Clase 12: El techo de cristal

Buenos Aires 2018 marcó la primera vez en la historia olímpica en que hubo la misma cantidad de competidores en las categorías masculinas y femeninas: un total de 1.999 atletas de cada sexo llegaron al país para competir en los Juegos Olímpicos de la Juventud que fueron celebrados por el COI como “los Juegos de la igualdad de género”, un sueño para la marca olímpica que, sin embargo, no se repetirá en Tokio 2020+1, donde la cantidad de atletas mujeres seguirá siendo, como toda la historia, menor a la de los varones.

Estamos, después de todo, en la casa de Pierre de Coubertin, que rechazó durante su reinado olímpico la presencia de mujeres en la competencia y llegó a afirmar que “el verdadero héroe olímpico es, desde mi punto de vista, el individuo masculino adulto”. Es fácil caerle al Barón hoy, y sin embargo los valores que defendía y reflejaba, lejos de haberse modificado, continúan hoy danzando en las mentes de dirigentes, deportistas y espectadores, colocando un techo de cristal, invisible pero impenetrable, sobre el desarrollo del deporte femenino.

1. El binomio hombre-mujer

“Pierre de Coubertin se oponía a la participación de las mujeres (en los Juegos Olímpicos) porque estaba convencido de que ellas debían cumplir el papel de espectadoras del valor y la destreza de los hombres. Al igual que otros varones de élite con instrucción clásica, Coubertin consideraba que así eran las cosas en la antigua Grecia. Su convicción era producto de la conveniente omisión -por parte de los académicos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX que apoyaban el renacimiento olímpico- del hecho de que las antiguas griegas participaban en los Juegos en honor a Hera, la esposa de Zeus”, escriben los antropólogos Besnier, Brownell y Carter (2018, 183) en su “Antropología del deporte”: en efecto, de los Juegos Hereos poco se sabe, y nadie, desde ya, en el conjunto de hombres que dictó las reglas del deporte en el siglo XIX pensó en investigar el asunto.

El deporte moderno, como ya hemos repasado en estas clases, nació en Europa en el siglo XIX como una forma de estructurar las conductas de los jóvenes varones, de enseñarles el valor de la disciplina y el esfuerzo y cultivar su virilidad en el marco de ciertas reglas: es una creación plenamente masculina, desarrollada en escuelas de élite para hombres que se preparaban para la vida, pero también para la guerra. En el marco de esa línea de pensamiento es que Coubertin imagina el renacimiento de los Juegos Olímpicos desde una perspectiva patriarcal y conservadora, olvida a Hera y traza una línea que nunca más se borrará: el deporte masculino será considerado el “verdadero”, mientras que las mujeres serán segregadas. 

Los Juegos Hereos

Esta herencia, esta separación entre hombres y mujeres, no solo nunca se sacudiría, sino que se reforzaría a medida que el deporte moderno se convertía en un fenómeno global: “La relación del deporte con el sexo y el género podría haberse configurado de otras maneras fuera de Occidente, pero debido a la dominación europea y norteamericana de las organizaciones deportivas y de las estructuras económicas globales, todos los deportes están basados en culturas occidentales; y por añadidura, la parte del león de la economía global del deporte se comercializa como un espectáculo masculino” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; 183).

Las implicancias de la conformación de este binomio hombre-mujer que hoy damos por natural son profundas, de su institucionalización en el deporte, afectan desde entonces de forma profunda la historia del deporte femenino, y parte de una suposición que, como veremos más adelante, cierra las puertas a otros tipos de cuerpos e identidades sexuales: hoy en día se considera aceptada e incluso superada la idea de que existe un sexo dado por la biología (o al menos, una serie de atributos diferentes), pero que las identidades de género son conformadas socialmente. Es decir, que al nacer cada niño recibe una serie de atributos biológicos sexuales, pero es al educarse en una sociedad determinada que interiorizan atributos de lo que llamamos “hombre” y “mujer”. Ahora, entre el sexo y el género puede haber, para un individuo, discrepancias, identidades diversas de género, y a ese espectro hay que sumar que la ciencia ha planteado que el “sexo” que dividimos tradicionalmente en dos, en realidad, tiene numerosas configuraciones que borronean los límites. Y sin embargo, esa división está inscrita en el ADN del deporte moderno, segregado desde sus inicios: “El deporte permanece como un lugar particularmente poderoso para ilustrar la naturaleza dicotómica hombre-mujer de la sociedad contemporánea, pues está implicado y reafirma la división de la población humana en categorías según su constitución corporal” (Piedra de la Cuadra, 2016; 12).

Hoy, incluso cuando los colectivos feministas y queer ganan espacios y derechos, no es tan fácil imaginar lo que esta dicotomía implicaba para la sociedad del siglo XIX: aún más que en el presente el género era uno de sus principales estructurantes, con escuelas para hombres y mujeres que determinaban los caminos futuros que esos individuos tomarían, e instituciones que directamente prohibían el acceso femenino. Las mujeres, entre muchas cosas, no podían votar. Su universo de lo posible era mucho más reducido que el de los varones, incluso cuando la sociedad occidental del siglo XIX se presumía igualitaria y humanitaria.

El deporte era uno de esos reductos masculinos, y como su conformación fue perpetrada por hombres, se estableció un mito: el deporte nació de los hombres, para los hombres, es decir, favorece los “cuerpos masculinos” (signifique lo que eso signifique: alcanza mirar al costado para comprender que no hay un solo cuerpo masculino). El mito, es cierto, tiene ciertas aristas atendibles, basadas en algunas ideas científicas sobre la importancia de la testosterona en el desarrollo muscular, la fuerza y la explosión, y la mayor altura y menor grasa de los cuerpos masculinos, que explicarían la superioridad en las marcas de los hombres sobre las mujeres (de un promedio del 11%): la idea es que como estos deportes fueron creados por hombres para medir las habilidades distintivas de su sexo (medir la fuerza, la velocidad), las mujeres siempre estarán en desventaja. 

