Artículos

La desigualdad en tiempos de pandemia: cólera e influenza española en México

Inequality in Times of Pandemic: Cholera and Spanish Influenza in Mexico

Enrique Rajchenberg S.
Universidad Nacional Autónoma de México, México

Cuadernos de H ideas

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 1851-8206

ISSN-e: 2313-9048

Periodicidad: Frecuencia continua

vol. 18, núm. 18, e083, 2024

direccion.publicaciones@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 30 agosto 2023

Aprobación: 02 noviembre 2023

Publicación: 03 septiembre 2024



DOI: https://doi.org/10.24215/23139048e083

Resumen: Las coyunturas de epidemia y de pandemia ponen al descubierto la desigualdad en las sociedades, entre otros, a través de las diferencias en las tasas de morbilidad y de letalidad. Pero también constituyen momentos en que las representaciones, acerca de los pobres y de la pobreza, se manifiestan con mayor claridad. El artículo estudia esta temática durante dos pandemias en México, la del cólera en 1833 y la de la influenza española en 1918.

Palabras clave: pandemia, cólera, influenza española, pobreza.

Abstract: Epidemic and pandemic situations expose inequality in societies, among other things, through differences in morbidity and mortality rates. But they also constitute moments in which representations about the poor and poverty are more clearly manifested. The article studies this issue during two pandemics in Mexico, that of cholera in 1833 and that of Spanish influenza in 1918.

Keywords: pandemic, cholera, Spanish influenza, poverty.

Es lógico, lo habitual es morir, y morir solo es alarmante cuando las muertes se multiplican, una guerra, una epidemia, por ejemplo. Es decir, cuando se salen de la rutina.

José Saramago, Las intermitencias de la muerte (2005).

En la euforia optimista promovida por la ideología del progreso, se pensó que llegaría el día en que los episodios epidémicos tal como se habían presentado en el pasado no se volverían a conocer. La peste negra que prácticamente despobló a Europa en la mitad del siglo XIV y la viruela que durante siglos asoló al mundo quedarían en calidad de imágenes de un pasado irrepetible ya que el conocimiento científico lograría vencer las plagas mortíferas. Ciertamente, varias enfermedades que antaño asolaron a la humanidad podrían ser eliminadas: el cólera no debería existir si todos los pobladores del planeta tuvieran acceso al agua potable; la tuberculosis podría colocarse en el museo de la historia de las patologías si todos tuvieran una alimentación adecuada y dispusieran de medios higiénicos de vida, etc. El famoso libro de Alfred (1989) se tituló America’s Forgotten Pandemic (La pandemia olvidada de Estados Unidos) para referirse a aquella de influenza de 1918-1919. Probablemente, ese episodio letal había sido desterrado de la memoria colectiva cuando se escribió esa investigación,1 pero la reaparición del H1N1 en 2009 y, sobre todo, la pandemia de la covid-19 hizo voltear la mirada a esos fenómenos e, incluso, interesarse sobre experiencias similares pertenecientes a pasados remotos, no solo por sus implicaciones en la salud de los seres humanos, sino por causas más utilitarias de cálculo económico (costos de los seguros de vida, interrupción de los circuitos comerciales, etc.).2 ¿Acaso la historia de las epidemias podía ser útil, a pesar de las diferencias contextuales, para anticiparse a escenarios cataclísmicos como aconteció en el pasado?

Así como la muerte forma parte de la vida, las enfermedades, epidémicas o no, también lo son. Enfermedades nuevas seguirán apareciendo al igual que el esfuerzo científico por curarlas y ocasionalmente erradicarlas. Pero su aparición no es un hecho atribuible exclusivamente a causas de evolución biológica, sino mediadas por contextos económico-sociales. Hoy en día, tras la pandemia de la covid-19, sabemos que esta no es resultado de una conspiración china fraguada en un laboratorio con el objeto de debilitar a los Estados Unidos, sino que, dicen algunos, es el efecto de la devastación de la naturaleza que produjo que virus que se encontraban en ciertas especies de animales se transmitieran al humano. Ello es igual de evidente con las inundaciones u otras catástrofes que nos golpean con cada vez mayor intensidad. Según Maristella Svampa (2021):

La pandemia visibilizó el vínculo estrecho entre crisis socioecológica, modelos de mal desarrollo y salud. Detrás del covid-19 se halla la problemática de la deforestación, esto es, la destrucción de ecosistemas que expulsa a animales silvestres de sus entornos naturales y libera virus zoonóticos que estuvieron aislados durante milenios, poniéndolos en contacto con otros animales y humanos en entornos urbanizados y posibilitando así el salto interespecie (párrafo 3).

Lo que quiero sostener es que las epidemias exacerban escenarios sociales de desigualdad que podían hasta entonces estar relativamente opacados o silenciados. Sin embargo, no me detendré en las consecuencias que las pandemias pueden tener sobre la distribución del ingreso y que ya han sido ampliamente estudiadas por Walter Scheidel (2017), quien sostiene que estas tuvieron un efecto igualador en la Antigüedad y en la Edad Media a raíz de la dramática disminución de la mano de obra y el consiguiente mejoramiento del poder de negociación de los trabajadores para obtener más elevadas remuneraciones. Algo semejante, aunque de efectos de más corta duración, habría tenido lugar en Estados Unidos tras la pandemia de influenza de 1918-1919.3 No es el caso de la pandemia actual. Por lo demás, como hoy lo sabemos, la pandemia de la covid-19 es una poderosa palanca de reestructuración del capitalismo que va en el sentido de una descomunal concentración del ingreso. Vale decir, los superricos de la prepandemia son, en la actualidad, muchísimo más ricos y las mayorías mucho más pobres. Mientras que 80 millones de estadounidenses perdían su trabajo entre marzo de 2020 y febrero de 2021, 15 multimillonarios veían crecer sus fortunas en 563 mil millones de dólares, o sea, en un 82 %.

Es cierto, como se repite en el lenguaje cotidiano, que las epidemias y las pandemias no respetan diferencias de edad, de nacionalidad y de fortuna. Sucumben hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres. Pero las epidemias no son tan democráticas como frecuentemente se afirma.4 Según el caso, mueren más hombres que mujeres, menos niños que adultos, sobre todo fallecen y enferman más hombres desvalidos y más adultos pobres. En los tiempos de la peste negra y en los inmediatamente posteriores, es decir, a mediados del siglo XIV en Europa, dicen Guido Alfani y Tommy Murphy (2017), la peste actuó como un asesino universal, pero a partir del siglo XV la enfermedad adquirió un carácter social, afectando primordialmente a los pobres.5

Las grandes catástrofes visibilizan la condición en que vive una porción considerable de los miembros de la sociedad y esta, a su vez, genera explicaciones de la pobreza y de los pobres: ¿son objeto de compasión? ¿Es su conducta consuetudinaria la causa de su desgracia?. Por ello, las epidemias son reveladoras de las representaciones que las clases acomodadas elaboran acerca de los pobres. Las representaciones sociales acerca de los pobres no son estáticas, sino que están atravesadas por cambios mucho más lentos que las transformaciones económicas. Un poco menos de un siglo transcurre entre la primera pandemia de cólera del siglo XIX y la de la influenza contemporánea de la Primera Guerra Mundial y sin embargo se puede comprobar una continuidad de la matriz primordial de las representaciones acerca de los pobres. Más aún, podemos encontrar un cierto aire de parentesco con las narraciones de los albores de la modernidad burguesa. La noción del pobre del medievalismo europeo teñida de valores cristianos para los cuales la caridad constituye una obligación, misma que atestigua la profunda religiosidad del donante y la certeza de la salvación de su alma, cederá lentamente ante la supremacía que adquirirá en la modernidad burguesa el imperativo del trabajo. A partir de ese momento, se establecerá la estricta diferencia entre pobres, vale decir, los que efectivamente se encuentran imposibilitados de trabajar y pueden ser beneficiarios de la ayuda y aquellos que simulan alguna incapacidad y que, consiguientemente, deben ser asignados a un centro de trabajo de modo obligatorio, o sea, forzado.6 La celeridad con que estas disposiciones emanadas del poder público penetran en las prácticas sociales depende del grado de arraigo de los valores religiosos. En 1845, un decreto del Departamento del Distrito establece la prohibición de la mendicidad, misma que es reveladora, como señala Sonia Pérez Toledo (2011), del avance de la secularización “que ya no concibe a la caridad (tradicional valor católico) como un deber de los ricos y un derecho de los pobres” (p. 160). Todavía, medio siglo después, en el México porfiriano, se pretendió sancionar tanto a los sujetos indiscriminadamente caritativos como a los que imploraban una limosna: el intento fue infructuoso durante largo tiempo aún. En otras palabras, la secularización del pobre y de la pobreza es un proceso que se extiende más allá de la voluntad política de su realización efectiva.

Las dos epidemias a las que me referiré en este texto están lejos de haber sido las únicas del siglo XIX y principios del XX. El cólera, particularmente, tuvo varias reapariciones en el mapa sanitario de México y el mundo. A mediados de siglo XIX, se hizo presente con particular ímpetu nuevamente y con menor intensidad en años ulteriores. La influenza también nos volvió a visitar después de 1918-1919, tal como esta generación lo sabe puesto que ya vivía en 2009. Pero en 1833 y en 1918 se desconocían, por lo menos en Occidente,7 sino estas enfermedades, sí sus causas y por ello sorprendió a la sociedad en su conjunto y dejaron desarmados al gremio médico y a la administración pública.8 También aquí radica el interés de la elección de ambas fechas porque en circunstancias como estas la identificación de culpables genera, o reactiva, representaciones acerca de un grupo social, como sucedió durante la peste negra contra la población judía. Además, la epidemia de cólera estuvo precedida por una de tifo en 1814, en medio de la insurgencia independentista y la contraofensiva realista, así como la de influenza en 1918 también llegó poco después de superar la de tifo durante el fragor revolucionario.

