Dossier

Tan lejos, tan cerca. Algunos ejemplos del uso del espacio femenino en la literatura inglesa medieval

Far and Near. Some Instances of the Use of Female Space in English Medieval Literature

María Beatriz Hernández Pérez
Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas. Universidad de La Laguna, España

Cuadernos de H ideas

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 2313-9048

Periodicidad: Frecuencia continua

vol. 15, núm. 15, e056, 2021

cuadernosdehideas@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 10 Octubre 2021

Aprobación: 10 Diciembre 2021



DOI: https://doi.org/10.24215/23139048e056

Resumen: Dentro de los estudios medievales, la cuestión del espacio en su relación con el género ha sido bien estudiada. Dentro de esa tradición, se analizan aquí dos textos ingleses: Ancrene Wisse, un manual de conducta escrito para tres reclusas de Herefordshire en el siglo XIII; y El libro de Margery Kempe, la autobiografía de una mujer devota procedente de King’s Lynn a principios del siglo XV. Ambas obras demuestran la relevancia de esta relación así como la complementariedad existente en el tiempo entre estas figuras femeninas dentro del paisaje religioso bajomedieval.

Palabras clave: espacio, género, Ancrene Wisse, El libro de Margery Kempe.

Abstract: The connection between space and gender has been a key issue in Medieval Studies for quite some time. Within that tradition, this work tries to approach two English texts: Ancrene Wisse, a manual intended for three 13th century recluses from Herefordshire, and The Book of Margery Kempe, the autobiographic account of a devout early fifteenth-century wife from King’s Lynn. Both texts prove the relevance of this relationship as well as confirm that these female figures would turn complementary in the late medieval religious landscape.

Keywords: space, gender, Ancrene Wisse, The Book of Margery Kempe.

Los límites entre religiosidad y secularidad durante la plena y baja Edad Media no resultan fáciles de delimitar y describir, sobre todo cuando se trata de vincular esta dualidad a las condiciones de vida de aquellas mujeres que oscilan entre la devoción personal y la religiosidad institucional. Desde que el temprano cristianismo empieza, con el desarrollo de sus doctrinas y prácticas litúrgicas, a distribuir funciones y servicios entre sus adeptos y adeptas, la participación activa de las mujeres en las labores de proselitismo y seguimiento resulta innegable (Macy 2008).1 En este trabajo, los argumentos del uso del espacio y el servicio femenino nos servirán para desarrollar esa revisión de la condición religiosa de algunas mujeres. Desde hace décadas, los estudios de género han intentado evidenciar cómo la distribución espacial determinaría la capacidad que estas mujeres tuvieron de recrear y redefinir su condición tanto femenina como espiritual. Si, por un lado, estas teorías proponen que el sistema de ordenamiento genérico de la Iglesia en parte descansa sobre el control del cuerpo femenino, también reconocen la necesidad femenina de conseguir definir un espacio desde el que perseguir un mínimo grado de autonomía.2 En este capítulo pretendo revisar los sinuosos márgenes de la espiritualidad femenina, planteando un diálogo entre el uso del espacio de las reclusas –las que, aun sin necesidad de ingresar en orden alguna, deciden abandonar el siglo y aislarse en soledad, siguiendo el modelo antiguo de los primeros ascetas– y el de las mujeres laicas y plenamente integradas en el mundo, cuya vocación espiritual las lleva a desenvolverse y reconocerse como viajeras, si bien comparten con las primeras un espacio mental, el de la meditación religiosa. En el caso de estas mujeres laicas, el tiempo y el espacio del rezo y la meditación, el de la visión incluso, proyectan una senda sobre la que también sus cuerpos se van a lanzar: así, frente a la mínima ocupación espacial de las reclusas, estas otras proponen un modelo espiritual y físico más intrusivo en el paisaje social e ideológico bajomedieval, reproduciendo a su manera algunos de los hábitos y motivos que se encuentran en los textos religiosos de la época.

Dado que la necesidad de retiro a la celda o al habitáculo propio en soledad se presenta casi como un deber en la literatura de formación de muchas mujeres, en este capítulo planteo primeramente la importancia dada al espacio en uno de los ejemplos de esa literatura, una regla de principios del siglo XIII inglés, The Ancrene Riwle, o Regla para anacoretas escrita para un grupo de tres jóvenes reclusas. Posteriormente me remitiré a otro texto inglés de entre 1436 y 1438: The Book of Margery Kempe. Este servirá para ilustrar cómo el espacio de la oración y la meditación se configuran, a partir de la emotividad de los discursos bajomedievales, en una nueva dimensión espacial. Planteo ese diálogo entre los modelos de reclusión y de movimiento como parte de un continuum vivencial garantizado por el uso que hacen estas mujeres de la literatura religiosa del momento.

La reclusión femenina en la tradición cristiana: el caso inglés

El cristianismo primitivo se configura como una religión de vocación universalista, y por tanto, dependiente del apostolado activo de sus primeros fieles, quienes se apoyan en la creciente movilidad social para difundir el mensaje a partir de los peldaños más bajos de la sociedad. Tras tres siglos de persecución intermitente, la figura de los mártires cede el paso a una nueva forma de expresión de la fe. Una vez permitido el nuevo credo en el siglo IV, la persecución y el martirio dejan de ser formas viables de mostrar ese sacrificio personal. El celo espiritual se concreta entonces en el denominado «martirio blanco», es decir, en la entrega o dedicación plena a la vida religiosa alejada de los asuntos del siglo (Brown, 1982). Así, en vez de pasar por el tormento y la muerte física, quienes se sentían más atraídos por la vida espiritual morían en vida de manera figurada. Ya en la temprana tradición ascética de la aún secta destacaban los ejemplos de los padres que se habían retirado al desierto siguiendo la práctica eremítica, y pronto ese aislamiento se va a alternar con el monaquismo en toda una suerte de modelos organizativos que conviven en los diversos territorios en los que va progresando la evangelización (Chitty, 1999).3 También las mujeres habían figurado como eremitas según ese modelo del santo del desierto, si bien los relatos sobre ellas incluían sobre todo el motivo de la expiación por una vida pecaminosa y el ocultamiento y supuesta superación de la propia naturaleza femenina (Salisbury, 1991), como demuestran las figuras señeras de la Magdalena penitente, Sta. María de Egipto o Sta. Thais. Junto al motivo del retiro al desierto, que incuestionablemente comienza a tener eco en los territorios occidentales –según indica la multitud de eremitorios del primer cristianismo irlandés, entre otros–, muchas mujeres pronto quedan vinculadas a la vida comunal y ordenada según las diversas reglas y órdenes.