Ahora, aún si aceptamos estas ideas para los deportes de sistemas cerrados como el atletismo o la halterofilia, es evidente que no todos los deportes son juegos de potencia, e incluso dentro del universo del deporte masculino aparecen cuerpos que sorprenden, más bajos de lo que deberían, menos magros, cuerpos que encuentran estrategias nuevas para sobrevivir y prosperar. Aquí es donde, como veremos a lo largo de esta clase, la trama se complejiza: a las mujeres no solo se les vedó el acceso de forma directa en los inicios del deporte, sino que soportaron todo tipo de obstáculos una vez que les abrieron las puertas, incluido el prejuicio que cayó sobre sus cuerpos cuando ganaron potencia y fuerza. Ese prejuicio provocó que generaciones de mujeres se apartaran de ciertos deportes (el autocontrol del cuerpo que refleja los valores y expectativas sociales, que Foucault llama “biopolítica”), abriendo una profunda brecha entre las tradiciones deportivas masculinas y femeninas.

Pero aún con todos estos obstáculos sociales, políticos e ideológicos, las mujeres fueron ganando terreno en el deporte. Su ingreso en los Juegos Olímpicos se dio en 1900, donde apenas 12 atletas sobre un total de 1.066 fueron parte de las pruebas de exhibición de tenis y golf. Coubertin, entonces presidente del COI, no quería que las mujeres ingresaran en el programa olímpico, motivo por el cual hasta 1920 las medallas femeninas no valían lo mismo que las masculinas, y razón por la cual los deportes fueron agregando ramas femeninas con cuentagotas: tras el tenis y el golf, consiguieron participar atletas de arquería, patinaje, natación y esgrima. 

Tenis en 1900

Estos eran los únicos deportes en el programa olímpico en 1928, situación que ofuscaba a las mujeres del atletismo y, en particular, a Alice Milliat: practicante de varios deportes, como los gentlemen de la época, la atleta francesa se convirtió en presidenta en 1919 de Federación Francesa de Clubes Femeninos (recordemos que la mayoría de los clubes no permitía el ingreso de las mujeres, y aunque eso fue cambiando, aún hoy hay clubes que segregan) y “desde su puesto de gestora del deporte trató sin éxito de incluir el atletismo femenino en el programa olímpico. El fuerte rechazo encontrado entre los dirigentes olímpicos basándose en supuestas limitaciones científicas de la mujer, especialmente en el atletismo, propició la celebración del Primer Meeting Atlético Femenino en Montecarlo” (Piedra de la Cuadra, 2016; 24). Un año más tarde, una revolución: nucleadas en la Federación Deportiva Femenina Internacional, Milliat y compañía organizaron en París los primeros Juegos Olímpicos de la Mujer, aunque tuvieron que cambiar el nombre a Juegos Mundiales de la Mujer porque, claro, el COI era dueño de la marca olímpica. Fueron un éxito mediático y de público, al igual que la segunda edición en 1926, en Göteborg: las mujeres ponían así contra las cuerdas al movimiento olímpico, que decidió entonces en 1928 incluir algunas de las modalidades atléticas para las mujeres.

Pero el prejuicio persistiría: “En los Juegos Olímpicos de 1928, celebrados en Ámsterdam, el relato (falseado) de los medios de comunicación sobre unas desfallecidas atletas tiradas en el suelo después de la carrera de 800 metros, causó tal desagrado entre los médicos y críticos deportivos que el acontecimiento fue considerado peligroso para la salud femenina. ‘Esta distancia requiere demasiado esfuerzo a las mujeres’, rezaba un artículo del New York Times. Después de aquellos Juegos, todas las pruebas femeninas de más de 200 metros fueron excluidas sumariamente del olimpismo durante los siguientes treinta y dos años. No fue hasta los Juegos Olímpicos de 2008, cuando por fin las mujeres consiguieron tener las mismas pruebas de atletismo que los hombres”, escribe David Epstein en “El Gen Deportivo” (2014; 77).

A pesar de las resistencias, el deporte femenino avanzaba y presionaba: en 1920 habían participado solo 20 atletas de los Juegos Olímpicos, pero para 1936 el número había trepado a 331. Para Milliat no era suficiente, motivo por el cual organizó una tercera edición de los Juegos Mundiales de la Mujer, en Praga, y una cuarta, en Londres. Estaban en lo cierto: aquello era apenas el comienzo de una larga lucha por conseguir igualdad de posibilidades en el programa olímpico que recién consiguió su objetivo en 2018.

Alice Milliat

Sin embargo, los Juegos Mundiales de la Mujer serían frenados por un evento que trastocó el mundo deportivo: la Segunda Guerra Mundial estalló, y miles de hombres jóvenes partieron al frente de batalla. Pero el público, particularmente en Estados Unidos, donde no caían las bombas, necesitaba distracciones, y se había vuelto particularmente aficionado al deporte: fue entonces que las mujeres saltaron por primera vez al centro de la escena, reemplazando a los hombres en los deportes profesionales y llenando estadios. 

Las mujeres atletas en la Segunda Guerra

El éxito obligaba por primera vez a plantearse la pregunta: ¿la brecha entre las marcas del deporte femenino y el masculino se debe a la falta de oportunidades? ¿Es imaginada, puro prejuicio, la supuesta diferencia biológica entre sexos? Era apenas la punta del iceberg de un debate que se profundizaría mucho más, a medida que la ciencia avanzara y el deporte se adentrara necesariamente en las complejidades del género y los difusos límites entre biología y cultura.

2. Prueba de género

Esta discusión comenzó a darse cuando culminó la Segunda Guerra Mundial y comenzó la Guerra Fría, de la cual el deporte sería protagonista, un campo de batalla simbólico que provocó la escalada del valor de una medalla olímpica, y un período en el que el curso de la historia unía el deporte con el nacionalismo y el género. 