Un poco más de diez años habían pasado en 1833 desde el final de la guerra de independencia que implicó severas consecuencias económicas, mientras que a su término los conflictos políticos se multiplicaron junto con levantamientos y asonadas militares que absorbían cantidades ingentes de los recursos fiscales del gobierno y, por lo mismo, impedían la acción pública sanitaria.9 La influenza arribó a México en medio de la contienda revolucionaria. Aunque el constitucionalismo presidido por Venustiano Carranza ya se perfilaba como vencedor sobre los ejércitos populares de Emiliano Zapata y Francisco Villa, estaba todavía lejos de establecerse la autoridad política del llamado Varón de Cuatro Ciénegas.

En lo que concierne a las dos epidemias que analizaré, la cuantificación de los contagios y de los decesos es una empresa arriesgada, tanto por las técnicas de registro de la época como por la imprecisión en la clasificación de las causas de las enfermedades y de las muertes resultantes. Es la labor titánica que enfrentan los demógrafos históricos.

Pero, además, nos enfrentamos al problema de distinguir quiénes son los contagiados y los fallecidos, es decir, precisar los estratos socioeconómicos más o menos afectados. En este caso, los historiadores se han concentrado en el estudio de las pandemias en las ciudades donde, a partir de los patrones de segregación urbana y comparándolos con los registros de mortalidad por parroquia en el siglo XIX o por demarcación en el XX, pudieron establecer la diferencia de tasas de morbilidad y mortalidad de acuerdo con el perfil socioeconómico de la población asentada en cada uno de los lugares. De este modo, resulta factible aproximarse al conocimiento del carácter clasista de la distribución de la enfermedad y de la muerte.

Cuando la investigación se aventura en un paisaje plagado de enfermedades epidémicas y de muertes masivas se corre el riesgo de confinarse en el registro de sus dimensiones cuantitativas, opacando así que lo que interesa al historiador es la vida y no la muerte, como dice Louis Chevalier (1978): “La medición de la muerte no tiene interés sino porque es la única y más incuestionable medición de la vida” (p. 547).10 Ello no implica desdeñar la precisión de la estadística de mortalidad, aun cuando resulta siempre ser un terreno pantanoso. Incluso hoy, cuando se dispone de métodos de registro extremadamente sofisticados y de instituciones de salud que formalmente cubren a toda la población, los datos de mortalidad por la covid-19 son objeto de controversia encarnizada y escenario de disputa política.

En todo caso, es el rompecabezas de, nuevamente, los demógrafos históricos quienes batallan con fuentes de poca confiabilidad (periódicos, reportes médicos con base en diagnósticos imprecisos, registros parroquiales, etc.) en lo que concierne a los siglos anteriores al XX y, aun así. No es objeto de este texto, por lo tanto, contribuir con estadísticas más refinadas de mortalidad y de morbilidad, sino asumir las proporcionadas por diversas fuentes con el objeto de analizar su distribución entre clases sociales.

La rapidez con que un brote epidémico en algún rincón del planeta deviene pandemia constituye una expresión nítida de la densidad de intercambios mercantiles o de movilidad de las personas. La cartografía de la difusión de un microbio a través de la Tierra coincide con aquella de las redes de relaciones entre regiones del mundo.11 Así, por ejemplo, tras llegar el cólera a Nueva Orleans, pasó muy poco tiempo para que apareciera el primer caso en la península de Yucatán con la cual ese puerto sureño de Estados Unidos tenía un estrecho vínculo comercial, pero igualmente a Tampico, desde donde se difundió siguiendo una de las rutas comerciales más transitadas de la época.12 Ni qué decir de la rapidez con que se difundió en el mundo el coronavirus en los tiempos actuales de globalización capitalista, o sea, de flujos inconmensurables de mercancías y de corrientes migratorias. Basta comparar las fechas de aparición de la enfermedad y su arribo a México: mientras que el cólera tocó tierras parisinas en marzo de 1832, casi un año después de pasar por Alemania y Austria, en México los primeros casos se registraron a finales de junio del año siguiente. La primera ola de influenza española afectó a la población estadounidense en marzo de 1918 y en México casi a la par de la segunda ola en octubre, mientras que la covid-19 provocó un primer caso en China a finales de noviembre de 2019 y uno en México tres meses después. Habría que agregar que, así como los microbios viajan, también lo hacen las novedades médicas, no siempre eficaces, pero que proporcionan más elementos diagnósticos y terapéuticos.

Por último, una aclaración sobre, por lo menos, dos grandes ausencias en el texto que se leerá a continuación. En primer lugar, las fuentes disponibles no permitieron estudiar cómo los pobres construyeron imágenes, ideas, etc. acerca de las epidemias que los diezmaban más que al resto de la sociedad. Puede parecer entonces que son concebidos únicamente como víctimas pasivas del desdén y la estigmatización de las elites. Nada más contrario a mi postura teórica, pero esta problemática quedará por lo pronto como una asignatura pendiente. En segundo término, una institución de poder con enorme gravitación en la vida social mexicana del siglo XIX y del XX, la Iglesia católica, tampoco pudo ser estudiada debido a la secrecía que mantiene sobre sus fondos documentales. Al respecto, no puedo asegurar que acreditaré en el futuro la asignatura a menos que la Iglesia modifique su postura hermética respecto a los ojos indiscretos como los míos.

El cólera morbo de 1833: vivir pobremente y morir como pobre

La epidemia de cólera de ese año inició en Rusia, aunque probablemente haya sido una oleada –rebrote, diríamos hoy– de otra en 1829 originada una década antes en las aguas del río Ganges en la India donde era endémico. La noticia de su existencia arribó antes que el microbio, aunque reinaba cierta confianza en que no lograría cruzar alguno de los océanos que separan a México del continente asiático y del europeo. En última instancia, habría que aplicar severas medidas de cuarentena a las embarcaciones que pretendieran atracar en los puertos mexicanos o de plano evitar su llegada. La posible adopción de la medida precautoria suscitó en otros países del área, aunque también en los europeos, reacciones de los comerciantes de géneros extranjeros quienes advirtieron la amenaza de la interrupción de sus negocios y optaron por sostener una explicación médica que no los afectara.13

El contexto sociopolítico del momento era de lo más inoportuno, como ya fue mencionado: amén de revueltas contra el gobierno, entre las que destacan la encabezada por Arista y Durán, las propuestas del vicepresidente Valentín Gómez Farías, a la sazón encargado del Ejecutivo nacional, suscitó la reacción de la Iglesia que se valió de la epidemia para atribuirla a un castigo divino a las medidas sacrílegas adoptadas por el político liberal.14 Los decretos de expulsión de los españoles dictados unos años antes habían implicado la partida de muchos de ellos junto con sus caudales. En síntesis, además de tener que enfrentarse a una enfermedad desconocida, el gobierno contaba con raquíticos recursos fiscales para sufragar los gastos de una práctica sanitaria eficaz. Por esa razón, se tuvo que invocar la generosidad de los potentados de la época.15 Fue así celebrada la donación de 150 pesos que tuvo a bien realizar Pedro Terreros, conde de Regla, para aliviar la suerte de los epidemiados (Verdadera nobleza y filantropía. El Fénix de la Libertad, 14 de agosto de 1833). Otro tanto ofreció el miembro de una de las familias más ricas del país: José María Fagoaga dispuso socorrer a los enfermos de su manzana y donar 200 pesos (Acta de cabildo del 25 de junio de 1833. AHCDMX, F.A., vol. 153A).

Las cifras de mortalidad durante la pandemia, aun si hay varias razones para dudar de su total precisión, constituyen un indicador útil de la gravedad de la enfermedad. En Guadalajara, fallecieron 3 257 personas en una población total de 35 744. Vale decir, según Lilia Oliver (1992) la tasa de mortalidad fue de 10 %, pero en Campeche fue de 20 %. En Puebla, el número de decesos por cólera ascendió a 3 049, lo cual significó un 8 % del total de los angelopolitanos. A otras regiones y ciudades, les fue mejor. Es el caso de Monterrey que tuvo una mortalidad de menos de 5 %. En cambio, Monclova en Coahuila tuvo una tasa algo menor de 10 % al igual que el estado de Querétaro. Pero, mencionan Manuel Rubio y Lizbeth Tzuc (1995) que la región de Teabo, en Yucatán, perdió al 90 % de sus pobladores y en la ciudad de Mérida, el barrio de Santa Catarina desapareció. Estas cifras corresponden a todos los meses durante los cuales estuvo presente la pandemia. Pero el número de muertos se concentró particularmente durante los meses veraniegos. Así, por ejemplo, reportaba el periódico El Demócrata (7 de agosto de 1833) que durante los días 15 y 16 de julio se habían registrado solo dos muertos por día, pero esa cifra había ido aumentando a lo largo de la segunda quincena de modo que para el día 23 ya eran 56 decesos. En Mérida, el aumento de los fallecimientos fue aún más alarmante: el día 16 de julio eran 30 los muertos de cólera, mientras que para el día 24 ya eran 178 diarios.

Si bien desde el 21 de junio se recibieron noticias en la ciudad de México acerca de la muerte de 7 a 8 personas diarias en Tampico, la decisión de asumir acciones preventivas fue dilatada.