En los reinos anglosajones gozan de mucha aceptación los monasterios dobles (Klapisch-Zuber, 1992, p. 247) en los que, para proteger a las religiosas, ayudarlas a gobernar el lugar y darles servicios sacerdotales, se dedica un contingente de monjes a esas comunidades recién fundadas, a la cabeza de las cuales destaca una abadesa de familia aristocrática.4 Aunque estas casas dobles constituyen una cantera dentro del movimiento evangelizador vinculado al monaquismo irlandés y anglosajón (Nicholson, 1978; Jäggi y Lobbedey, 2008), a partir del siglo IX la legislación canónica se endure y abadesas y diaconisas ven mermado su poder. Frente a la libertad de movimientos de que habían gozado hasta entonces, ya desde el concilio de Verneuil de 755 se había intentado imponerles la reclusión total sin éxito. A estos atisbos de control institucional se suma la política carolingia, que insiste en que se sigan construyendo claustros en los monasterios,5 prohibiendo a monjas o canonesas enseñar a varones, y curar o cuidar a hombres en los hospicios. Esta política coincide con una institucionalización de los discursos con respecto al lugar que se ha de dar a las religiosas y a los valores que se han de asociar a ellas. Horner (2001) habla para la Inglaterra anglosajona de una retórica del enclaustramiento que se percibe también en el discurso literario y artístico que habría contribuido a la difusión de la práctica de la clausura, práctica que atraería por igual a monjas y reclusas, pero de la que podrían disociarse las eremitas:6

Both seek to confine the female religious body, to isolate that body from society, and to protect it from invasion or penetration, whether literal or spiritual. Both practices achieve this separation spatially, of course, but also symbolically: the female religious is confined within the walls of her cell or cloister, and in addition she herself symbolizes the integritas of that space, as her virginal body remains impenetrable and sacred.7

El impulso reclusorio que prima a partir de entonces va a coincidir con las ansias reformistas de los siglos X y XI, que, coincidiendo con la Reforma Gregoriana, serán responsables de que, junto al monaquismo tradicional, en los siglos XI y XII Europa experimente la renovación de la tradición anacorética que inspira a órdenes como la benedictina, la de los camaldulenses, cartujos, premonstratenses o cistercienses. De forma más particular, el modelo de reclusión se va definiendo a partir de fines del siglo IX:

Initially it was regarded as a special form of the monastic life (of the kind that Benedict might have envisaged), but in this period of increasing popularity the majority of anchorites were secular priests or laywomen, and they tended more often to be enclosed at parish churches. In some parts of Europe, though apparently never in England, the vocation seems to have been associated more or less exclusively with women. Anchorites appear first in English sources during the eleventh century, and quickly come to prominence during the twelfth.8

Así pues, junto al modelo conventual en el que la Iglesia insiste más y más, hacen su aparición las reclusas laicas, demostrando con ello que la tradición anacorética oriental que tanto eco había tenido en Irlanda seguía vigente y suponía ahora una alternativa para muchas mujeres de inclinación claramente espiritual, decididas a pasar el resto de sus vidas vinculadas a un mismo habitáculo. En cuanto a los lugares escogidos, en muchas ocasiones, como veremos, se aprovechaba el propio edificio del monasterio o convento o bien una pequeña iglesia local, para adosar una celda lateral. Los conventos posteriores a la conquista normanda de Inglaterra de 1066 se solieron ubicar en la periferia de los núcleos urbanos (Gilchrist, 1994, p. 64), si bien se intentó evitar las rutas más pobladas y conseguir cierto grado de recogimiento. Bond (2003) destaca que junto a aquellas fundaciones cercanas a los núcleos urbanos, seguía habiendo otras que buscaban el retiro completo:

Choices of relatively inhospitable sites are too common to be merely a product of incompetence, ignorance, or bad luck. Some rural nunneries were sited close to villages, which provided a source of agricultural labour and craftsmen. On occasions the nuns appear to have settled on the margins of a pre-existing hamlet, but in other cases, as the Chatteris (Cambridgeshire), they occupied initially isolated sites, the nunnery then acting as a magnet for lay settlement.9

Autoras como Clay (1953) o Warren (1985) se han encargado de detectar la información tanto escrituraria como arqueológica con respecto a la práctica de la reclusión, localizando más de 750 celdas o eremitorios construidos a partir del 1100 y repartidos por todo el territorio inglés, asociados en la mayor parte de los casos a los muros de las iglesias o monasterios locales cuando se trata de reclusas. Aunque el ejemplo de estas mujeres causara devoción y seguimiento popular, por constituir hechos insólitos, la práctica de la reclusión femenina se regulariza hasta tal punto que tiene sentido que surja un tipo de literatura de formación para ellas. Ciertamente, la Iglesia no puede permitir que el ejemplo de estas mujeres, laicas en la mayor parte de los casos, suponga un elemento que perturbe, contradiga o ponga en riesgo la doctrina oficial: tanto la supervisión de los obispos como la continua lectura de textos piadosos vendrían a paliar la peligrosa deriva a que pudiera llevar la soledad y la falta de formación de estas mujeres solas.

La anacoreta y la comunidad: Ancrene Wisse

El Ancrene Wisse10 es una guía para reclusas principiantes (Wada, 2003, p. 1), escrita en la zona occidental del centro de Inglaterra para tres hijas de una familia de Hereforshire, durante el segundo cuarto del s. XIII. El hecho de que las tres hermanas provengan de una familia laica nos hace preguntarnos por qué las reclusas se retiran para confinarse en soledad, en vez de ingresar en la comunidad del convento. La respuesta la puede dar la propia situación de las monjas inglesas tras el 1066.

Después de la conquista normanda, la mayoría de las religiosas vieron disminuir sus capacidades legales. Ya en 1922 Eileen Power había detectado y descrito la pobreza de muchos de los conventos bajomedievales (73 de los 138 que examina tenían menos de 100 libras al año de ingresos, y 63 de ellos menos de 10 miembros), mientras que Robertson (1990b, p. 21) muestra que ese énfasis en el control del cuerpo femenino es un fenómeno que no solo se proyecta en las religiosas, sino que se enmarca en un proceso socioeconómico más amplio: la conquista normanda de Inglaterra coincide con el desarrollo del feudalismo y el cambio de la estructura de parentesco horizontal al de primogenitura, lo que intensifica la presión sobre el matrimonio y la necesidad de fuertes dotes, disuasorias para los padres de muchas de estas jóvenes. Sin embargo, será la Iglesia la que evidencie de manera más contundente esa necesidad de control del espacio femenino, como demuestra el decreto papal de Bonifacio VIII de 1298 conocido como Periculoso,11 que supuso un ataque a la colaboración conventual con la práctica de la anacoresis de otras mujeres y la pérdida de autonomía de muchas de esas congregaciones:

It required drastic changes in the relationship between convents and their benefactors, many of whom were relatives of the nuns, thus threatening to deprive women’s religious houses of one of their most vital and reliable sources of revenue. It severely limited the capacity of nuns to solicit funds from outside benefactors, to conduct schools within conventual precincts, or to engage in any kind of revenue-producing labor outside the cloister. The furnishing of room and board (in effect, retirement homes) to laywomen, no matter how respectable, was also prohibited by Boniface VIII’s decree.12

Dado el estado de decadencia de los conventos en la Inglaterra normanda, las monjas deben de haber luchado para obtener dinero y pagar sus gastos, amén de atender sus obligaciones de hospitalidad, educación, etcétera, siempre presas de una ansiedad que las alejaría de su tan deseada ascesis. Por tanto, muchas de las anacoretas de este momento se deciden por el retiro en recintos hechos a medida en los que tendrían, en teoría, la paz y privacidad que los conventos ya no podían garantizar. No es de extrañar que en la Inglaterra del s. XIII, 123 de los 198 anacoretas registrados fueran mujeres con una gran diversidad de circunstancias; solo dos de las 123 habían antes sido monjas antes (Robertson, 1990b, pp. 24-25). Mientras que muchas de las reclusas del siglo XII eran de las clases más pudientes, en el S. XIII se suman ya muchas desde las clases emergentes.