En ese marco, mientras las mujeres volvían a sus roles tradicionales en Estados Unidos con el regreso de los soldados a casa, la apuesta de la Unión Soviética era diametralmente opuesta: impulsar el deporte femenino para derrotar a Occidente en el medallero. Las atletas soviéticas rompieron marcas, sorprendieron al mundo y generaron envidia en el Occidente derrotado en el medallero en los primeros años de la Guerra Fría. Y también sospechas, claro: ¿cómo eran posibles los cuerpos imponentes de esas atletas, tan alejadas del estereotipo de cuerpo femenino occidental? Occidente se mofó de los “masculinizados” cuerpos soviéticos, primero, y luego comenzó a susurrar que, más que masculinizados, eran cuerpos directamente masculinos, y así es que nacieron los testeos para comprobar el género de los atletas. 

“Solo cuando comenzaron las tensiones políticas y la paranoia de la Guerra Fría las autoridades deportivas se preocuparon por desarrollar métodos irrefutables: las pruebas de verificación de sexo surgieron inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Así, se impone la conclusión -por demás simplista- de que las motivaba el temor de que los rivales políticos intentaran hacer pasar hombres por mujeres”, escriben los antropólogos Besnier, Bronwell y Carter (2016; 184). ¿Por qué “conclusión simplista”? “Las tensiones políticas se expresaban en el idioma del género. Los comentaristas occidentales desvalorizaban los logros de las mujeres del bloque soviético, las denigraban como poco femeninas o incluso las acusaban de ser travestis encubiertas. Era una manera de descalificar el desafío político que planteaba la agenda socialista: alcanzar la igualdad de género en el deporte (y el ámbito laboral) en una época en que las mujeres occidentales estaban oprimidas por el culto a la vida doméstica característico de la posguerra” (2016; 187).

Es que, tras un breve “verano” de empoderamiento en el campo deportivo en ausencia de los varones, las mujeres de Occidente cumplieron durante los primeros años de Guerra Fría el rol de amas de casa devotas que todas las series estadounidenses que retratan los 50 reflejan. Ser “viriles”, es decir, exhibir deseo de competir y trabajar el cuerpo, en la posguerra occidental, no era su lugar y, desde entonces, ser viril y mujer sería “hacer trampa” o, al menos, sospechoso: ese discurso cercenó el acceso de las mujeres occidentales a las prácticas de ciertos deportes que gestaran cuerpos distintos al ideal delgado y frágil que la publicidad promovía; las mismas publicidades y discursos colocaban en las antípodas de lo deseable los cuerpos “nuevos” que aparecían desde el bloque soviético. Para completar el conjunto de creencias que frenó el desarrollo deportivo de la mujer, en Estados Unidos, incluso a pesar de estar perdiendo la Guerra Fría deportiva, el apoyo del gobierno al deporte femenino fue lento, a regañadientes, una historia que se repetía en todo el mundo de influencia occidental.

Desde estas ideas es que llega a nuestros días otro gran mito del deporte: el del impostor masculino que se hacía pasar por una mujer. Un mito que tiene su origen con la alemana Dora Ratjen, que habría sido obligada por el régimen alemán a disfrazarse de mujer para competir en nombre del Tercer Reich en Berlín 1936: la historia la contó 30 años más tarde la revista estadounidense Time, omitiendo y desconociendo detalles claves, como que Dora (luego Heinrich) Ratjen, en realidad, no supo hasta 1938 que tenía genitales masculinos. Había nacido con un pene deforme, y en el momento de parto, la partera cantó niña. Ratjen, de evidentes características intersex, vivió toda su vida como una mujer, hasta que viajando en tren fue detenido por la policía por disfrazarse de mujer (un crimen en el régimen nacionalsocialista, desde ya). No queda claro hasta qué punto Ratjen conocía su condición, pero tras aquel arresto cambió su nombre a Heinrich y su medalla fue limpiada de los récords.

Dora Ratjen en 1937

La revista Time se ahorró todos estos detalles, y estipuló que Ratjen fue disfrazado de mujer para competir en lugar de la atleta judía Gretel Bergmann en Berlín 36, a pesar de que su registro de competencia es anterior a los Juegos Olímpicos. Imprimieron la leyenda, y de forma en absoluto inocente: eran los años en que reinaban en el campo y la pista Irina y Támara Press, sospechadas en Occidente, por la forma de sus cuerpos, de ser, secretamente, varones. El artículo de Time alimentó las sospechas.

Ahora, la sospecha sobre las poderosas hermanas Press se tejía incluso dentro del equipo soviético: sus propias compañeras Nina Ponomareva y Galina Zabyna contaron en 2015 que la presencia de “varones” en el equipo soviético era un secreto a voces, y apuntaron a las Press. Zabyna, incluso, se negó a compartir un podio con Tamara, por lo que fue sancionada. ¿Eran hombres? Al menos otras tres competidoras soviéticas contaron otra historia: Tamara Press era hermafrodita (su hermana se había visto, simplemente, contaminada por contigüidad). Quizás no eran tanto “varones” enmascarados, sino atletas que no encajaban en el binomio hombre-mujer.

Tamara Press bate su propio record mundial en lanzamiento de bala >>>> https://www.youtube.com/watch?v=1Ao43T5yRjI

Las hermanas Press vivieron toda su vida como mujeres (un pequeño conjunto de atletas señaladas de impostores masculinos transicionaron, pero en todas las historias el cambio de género es posterior a su participación deportiva), aunque su retiro en 1966 hizo estallar la polémica: dejaron de competir justo cuando se anunciaban las pruebas de verificación de género que llegaron ese año al atletismo y, dos años más tarde, a los Juegos Olímpicos.

Fue el inicio de uno de los aspectos más polémicos de los Juegos Olímpicos, que continúa hasta hoy, pero que tiene total sentido dentro de la lógica de la institución de Coubertin, que establece desde su comienzo, como estructura fundante, la división entre hombre y mujer: como hemos mencionado, el deporte reforzaba así una de las estructuras básicas de la sociedad, provocando como tantas otras instituciones que las personas se sintieran obligadas a cumplir con la coincidencia entre sexo y género, sofocando otras expresiones de sexos, géneros y sexualidades: no es difícil que eso ocurriera con Ratjen, las Press y otras historias de supuestos varones disfrazados del olimpismo.