No me detendré largamente en el repertorio, vastísimo por lo demás, de recetas, consejos, advertencias, etc. que fueron publicándose a lo largo de los meses siguientes cuando la enfermedad se hizo presente en bandos o en cartas a los periódicos de la época y cuyos signatarios eran simples particulares o médicos. En lo que se refiere a los remedios, se aconsejaron tanto la limpieza de las viviendas como las fogatas con hierbas aromáticas para evitar que los miasmas invadieran las poblaciones. En efecto, aun si la vieja teoría miasmática estaba en retirada en la ciencia médica, se acudió a ella ante el desconocimiento de una acción más eficaz. Según un ciudadano que envió una carta al periódico:

Es tan terrible la fuerza de este gas encerrado en un lugar donde hay por ejemplo veinte cadáveres, que llegando a fermentarse sus jugos a un tiempo, rompe la superficie de la tierra el hidrógeno sulfurado y subiendo por las hindiduras (sic) infesta de tal modo el aire, que tocando al pulmón es la muerte en el acto (Comunicados. El Fénix de la Libertad, 27 de agosto de 1833).

En Puebla, el gobernador emitió un bando en el cual, entre otros, “ni en las calles ni en las plazas, en ningún sitio público, se permitirá el desahogo de las necesidades corporales” (La Antorcha, 27 de junio de 1833). Se aconsejó no comer verduras acuosas y frutas e incluso se prohibió su introducción a algunas ciudades. Alguien señaló que una infusión de moscas era el remedio idóneo.

En algunos escritos, las recomendaciones para precaverse de la enfermedad distinguen aquellas dirigidas a clases acomodadas de las aconsejadas a los pobres en función de los recursos económicos disponibles. Es así como para estar abrigados, a unas se les solicitaba usar franelas y escarpines de lana y a los otros una faja de bayeta o de lanilla; las primeras debían tomar solamente un té como cena, mientras que, según Pedro del Villar (1833) “los pobres que quieran imitar este uso pueden suplir con la yerba buena ó epasote el uso del té que aconsejamos” (p. 7). Asimismo, a estos últimos se les restringía alimentos como los frijoles y las habas por su difícil digestión al igual que los chicharrones y bebidas como el tepache y la chicha que “deben proscribirse absolutamente por la policía” (Oficio con que se presentaron estos avisos a la Dirección de Sanidad por el Presidente de la comisión encomendada por ella. La Antorcha, 29 de junio de 1833).

Aunque existe un buen número de investigaciones sobre la pandemia del cólera de 1833 en México, no todas se enfocan al objetivo que nos hemos propuesto. El trabajo más voluminoso sobre el tema y preocupado específicamente sobre la desigualdad ante la enfermedad y la muerte por cólera es el de Lourdes Márquez (1991) quien estudió con gran detalle la epidemia en la Ciudad de México. De acuerdo con sus cálculos, en 1832, hubo en la capital 3 700 defunciones; al año siguiente esa cantidad ascendió a 9 445, es decir, 65,3 % de las muertes pueden ser atribuidas al cólera.16

Ahora bien, el análisis de las defunciones ocurridas en cada parroquia revela el carácter clasista de su distribución. Las cifras más elevadas de entierros corresponden al suroriente de la ciudad, la parroquia de San José, donde el incremento es de 230 %. En el oeste de la ciudad, en la parroquia de Santa Cruz y Soledad, el aumento es de 158,8 %. Estos números contrastan con los entierros en otras demarcaciones eclesiásticas. Así, en la de Santa Catarina, en el centro de la ciudad, el aumento es de 33,28 % y en San Miguel y San Pablo, igualmente en el centro, de 37,57 % y 49,10 %, respectivamente.

La distribución desigual de las muertes puede ser atribuida según Márquez (1991) al origen diferente del agua consumida por la población. Por un lado, había fuentes de agua públicas y, por otro, las mercedes de agua internas a las viviendas y por las cuales se pagaba. En estas demarcaciones, señala Pérez Toledo (2011), “vivía un mayor número de españoles, en ellas se obtenía la mayor parte de ingresos por concepto de rentas” (p. 28).

En cierto modo, las diversas fuentes de agua para consumo humano constituían una expresión de la segmentación de la ciudad desde la época colonial tardía que consistía en un centro habitado por españoles peninsulares, indios en las orillas y en las afueras y entre los dos una franja o como diría María del Pilar Velasco (1984) “colchón de mezclados” (p. 324). En el primero de los tres espacios, las fuentes de agua privadas eran más frecuentes en los barrios cercanos a la Plaza Mayor correspondientes a los cuarteles 13 y 14 donde la tasa de morbilidad osciló entre un 7,9 y un 12,4 %, mientras que en el nororiente de la ciudad alcanzó un 61 %. En cambio, a las fuentes públicas acudían personas que probablemente estaban ya contagiadas del vibrio cholerae y contaminaban el agua o bien esta ya venía contaminada en su trayecto por los acueductos. Es así como la tasa de letalidad del cólera alcanzó un 20 %, es decir, una quinta parte de los contagiados falleció, mientras era mucho más baja en los barrios cercanos al centro de la ciudad. Situación semejante se presentó en Tacubaya, contiguo a la capital, donde se registró una sola defunción en el centro de la villa que, según Graciela Gaytán Herrera (1998) contaba con “[…] fuentes de agua potable privadas. En cambio, en los barrios de San Pedro, La Piedad y la Santísima donde arribaban las aguas de Santa Fe después de ser utilizadas en los molinos se acumuló el 50 % de todas las muertes” (p. 117).

Velasco (1984) confirma estos datos demostrando que fue mayor la mortalidad en los barrios periféricos donde se localizaban los basureros. Así, mientras que la tasa de mortalidad en la parroquia de El Sagrario fue de 46,5 por mil, en los suburbios alcanzó la cifra de 93 por mil habitantes.17

Indudablemente, el agua contaminada con el agente del cólera, el vibrio, explica buena parte de los casos de enfermedad, pero simultáneamente, la disponibilidad de agua pura dependía de condiciones socioeconómicas perfectamente diferenciadas. En la ciudad de México, el agua que era recogida en una de las más concurridas fuentes públicas, la de Salto del Agua, arribaba a este punto por acueductos no cubiertos arrastrando enorme cantidad de impurezas que convertían la corriente en un “charco miasmático” (Shaw, 1975, p. 140). Pero también otras fuentes de agua adolecían de la misma problemática: en el Canal de la Viga que surtía de agua a los barrios de San Gerónimo y de Candelaria se vertía los desperdicios de curtidores, fabricantes de velas y de almidón y vendedores de carne de puerco (Shaw, 1975). A ello se agrega, por supuesto, que el desconocimiento de la etiología del cólera hacía que el frecuente contacto con las heces de los enfermos provocara el contagio de sus allegados.

En la ciudad de Mérida, las diferencias en la mortalidad son atribuibles a la misma causa. En las elegantes viviendas del centro los propietarios habían construido aljibes para la recolección del agua de lluvia, mientras en los barrios ajenos a esta demarcación, como el de San Sebastián, la población se surtía de un pozo comunal cerca del cual se encontraba un cenote donde desaguaba el agua utilizada en el centro de la capital yucateca. Es así como en este barrio, según Victoria González Albertos (2015) la tasa de mortalidad fue de 34,38 % y en el centro alcanzó 2,9 %.

La investigación sobre el cólera de 1833 en Tlaxcala descubre, a su vez, un patrón de mortalidad diferente y causas también diferentes de la muerte (Méndez, 2011). En esa entidad, los entierros en octubre de 1833, mes con un clima cálido-templado, fueron 87,24 % más elevados que los debidos a otros padecimientos. El investigador pone de relieve una causa de la mortalidad diferencial, a saber, la del tipo de vivienda. En las casas con uno hasta tres pisos, la mortalidad fue inferior. Esto se debe a que corresponden a las clases más holgadas que disponen de más habitaciones para aislar a los enfermos y por lo tanto evitar el contagio.

La segregación urbana no era un fenómeno nuevo en la ciudad de México18 o en otras ciudades, pero se acentuó a raíz de la guerra de independencia cuando la capital recibió inmigrantes de otras provincias aquejadas por el conflicto armado. Se instalaron de forma precaria en los terrenos excéntricos de la ciudad. En sus memorias de la primera mitad del siglo XIX, Guillermo Prieto (1969) dedicó algunos fragmentos a la descripción de los parajes que más le impresionaron: por la plazuela de Mixcalco, hay “zanjas rebosando inmundicia, anchos caños sembrados de restos de comida, ratas despachurradas y algún can sacando los dientes, muerto, reventado por la cabalonga” (p. 85). De hecho, cualquier narración realista de la época de París o de Londres no difería grandemente del relato de Prieto (1969), como puede comprobarse en el escrito de Flora Tristan o en las novelas de Honoré de Balzac.

La intervención sanitaria del poder público contenía más intenciones que acciones efectivas. La fragilidad fiscal y política se reveló plenamente durante la pandemia: se tuvo que recurrir a las aportaciones privadas para paliar las insuficiencias del erario y las instrucciones giradas respecto a las medidas que se debían adoptar para frenar los estragos de la pandemia no fueron obedecidas sino parcialmente. Sin embargo, dos casos contrastan con lo sucedido en la ciudad de México. Según Oliver (1992), en Guadalajara:

[…] los habitantes de la ciudad fueron vigilados estrictamente por representantes del Ayuntamiento y por policías hasta el interior de sus casas, para que las disposiciones en cuanto a aseo y limpieza de las calles y casas, alimentación y trabajo fueran cumplidas (p. 95).

El otro caso corresponde al pueblo de Bolonchenticul en Campeche. Ahí, el férreo confinamiento de la población por las autoridades que prohibió entrar a forasteros o a salir del lugar, permitió que no se registraran casos de cólera, a diferencia de otros poblados de la península yucateca.19

Si bien hubo todavía algunos casos en diciembre y enero de 1834, lo peor de la epidemia había pasado. Efectivamente, los meses cálidos son los propicios para la reproducción del vibrio. Alan Hutchinson (1958) sostiene que la carta, en cierto modo profética, que el embajador británico remitió a su cancillería resultó acertada en su pronóstico: “Si el cólera apareciera en la capital, podemos anticipar los más terribles efectos entre las clases bajas debido a sus vidas desordenadas, pobre alimentación y sucias y húmedas viviendas” (p. 152).