No obstante, la propia insistencia en el discurso de la virginidad femenina acaba suponiendo un estrechamiento de las posibilidades del retiro femenino, explicando igualmente el hecho de que, si bien las mujeres exceden en mucho a los hombres en la práctica de la reclusión, apenas haya ermitañas (es decir, mujeres que, aun persiguiendo la soledad, sean capaces de moverse libremente) en la Inglaterra medieval. Mientras que los hombres se podían retirar a donde quisieran, ellas se veían obligadas a mantenerse a cierta distancia de las poblaciones, desde donde se las pudiera mantener sujetas a la supervisión regular de las autoridades eclesiásticas. En el siglo XIII, aquellas que quisieran emular a las madres y padres del desierto de los primeros siglos, solo podían hacerlo en el compartimento de su celda. Era precisamente este encerramiento sacrificial y el poder espiritual de la virginidad que encarnaba la celda lo que, irónicamente, atraía a seguidores de diversos confines, para consultar todo tipo de temas relativos a la confesión, la petición de rezos e intercesión, etc. (Licence, 2011, p. 108). Como recuerda Cannon (2003): «La constante presión de estas circunstancias y demandas contradictorias, no suponía el fracaso del retiro como modelo, sino, de hecho, la base material de su triunfo» (p. 110), pues el recogimiento en el cubículo no garantizaría el desplazamiento de las mujeres más allá del ojo social, sino, irónicamente, más bien su integración en dicho cuerpo.

The Ancrene Wisse,13 dividida en una regla exterior y otra interior, presta mucha más atención a la última, pues en ella el anónimo autor introduce la necesidad de la observancia de las devociones, del control de los cinco sentidos y del rechazo de los pecados capitales y las tentaciones espirituales; dedica asimismo secciones a la confesión, la penitencia y el sufrimiento, así como al amor y a la pureza de corazón. Grayson (1974) destaca cómo en la primera parte, se aconseja, entre otros, sobre los hábitos y actividades relacionados con el espacio físico, demostrando así la enorme importancia que las condiciones materiales de cada uno de los tres habitáculos poseen para el bienestar espiritual de sus respectivas moradoras. Si bien permisivo a primera vista, el autor enfatiza el peligro potencial que supone el manejar mal el espacio, así como el carácter sepulcral que debe tener el lugar, como señalan McAvoy y Hugues-Edwards (2005). Cuando este no es más que un cuarto o cuartos apoyados o añadidos a una pequeña iglesia, las jóvenes quedan emparedadas y se les oficia el servicio de difuntos a la puerta, a la vista en ocasiones de una tumba abierta sobre la que habrían de meditar el resto de sus días. El autor de la regla recomienda incluso cavar la tierra del nicho con sus propias manos: «Ha schulden shcrapien euche dei þe eorðe up of hare put þet ha schulien rotien in. Godd hit wat þet put deð muche god moni ancre».14 McNamara (1996) recuerda, sin embargo, que en muchos casos el encerramiento supone necesariamente la compañía de sirvientas que hacen de mediadoras de todas las necesidades (a las que, en este caso, se suma incluso una cocinera). Sobre todo cuando las reclusas provienen de las clases nobles o más adineradas, la celda suele ser mucho más que una mera tumba: la anacoreta podía campar por un grupo de cámaras, incluidas su propia habitación y la de las sirvientas; y algunas incluso tenían un jardín adosado al edificio.

Dada la atracción que las reclusas ejercen sobre el resto de la población, estos edificios y sus moradoras se hacen accesibles a los peregrinos y miembros piadosos de la comunidad, que pueden visitarlas y hablarles, siempre con la mediación de la sirvienta. En estos casos, una de ellas, normalmente más vieja, se quedaría velando la ventana exterior y actuando de intermediaria entre las visitas y las eremitas, mientras que otra más joven se encargaría de los recados. Al haber quedado sellada la puerta, cada celda tiene dos o tres ventanas cubiertas por una tela que impide el contacto visual: una de ellas posibilita que la reclusa escuche la misa; la ventana de la entrada, con la intercesión de la doncella, sirve para participar en conversaciones; posiblemente haya otra, más pequeña, que dé a la calle, a un jardín o un huerto, o al resto del edificio. Una de las doncellas no solo informa a la reclusa y le lleva mensajes de los visitantes, actuando como su boca y oídos, sino que también tiene la capacidad de entretener a los invitados que llegan a cenar, ya que la anacoreta no puede hacerlo. Así, podemos decir que esta doncella representa la personalidad social de la reclusa cuando es necesario: «[…] ʓet oðre religiuse as ʓe witen doð hit ʓe ahen ouer alle. ʓef ei haueð deore geast do hire meidnes as in hire stude to gleadien hire feire».15

Si la opción de la reclusión fue liminal en comparación con la del convento, el elemento de las doncellas añade un plus de inestabilidad y precariedad a la elección del retiro: no deben hablar con extraños, salir del edificio sin avisar antes o sin llevar compañía femenina, y sobre todo, no deben regresar trayendo con ella noticias basadas en los cotilleos del pueblo:

Nowðer of þe wummen ne beore from hare dame, ne ne bringe to hire, nane idele talen, ne neowe tidings. ne bitweonen ham seolf, ne singen ne ne speoken nane wordliche spechen. ne lahhen swa ne pleien, þet ei mon þet hit sehe, mahte hit to uuel turnen. Ouer alle þinges. leasunges ant luðere wordes heatien.16

Esta obsesión con el cotilleo muestra la fragilidad de esas fronteras entre lo público y lo privado, y cómo las vidas de estas anacoretas estaban expuestas al habla del pueblo. Como destaca Webb (2007, p. 80), el cisterciense Aelred de Rievaulx17 es otro de los autores que escribe a su hermana, también anacoreta, advirtiéndola del peligro que suponen las viejas sirvientas. Lochrie (1999) estudia el discurso secreto del cotilleo en su relación con el género:

Gossiping was considered in the Middle Ages to be a vice [...] usually associated with women, particularly their loquaciousness, bodiliness, secrecy, and their susceptibility to deception. Gossip was also associated with a kind of insurrectionary discourse on the part of women as a marginal medieval community, one that existed alongside ¾but also in resistance to¾ a variety of institutionalized, written discourses. As such, it would be felt as threatening and liable to be subjected by male control, increasingly sensitive to the discursive capacities of female groups.18

La importancia que se da al tema en The Ancrene Wisseprocede de la ansiedad masculina ante consideraciones de género, sociales o económicas por parte de las sirvientas, cuyos intereses y perspectivas distraerían a sus señoras de la llamada a la meditación. Recordemos que la consulta y la confesión informal se daban a través de la fina cortina de la ventana de la entrada y que la sirvienta se mantenía siempre allí, en su puesto, mientras durara la conversación con las visitas. Ante la necesidad de supervisar el proceso en su totalidad, el autor de la regla les recuerda a las jóvenes reclusas que deben ejercer su voluntad sobre aquellas, a la vez que mostrarles su amor y cuidado (Dobson, 1976, p. 3):