Pero en medio de la paranoia de la Guerra Fría, nadie iba a aceptar esta explicación: por eso, en México 1968 debutó el test para determinar si un atleta era hombre y mujer. En esa primera edición, el procedimiento era sencillo: las atletas mujeres desfilaban desnudas (no hace falta recalcar que no se sometía a pruebas de verificación a los varones). Ya desde 1972, llegaron los hisopados: de forma mucho menos humillante, se raspaba la cara interna de la mejilla de las atletas en busca del cromosoma Y. El test de Barr se basa en la idea de que todas las “mujeres” tienen dos cromosomas X, y todos los “varones” uno solo. Pero ya entonces la ciencia sabía que existían combinaciones cromosómicas que esa prueba no podía detectar, y que “no existe un único indicador biológico que pueda categorizar de manera clara y directa a todos los humanos como masculinos y femeninos. Existen numerosos indicadores, pero ninguno de ellos se encuentra en todas las personas etiquetadas como masculinas y femeninas” (Besnier, Bronwell, Carter, 2016; 183).

Existen al menos seis indicadores biológicos del sexo: “Los cromosomas, las gónadas, las hormonas, las características secundarias, los genitales externos y los genitales internos. El desarrollo sexual puede variar en cualquier punto y por tanto cualquiera de estos indicadores puede combinarse con otro típicamente asociado con el sexo opuesto” (Besnier, Bronwell, Carter, 2016; 192). El espectro de posibilidades aporta al menos veinte variantes no dismórficas (no dos), lo que convierte a la idea de sexo binario en un mero promedio estadístico, un redondeo que no refleja la naturaleza diversa de la realidad. 

A pesar de que los propios científicos desaconsejaban el uso del test de Barr para definir de forma tajante el sexo de las personas, las pruebas con el método continuaron hasta 1991, dos décadas en que muchas mujeres descubrieron que tenían particularidades y anomalías que ignoraban. Algunas, incluso, sufrieron importantes consecuencias, como la española María José Martínez Patiño, que no “aprobó” el test y vio cómo le sacaron todos sus récords de los libros de registros. Le llevó dos años recuperar su licencia deportiva, gracias al apoyo de un genetista que le explicó que era una mujer XY, algo que el uso del test de Barr que realizaba el COI consideraba imposible, y que, además, no se había beneficiado en forma alguna de su cromosoma Y, porque su cuerpo era insensible a los andrógenos, hormonas ligadas al desarrollo sexual y muscular masculino. Mucho peor le fue a la atleta india Pratima Gaonkar, que se suicidó luego de que se hiciera público que había fallado un testeo de verificación de sexo, en 2001.

En 20 años de tests, nunca se había desenmascarado a un varón haciéndose pasar por mujer. El impostor masculino no existía. La Guerra Fría llegaba a su fin, y con ella terminaba una era de paranoia desmedida. Genetistas, atletas, feministas y hasta políticos pedían el fin de unas pruebas inexactas, que no consideraban el espectro intersexual y que eran humillantes y discriminatorias. Pero el COI no desechó las verificaciones en Barcelona 1992, apenas suplantó el test de Barr por otro test que consideraba más sofisticado: se realizaba el mismo hispado pero en busca del gen DZY1, que en general se encuentra en el cromosoma Y. Si la prueba daba positiva, se realizaba un segundo test, en busca de la proteína SRY, que inicia la formación testicular. Lo curioso es que mientras en la sociedad de a pie el testeo arrojó 100% de coincidencia entre el sexo declarado y el sexo testeado, en Barcelona 11 atletas dieron “positivo” de tener la proteína SRY… y un examen visual les permitió competir. El problema persistía, simplemente, porque, en un mundo que comenzaba a aceptar lentamente que cada persona puede determinar su identidad de género, el COI insistía con su ficción del modelo de sexo binario hombre-mujer. 

3. Caster Semenya

Atlanta 96 arrojó resultados similares, que echaban por tierra la ciencia, y la presión dio sus frutos: tras aquellos Juegos, cesó el testeo de sexo sistemático, aunque el COI y otros organismos internacionales se reservaron el derecho a realizar pruebas en casos “sospechosos”. Y otra vez, las sospechas estuvieron política y culturalmente condicionadas: un siglo de educación e instituciones estructuradas alrededor de la dicotomía hombre-mujer provocaron el rechazo a otros cuerpos (particularmente, veremos, cuerpos no occidentales) y otras sexualidades incluso entre las atletas mujeres, como reveló el caso de Caster Semenya.

La lucha de Caster Semenya

¿Quién es Caster Semenya? Doble oro olímpico en 800 metros en 2012 y 2016, pasó buena parte de su carrera investigada por su aspecto físico desde 2009, cuando triunfó en los Mundiales de Berlín: fue obligada a someterse a la prueba de verificación de sexo, y aunque los tests, que duraron once meses, le permitieron volver a competir, los resultados se filtraron a la prensa embarrados por inexactitudes y sensacionalismo.

Es que Semenya no presentaba características cromosómicas asociadas a la masculinidad, sino que es hiperandrógina, al presentar una tasa elevada de hormonas sexuales masculinas (la ya mencionada testosterona). Entra dentro del espectro “intersex”, aunque ella se consideró siempre mujer; pero, más importante, el test cromosómico no podía discriminarla. Entonces, la IAAF, la federación que rige el atletismo mundial, cambió las reglas.