Los pobres como amenaza

Clases obreras y clases peligrosas (Chevalier, 1978) es el título de un clásico de la historiografía social sobre las diferencias de tasas de mortalidad, indicadoras de las condiciones de vida, que prevalecían en el siglo XIX parisino. Precisamente, ese es el binomio que se magnifica en el siglo XIX y en el XX en momentos pandémicos: los pobres son el foco de infección y, en esa medida, son peligrosos.20 Las epidemias y las pandemias confirman, entonces, el miedo que hay que tener a los pobres. En términos generales, puede decirse que los pobres provocan miedo en las clases acomodadas en dos circunstancias: cuando se rebelan y cuando se enferman, porque son factor de contagio. Su modo de vida, su ignorancia sin límites, y su desenfreno sexual y etílico los hace presas fáciles del mal epidémico y de toda clase de calamidades que terminan contagiando al sector civilizado de la sociedad.21 Todavía a inicios de siglo XX, el periódico guanajuatense Civilización reiteraba el mismo argumento:

Debe presumirse, lógicamente, que cuando la epidemia se difunda y llegue a nuestras clases humildes, tradicionalmente desaseadas e ignorantes de la higiene, debilitadas por el alcohol y no siempre bien nutridas, la mortalidad alcance proporciones desoladores en tales clases y por contagio rapidísimo en las demás (En lucha contra la muerte, 2 de noviembre de 1918).

El miedo a los pobres se hace extensivo a todo el Oriente, en el sentido que le asigna Edward Said: “La Asia y la Africa parecen reclamar para si el funesto honor de ser la cuna o el lugar de los azotes pestilenciales que han devastado a la Europa en épocas diferentes” (El Demócrata, 5 de agosto de 1833).

¿Quiénes son pobres? Tal vez la pregunta debe ser formulada de otra manera: ¿Quiénes son los pobres?, es decir, la población peligrosa. Los trabajadores, por ejemplo, son pobres, pero no son los pobres. La categoría contiene en el siglo XIX un juicio más moralista que sociológico. Es precisamente la población que hay moralizar, desinfectar el espíritu para erradicar sus nocivas costumbres. Vicio y enfermedad se concentran en los pobres o, mejor dicho, se enferman más porque son viciosos.22 En una cartilla sanitaria de 1833, el doctor Manuel Jesús Febles atribuía las causas del cólera al miedo, el alcoholismo, los excesos venéricos y a todo tipo de intemperancias. Por ello, los domingos y los lunes eran los peores días para el cólera debido a los excesos cometidos en esas jornadas.23 De hecho, muchas de las explicaciones en México de la causalidad de la enfermedad están inspiradas en obras francesas. Así, por ejemplo, decía un tesista galo: “Aquellos que han observado la epidemia han notado que el coito predisponía fuertemente al cólera […]. Se han conocido muchos ejemplos de jóvenes atacados por el cólera al salir de burdeles” (León Debat, 1833, p. 7).

Desde inicios del siglo XIX, los trabajos pioneros de Louis René Villermé (1782-1863) evidenciaron el vínculo entre pobreza y enfermedad, mismos que, más tarde, se convertirían en la referencia de disciplinas autónomas, a saber, la epidemiología y la medicina sociales. Pero ni Villermé ni sus continuadores se detuvieron en esa constatación, sino que la asociación estadística descubierta les permitió dar cuenta de las condiciones de vida de amplias franjas de la población. Sí, ciertamente era la pobreza el factor explicativo de la mayor morbilidad y mortalidad, pero despojada de una concepción moralista en que los pobres constituían no una clase, sino una raza degenerada:24

Aunque los trabajadores resultan ser víctimas de una urbanización desenfrenada y de un capitalismo mortífero, que se traduce en niveles altos de mortalidad infantil, son vistos como la causa de su trágica situación debido a sus costumbres depravadas, el alcoholismo de los hombres, la liviandad de las mujeres y del descuido de los niños debido a la negligencia de sus padres (Fassin, 2020, traducción del autor).25

Sin embargo, como sucede casi siempre cuando los hallazgos científicos contradicen los pilares de la ideología dominante y los intereses de las clases poderosas, aquellos no se incorporan inmediatamente a las prácticas sociales y al repertorio de representaciones sociales. En ese sentido, las coyunturas epidémicas o pandémicas constituyen la oportunidad para refrendar y magnificar representaciones endémicas en las élites respecto a los pobres. Aun si el número de fallecidos es impreciso como ya se ha dicho, sin duda las muertes colectivas resultaron ser una imagen cotidiana y frecuente en la vida de los ciudadanos. Por esa razón, El Fénix de la Libertad reprodujo un artículo de un rotativo neoyorquino titulado “Miedo de la Chólera” (28 de junio de 1833), que refería cómo la preocupación por contraer la enfermedad podía conducir a tener los síntomas. No obstante, “las clases inferiores que no tienen la sensibilidad de las altas, raras veces, por no decir nunca, padecen la chólera-fobia”. En cambio, esta se presentaba más frecuentemente en las mujeres, predispuestas naturalmente a estas sugestiones del alma. La tosca personalidad de los subalternos no los vuelve temerarios, sino ignorantes, entre otros, al miedo, así como las mujeres, sexo débil, sensibles a él, precisamente, por ser débiles: el clasismo se conjuga de este modo con el sexismo. Para evitar esos temores, se ordenó que no se hiciera sonar las campanillas que acompañaban el carro que transportaba cadáveres hacia el cementerio. El bando del 8 de agosto de 1833, emitido por Ignacio Martínez, Gobernador del Distrito Federal, dispuso la prohibición de “toque de agonías, el de dobles… que puedan infundir el terror y espanto en la población” (Decreto del Gobernador del Distrito Federal Ignacio Martínez, ASS, FSP, sección E C.1, exp.2).26 El mismo funcionario capitalino, días más tarde, solicitó “a los vecinos que tengan ‘proporción’ que se quemaran en las calles cuerno, ocote ó cualquier otra materia propia para purificar el aire”.

La opinión vertida por el periódico contrasta con la del Dr. Febles, quien afirmaba la mayor susceptibilidad de los pobres ante la muerte, es decir, más propensos a tener miedo. El comentario se corresponde con el análisis de la literatura realizado por Jean Delumeau (2002), en la que el miedo, propio de las clases inferiores (el personaje emblemático sería Sancho Panza en El Quijote), se diferencia de la virtud de la valentía de los caballeros nobles (vgr. Amadís de Gaula, entre muchos otros ejemplos).27

La teoría miasmática que atribuye a causas atmosféricas de la enfermedad y la postura contagionista pueden ser contradictorias entre sí, pero en lo que respecta a la población pobre tiene efectos similares. La forma de vida de los pobres produce miasmas que los enferman y que terminan contagiando a toda la sociedad. De un modo u otro, los pobres resultan ser una población que debe ser mantenida a distancia, confinada.

Fue recién durante el segundo episodio pandémico de cólera, hacia mediados del siglo XIX, que la investigación epidemiológica llevada a cabo por John Snow (1991) permitió ir desplazando la teoría miasmática de la enfermedad, aun si en un inicio sus colegas lo criticaron duramente y continuaron invocando el paradigma convencional. Además, dio cuenta de que la promiscuidad habitacional de las clases populares implicaba que en la misma habitación en que el enfermo se hallaba se cocinaba y se comía, lo que facilitaba la contaminación de los alimentos.

[…] cuando el cólera es introducido a una casa de mejor clase, como sucede a menudo, se encontró que era difícil se propagara de un miembro a otro de la misma familia. Esto se debe al uso regular de palangana y toalla, así como el cocinar y comer en un cuarto separado del enfermo (Snow, 1991, pp. 200-201).

La influenza española de 1918

En Europa, durante el mes de octubre de ese año, se vivía el final de la Primera Guerra Mundial. Ello no significa que los combates fueran menos intensos: al contrario, los ejércitos aliados multiplicaron la embestida contra Alemania. Estados Unidos se incorporó tardíamente a la contienda, recién en 1917, lo que implicó el envío de miles de soldados norteamericanos al continente europeo. Fue en los cuarteles del suroeste estadounidense donde hizo su aparición el virus de la influenza, por lo que aquello de atribuirle la nacionalidad española es cuando menos equívoco.28 La morbilidad y la mortalidad de los reclutados fue gigantesca en el vecino del Norte y de ahí que su transmisión a los frentes de batalla europeos fuera veloz. Pero también la cercanía con la frontera de México y el intenso tráfico comercial facilitó el arribo del virus a este país. En Estados Unidos, en septiembre de 1918, fallecieron por esta causa 12 000 personas; el mes siguiente, ya eran 195 000 los muertos (Molina del Villar, 2020). A nivel mundial, fueron cerca de 50 millones los contagiados, mientras que la tasa de letalidad, esto es, la relación entre contagiados y fallecidos, fue de entre 2,5 y 5 % (Márquez & Molina del Villar, 2010).29 En México, se registraron 60 000 contagiados, aunque la cifra fue probablemente mayor, y entre 1 500 y 2 000 muertos por día. Pero fue la India la que sufrió los estragos más dramáticos con entre 17 y 18 millones de muertos, sobre todo de las castas inferiores “inmersas en la pobreza y la desnutrición” (Márquez, 2013, p. 261).30

En los primeros días de octubre, el periódico El Demócrata transcribió una comunicación del cónsul de México en Laredo, Texas: informaba que, en las dos poblaciones fronterizas, Laredo y Nuevo Laredo, Tamaulipas, se habían registrado 6 000 casos en cada una (En Laredo hay más de seis mil casos de influenza española, 8 de octubre de 1918). Dos días después, el cónsul de México en Cuba refería que la epidemia se extendía en toda la isla, principalmente, a las provincias orientales. El vapor español Alfonso XII con 1 200 emigrantes había llegado a La Habana con 300 enfermos y durante la travesía 23 habían fallecido (La epidemia de influenza toma incremento. El Demócrata, 10 de octubre de 1918). Pero también se acumulaban noticias alarmantes del norte: Torreón, Monclova, Cuatro Ciénegas y Sabinas registraban muchos casos al igual que los minerales duranguenses de Indé y El Oro. En ese momento se concibió la idea de suspender el tráfico ferroviario originado en las poblaciones con altos contagios. Al igual que durante la epidemia del cólera del siglo XIX, se adoptó la concepción miasmática de la enfermedad para evitar el colapso económico: “Cree el Señor Pescador [director de los Ferrocarriles Constitucionalistas] que no es necesaria [la suspensión del tráfico], pues está comprobado que la enfermedad no se transmite por contagio personal, sino por conducto del aire” (La epidemia de influenza toma incremento. El Demócrata, 10 de octubre de 1918).