[…] ant beon bliðe iheortet. ʓef ʓe þolieð danger of sluri þe cokes cneaue, þe wescheð ant wipeð disches I chuchene […] Ase forð as ʓe mahen, of mete ant of claðes. ant of oþre þinges þet neode of flesch easkeð, beoð large toward ham. þat ʓe nearowe beon ant hearde to ow seoluen.19

Resulta interesante igualmente recordar que el cotilleo, si bien tradicionalmente presentado como una práctica femenina asociada a la incapacidad de atender a asuntos de mayor calado, en realidad viene a caracterizar un tipo de discurso que se da como estrategia tanto comunitaria como individual por la que expresar la solidaridad y la crítica ante una situación de subordinación que imposibilita la autogestión y la autonomía (Spack, 1985, p. 30). En este sentido, resulta interesante que el autor de la regla repare no solo en el aspecto de la adecuada manutención de las sirvientas, a las que se ha de tratar bien, sino también en que estas no hayan de percibir sueldo alguno ni de esperar compensaciones económicas por servir a las anacoretas. Ante este comentario, la referencia al cotilleo cobra un nuevo sentido. Ciertamente, no se conocen casos de quejas contra las anacoretas por parte de sus sirvientas (muchas de ellas se mantienen fielmente de por vida con sus señoras y hasta heredan su puesto cuando aquellas mueren), pero aventuramos también que el cotilleo entre doncellas bien podría referirse en ocasiones a la falta de generosidad de las reclusas o al miedo ante la incertidumbre sobre sus propias vidas una vez aquellas faltaran:

Nam ancre seruant ne ahte bi riht to easkin iset hure. bute mete ant clað hure þet ha mei flutte bi, ant Godes milce. Ne mis leue nan godd, hwet se tide of þe ancre. þet he hire trukie. þe meidnes wið uten, ʓef ha seruið þe ancre alswa as ha ahen, hare hure schal beon þe hehe blisse of heouene.20

En cuanto a la relación que se da entre los chismorreos y el espacio del que disponen las reclusas, es interesante la referencia a las visitas de las sirvientas de las otras dos hermanas, transitando de ventana a ventana de cada uno de los habitáculos:

Hwen ower sustres meidnes cumeð to ow to froure, cumeð to ham to þe þurl, earunder ant ouerunder. eanes oðer twien. ant gað aʓein sone, to ower note gastelich. ne biuore Complie ne sitte ʓe nawt for ham ouer riht tíme. swa þet hare cume beo na lure of ower religion, ah gastelich biʓete. ʓef þer is eani word iseid ant mahte hurten heorte, ne beo hit nawt iboren ut, ne ibroht to oþer ancre, ant is eð hurte. To him hit schal beon ised, þe lokeð ham alle.21

Ciertamente, las consideraciones de índole social y económica se mezclan con la aprensión del autor con respecto al comadreo, que ve como un discurso femenino alternativo al del rezo y la observancia de la liturgia. Por una parte, percibimos en sus consejos el miedo a una posible conciencia social entre las jóvenes doncellas e incluso al contagio de esta a las jóvenes anacoretas, en caso de producirse la identificación de unas y otras. Pero si ello resulta improbable, existe también otra fuente de desasosiego relacionado con las sirvientas y con el ámbito discursivo, y que tiene que ver con la cercanía existente entre el relato propio del cotilleo y confidencias de los visitantes, y el inevitable roce de este con el sacramento de la confesión.

Aunque la confesión era prerrogativa de los eclesiásticos varones, las anacoretas recibían visitas en las cuales atendían las consultas, y posiblemente no podrían evitar escuchar confesiones más o menos informales de los y las fieles, en una conversación en voz baja y en la que se revelarían secretos, tal y como ocurre en el discurso del cotilleo. Las reclusas, pues, se situaban, a pesar de los pocos metros de que disponían en su habitáculo y del pequeño marco de su ventana y la cortina que la cubría, en un borde peligroso en el que la confesión o confidencia individual se podría mezclar fácilmente con la crítica o los cuentos de todo tipo. En estas conversaciones el único testigo sería la sirvienta, destinada a garantizar la honestidad de la situación y a poner su propio cuerpo al servicio del diálogo entre el o la visitante y la reclusa. Podemos sospechar, por tanto, que las reclusas, si bien encerradas de por vida en una celda, tenían un radio de acción que no se dirigía únicamente hacia las regiones celestiales sino que se proyectaba igualmente a lo largo y ancho del paisaje terrenal que rodeaba la celda. Su identidad como anacoreta quedaba paradójicamente atada a la figura de la sirvienta, que operaba en las funciones de contacto con los visitantes como su alter ego corporal. Sin embargo, esa misma sirvienta, por lo que nos dice el autor de la guía, puede constituir una fuente de tensión, precisamente por estar tan cerca de la reclusa. Si en la doctrina cristiana la dualidad entre la vida contemplativa y la activa se ejemplificaba mediante las figuras de Marta y María, en esta situación particular la contemplación y el retiro de la reclusa no pueden prescindir del auxilio de la doncella. Lo que es más, esa misma función de servicio y auxilio constituía una de los soportes teóricos en los que se apoya el cristianismo, que basa su tradición discursiva en el sermo humilis (Auerbach, 1965). La iglesia no puede dejar de percibir lo incontrolable del espacio y del lenguaje femenino en situaciones como estas, y nuestro autor muestra su ansiedad ante la imposibilidad de supervisar todo el proceso:

Wið uten witnesse of wummon oðer of wepmon þe ow mahe iheren ne speoke ʓe wið namon ofte ne longe. ant tah hit beo of schrift, allegate I þe ilke hus. Oðer þer he mahe iseon toward ow sitte þe þridde. Bute ʓef þe ilke þrid de oþer stude trukie. Þis nis nawt for ow leoue sustren iseid, ne for oþre swucche. Nawt for þi þe treowe is ofte mistrowet. Ant te saclese bilohen. As iosep I Genesy. Of þe gale leafdi for wone of witnesse. Me leueð þe uuele sone. ant te unwreaste bliðeliche liheð o þe gode.22

La única manera de superar el peligro que supone el hábito del cotilleo es el exponer a las sirvientas a la formación que se ofrece en la regla. Para ello, es la lectura guiada por las propias anacoretas la mejor receta para mitigar el efecto del contacto con el mundo exterior. Así, sugiere a cada una de las jóvenes que lean en alto a sus sirvientas y les enseñen de forma amorosa, reconociendo que no son aquellas las culpables de que se extiendan los rumores y el cotilleo, pues en el mismo proceso participan las propias anacoretas, los curas, obispos, familiares y toda la comunidad vecina que las visita:

ʓe ancres ahen þis leaste stucche. me nawt blisse. Redden to ower wummen euche wike eanes. Aþet ha hit cunnen. And muche neaod is þet ʓe neomen to ham muche ʓeme. For ʓe mahen much beon þurh ham igodet. Ant iwurset. On oðer half (ʓef) þet ha sungið þurh ower ʓemeles, ʓe schule beo bicleopet þrof biuore þe hehe deme. Ant for þi as ow is muche neod. And ham ʓet mare, ʓeornliche leareð ham to haldenhare riwle. Ba for ow ant for ham seolf, liðeliche atn luueliche. For swuch ah wummone lare to beonne. Luuelich ant liðe. ant selthwenne sturne.23