Nacieron así los testeos hormonales, que fijaban un umbral de testosterona, un límite en la cantidad de la hormona permitida en mujeres: las mujeres hiperandróginas que quisieran competir debían realizar terapia hormonal para reducir sus niveles de testosterona. Caster comenzó los tratamientos (fue otra vez campeona del mundo y olímpica) pero en 2015 la velocista india Dutee Chand, también “sospechosa”, apeló el reglamento ante el Tribunal de Arbitraje Superior del Deporte, que a su vez pidió a la IAAF presentar un estudio científico que probara la superioridad de las atletas hiperandróginas. Mientras tanto, Semenya fue liberada de su tratamiento. 

Dutee Chand

El estudio fue financiado por la IAAF: basado en 2.127 muestras de atletas mujeres entre los mundiales de 2011 y 2013, las participantes con niveles de testosterona más alto presentaron una mejora considerable en su rendimiento en comparación con aquellas mujeres con niveles bajos. En el análisis, las atletas tuvieron un incremento del 2,7% en los 400 metros planos, 2,8% en los 400 metros con vallas, 1,8% en los 800 metros, 4,5% en el lanzamiento con martillo y un 2,9% en el salto con pértiga. Fue la base para un nuevo reglamento, que impone a las mujeres hiperandróginas o a las que tengan “diferencia de desarrollo sexual (DSD)” que hagan bajar, mediante medicación, sus tasas de testosterona por debajo de 5 nanomoles por litro, para participar en pruebas internacionales desde los 400 metros a la milla (1.609 metros). El argumento: la necesidad de “preservar la igualdad de oportunidades en el seno de las competiciones de atletismo”.

Ahora fue Semenya quien concurrió al TAS, sin deseos de iniciar terapias hormonales potencialmente peligrosas. El resultado es devastador: en 2019, el TAS aceptó que se trata de una resolución que discrimina, pero afirma que esa discriminación es necesaria para preservar la igualdad de competencia en el deporte femenino. 

Ahora, aun si aceptáramos que estamos ante una ventaja excepcional que vuelve desigual al deporte (lo cual, veremos, es dudoso) y aceptáramos tomar a la T como única explicación de las victorias de Semenya (lo cual también es sumamente debatible), medicar a los atletas por reglamento es un problema filosófico y moral. Pero la IAAF no se ha planteado todas estas preguntas de fondo, sino que ha tomado el camino “fácil” y ha decidido enforzar un sistema normalizador diseñado para segregar, “discriminatorio”, en nombre de un dudoso “bien común”.

Uno de los problemas más graves es el médico: ¿puede el deporte promover que un atleta se medique para ser parte de una competencia? El presidente de la Asociación Médica Mundial, Frank Ulrich Montgomery, recomendó a los médicos que no participen en el cumplimiento de las reglas porque vulneraría los códigos éticos: “La medicina no debe interferir en situaciones no-patológicas únicamente para mejorar actividades deportivas. No hay nada patológico en la situación de esta atleta”. La medicación puede causar trombosis, entre otras problemáticas.

Todo, para que la atleta “encaje” dentro del “modelo normal” de lo que es ser mujer, vestigio de los orígenes del deporte, en plena modernidad, pensado para “disciplinar” los cuerpos hacia una “normalidad”. Pero no hay una sola forma de ser mujer, ni un solo cuerpo femenino, y el género es un espectro, no una categoría binaria, fija, algo que la IAAF y el deporte todo parecen no estar preparados para tomar en cuenta. Así, las discriminaciones que el TAS señala son evidentes: solo pueden competir ciertos tipos de cuerpo, cierto tipo de mujeres, determinados por las instituciones rectoras como válidos para ser parte del exclusivo club del deporte de élite. La legislación, además, insiste en cerrar el cerco del deporte a los atletas con características intersex o trans, obligándolos a medicarse, a cambiar su fisiología, para poder ser parte del circo olímpico.

Está claro también que la ley tenía nombre y apellido: Caster Semenya. Sobre todo si tenemos en cuenta “detalles” como que no se restringió el acceso a las pruebas de lanzamientos, donde el efecto demostrado de la influencia de la testosterona era mucho más alto, y que se apartó a Semenya a pesar de que el estudio no encontró (por sus propias falencias) evidencias de que la hormona ayudara en pruebas como 1.500 y la milla: algo en Semenya molesta, porque perturba las líneas claras. Y la que otros casos similares, como el de la mencionada Chand y atletas indias como Pinki Pramanik y Santhi Soundarajan, parecen mostrar que lo que molesta son los cuerpos no occidentales, no hegemónicos. 

“Si bien algunos intentaron explicar (la aparición de atletas con características intersex del llamado Sur global) con el argumento de que era improbable que las atletas criadas en países en desarrollo tuvieran acceso regular a la atención médica, y que por ende era probable que su condición de intersex pasara inadvertida, otros compararon el escrutinio de las atletas del Sur Global con la verificación de la femineidad de las atletas del bloque soviético durante la Guerra Fría. Por consiguiente, el escrutinio médico no es aleatorio: obedece a relaciones geopolíticas y refleja las inquietudes que los cuerpos oriundos de sociedades no occidentales despiertan en los centros del poder político mundial”, afirman  Besnier, Brownell y Cartes (2016; 186). 

Prejuicios, ideología y geopolítica se encarnaban así en el cuerpo de Semenya y en la legislación del deporte, bajo el disfraz de ciencia y objetividad. ¿Y qué hay de la ciencia con que tanto la IAAF como el COI han decidido medir los cuerpos permitidos? El supuesto es que las hormonas masculinas (andrógenos) conferían ventaja competitiva. Primero: ¿existe un rango “masculino” mensurable? Los mismos estudios explican que al menos 5% de la población no encaja en ningún “rango”. Segundo: la testosterona, como otras hormonas, puede ser afectada por cuestiones del entorno, como el entrenamiento, por lo cual la pregunta no sería en todo caso (si continuamos, a pesar de la evidencia, adscribiendo al binomio hombre-mujer) cuál es el rango hormonal normal en la población, sino cuál es el rango normal en los atletas. Las investigaciones realizadas entre 2014 y 2017, además de ofrecer una muestra demasiado pequeña, mostraron que más del 16% de atletas masculinos que encajaban dentro del llamado “rango femenino”, y casi 14% de mujeres que encajaban dentro del rango “masculino”. Demasiado: convertía en tramposos a uno y medio de cada diez atletas.