No obstante, un día después, la prensa informaba de 34 casos entre los soldados acuartelados en la villa de Guadalupe, o sea, al lado de la Basílica del mismo nombre. Al día siguiente, con mil casos anunciados en la capital, el jefe del Departamento de Salubridad afirmaba que “el microbio de Pfeiffer, que produce la gripa, pierde una gran parte de su virulencia en esta capital, debido seguramente a la gran altura a que México se halla” (Pasan ya de mil los casos de influenza española que se registran en la capital. El Demócrata, 12 de octubre de 1918). Los días siguientes desmentirían la opinión: “En un plazo de diez a quince días, en la ciudad de los Palacios se contarán por miles los atacados del mal, suponiendo, sin exagerar, que ese número casi fantástico podría llegar a 200 000 enfermos” (La influenza se inclina a extenderse. Excélsior, 20 de octubre de 1918). En la ciudad de México, la primera defunción cuya causa registrada fuera la influenza tuvo lugar el 14 de octubre. Se trató de un zapatero de 40 años. A partir del día siguiente, fueron soldados los que sucumbieron a la epidemia y, al día siguiente, se multiplicaron los fallecimientos por “neumonía gripal”. Será hasta el día 17 cuando la causa de la defunción certificada por un médico consigne literalmente “influenza española” (Primera Oficialía de la Oficina de Registro del estado civil, AHCDMX, F.D., vol. 658).

Los registros de contagiados y de fallecidos a raíz de la influenza reproducidos en la prensa no son absolutamente confiables; son solo una referencia sobre la magnitud de la epidemia. Son casi siempre cifras terminadas en cero. Sin embargo, proporcionan un indicador de la alarma que causaba en los diferentes lugares de la República. Parecía que algunas ciudades se iban a extinguir debido al número de decesos: en San Pedro de las Colonias, que contaba con 15 000 habitantes, a mediados de octubre morían 110 personas en un solo día y en Ciudad González, Guanajuato, el 80 % de la población estaba contagiada y fallecían 100 diariamente. En esta última ciudad, todos los médicos habían muerto; restaba uno con vida. La pandemia fue particularmente virulenta en regiones productoras de gran relevancia económica. Así, por ejemplo, en Guanajuato, las minas de La Providencia y de San Juan de la Luz y Anexas registraban 90 casos de un total de 250 trabajadores. Algo semejante sucedía en Pachuca, donde “entre la gente del pueblo, entre los humildes trabajadores de las minas, las víctimas se cuentan por centenares” (Puebla y Pachuca cruelmente flageladas por la influenza. Excélsior, 31 de octubre de 1918). En la región carbonífera de Coahuila, donde la influenza fue particularmente agresiva, se suspendió la extracción de carbón, lo cual puso en riesgo el tráfico ferroviario, así como a la industria jabonera. La Comarca Lagunera paralizó la pizca de algodón por falta de jornaleros. Hacia finales de octubre, se temió la suspensión de la extracción de petróleo porque la zona productora estaba siendo atacada por la grippe.

Como se mencionó, las cifras de enfermos y de fallecidos proporcionadas por los periódicos constituyen apenas un indicador de la magnitud de la pandemia. En algunos casos y momentos, tienen por objetivo producir una noticia que despierte la curiosidad de los lectores –y también su alarma–; en otros casos, se trata de reconfortarlos con números menos inquietantes. Algo más confiables resultan ser los datos proporcionados por los médicos enviados por el Consejo Superior de Salubridad a los estados, cuyos gobernadores suplicaban a la autoridad sanitaria el envío de profesionales de la salud y medicinas. Por ejemplo, un médico reportaba que en Tolimán, Querétaro, “el número de defunciones oscilaba entre 35 y 40 al día, lo que significa mucho en una población de 3 500 habitantes” (Carta de R.A. al presidente del Consejo Superior de Salubridad, ASS, F.S.P., S. E., 27 de diciembre de 1918).31

La rapidez con la que se difundió el virus, aunado a la compleja situación política, dificultó una acción sanitaria pública. El Departamento de Salubridad emitió diversas recomendaciones a la población, como ventilar las viviendas, regar las banquetas, etc. así como el uso de ciertas medicinas en caso de contraer la enfermedad. La quinina, usada habitualmente para combatir el paludismo, fue recomendada. Las reuniones de mucha gente fueron desaconsejadas, pero no se prohibieron. Se redujo el horario de apertura de las cantinas y, en algún momento, se comentó sobre la oportunidad de no oficiar misas en las iglesias. En los talleres de los ferrocarriles fue colocado un letrero que advertía: “Importante. Sírvase no dar la mano al saludar”.

Pero también individuos particulares, médicos o no, hicieron publicar recetas de toda índole que, supuestamente, habían resultado milagrosas para recuperar a los convalecientes. Se dijo, por ejemplo, que el limón había surtido efectos asombrosos en Roma. Ello hizo que el limón alcanzara el precio de 30 centavos la pieza, suma estratosférica para la mayoría de la población. De hecho, todas las medicinas subieron de precio por la especulación de boticarios y droguistas, o bien fueron ocultadas y vendidas a cuentagotas simulando su escasez con el mismo objeto. Desde los estados, telegramas urgentes arribaban al Departamento de Salubridad solicitando el envío de medicamentos. De hecho, el Departamento tampoco los tenía a su disposición. A través de la embajada de los Estados Unidos, se logró la compra y envío a México de algunas medicinas. Asimismo, los periódicos capitalinos que para aquel entonces incluían una página consagrada a la publicidad, editaron anuncios oportunistas: El Palacio de Hierro ofrecía cobijas para protegerse de la influenza; la fábrica de cigarros El Buen Tono, la mayor de ese ramo, aconsejó fumar para no enfermarse y en Guadalajara, alguien vendió bolas de naftalina a centavo la pieza “para que se acabe la influenza española” (En Guadalajara existen ya muchos casos de la influenza española. El Informador, 25 de octubre de 1918).

La influenza no se detiene ante billeteras abultadas; ataca por igual a pobres y a ricos, aunque con intensidad y gravedad disímbolas. La prensa de la época reseñaba los casos de gente de bien postrada por la epidemia dando nombres y apellidos. El fallecimiento de algunos diputados o de miembros de familias distinguidas ocupó los titulares o páginas interiores de los periódicos, mientras que el de la gente del pueblo fue objeto de atención numérica, es decir, anónima.

Como ha apuntado, acertadamente, Adrián Carbonetti (2010), “la gripe es una enfermedad que no distingue, en lo referente a la morbilidad, entre ricos y pobres, no obstante, sí lo hace en la mortalidad” (p. 174).32 Igualmente, Lourdes Márquez y América Molina del Villar (2010) afirman que “a pesar de la muerte de personas de posición social acomodada, la realidad es que las enfermedades infecciosas muestran una mejor forma de diseminación entre los pobres” (p. 139).

La ciudad de México refleja bien estas tesis. Aunque ya hemos adelantado algunas referencias respecto a la sobremortalidad por influenza en algunos lugares del país de la población trabajadora (mineros, ferrocarrileros, jornaleros agrícolas), dos géneros de información nos proporcionan una imagen de lo acontecido. La primera concierne a los barrios más golpeados por la influenza. Al igual que durante la epidemia del cólera de 1833, son los más populares los que registraron la más elevada mortalidad. Se trata de las zonas del norte de la ciudad: mientras que en las cuatro primeras oficialías del Registro Civil, correspondientes a los mejores rumbos de la capital, se consignaban de 35 a 40 fallecimientos diarios a principios del mes de noviembre, en las dos últimas, superaban los 70.33 Los barrios septentrionales eran los de la Bolsa (Lagunilla, Peralvillo), Tepito, Santiago Tlatelolco y San Lázaro. En efecto, el Departamento de Salubridad informó a fines de octubre que casi todos los avisos de muerte “se han referido a personas de escasos o ningunos recursos, que habitan en barrios lejanos y casas malsanas” (Insistimos en que hasta hoy la influenza carece de proporciones alarmantes. Excélsior, 26 de octubre de 1918). El número de muertos en lo que el periódico llamaba “el México viejo y el más descuidado e insalubre” era tal que el Registro Civil preguntó al Departamento de Salubridad si podía inhumar a “muchas personas de la clase humilde antes de las 24 horas” después de fallecidas. Sin embargo, la sobremortalidad en los barrios pobres de la ciudad era semejante con la ocurrida en los poblados cercanos a la capital. Tal era el caso en las estribaciones del Ajusco, donde “numerosos indios […] se dedican a producir el carbón vegetal que se consume en la metrópoli”. También se reportaba que “en pueblecillos y rancherías cercanas donde habitan humildes aborígenes están sufriendo los horrores de la epidemia” (La influenza tiende a desaparecer en todo el Distrito Federal. Excélsior, 16 de noviembre de 1918).