Conformarían estas, entonces, unas mínimas comunidades de lectura femenina en los márgenes de la vida conventual, lo que explica que, en muchos casos como este, las propias sirvientas acabaran siendo relacionadas con el mundo religioso y posiblemente ocupando el puesto de sus señoras (Jones, 2019, p. 103). A ojos de los benefactores y asiduos visitantes de las reclusas, está claro que dichas sirvientas se conciben como parte misma de la santidad de aquellas; así, encontramos varios casos en los que los visitantes donan en su testamento una paga a las reclusas, no olvidando a las sirvientas de aquellas, a las que reconocen en ocasiones incluso por su nombre propio. Emparedadas o muradas, las reclusas se apartan del mundo encerrándose en una celda; pero, como vemos en el caso de las jóvenes de Ancrene Wisse y en otros muchos, cuando se ubican cerca del medio urbano, acaban adquiriendo una poderosa influencia.

La búsqueda de otros caminos

Uno de los objetivos de este trabajo es apuntar la relación existente entre el modelo de la anacoresis y la experiencia, completamente distinta, de las mujeres laicas que, sin embargo, deciden responder a la vocación espiritual desde su propia secularidad, manteniendo unas maneras mixtas que les permiten tanto conservar su situación como reproducir algunas de las pautas de las religiosas en esa transición bajomedieval al mundo moderno.

A partir del 1200, las nuevas corrientes de espiritualidad femenina y los movimientos religiosos protagonizados por mujeres cobran múltiples formas, desde la de las conocidas monjas y reclusas a las beguinas, que llevan una vida al margen de las instituciones eclesiásticas. En el norte de Europa las vemos emprender nuevas formas de vida: a veces en el seno de la propia familia, otras viviendo solas o junto a una compañera, o formando pequeñas comunidades urbanas independientes. En unos casos se dedican al cuidado de hospitales; en otros, llevan en la ciudad una vida mendicante, recorriendo sus calles en solitario o en grupo. Durante este siglo y el siguiente, los lazos entre las beguinas y las comunidades religiosas femeninas cistercienses serán flexibles: muchas mujeres viven sucesivamente los dos modelos, educándose entre beguinas antes de hacerse monjas. La teología, con alguna excepción, había estado dominada por los intelectuales, mientras que las mujeres, alejadas, en su mayoría, del estudio del latín en los conventos, seguían manteniendo desde la Antigüedad su vinculación a los valores de la corporeidad y la experiencia; dado que a partir del siglo XIII se desató una auténtica exacerbación del valor corporal de la divinidad, es decir, de Cristo como hombre y cuerpo sufriente, es comprensible que fueran las mujeres las que mejor expresaran esos deseos por identificarse con la corporeidad divina, con Cristo mismo, y que expresaran mediante la mística esa nueva capacidad (Newman, 1995). Dado que estas mujeres escapaban a las dos principales formas de control masculino –el monasterio y el matrimonio–, ya en el propio siglo XIII se empiezan a alzar voces contra ellas (Hanawalt, 1998, p. 72), generalizándose la amenaza en toda Europa desde los años cincuenta y sesenta, al vinculárselas a diversas herejías y a la peligrosidad de la lectura grupal y sin control eclesiástico (Green, 2007, p. 167). Los propios confesores, que hasta el momento habían ayudado como parteras en el alumbramiento de esas vocaciones, han de demostrar en sus posteriores biografías el carácter ortodoxo de las visiones de estas mujeres. Místicas y visionarias respondieron así a una intensa crisis religiosa en la que se buscaba no ya el conocimiento teológico, sino el conocimiento experimental de Dios.

También llegan los ecos de la espiritualidad nórdica a Inglaterra, donde se desarrolla una tardía corriente mística femenina. Destaca a principios del siglo XV la reclusa Juliana de Norwich, quien, nacida alrededor de 1342, se retiró pronto como anacoreta a una pequeña celda anexa a la iglesia de Norwich, donde recibió las visiones sobre las que se dedicaría a meditar y escribir el resto de su vida. Sin embargo, a pesar de que Juliana supo ganarse la devoción y el respeto desde todos los ámbitos, en una Inglaterra cuya Iglesia se encontraba presionada por la propagación de la herejía lolarda,24 muchas otras mujeres pronto se transformaron en chivo expiatorio de esas tensiones. Entre ellas destaca Margery Kempe, una esposa y madre de la ciudad norteña de Kings Lynn, nacida en una familia de posibles y ella misma empresaria venida a menos. Lectora de hagiografías, se inspira para su relato autobiográfico en el ejemplo de Santa Brígida de Suecia. Kempe representa ese paso más que dan las mujeres devotas, al decidir no emparedarse, sino conquistar su espiritualidad mediante el recurso del movimiento y de la palabra compartida, es decir, mediante el peregrinaje, la consulta a eremitas y reclusas, y, cómo no, también el cotilleo y la lectura grupal.25Si las reclusas de Herefordshire habían compartido su Ancrene Wisse con las sirvientas, Margery nos dice que comparte sesiones de lectura con grupos de mujeres y hombres de su ciudad, escuchando los consejos sobre ejercicios espirituales de varias obras clave de la religiosidad popular vinculada a la devotio moderna. Sin embargo, la experiencia mística de Margery contrasta vivamente con la discreción de las reclusas, y así sus arrobamientos se caracterizan por el dramatismo exacerbado, pleno de lágrimas y gritos, a la vez que sus visiones incluyen la reelaboración de pasajes bíblicos, la conversación sacra y otros elementos propios de la cultura cristiana bajomedieval. No se puede hablar ya de confinamiento, sino de lo contrario, un desbordamiento y apropiación del espacio de los demás: en efecto, con los gritos, lamentos y aullidos que emite durante sus visiones, con su insistencia en informar sobre el paradero de las almas de los difuntos y con sus continuas salidas a destinos de peregrinación tanto nacionales como internacionales, esta mujer se impone sobre una comunidad de vecinos que no la cree ni la acepta. Frente a las reclusas que atraían a los visitantes por su retraimiento, este activismo religioso fuera del marco de la reclusión consigue que cualquier aura sacra se esfume: por eso a Margery la abandonan sus compañeros de viaje, la acusan los vecinos de hipócrita, la denuncian e interrogan las autoridades eclesiásticas y civiles.26 Una de sus estrategias para mantener el halo de beatitud consiste en rodearse de ermitaños y confesores lugareños.27 Así, nos revela en ciertos pasajes el poder de los ermitaños, pero también la presión a que estas figuras estaban sometidas:

Beforn this creatur went to Jerusalem, owyr Lord sent hir to a worshipful lady, that sche schuld spekyn wyth hir in cownsel and do hys eraend unto hir. The lady wold not speke wyth hir les than hir gostly fadyr wer present, and sche seyd sche was wel plesyd. And than whan the ladys gostly fadyr was comyn, thei wentyn into a chapel al thre togedyr, and than this creatur seyd wyth gret reverens and many teerys: «Madam, owyr Lord Jhesy Crist bad me telle yow that yowr husbond is in purgatory, and that ye schal ben savyd, but it schal be long er ye come to hevyn.» And than the lady was dysplesyd and seyd hir husband was a good man –sche levyd not that he was in purgatory. Hir gostly fadyr held wyth this creature, and seyd it might right wel ben so as sche seyd, and confermyd hir wordys wyth many holy talys. And than this lady sent hir dowtyr, wyth other meny wyth hir, to the ankyr which was principal confessor to this creatur, that he schuld forsakyn hir, and ellys he schuld lesyn hir frenshep.28

Constatamos, pues, que las reclusas y los ermitaños, si bien contaban con esa posibilidad de estar a solos o en una celda propia, participaban de todas las tensiones sociales y se veían a menudo presionados para favorecer o acompañar a los poderosos en sus peticiones, sus filias o sus fobias. La propia Margery cuenta cómo, si bien fue bien acogida por Juliana de Norwich, no así por otra anónima reclusa en su visita a York, pues a esta segunda le habían llegado antes habladurías sobre ella. Confirmamos, pues, que estas reclusas sentirían en estos momentos la necesidad de ir con tiento en sus decisiones y conversaciones: si por un lado, eran figuras de prestigio que se habían ganado la veneración tras años de recogimiento, no podían escapar a los caprichos de protectores y eclesiásticos.

Si el retiro es una de las maneras de mantenerse dentro de la ortodoxia y de ganar credibilidad frente a la comunidad, la otra es la de presentar discursos coherentes y conversaciones sacras comprensibles, evitando las visiones enigmáticas o condensadas de significación que encontramos en otras visionarias. Consciente de ello, Kempe recrea en sus visiones diálogos simples con los diversos personajes sacros, reproduciendo en ellos esa sensación de cercanía y de contención en el espacio del rezo y la meditación, que suele ser concreto y privado: Cristo viene a sentarse al borde de su cama para convencerla de que abandone su locura, o le confía casi a modo de confesión la suerte que correrán las almas de algunos de sus vecinos. También la insistencia de Margery en confesarse remite a esa necesidad de crear un espacio común e íntimo con el sacerdote, pues le resulta imposible distinguir la confidencia de la confesión. Dado que durante sus visiones mantiene conversaciones con los personajes sagrados, y que también busca consejo y confesión con los curas y ermitaños a los que visita regularmente, el discurso público se mezcla con el privado, y el espacio –tanto físico como espiritual– que Margery recorre pierde sus fronteras. Convencida de que debe obedecer a Cristo y revelar sus visiones, acaba irremediablemente siendo presa del paroxismo del éxtasis en medio del gentío. Pasa del rezo a la visión o es alcanzada por aquella de forma involuntaria, en cuanto hay un desencadenante que despierte su pasión, como el ser testigo de un acto violento, o, por el contrario, de una escena amorosa. En algunas de las visiones en que reformula las páginas del Nuevo Testamento aparece asumiendo la figura de la sirvienta. Es entonces cuando logra superar el espacio reducido de la conversación en voz baja con Cristo, casi a modo de reclusa, para aparecer en campo abierto o en ambientes más poblados. Recobra el eco de la función social y de ocupación espacial real de las asistentas cuando pide a Sta. Ana ser su sirvienta y ayudar en el nacimiento de la Virgen, o cuando –aún en el mismo puesto, ya en la siguiente generación– se cuela en el pasaje de la Visitación a Sta. Isabel, o en el viaje a Belén, auxiliando a la Virgen:

Another day this creatur schul[d] yeve hir to medytacyon, as sche was bodyn befor, and sche lay style, nowt knowing what sche might best think. Than sche seyd to ower Lord Jhesu Crist: «Jhesu, what schal I thynke?» Ower Lord Hhes answeryd to hir mende: «Dowtyr, thynke on my modyr, for sche is cause of alle the grace that thow hast.» And that anoon sche saw Seynt Anne gret wyth childe, and than sche preyd Seynd Anne to be hir mayden and hir servawunt. […] Than went sche forth wyth owyr Lady and wyth Josep, beryng wyth hir a potel of pyment and spysys therto. than went thei forth to Elysabeth, Seynt John Baptystys modir, and whan thei mettyn togyder, eythyr of hem worshepyd other, and so thei wonyd togedyr wyth gret grace and gladnesse xii wokys. And than Seynt Johnwas bor, and owyr Lady toke hym up fro the erthe wyth al maner reverens and yaf hym to hys modyr, seyng of hym that he schuld be an holy man, and blyssed hym. Sythen thei toke her leve eythyr of other wyth compassyf terys. And than the creatur fel down on kneys to Seynd Elyzabeth and preyd hir sche wold prey for hir to owyr Lady that sche might do hir servyse and plesawns. «Dowtyr, me semyth,» seyd Eysabeth, «thu dost right welt hi dever.» And than went the creatur forth wyth owyr Lady to Bedlem and purchasyd hir herborwe every nyght wyth gret reverens, and owyr Lady was received wyth glad cher.29

A partir de su papel de sirvienta de la Virgen María, Margery asume la tarea de proclamar con su propio ejemplo y mediante su propio cuerpo esos designios divinos: frente a la práctica ortodoxa, decide vestir de blanco a pesar de no ser virgen, o partir constantemente en peregrinación a los santos lugares por su cuenta y riesgo, porque así lo pide Cristo. Del refugio seguro de la meditación y la visión interior, salta entonces a ocupar espacios físicos y discursivos que a la Iglesia se le escapan, empezando por la propia lectura y comentario de textos místicos. El desafío que plantea a las autoridades eclesiásticas proviene no solo del cuestionamiento de principios, sino del hecho de que se sigue sirviendo de la superioridad moral de los ermitaños y reclusas ingleses, para vincularse a esa antigua tradición y recobrar los espacios perdidos. A pesar de las dramáticas escenas en que obispos y autoridades civiles intentan detenerla, encarcelarla o devolverla a su ciudad, en el libro se presenta el viaje y el movimiento físico como modelo de conocimiento y crecimiento personal.

Por ser laica, Margery participa abiertamente –y es víctima ella misma– de las murmuraciones vecinales. Como una sirvienta que trae al reclusorio las noticias que ocurren fuera, Margery constituye el eslabón entre el espacio de la meditación interior al que se asoma con sus rezos y el de la vida activa a la que se entrega luego. Es bien consciente de que, igual que utiliza las órdenes que se le dan en las visiones para peregrinar, vestir de blanco o dar noticias sobre el estado de las almas de los difuntos o hablar sobre Dios, puede usar el contenido de las conversaciones con Cristo o las propias críticas vecinales para defenderse. Lo vemos, por ejemplo, en el pasaje en que el arzobispo de York, Henry Bowet, la acusa de ser mala persona, a lo que ella responde con la misma estrategia:

Than the Erchebischop seyd unto hir: «I am evyl enformyd of the; I her seyn thu art a ryth wikked women.» And sche syed ageyn: «Ser, so I her seyn that ye arn a wikkyd man. And yyf ye ben as kikkyd as men seyn, ye schal nevyr come in hevyn, les than ye amende yow whil ye ben her.» Than syd he ful voistowsly: «Why, thow…! What sey men of me?» Sche answeryd: «Other men, syr, can telle yow well anow».30

Aquí Margery usa el discurso propio de las sirvientas –que, a ojos de la Iglesia, no convenía a las reclusas, al alejarlas de la meditación interior que debían perseguir– para amonestar al arzobispo: aunque no dice que haya sido Cristo quien le ha revelado las cosas malas que ha oído decir sobre él, el hecho de que confirme que si no mejora no entrará en el cielo, sugiere ese tipo de intimidad, que incluso podríamos tildar de cotilleo entre la divinidad y la última de sus siervas. Así, legitima o reclama la práctica del cuchicheo como un discurso que no ha de evitarse y que, ciertamente, caracteriza tanto a hombres como a mujeres.