Los mismos estudios mostraron la variación de la cantidad de testosterona, en varones y mujeres, según el deporte que practicaban, demostración de que la secreción de testosterona podía verse impactada por ciertos tipos de entrenamiento. “Los científicos (de un estudio encargado por el organismo en 2014) llegaron a la conclusión de que las políticas del COI y la IAAF eran insostenibles y pasibles de impugnación legal. Presentaron sus hallazgos al grupo de expertos en verificación de sexo del IAAF/COI ‘con tristeza, sin resultado alguno’” (Besnier, Bronwell, Carter, 2016; 198).

De hecho, un año después de ese estudio, cuando fue apartada del equipo de India, Dutee Chand fue al TAS con el argumento de que la IAAF no había podido demostrar la importancia de la testosterona en los resultados, apelación que permitió la reintegración de las atletas con características intersex, hasta que el organismo volvió a arremeter contra Semenya. La ciencia básica sigue siendo la misma: la insistencia, a pesar de la falta de evidencia de que la testosterona otorgara ventajas y de que hubiera pruebas para “separar varones de mujeres”, revelaba cómo “en vez de identificar las bases biológicas del sexo, la nueva ciencia de verificación sexual demostró sin querer que la insistencia en separar a varones y mujeres se fundamenta en la ideología antes que en la ciencia” (Besnier, Brownell, Carter, 2016; 221). Ya lo dijo Naomi Klein: “Las instituciones de la sociedad están al servicio de asignar género a varones y mujeres biológicos”.

Pero aunque la ciencia presentada por la IAAF sea deficiente y sesgada, manipulada para regular los cuerpos “otros”, sí existe un cierto consenso en la comunidad médica sobre los efectos de la testosterona en la competencia deportiva. En su libro “El Gen Deportivo”, David Epstein explora los efectos beneficiosos que tiene la hormona en particular en ciertos deportes (lanzamientos, pruebas de fuerza y velocidad) aunque siempre explicando que ningún resultado se explica a partir de una sola hormona (o ningún gen particular): si no, las pistas femeninas estarían pobladas de intersex. “El problema estriba en que la biología humana no se descompone sin más en hombres y mujeres con la amabilidad que los órganos rectores deportivos desearían. Y ningún avance tecnológico de las dos últimas décadas ha conseguido cambiar en lo más mínimo la situación, ni lo hará en el futuro”, explica Epstein (2018; 75).

Al dedicar un capítulo al debate de la testosterona, Epstein señala la brecha del 11% en las marcas y records entre hombres y mujeres, provocadas, explica, por las diferencias físicas entre “varones” y “mujeres”, que “incluyen el que los hombres generalmente pesen más y sean más altos y tengan unos brazos y unas piernas más largos en relación a su altura, además de unos pulmones y un corazón más grandes. Los hombres tienen menos grasa, unos huesos más densos, más glóbulos rojos portadores de oxígeno, un esqueleto más pesado que puede soportar más músculos y caderas más estrechas, lo que les hace más eficientes en las carreras” (Epstein, 2018; 81). También señala que la testosterona estimula la producción de glóbulos rojos, dándole a los hombres más resistencia, y la diferencia en la cantidad de fibras musculares y masa, particularmente en el tronco y la parte superior del cuerpo. 

Sin embargo, hasta la adolescencia, los cuerpos son similares: pero en la pubertad llega “la marea de testosterona” para los varones, mientras que en las mujeres los efectos del estrógeno ensanchan las caderas y generan más grasa. De hecho, señala Epstein, el cierre de la brecha entre las marcas del atletismo femenino y masculino en las décadas del 70 y el 80 obedecería a una epidemia de dopaje en el bloque soviético en el marco de la Guerra Fría, que compensaba “la carencia de un gen SRY inyectándose sin más testosterona. En la década de 1960, la rivalidad de la Guerra Fría empezó a derramarse sobre el deporte, y el doping sistemático de las chicas, a menudo sin su consentimiento, se convirtió en una práctica generalizada en los países como Alemania del Este” (Epstein, 2016; 91).

Sin embargo, estamos entrando en el peligroso terreno de las generalidades, es decir, de considerar que solo existen dos tipos de cuerpo posibles: el del hombre y el de la mujer. Pero, de hecho, muchas atletas tienen caderas pequeñas, y no es casualidad que sean ellas las que consigan el éxito en las pistas, de la misma manera que los hombres y mujeres más altos tienen éxito en las canchas de básquet: no hay un solo biotipo, un solo cuerpo, y el deporte de alto rendimiento no lidia con cuerpos “promedio” sino en general con excepciones. La segregación sistemática entre hombres y mujeres elige no creer en la posibilidad de cuerpos (aunque sean pocos, excepcionales) que puedan competir de par en par con los hombres. Quizás se teje allí una amenaza que fuerza a las instituciones, controladas mayoritariamente por hombres, a legislar contra ciertos cuerpos femeninos exitosos: como descubrió Caster Semenya, algunos cuerpos son sospechados de “masculinidad” por su excepcionalidad.

Porque Semenya no es como las atletas del bloque soviético que se inyectaron testosterona: su “ventaja” es natural, no ayudada por ninguna sustancia. ¿No es igual, acaso, a un ciclista con mayor capacidad pulmonar, a un nadador con las extremidades largas? Y si no lo es, ¿por qué? ¿Dónde, y quién, traza las líneas entre lo permitido y lo prohibido? Y si las líneas que trazamos son arbitrarias, no “naturales”, si definimos que una mujer no puede tener más que cierto nivel de testosterona, aunque hay mujeres que superan ese rango, ¿no aceptamos que legislamos sobre ciertas diferencias y no sobre otras? “Numerosos aspectos de la fisiología humana confieren ventaja física y a menudo de una manera más nítida que las condiciones intersexuales”, dicen Besnier, Brownell y Carter (2016; 192). Como el lugar de nacimiento de un atleta del Sur Global: como argumentó el periodista sudafricano Sisonke Msimang en The Guardian, quienes piensan “que su condición médica (de Semenya) le otorgaba una ventaja injusta ignoran las ventajas, mucho más significativas, que tenían las atletas de países grandes y ricos sobre las atletas de países pequeños con condiciones e instalaciones de entrenamiento de inferior calidad”.

