. El nihilismo es el fin de la metafísica. La volatilización del mundo verdadero o perfecto en el más allá, la desaparición de los valores ideales, de las metas. Nietzsche define el nihilismo como el proceso en el cual los valores supremos pierden su valor. En esta pérdida de valores, toda idea de trascendencia desaparece también, y esas ideas supremas, que habían dado sentido al mundo y fijaban la legitimidad del hacer humano, pierden el suelo donde sustentarse. De ahí que Nietzsche diga, con referencia al nihilismo, que el hombre flota en el vacío, en la nada. Pero, para Nietzsche, este vacío o esta nada no significan un fin de lo humano o un derrotero de destrucción, sino todo lo contrario: es posibilidad de una nueva libertad.

“Nos deshicimos del mundo verdadero. ¿Cuál nos queda? ¿Quizás el aparente? ¡No, no! ¡Con el mundo verdadero nos deshicimos también del mundo aparente!”13.

Pero la modernidad del siglo XIX no estaría completa sin el imperialismo. Sin la fuerza arrolladora que Occidente desplegó hacia otras geografías. De algún modo el viaje de Colón se completa con el de Phileas Fogg, y las audiencias crecientes de las aventuras de Verne prueban con creces que ese sentimiento de dominio era compartido por muchos. Como señala Edward Said

“si se era británico o francés alrededor de 1860, se vía y se sentía respecto a la India o el Norte de África una combinación de sentimientos de familiaridad y distancia, pero nunca se experimentaba una sensación de que poseyesen una soberanía separada de la metrópoli”14.

Mansilla y Conrad: viajes Tierra Adentro y al corazón de Africa.

En 1870 el coronel Lucio V. Mansilla, encargado por Sarmiento como subcomandante de la frontera sur, en el destacamento de Rio Cuarto, Córdoba, decide realizar una avanzada a Tierra Adentro para parlamentar con Mariano Rosas, una de los jefes de los ranqueles, sobrino nieto de Juan Manuel de Rosas, con el objeto de alcanzar un acuerdo de paz. Ese viaje exploratorio, inesperado, confuso (¿va a negociar la rendición de los indios?, ¿quiere hacer una exploración detectivesca?, ¿o solo le interesa esa aventura para después narrarla?, no lo sabemos), si bien no llegó a buen puerto desde el punto de vista diplomático (el acuerdo nunca llegó a tener la aprobación del Congreso), si lo tuvo en el literario; la crónica de esa experiencia, conocida, como Una excursión a los indios ranqueles se publicó entre 1871 y 1872 en el diario El Tribuno. Convertida en una de las piezas fundamentales de la narrativa nacional, suerte de contracara antiromántica y antimanierista, de la epopeya gaucha de José Hernández o la franca diatriba en Esteban Echeverría, la excursión de Mansilla “nos presenta la vida cotidiana de una comunidad orgánica, con sus formas de gobierno, de religión, de justicia, y una lengua que es un preciado y elaborado instrumento de oratoria. Retrata, minuciosamente, individuos diferentes entre sí, no se ciñe al cartabón de los estereotipos”15. A mitad de camino entre el ensayo, las digresiones de un dandy, la crónica de costumbre y el libro de aventuras, Mansilla logra a pesar de la inscripción dentro del eje civilización y barbarie del que no puede escapar a pesar de su mirada irónica, la primera visión sobre “los dueños de la tierra” con menos prejuicios que sus contemporáneos. Los indios son argentinos, dijo alli Mansilla, y los criollos también son indios.

En 1890, Josef Teodor Konrad Korzeniowsky, más conocido como Joseph Conrad, realiza un periplo similar hacia el corazón del continente africano. Contratado por una compañía belga, sube por el Rio Congo, hacia el corazón de África. No hace más de 20 años que esa región del continente ha sido explorada por Henry Morton Stanley, y desde 1885 es territorio de Bélgica, más precisamente, del rey Leopoldo II, que lo compró con su propio pecunio, gracias a los acuerdos de Berlín, por el que las grandes potencias imperiales se ha repartido el continente. Diez años después, plasma aquella travesía en uno de sus relatos más conocidos, El corazón de las tinieblas; la historia es parecida, pero el marino, alter ego del narrador, Marlow, va en busca de un comerciante de marfil, el señor Kurtz, que ha construido en tierras congoleñas su propio reino. No va a buscar la paz, ni ha dialogar con los dueños aquellas tierras, todo lo contrario; Conrad evoca allí su experiencia real como marino mercante diez años atrás, cuando es testigo de los horrores de la explotación del rey Leopoldo II sobre los pobladores originarios de la región africana. Según testimonios, en especial del Informe elaborado por Roger Casement, durante la explotación del Congo murieron cerca de 10 millones de indígenas.