Conclusiones

Prácticamente mudo ante los altibajos políticos del momento, El libro de Margery Kempe, sin embargo, sí refleja algunos de los conflictos religiosos que venía arrastrando el país desde que se intentara acabar con la herejía lolarda en época de Ricardo II. En una sociedad abierta y dinámica, que mantenía vivo el tránsito de peregrinos y la red de eremitorios y monasterios, el libro evidencia la ansiedad que despiertan en la jerarquía eclesiástica esas nuevas opciones que predican la necesidad de traducir la Biblia y la defensa de un acercamiento personal a las fuentes escritas. Las prácticas eremíticas que hemos brevemente repasado a lo largo de los siglos medievales siguen vigentes en esa Inglaterra anterior a la Guerra de las Rosas, como podemos constatar a partir de la variedad de usos del espacio de los personajes masculinos y femeninos que pueblan la obra. Sin embargo, la necesidad de controlar el espacio femenino se intensifica ahora. No podemos aventurar si, tras su inacabable secuencia de peregrinaciones y detenciones, una Kempe viuda que posiblemente dictara sus vivencias a diversos escribas, decidiría recluirse cerca de alguno de los centros religiosos con los que guardó relación a lo largo de su vida activa. Es el suyo un modelo híbrido de religiosidad femenina, tan osado y arriesgado que caería antes incluso que el de la reclusión, una vez se afianzara en Inglaterra el protestantismo que ya anunciaba el movimiento lolardo. Sin embargo, la redacción de su libro posiblemente le garantizó la aceptación definitiva del entorno más próximo y la credibilidad que tanto le costó ganar de joven. Su ocupación del espacio precisa no solo del peregrinaje, sino del contacto con las figuras más representativas del anacoretismo del momento, ermitaños y reclusas que le confirmen mediante la confesión y la conversación que su opción es la correcta; simultáneamente, también revela Kempe la cercanía que existe entre la práctica de la confesión y la de aquel cotilleo del que las primeras reclusas habían de guardarse. Creo que los modelos señalados no son opuestos, sino complementarios e ilustrativos de la manera en que las mujeres fueron haciéndose un hueco y ganando cierta autoridad dentro del panorama de la espiritualidad bajomedieval, dentro de la poca holgura que se les concedía. La figura de la sirvienta que Kempe recobra para sí misma en su relación con santa Ana o la Virgen María viene a recordar que es esa categoría de la servidumbre y su potencial para la crítica la que, paradójicamente, mantiene a estas mujeres en contacto –mediante lecturas conjuntas y conversaciones– con su incuestionable dimensión social.