Igualmente, los datos de mortalidad en el Hospital General donde eran atendidas personas de pocos recursos económicos34 reflejan una situación similar. A fines de octubre, escriben Márquez y Molina del Villar (2010), en este nosocomio, de 200 ingresos, 43 fallecieron. Un médico de la misma institución, que optó por el anonimato, declaró al periódico El Demócrata (1918) que al pabellón 25, reservado para los enfermos de influenza, ingresaron el primer día 35 personas, de las cuales 10 perecieron; el segundo día fueron 18 nuevos ingresos y murieron 16.35

La segunda se refiere a las numerosas menciones de las ajetreadas jornadas de trabajo en el Panteón de Dolores donde se enterraba de limosna, es decir, sin pago por las familias de bajos recursos. En ocasiones, los féretros transportados hasta el cementerio debían permanecer insepultos porque los empleados no se daban abasto para enterrarlos. Los ataúdes de las personas de bajos recursos que no podían sufragar una carroza para conducirlos hasta el camposanto eran trasladados en las llamadas gavetas, pero su número llegó a ser tan considerable que eran depositados en las banquetas durante toda la mañana a la espera del paso del transporte por el lugar.

La culpabilización de los pobres

A pesar de que la teoría microbiana de la enfermedad se había difundido ampliamente por el mundo, se reeditó en ocasión de la influenza la antigua concepción miasmática,36 no con intenciones de ofrecer una explicación científica de la pandemia, sino como estrategia discursiva que actualiza el trinomio pobres-enfermedad-peligrosidad.

El gremio médico, presionado para ofrecer una explicación del fenómeno, desempolvó viejas teorías y las conjugó con las nociones de la microbiología pasteuriana. Así Jesús Garza de la ciudad de Monterrey, explicó que los muertos sin enterrar en los campos de batalla europeos traían “como consecuencia la infección paulatina de la atmósfera […] Este inficionamiento de la atmósfera produce un microbio especial”. Pero el doctor Sierra contradijo a su colega y sostuvo que era una enfermedad nueva que combinaba la peste negra y el cólera morbus. Otro más aseveró que se trataba de casos de neumonía, pero que la alta mortalidad se debía sobre todo al pánico producido por la epidemia: “Bastaría un ligero estudio, para demostrar que, en las épocas de epidemia, el miedo mata más a la gente que la enfermedad” (La peste negra. El Pueblo, 4 de noviembre de 1918). La aceptación y, sobre todo, el rechazo de que se trataba de una enfermedad nueva hizo que las causas registradas de defunción fueran la neumonía y la gripa y, en más contadas ocasiones, la influenza.

En esos aciagos primeros días de noviembre, cuando los habitantes de las ciudades deseaban ir a los panteones para depositar ofrendas a sus difuntos, ritual prohibido en esta ocasión por las autoridades de la capital, no faltaron explicaciones mágicas. Una enorme parvada de extrañas aves se posó en los árboles de la Alameda Central de la ciudad de México: “¡Es el cólera! Han exclamado mil labios ingenuos a la vista de estas aves de paso”. Pero una anciana, más optimista, dijo: “Ay señor, bendito sea Dios y la Santísima Virgen, ya se va a acabar la influenza” (Aves de paso. El Pueblo, 2 de noviembre de 1918). Aseguró que lo mismo había acontecido cuando la epidemia de cólera: los pájaros anunciaban el término de la peste. Los desacuerdos respecto a las causas de la epidemia y a los vaticinios de su pronta desaparición se resolvían en el momento de localizar al verdadero culpable:

El hecho de haber aparecido la epidemia en forma alarmante en el rumbo Norte [donde se situaban los barrios populares] de la ciudad constituye una amenaza para toda ella. Los vientos dominantes son los del Norte, de manera que pronto el polvo infectado de las sucias callejas de la Bolsa, Valle Gómez y San Lázaro, pasará por toda la ciudad hasta el extremo Sur con su cortejo de dolores y muerte (La influenza española se recrudece en la parte norte de la metrópoli. Excélsior, 27 de octubre de 1918).

Es así como se señala al pobre que está sucio y que consiguientemente es vehículo de la enfermedad. Es el icono de la epidemia. En Colima, se decretó en esos días que “los niños sucios en su ropa y personas” no serían admitidos en las escuelas (Eficaces medidas tomaron para combatir la epidemia. El Pueblo, 2 de noviembre de 1918). Más elocuente aún es el artículo editorial del mismo periódico, que paradójicamente se llamaba El Pueblo, del que interesa reproducir párrafos más extensos:

Una infinidad de vagos, alcohólicos y hasta criminales, al triunfo de la revolución (llamándose revolucionarios, para buscar un manto protector de sus vicios y maldades), con aire de perdonavidas se presentan en todas partes, con la camisa negra, la ropa desgarrada, el cabello hirsuto y las marcas de la degradación y el vicio en el semblante, pretendiendo rodearse y hasta tener consideraciones de parte de la gente decente y aseada. Aparentan creer que la democracia les da derecho de vivir en consorcio con la gente limpia, honrada y de buenas costumbres…Que a los individuos que se presenten degreñados, haraposos, malolientes y mugrientos, se les niegue la entrada al tranvía, a los camiones, a los paseos públicos, a los teatros y hasta el tránsito por las calles (La democracia del jabón y el agua limpia. El Pueblo, 8 de noviembre de 1918 ).

¿Habían cambiado las representaciones sociales acerca de los pobres desde la primera mitad del siglo XIX? El Estado porfiriano había contado con los medios económicos para realizar la moralización de los pobres, algo que los primeros balbuceos del gobierno carrancista no lograban aún, mediante un encuadramiento disciplinario, pero la asociación entre pobreza y suciedad se mantenía.37 Así, el pobre, señala Lorenzo Río (2011), no era el carente de lo necesario, sino “el que recibía socorros o debía recibirlos según las normas que trazaban las autoridades” (p. 121). Se trataba entonces de una práctica asistencial que apostaba a la salvación de aquellos no contaminados aún por el vicio y la mendicidad gracias al aprendizaje de los rigores del trabajo.38 La pobreza podía llegar a incorporarse a la agenda política, no como una preocupación por los individuos pobres,39 sino sobre todo porque las viviendas de estos devenían focos de infección de toda la sociedad: “En el barniz llevado airosamente en el cuerpo de esa gente infeliz hace el cultivo más eficaz de toda una especie de microorganismos morbosos, cuya difusión en la atmósfera es tan fácil” (AHCDMX, F.V., citado por Barbosa, 2003). El centro de la atención gubernamental se situó en los albergues temporales donde se hacinaba un sinnúmero de individuos de todas las edades y sexos y que en gran medida eran los comerciantes ambulantes de comida. Estos fueron señalados con particular énfasis durante la pandemia de influenza: “¿Qué se ha hecho, para evitar que esos muladares, conocidos por barracas, donde se venden fritangas y comestibles, verduras y golosina, no contaminen a toda la ciudad?” (La deficiencia municipal está fomentando la I. española. El Pueblo, 26 de octubre de 1918).

Portada de El Pueblo, 26 de octubre de 1918
Figura 1
Portada de El Pueblo, 26 de octubre de 1918
Fuente: Hemeroteca Nacional de México

La primera fotografía pretende dar respaldo a la estigmatización social de los vendedores ambulantes de comida callejera. La segunda corresponde a la espera del transporte de los ataúdes hacia el cementerio durante los álgidos días de la pandemia y en que aquel escaseaba en virtud del elevado número de fallecidos. La tercera, “Comed si queréis poner fin a vuestros días”, refuerza el sentido de la primera imagen.

La escasez de fondos públicos para mitigar los estragos de la influenza provocará que se despliegue la acción de las clases pudientes a través del Comité de Beneficencia constituido por, entre otros miembros prominentes, los señores Grisi y Bustillos con el objeto de regalar medicinas a los indigentes. El regidor Vidales circuló una exhortación a banqueros, comerciantes e industriales para que contribuyeran con lo que gusten: “Se espera que las personas pudientes con especialidad tendrán un gesto caritativo”. Es así como también se conformará la Junta de Beneficencia Privada en una reunión de la Cámara de Comercio, ya que el Consejo Superior de Salubridad confesó no contar con fondos. La mencionada junta, bajo la presidencia de Carlos B. Zetina, propietario de la mayor empresa zapatera del país, propondrá el reparto de medicinas en algunas boticas y droguerías para ser vendidas a precio de costo y ofrecidas gratuitamente a los pobres de solemnidad, “para lo cual hace falta que los médicos que los atiendan, al suscribir las recetas, agreguen al pie de ellas las circunstancias precarias de sus pacientes” (Es ya tiempo de hacer algo contra la influenza. Excélsior, 6 de noviembre de 1918). Conviene detenerse en esto último. Indudablemente, las arcas del erario estaban vacías o por lo menos lo estaban para enfrentar la pandemia. Por ello, el mismo poder público interpela a los ricos para que sean caritativos o, dicho con otras palabras, para que alivien la miseria del pueblo no por obligación sujeta a derecho, sino como acto sujeto a la voluntad de cada uno. Pero además, hay que reparar en la misma denominación y tratamiento de los pobres. Estos son consignados como de solemnidad, una categoría de mediados de siglo XIX que, en España y en algunos países latinoamericanos hasta muy entrado el siglo XX, se usó para designar a aquellos que no podían sufragar los costos de un proceso judicial o bien a aquellos que podrían ingresar gratuitamente a un hospital. Vale decir, son los extremadamente pobres. Estos recibirían medicinas gratuitamente, no en su condición de ciudadanos, sino en calidad de pobres: las recetas expedidas por un médico para que se les proporcionara gratuitamente las medicinas debían consignar que se trataba de verdaderamente pobres. En otras palabras, la recepción de la ayuda implicaba la aceptación de portar el estigma.