4. Rebeliones

El debate sobre la influencia de la testosterona es central, pero también esconde un peligro: presupone que de comprobarse la supremacía de la hormona sobre las marcas, eso implica la superioridad del hombre en todos los deportes. Y ese argumento invisibiliza lo evidente: buena parte de los deportes implican mucho más que fuerza bruta, y sin embargo, el argumento hormonal parece ser el motivo bajo el cual se justifica la separación entre hombres y mujeres de todo el deporte.

Por ejemplo: ¿por qué se encuentran segregados la arquería o el tiro? El tiro, de hecho, supo ser mixto, y en 1976 Margaret Thompson Murdock se subió al podio en rifle de tres posiciones desde 50 metros, llegando segunda con gran controversia tras empatar con su compatriota Lanny Bassham. Dieciséis años después, quedaban solo dos eventos abiertos en tiro: uno era tiro al plato, y la prueba la ganó la china Zhan Shan. En 1996 ya no hubo pruebas mixtas, y desapareció el tiro al plato de la grilla femenina…

Margaret Thompson Murdock, mujer de armas llevar

El debate de la testosterona esconde estas evidencias de que la segregación es en realidad discriminación disfrazada de “protección”, y distrae, desvía la atención: mientras más se discute sobre la supremacía deportiva de un sexo sobre otro, más se cristaliza la creencia popular de que las mujeres son inferiores, una creencia que las ha apartado de las prácticas, por diversos motivos. Ante el coro que les dice que no pueden, muchas sucumben, abandonan la práctica, y mientras más deportistas quedan en el camino, menos futuro hay para los deportes, menos oferta para las atletas del futuro. Mientras tanto, el mercado elige no consumir ese deporte “de segunda clase” (en general, la televisión ni siquiera lo transmite y los diarios no lo cubren), achicando los beneficios materiales y aumentando las razones para no dedicarse de lleno. La brecha es también, sobre todo, económica: con menos dinero de sponsors y tevé que los varones, y menor acceso a una oferta deportiva variada que se adecúe a la diversidad de cuerpos femeninos, al deporte femenino le cuesta crecer. Y a medida que su desarrollo es retardado por diversas resistencias sociales, más se abre la brecha entre las marcas y rendimientos de unos y otras: un círculo vicioso, una profecía autocumplida. 

Aunque el movimiento feminista en el deporte lleva años desarticulando estos discursos y resistencias, sus huellas continúan hasta hoy: las cifras respecto a la participación femenina en el deporte son variables y en muchos casos faltas de rigor, pero todas coinciden en que al menos entre 15 y 20% menos mujeres practican deporte en relación a los hombres. Además, las mujeres suelen volcarse a deportes que gestan cuerpos “aceptables” socialmente, ayudadas por la mayor oferta en este rubro, donde impera la destreza sobre la fuerza. “Se mantienen vigentes los modelos más tradicionales, interiorizados en la subjetividad tanto de los hombres como de las mujeres”, escriben Miranda y Antúnez (2006; 4). Las mujeres, explican las autoras, se vuelcan a actividades “aceptadas” en sus ámbitos, y entonces la oferta de actividades deportivas alternativas a las hegemónicas (las que producen cuerpos hegemónicos) se reduce, y quienes tienen otros intereses y otros cuerpos no pueden acceder entonces a prácticas alternativas y se apartan del deporte. Entonces, en el mercado se refuerza esta oferta deportiva “única”, orientada a un estereotipo físico “femenino”: tenis, gimnasia, patín… 

A la vez, las mujeres triplican a los varones en el gimnasio: sin afán de generalizar (teniendo en cuenta, sobre todo, la falta de estadísticas y el evidente crecimiento del deporte femenino) para las mujeres la actividad física ha sido, producto de una fuerte presión social, un medio para adquirir un tipo de cuerpo. La búsqueda a través del deporte de roles y cuerpos diferentes a los asignados por la cultura redundan en autorepresentaciones enfermas: las mujeres que practican, por ejemplo, deportes grupales, enfrentan agresiones cotidianas que las llevan a cuestionar sus propias identidades y a pensarse como desviadas, no saludables, provocando en algunos casos el abandono de la práctica. Entonces, como planteaba Msimang, es evidente que hay otros factores en la brecha de rendimientos deportivos, más allá de la testosterona, y profundamente entretejidos con condicionamientos sociales que exceden el deporte, y que se inculcan desde que, en la más tierna infancia, se le da una pelota a un chico y una casa de té a una niña. “En la primera mitad del siglo XX, las normas culturales y la pseudociencia limitaron drásticamente las oportunidades de las mujeres de participar en los deportes”, explica Epstein (2018; 77), algo que se reprodujo de formas más sutiles a lo largo del tiempo: las mujeres pudieron acceder de hecho al deporte (todavía están luchando por la igualdad de acceso en el escenario deportivo, incluso) pero sobre ellas pesaron prejuicios, restricciones materiales y una falta de acceso que oficiaron como un pie sobre sus cabezas, presionando hacia abajo. Lo curioso es que luego, los rendimientos resultantes fueron utilizados para “confirmar” esos prejuicios y esas restricciones.

Así queda relegado en la mente del consumidor (clave, con su dinero, para desarrollar las prácticas) el deporte femenino a una categoría menor. “Ciudadanas de segunda clase”, las llaman Corriente y Montero (2011; 360): la brecha salarial entre hombres y mujeres es una consecuencia directa del darwinismo económico y social que sostienen quienes defienden al deporte femenino como una experiencia menor en términos de entretenimiento. Entretienen “menos”, entonces cobran menos.