Como ya mencionamos el siglo XIX es inexplicable sin el imperialismo. Y sus consecuencias se arrastrarán bien entra-da la segunda mitad del siglo XX. Pero a su vez, será fuente inagotable de disputas y relatos, que de algún modo conformarán gran parte de la cultura contemporánea.

“En el imperialismo, la batalla principal se juega, desde luego, por la tierra. Pero cuando toca preguntarse por quién la poseía antes, quién la posee el derecho de ocuparla y trabajarla, quién la mantiene, quién la recuperó, quién ahora planifica su futuro, resulta que todos esos asuntos habían sido reflejados, discutidos, y a veces, por algún tiempo, decididos, en los relatos. Según ha dicho algún crítico por ahí, las naciones son narraciones. El poder de narrar, o para impedir que otros relatos de formen y emerjan en su lugar, es muy importante para la cultura y para el imperialismo, y constituye uno de los principales vínculos entre ambos”16.

De este modo, el proceso de expansión del orden imperial del siglo XIX puso en evidencia la condición de alteridad de los pueblos y culturas que eran arrastrados por la violencia de la conquista. Si bien eso no era nuevo, como lo atestiguan los estragos que sobre la población indígena produjo la llegada de los españoles a tierras americanas, la llegada de Europa al África o al Asia, no fue menos cruenta. De esa cruzada imaginariamente civilizadora nació la ciencia de las culturas (la antropología) y algunos de los relatos más lúcidos sobre la relación entre dominación imperial y las dificultades para Occidente de comprender otros valores y costumbres que no sean los de su supuesta superioridad. Joseph Conrad y Lucio V Mansilla, desde márgenes distintos reflejaron experiencias similares. Uno viajando al corazón del África meridional, en un bote, en búsqueda de un “loco” empresario del marfil; el otro adentrándose en tierras de los ranqueles para negociar con Mariano Rosas un acuerdo que pudiera salvarlo de la aniquilación. Ninguno de los dos volvió de allí con noticias optimistas y conjuraron sus decepciones en sus ficciones.

1 Citado por Edgardo Castro en Lecturas foucaulteanas, Unipe, La Plata, 2011, pág. 16.

2 Zigmundt, B., Battison, G., (2017), Globalizacion y modernidad, Villa María, Eduvim, 2017.

3 Berman, M., (1988), Todo lo sólido se desvanece en el aire, México D.F., México, Siglo XXI, prefacio.

4 Harvey, David, (2006), París, capital de la modernidad, Madrid, España, Akal.

5 Marx, Carlos, Engels, Federico, (2002), Manifiesto Comunista, Buenos Aires, Argentina, El aleph, pág 29.

6 Mattelart, A., (1993), La comunicación-mundo, Fundesco, Barcelona, España, pág. 19.

7 Marx, Carlos, Engels, Federico, ibidem., pág. 33.

8 Berman, Marshall, (1980), Todo lo sólido se desvanece en el aire, México, D.F., México, Siglo XXI, prefacio.

9 Casullo. Nicolás, Foster, Ricardo, Kaufman, Alejandro, (1999), Itinerarios de la modernidad, Eudeba, Buenos Aires, Argentina.

10 Berman, M., ibidem, pág. 1.

11 Berman, M., ibidem, pág. 6.

12 Berman, M., ibidem.

13 Berman, M., ibidem.

14 Said, Edward, (1996), Cultura e imperialismo, Barcelona, España, Anagrama, pág. 25.

15 María Rosa Lojo, (26 de abril de 2020), “Se cumplen 150 años de la aparición de Una excursión a los indios ranqueles”, Página 12.

16 Said, Edward, (1996), Cultura e imperialismo, Barcelona, España, Anagrama, pág. 13.

Bibliografía de lectura obligatoria:

Mattelart, Armand: La comunicación-mundo, Fundesco, 1993.

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