Reflexión final

Nuestro objetivo se centró en cómo las pandemias visibilizan e incluso magnifican la desigualdad social. En este sentido, las muertes acontecidas durante una pandemia sintetizan las condiciones de vida disímbolas entre clases y las relaciones de dominación que entre ellas se ejercen, así como las representaciones sociales que se construyen acerca de las mayorías depauperadas de la sociedad. Ciertamente, la pobreza explica la mortalidad diferencial que se presenta entre clases sociales, pero lo pobreza no es una condición de un sector de la población ajena al tejido de relaciones que produce pobres y ricos. Esto es lo que queda opacado en dichas representaciones.

Al momento de escribir este artículo, vivimos lo que esperanzadoramente parece ser el final de una pandemia que, al igual que todas las que la precedieron, tuvo consecuencias muy diversas de acuerdo a las clases sociales. A todas las determinaciones sociales de la salud y de la enfermedad (vivienda, alimentación, etc.), se agregan actualmente las condiciones político-institucionales de los sistemas de salud,40 mismas que eran inexistentes en el siglo XIX e incipientes a inicios de la centuria siguiente. El acceso a éstos, la disponibilidad de los servicios, su localización, etc. pueden resultar cruciales para diferenciar y desigualar a la población frente a la enfermedad y a la muerte. El confinamiento y el trabajo a distancia –el home office– tan aconsejados durante la pandemia de la covid-19 fueron factibles para una porción de la sociedad. La mayoría tuvo que seguir saliendo a la calle y desplazarse en el abarrotado transporte público. Pero asimismo acceder ya no solamente a los servicios hospitalarios, sino también a los cuidados médicos requeridos, dependió de factores radicalmente clasistas. En las 16 alcaldías de la ciudad de México, se realizaron 173 pruebas de covid-19 por cada 1 000 habitantes, pero en los municipios conurbados solo 33 (De La Cruz-Hernández & Álvarez-Contreras, 2022) e, incluso, en el seno mismo de la capital, los contrastes fueron significativos: la tasa de letalidad en Azcapotzalco fue de 6,99 %; en la Venustiano Carranza, de 6,26 %; en Iztacalco, de 8,56 %, tres alcaldías que pueden consignarse como populares; mientras que en Tlalpan, un barrio más residencial, llegó a 2,76 %.

Como hemos visto, en ciertas circunstancias históricas el acceso a fuentes de agua determinadas puede explicar la mayor o menor incidencia de la enfermedad en una porción de la sociedad, así como los roles asignados de acuerdo al género tienen efectos más graves en las mujeres. En otro contexto histórico, el hacinamiento en las viviendas o en los cuarteles o en el trabajo repercute fuertemente en una mayor letalidad de la enfermedad. Y, por último, hoy en día, la posibilidad de acceso oportuno a los cuidados médicos y la calidad de estos guarda una estrecha relación con las tasas de mortalidad, aunado a otra serie de determinaciones que pueden evitar o, al contrario, facilitar el contagio y la gravedad del padecimiento.

Todas estas causas no pueden ser consignadas como meras deficiencias técnicas de una distribución desigual y mal planeada de recursos hídricos, de transportación u hospitalarios. Son parte fundamental de las relaciones de clase que implican una rígida segregación del espacio urbano, una localización terriblemente diferenciada de la infraestructura hospitalaria y de sus recursos humanos, etc.

La pandemia actual, lo advertíamos al inicio, deja –o cuando concluya dejará– una secuela de cambios en la economía y en la sociedad de mucho mayor calibre que durante los siglos XIX y XX el cólera o la influenza. La covid-19 aceleró una serie de transformaciones que ya estaban en marcha de manera más molecular y estas van en el sentido de una gran concentración de la riqueza. Por ello, el fin de la pandemia significará el inicio de otra, la de la pobreza en mayor escala. Pero ¿acaso la matriz de las representaciones sociales acerca de la pobreza y de los pobres en tiempos de pandemia se ha modificado y en qué sentido durante el siglo XX y en estas primeras décadas del XXI? Ese tendrá que ser el tema que abordaremos en otro texto.

Agradecimientos

Catherine Héau-Lambert, colega y amiga, leyó con generosidad el texto y me convenció de publicarlo. Erick Mauricio Velázquez y Francisco Desentis me apoyaron con diligencia, en los siempre problemáticos para mí, aspectos técnicos del documento.