La brecha salarial

Un argumento falaz porque, sabe cualquier seguidor de la empobrecida liga masculina de fútbol local, el deporte atrapa desde diversas aristas, no solo desde la persecución de las marcas superlativas: el deporte atrapa con sus narrativas, pero las narrativas del deporte femenino recién ahora están consiguiendo emanciparse del aparato discursivo hegemónico.

Corre como una niña (publicidad)

Por todo esto, desde sus inicios, como hemos visto, la historia del deporte femenino ha sido una de lucha, por ganar espacios y redefinir las narrativas que pesaban sobre ellas, y que impedían su desarrollo, y combate en el campo deportivo frente a la hegemonía masculina que protegía con celo, como hemos visto, desde el discurso y las prácticas (no hay que olvidar que los hacedores de las reglas son hombres en su mayoría: las estadísticas varían según institución, pero se estima que en el deporte de alto rendimiento apenas entre entre 10% y 15% de los integrantes de las mesas chicas son mujeres; en los últimos años el COI ha elevado la participación femenina a más del 40%), “su” campo y mantenían vivo el estigma coubertiniano.

Así, por ejemplo, en Brasil las mujeres no pudieron jugar al fútbol hasta 1979; Kathrine Switzer se lanzó a correr la maratón de Boston en 1967 a pesar de estar prohibido, para demostrar que no se le iba a caer el útero por correr, y fue perseguida por un histérico oficial; y Billy Jean King y las “Nueve Originales” tuvieron que crear su propia liga profesional de tenis porque los premios para los varones eran infinitamente superiores a los de las mujeres en el circuito profesional. 

En el camino de estas luchas, cuerpos distintos de mujeres fueron ganando legitimidad. Pero también en este sentido, como vimos a lo largo de esta clase en particular con el caso de Caster Semenya, hubo profundas resistencias desde las instituciones: el deporte moderno nació para disciplinar los cuerpos y conformarlos a una norma, a un ideal social (de la misma manera que la educación moderna, son instituciones diseñadas para formar ciudadanos modelo a través de la disciplina, del control férreo de cuerpos y mentes, una noción que vive y se encarna en las miles de atletas abusadas física y emocionalmente con la excusa del alto rendimiento), motivo por el cual los cuerpos e identidades que no se conformaban a las normas tuvieron problemas sistemáticos en sus carreras deportivas. Algo que ocurrió también a los varones: la presión de la hipervirilidad se ha sabido trasmutar en homofobia, como le tocó atravesar a uno de los más galardonados atletas olímpicos, Greg Louganis; y que en el caso de las mujeres atletas implicó impulsar cuerpos débiles como ideales y estigmatizar cuerpos “empoderados” (a los que llamaban “masculinizados”). Y estas representaciones del cuerpo femenino ideal persisten, impulsados por las propias mujeres en quienes las reglas no escritas de la sociedad se hacen carne.

https://www.instagram.com/tv/CA_VxCZAW0g/?utm_source=ig_web_copy_link

Así, la masculinización del cuerpo masculino y la feminización del cuerpo femenino ha llevado a una relación de dominación física y de poder del primero sobre el segundo, plantea Pierre Bourdieu: “A través del dogma del cuerpo se imponen disposiciones más fundamentales, las que hacen a la vez propensos y aptos para entrar en los juegos sociales más favorables al despliegue de la virilidad”.

La cuestión del género en el deporte se revela así mucho más compleja que lo que suponen quienes se acercan a la problemática desde su educación binaria “hombre-mujer”. Y mucho más profunda, también, en el sentido de que replica y refuerza normas corporales y actitudinales de la sociedad conservadora. El deporte, es cierto, cede, como cede la sociedad. Pero, para quienes imaginan la posibilidad de dividir el deporte en categorías de peso en lugar de sexuales, o eliminar las divisiones y crear categorías abiertas, como formas posibles de eliminar estigmas, no hay que olvidar que el deporte se funda sobre la segregación de sexos, la separación del hombre y la mujer, y muchos de sus valores se encuentran articulados dentro de esa lógica: deconstruir ese entramado es un trabajo complejo y extenso, y todavía no hemos ni siquiera alcanzado la igualdad más superficial: todavía no hay la misma cantidad de atletas mujeres y varones en un Juego Olímpico.

BIBLIOGRAFÍA

Antúnez, Marta. “Reflexiones acerca de lo que la mujer representa para el deporte y el verdadero significado del deporte para la mujer”. EfDeportes – revista digital, n.42, 2001.

Besnier, Niko; Brownell, Susan; y Carter, Thomas (2018). Antropología del deporte. Siglo XXI, 2018.

Corriente, Federico y Montero, Jorge (2011). Citius, altius, fortius: el libro negro del deporte, Ed. Pepitas de Calabaza.

Goldblatt, David (2016). Los Juegos. Una historia global de las Olimpíadas, Ed. Norton.

Epstein, David. El Gen Deportivo: un atleta excelente, ¿nace o se hace?. Indicios, 2014

Hunt, Thomas M. (2011). Juegos de drogas, Universidad de Texas.

Lafon, Lola (2015). La pequeña comunista que no sonreía nunca, Anagrama.

PARA VER

“A League of Their Own”, comedia con Tom Hanks y Madonna que muestra cómo las mujeres ocuparon el lugar de los hombres en el deporte estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. En el Drive de la materia.

“Back on board”, documental sobre Greg Louganis y el sufrimiento que atravesó por ser gay en un mundo hipermasculino como el deporte. En el Drive de la materia.

Doble programa: “La batalla de los sexos”, película de ficción y documental (en inglés) sobre el mismo hecho: el partido entre Billy Jean King y Bobby Riggs. En el Drive de la materia.

Doble programa: “Atleta A” y “El corazón del oro”, documentales sobre el abuso sexual sufrido por cientas de gimnastas del equipo estadounidense. En el Drive de la materia.

También puede gustarle...