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Notas

1 No obstante, Arnstein Aassve y otros (2021) demuestran que en las generaciones siguientes a las que vivieron y padecieron esa epidemia el recuerdo del fenómeno seguía persistiendo.
2 Por ejemplo, Barro, Ursúa y Weng (2020). El segundo autor es ejecutivo de Dodge and Cox, empresa administradora de fondos mutuos y la tercera colabora con la empresa EverLife.
3 Dos factores influyen para que el efecto igualador deje de operar en las economías contemporáneas. Por una parte, la disminución relativa de muertes respecto a la población total y la menor tasa de letalidad y, por otra, el carácter más intensivo en capital de los procesos productivos y, por lo tanto, la menor dependencia de los sectores estratégicos de la disponibilidad de mano de obra. Si el número de fallecidos por la covid-19 respecto a la población total del planeta hubiera sido igual al de los decesos por influenza en 1918, se habrían registrado 150 millones de decesos. En algunos sectores de la economía estadounidense se registran algunos aumentos salariales, pero éstos son atribuibles a otros factores y no a la pandemia misma.
4 “La enfermedad no es ‘justa’ ni ‘injusta’, pero la frecuencia con que se presenta y la forma en que se produce sí lo son” (Bartra, 2022, p. 37).
5 Durante el siglo XVII, se registró un cambio efímero respecto a esa tendencia: en 1656-1657 en Génova el 40 % de los miembros del Gran y Bajo Consejos falleció a causa de la epidemia reinante en ese momento (Alfani & Murphy, 2017). Pero ello no implica que la mortalidad entre las clases populares haya sido inferior.
6 En la clase baja del pueblo, […] muchos individuos ‘hallan en la beneficencia pública nuevos recursos para dar pábulo a sus vicios’. Esta debe proporcionarse solo a ‘aquellas personas que no se hallan en estado de trabajar por su avanzada edad o por sus achaques’” (Sánchez, Rubio & de Paula, 1834, p. 329).
7 Sin embargo, Vicent Sifres Fernández (2015) comenta que había habido en Puerto Rico una epidemia de cólera durante el siglo XVII, la cual, seguramente, al igual que en otros casos, era considerada genéricamente una “peste”.
8 Como acertadamente destacó Asa Briggs (1977), ahí donde aparecía el cólera se ponía a prueba «la eficiencia y la resistencia de las estructuras administrativas locales. Exponía implacablemente las deficiencias políticas, sociales y morales” (p. 65).
9 El periódico El Demócrata (5 de agosto de 1833) comentaba por ello que “dos epidemias o azotes” asolaban a México, el cólera y la guerra (tomo II, núm. 101).
10 La desigualdad ante la muerte, dirá asimismo Chevalier (1978), resume la desigualdad ante la vida.
11 No es casual por lo tanto que, en los albores de la época moderna, los puertos de Génova y Amsterdam fueran las puertas de entrada a Europa de las epidemias.
12 Antonio Ibarra (2021) demuestra la traslación de una parte del comercio exterior desde el puerto de Veracruz hacia el de Tampico durante la guerra de independencia. La consecuencia novedosa de ello fue que por primera vez una epidemia no ingresó al territorio mexicano por el puerto de Veracruz.
13 Tal fue el caso comentado por Sifres Fernández (2015) para Cuba donde los comerciantes se aferraron a la teoría miasmática de la enfermedad alegando que el cólera era causado por condiciones atmosféricas (vientos, tormentas) que transportaban los gérmenes mortíferos.
14 Entre otras medidas radicales, los decretos estipulaban el patronato nacional, la supresión de la coacción civil en el cobro del diezmo, la clausura de la Real y Pontificia Universidad de México y la abolición del fuero militar. El análisis detallado del enfrentamiento entre la alta jerarquía eclesiástica y los políticos liberales se encuentra en María Eugenia García Ugarte (2010, pp. 109-122).
15 Durante la sesión de cabildo del 3 de agosto de 1833, se incluyó entre los potenciales benefactores a las instituciones religiosas: “Que se exite (sic) a todos los Conventos de Religiosos de esta Capital, a fin de que franqueen cada uno una sala para recoger en ella los enfermos de Cholera morbus” (AHCDMX, F.A., 153A).
16 La cifra total de defunciones está sujeta a evaluaciones muy diferentes. Por ejemplo, Frederick Shaw (1975) refiere 37 863 enfermos y 3 822 muertos, aunque reconoce que el número pudo ser sustancialmente mayor ya que “el cálculo oficial no incluyó los fallecidos en los hospitales y en varios barrios populosos” (p. 184).
17 Un indicador adicional de la desigualdad ante la muerte es el siguiente: en Guadalajara, el 88 % de los fallecidos por el cólera fueron enterrados de limosna, es decir, fueron a parar a la fosa común al no poder sufragar una tumba propia (Oliver, 1992). Por ello, señala la investigadora, “los privilegios no solo se manifiestan en la forma de vivir, sino también en la forma de enfermar, de vivir y de ser enterrado” (p. 103).
18 Sonia Pérez Toledo (2011), sin negar esta radiografía citadina relativiza la estricta segmentación del suelo urbano. Efectivamente, demuestra que una parte importante de los talleres artesanales, mismos que incluían además el lugar de fabricación, el mostrador de venta del producto y la vivienda, se localizaban en el centro.
19 l estudio, realizado por Laura Machuca (2006), cuestiona la desigualdad ante la enfermedad y la muerte. Ciertamente, las medidas drásticas asumidas en este poblado campechano incidieron en la nula morbilidad por cólera, pero ello porque no se conjugó con otros factores como la fuente de agua si hubiera sido utilizada más arriba por otros pobladores donde el cólera reinaba. Por lo demás sería erróneo omitir que hubo “gente de bien” que falleció de cólera: siempre se cita el caso del gobernador Furlong de Puebla. Pero la cuestión radica en las tasas de morbimortalidad por clases sociales.
20 “La epidemia es un factor importante en la toma de conciencia acerca del peligro que representa para el interés común la aglomeración de pobres. Las ordenanzas contra los mendicantes y los vagabundos entraban a formar parte desde entonces de la serie de medidas inmediatas adoptadas por las autoridades con el fin de impedir la difusión de la peste; y esta era una de las causas más importantes del miedo a los pobres” (Geremek, 1989, p. 143). Decían igualmente los comisionados por la Corona española para “observar el colera morbo en países extranjeros”, que “si las clases ricas de la sociedad no hallasen suficientes motivos en los preceptos de la religión y en los sentimientos de la humanidad para socorrer a los pobres, el egoísmo debe decidirles a este sacrificio, porque cuanto mayores son los estragos que el mal hace en los infelices, mayor es también el peligro que aquellas corren de ser atacadas” (Sánchez, Rubio & de Paula, 1834, p. 328).
21 Nos hallamos ante valores dicotómicos en las representaciones de los pobres ya que, como apunta Brian Pullan (1992), por un lado, son objeto de miedo porque incuban y difunden la enfermedad y, por otro, son sujetos de la piedad porque son el medio de liberación de la pestilencia a través del sacrificio que implica la caridad.
22 Por ello, la insistencia de las organizaciones mutualistas de la segunda mitad del siglo XIX en el cumplimiento por sus agremiados de ciertas conductas no significa la aceptación pasiva del código de la burguesía, sino una reivindicación de que su condición de trabajadores –pobres– no significaba su carácter de parias sociales.
23 Al igual que se ha dicho respecto a las representaciones del negro en la actualidad, la discursividad, sea escrita, oral o fotográfica y fílmica, no censura la relación entre pobreza y mortalidad en épocas pandémicas, sino que la normaliza “mediante la naturalización de metáforas de enfermedad y muerte” (Martínez, 2017, p. 154).
24 Destaca Gertrude Himmelfarb (1988), citando al periódico londinense Economist acerca de las descripciones de los pobres enfermos en el siglo XIX: “Los hombres enfermos, sucios, plagados de insectos, apenas humanos que se refugiaban en las casas de asistencia ‘pobres’; los buscadores de carroña que desempeñaban sus oficios en los albañales, los desagües y los montones de basura de la ciudad; los vagos que transportaban con ellos una ‘corriente de vicio y enfermedad’; una peste moral… tan terrible y devastadora como la peste física que la acompaña” (p. 420). Es en ese momento de las primeras décadas del XIX cuando se desarrollará la sensibilidad odorífera de la burguesía que discrimina entre aromas de las clases “de proporción” y los olores emanados de “las secreciones de la miseria”, cuya fetidez alerta sobre el riesgo de Infección (Corbin, 1987, p.159).
25 Texto original: “Si les ouvriers apparaissent alors comme les victimes d’une urbanisation effrénée et d’un capitalisme mortifère qui se traduisent par des niveaux très élevés de mortalité infantile, ils sont aussi vus eux-mêmes comme la cause de leur tragique situation en raison de leurs moeurs dépravés, de l'alcoolisme des hommes, de la légèreté des femmes et de la négligence des enfants par leur parents” (Fassin, 2020).
26 A la petición de un ciudadano que solicitó autorización para trasladar al Señor de Santa Teresa a la Catedral “con objeto de celebrarle un Novenario para implorar sus divinos auxilios en la Epidemia”, el Ayuntamiento respondió afirmativamente siempre y cuando no hubiera toque de campanas y que los oradores evitaran en sus sermones infundir “terror y miedo por la enfermedad que nos ataca” (Acta de cabildo del 14 de agosto de 1833, AHCDMX, F.A.).
27 No era esta una certeza exclusiva de los médicos mexicanos. Los parisienses sostenían la misma hipótesis respecto al cólera que afectó un año antes al continente europeo: “Las afecciones morales, tales como el miedo a la enfermedad, el dolor causado por la muerte de un pariente, de un amigo, son condiciones que predisponen fuertemente al cólera” (Debat, 1833, p. 7). En otras latitudes y en voz de otra institución, el azote de la peste es un medio utilizado por dios para enseñar el miedo a él y para conminar a los hombres a arrepentirse de sus pecados (Mountain –archidecano de Quebec–, 1833, p. 8).
28 Ello se debió a que mientras que las naciones contendientes evitaban hablar del tema o lo censuraban en los periódicos, España, que no intervino en la guerra, difundió las noticias de la enfermedad.
29 La referencia ineludible acerca de la pandemia en Estados Unidos es Alfred Crosby (1976, reeditado en 1989 con el título America’s Forgotten Pandemic. The Influenza of 1918).
30 Las autoridades coloniales calcularon 6 millones de muertos, cifra muy inferior. Sin embargo, la cifra de 17 o 18 millones es controversial. La alta mortalidad puede deberse no directamente a la influenza, sino a “dislocaciones sociales causadas por la influenza” (Phillips & Killingray, 2003, p. 10).
31 Igualmente, los reportes emitidos por los directores de escuelas primarias dan cuenta de la gravedad de la situación: “En el transcurso de la semana, por más esfuerzos que he hecho porque los niños concurran a la Escuela, he sabido con pena que casi más de medio pueblo está atacado de la Influenza, por tal motivo no concurren los alumnos” (Del director de la Escuela Primaria Elemental no.156 para niños del pueblo de Zapotitlán a la Presidencia Municipal de Ixtapalapa, ASS, S. E, F.S.P., C.12, Exp. 1, 25 de octubre de 1918).
32 Este investigador demuestra que el incremento de la tasa de mortalidad entre 1918 y 1919 en las provincias del centro y del litoral argentinos fue entre dos y seis veces mayor que en años anteriores, mientras que en las provincias del norte, las más pobres del país, fue entre 11 y 133 veces mayor. Igualmente, hay una correlación positiva entre tasa de mortalidad y tasa de analfabetismo y entre número de médicos por mil habitantes y la primera tasa.
33 “En el departamento sanitario, se nos informó ayer que la epidemia de ‘influenza española’ se está desarrollando a gran prisa en los barrios situados en el Norte y Noroeste de la ciudad” (En el Norte y en el N.E. de la C., está el peligro. El Pueblo, 2 de noviembre de 1918).
34 El Departamento de Salubridad ha ordenado que todos los enfermos de gripa que no tengan recursos sean llevados al Hospital General, para evitar la propagación de la epidemia” (Serán internados en la cárcel de Bélen todos los mendigos que hay en la capital. El Informador, 22 de octubre de 1918).
35 Los datos se corresponden con lo reportado por otra fuente, la de un tesista, quien señala que del 15 de octubre al 15 de diciembre habían ingresado 802 enfermos, de los cuales fallecieron 232, 141 de “gripa” (Mazari, 1919). Es preciso insistir en el hecho de que el Hospital General atendía a individuos de escasos recursos económicos y que la población más holgada no acudía a establecimientos hospitalarios para curarse.
36 “Como quiera que la fiebre española ha hecho su aparición en México, temen que dichos zanjones, que arrancan de la plaza de Peralvillo y terminan a medio camino de Guadalupe, infeccionen con los pútridos miasmas que de ellos se desprende, al vecindario de aquel populoso suburbio” (El Pueblo, 28 de octubre de 1918, núm. 1449).
37 “Francisco Díaz de León [un empresario] patrocinó un proyecto para asistir a los mendigos que, ‘con perjuicio de los demás’ inficionaban la atmósfera (la cita pertenece a Juan de Dios Peza, poeta mexicano de la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del XX). No solo los médicos y los higienistas asociaban la pobreza a la suciedad, sino que esta percepción incluyó a otros grupos de las elites urbanas” (Lorenzo Río, 2011, p. 82).
38 El fondo Vagos y rateros (vol. 4159) del Archivo Histórico de la Ciudad de México contiene los expedientes de todas las detenciones de supuestos individuos consignados como tales. Lo paradójico es que, por un lado, muchos declaran tener un oficio aunque no puedan ejercerlo, es decir, son desempleados y, por otro, que en algunas ocasiones sus patrones certifiquen que tienen buena conducta. A los detenidos se les exige que en un plazo de diez días puedan demostrar que trabajan, so pena de ser encarcelados.
39 Sin embargo, hay que considerar la obra de Alberto Pani (1916), quien asume que la pobreza y las condiciones precarias de vida de la mayoría de la población están determinadas por ingresos salariales extremadamente insuficientes y no por razones de una deficiente moralidad.
40 Retomo esta distinción de la propuesta de Evangelina Martich (2021), aunque enfatizo en que se trata de una distinción analítica ya que, en la mayoría de los países de América Latina, las deficiencias de unas están positivamente relacionadas con las de las otras. O sea, las condiciones precarias de vida van de la mano de una muy baja o nula posibilidad de acceder a los servicios de salud.
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