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Notas

1 Valga en este sentido simplemente la referencia al debate con respecto a la antigua ordenación de las mujeres y las libertades con que algunas de ellas pudieron administrar sacramentos o ritos eclesiásticos en los primeros siglos. A partir los tempranos estudios de Jean Morin en su monumental colección de ritos de ordenación griegos, latinos y siríacos, pasando por el apéndice de Jean Pien sobre las diaconesas en el volumen 1746 del Acta Sanctorum, y la señera aproximación de Santiago Giner Sempere, estudios más recientes han analizado la ortodoxia y el valor sacramental del rito, así como el significado de la ordenación previo al siglo XI.
2 Elizabeth Robertson (1990a) rescata la idea woolfiana al hablar de «una celda propia», para destacar cómo este modelo de vida podía suponer una manera alternativa de alcanzar un tipo de alejamiento específico, tal como demuestra la literatura escrita para estas reclusas. En 2001 Shari Horner describe el ordenamiento de los discursos relativos a la santidad femenina que se va operando en la temprana Iglesia británica. Su teoría ampliaba el campo de los estudios sobre el espacio consagrado hacia los del simbolismo del cuerpo. Como parte de este discurso, la virginidad se transforma en quintaesencia de una santidad femenina que intentarán imitar tanto las monjas como las reclusas.
3 Como también señala Brown (1988), el modelo de las vidas de san Antonio o San Pablo hace que se extienda la práctica del retiro en diversos tipos de comunidades más o menos grandes, o aun en solitario. La palabra que se acaba relacionando con dicho concepto será la de anacoreta, del verbo anachorein, “retiro”, mientras que el de eremita responde a la idea ya presente en el griego eremos, “desierto, vida salvaje”. La vida de eremita, si bien en soledad, no tiene por qué corresponder con la reclusión espacial. En el medievo inglés, la referencia a hermits apunta a figuras masculinas que mantienen esa relación con la religiosidad y con el apartamiento, pero no así con un espacio cerrado. Será el vocablo recluse, o el referente latino inclusus el más utilizado para señalar la práctica del confinamiento solitario en el que se encuentra gran cantidad de mujeres.
4 Este modelo sirvió de inspiración a occidente, y así Beda (Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum, Lib. III, Cap. VIII) relata que la hija del rey de Kent fue a tierra franca, al monasterio fundado por la abadesa Fara en Brie, como muchas otras. En Inglaterra destaca Whitby, al frente del cual estuvo durante treinta y tres años la abadesa Hilda. Las religiosas compartían con los hombres una formación intelectual cimentada en el estudio de la Biblia, de los padres, de derecho civil y canónico, así como las materias del trivium. En el siglo VIII, la monja anglosajona Lioba, por ejemplo, destaca tanto en las ciencias sagradas y en poesía que el evangelizador Bonifacio le pide a la abadesa de Wimborne que la envíe a ella y a otras a colaborar en sus fundaciones germanas (Leslie Smith, 1997).
5 Podemos decir que desde el siglo IV la idea de la separación femenina se defiende claramente en las cartas de San Jerónimo y en la práctica de las primeras comunidades de mujeres piadosas de Roma, si bien será en el siglo VI cuando la Regula ad moniales (a.d. 534) de Cesario de Arlés imponga el claustro como tal, siguiendo los consejos de San Agustín a las vírgenes consagradas. En la regla de Cesario de Arlés, la primera dirigida a las mujeres, se especifica que no se ha de permitir a las mujeres y jovencitas no religiosas, ni siquiera para ser educadas, la entrada al monasterio.
6 Como se ha avanzado antes, el eremitismo bajomedieval, asociado a la tradición del desierto o del aislamiento en islotes o promontorios costeros en el caso de las comunidades atlánticas, no está necesariamente vinculado a la reclusión, dado que el eremitorio se suele situar en un paisaje inhóspito que en sí mismo procura el aislamiento con que se compensa la dureza del enclaustramiento. Sin embargo, en la Inglaterra bajomedieval, los eremitas (casi todos hombres) aparecen ya en medio de paisajes poblados, asociados a los caminos, las peregrinaciones, los extremos de los bosques… Su figura aparece en la literatura del momento de manera recurrente y su santidad no proviene necesariamente de la reclusión.
7 «Aunque el eremitismo y el enclaustramiento monástico sean dos fenómenos distintos, comparten una serie de rasgos: ambos buscan confinar el cuerpo femenino, aislarlo del de la sociedad y protegerlo de invasión o penetración, tanto literal como espiritualmente. Ambas prácticas consiguen efectuar esta separación espacial, desde luego, pero también simbólicamente: se confina a la religiosa entre las paredes de su celda o claustro, y, además, ella misma simboliza esa integritas del espacio, pues su cuerpo virginal permanece sagrado e impenetrable.» (Horner, 2001, p. 16, mi traducción).
8 Jones (2019, p. 5): «Inicialmente se le consideraba una forma especial de vida monástica (del tipo que habría podido imaginar Benito), pero en este periodo de popularidad creciente, la mayoría de anacoretas procedían del clero secular o eran mujeres laicas, y tendían a encerrarse a lado de las iglesias parroquiales. En algunas partes de Europa, aunque no aparentemente en Inglaterra, la vocación parece haber estado asociada con mayor o menor exclusividad a las mujeres. En las fuentes inglesas figuran anacoretas desde el siglo XI, ganando protagonismo a lo largo del XII». (mi traducción).
9 Bond (2003, p. 54): «La elección de parajes relativamente inhóspitos es demasiado recurrente como para ser producto de la incompetencia, la ignorancia o la mala suerte. Algunos conventos rurales se erigían cerca de los pueblos, garantizando así el suministro de trabajo agrícola y artesanal. En alguna ocasión la nueva morada se sitúa cerca de alguna aldea o caserío, pero en otros casos, como en Chatteris (Cambridgeshire), prefieren lugares completamente incomunicados, y es entonces el convento el que sirve de imán que atrae el poblamiento posterior.» (mi traducción).
10 La regla en sí se denomina Ancrene Riwle o Ancrene Wisse, y aparece en diecisiete manuscritos, nueve de los cuales se escriben en el inglés de las tierras medias occidentales, junto a otras piezas, como una homilía alegórica, Sawles Warde, un tratado sobre las ventajas de la virginidad sobre el matrimonio, Hali Meiðhad, y la vida de las mártires Sta. Margarita de Antioquía, Sta. Catalina de Alejandría y Sta. Juliana de Nicomedia. El éxito de la regla se confirma por su traducción al latín y al anglonormando del momento. En la citación de la obra, seguiré la edición de 1962 de J. R. R. Tolkien, según el manuscrito Corpus Christi College Cambridge (CCCC 402), y las traducciones al español serán mías.
11 La patrística cristiana ya había reparado en la paradójica condición que exige la virginidad de las religiosas. Wogan-Browne (2001) lo señala en los casos de la temprana literatura hagiográfica: para mantener su poder simbólico, la virginidad debe omitirse incluso del pensamiento, pues el más ligero reparo en ella supone un cuestionamiento y, por tanto, una mancha. Esa lógica, la misma que encarnan las santas mártires, exige el ocultamiento del cuerpo femenino, la clausura, el velo y el olvido incluso de su existencia: es la muerte la que mejor representa, pues, la perfección de la virgen enclaustrada (Bloch, p. 108). Si bien la realidad de la vida conventual bien podía relativizar tal exceso, Bonifacio VIII parece haber recuperado tal discurso en un momento en que el papado empieza a percibir el riesgo de interferencias de todo tipo en esas comunidades femeninas.
12 Makowski, 1997, p. 3 (mi traducción): «Hacían falta cambios drásticos en las relaciones entre los conventos y sus benefactores, muchos de los cuales eran familiares de las propias monjas, que corrían el riesgo de perder una de las fuentes de ingresos más importantes para estas casas religiosas. El decreto limitaba seriamente la capacidad de las monjas de solicitar fondos a otros benefactores, la de dar clases dentro del recinto conventual o aceptar trabajo alguno fuera del claustro que supusiera una fuentes de ingresos. La oferta de alojamiento y manutención que se prestaba a las mujeres laicas (es decir, hogares para el retiro) al margen de cuán respetables pudieran ser aquellas, también quedó prohibida por el decreto de Bonifacio VIII».
13 Hay que resaltar que el texto no busca una afiliación explícita a ninguna de las reglas religiosas del momento y que es mucho más descriptivo que prescriptivo. El autor parece contrario al legado benedictino y propone que la aspiración individual debe estar por encima de las reglas hechas por el hombre (Georgianna, 1981, p. 29).
14 (Tolkien, p. 62, ls. 23-25): «Deberían, día a día, ir excavando la tierra de la tumba en la que tendrán que languidecer. Ciertamente, esa tumba hace gran bien a muchas anacoretas».
15 (Tolkien, p. 37, ls. 24-26): «Si alguna de ustedes tiene un invitado, fíjense en que sus sirvientas, como si estuvieran en su lugar, entretengan y acojan bien a las visitas».
16 (Tolkien, p. 218, ls. 12-17): «Ninguna de las mujeres debe traer a sus señoras ningún cotilleo frívolo ni las últimas nuevas; ni cantar ni recitar canciones laicas, ni reírse ni juguetear de forma que cualquiera que las vea las pueda malinterpretar. Sobre todo, deben odiar la mentira y el habla maliciosa».
17 Webb (2007, p. 80) destaca el énfasis que este autor da a la conversación entre las reclusas y sus sirvientas, fuente de auténtica ansiedad para este hermano. Su tratado, De vita eremitica ad sororem liber, conocido como De institutione inclusarum, parece haber sido leído por el autor de Ancrene Wisse. En él, Aelred presenta el cotilleo como el primer escalón en la espiral de tentación y degradación de las anacoretas (Lochrie, 2003, p. 72).
18 Lochrie (1999, pp. 56-57, mi traducción): «Se consideraba como vicio […] normalmente asociado a las mujeres y a su locuacidad, corporeidad, susceptibilidad y engaño. El cotilleo revela la existencia de un tipo de discurso insurreccionario femenino como parte de una comunidad marginada y que existe de manera paralela, pero también resistente y opuesta, a los discursos institucionalizados y escritos. Como tal, el cotilleo se percibe como un discurso desafiante y que habría que controlar ante la creciente capacidad discursiva de las mujeres».
19 (Tolkien 193, ls. 2-4 y 221, ls. 4-6): «[…] y alegraos de tener que aguantar la insolencia de Slurry, el crío de la cocinera, que lava y limpia los platos en la cocina” […] En todo lo que os sea posible, sed generosas con ellas en cuanto a la comida, las ropas y cualquier otra cosa que exija su condición corporal, aunque para vosotras mismas seáis moderadas y rígidas».
20 (Tolkien, p. 220, ls. 8-13): «No está bien que la sirvienta de la reclusa le pida una paga fija más allá de la entrega de la comida y ropa con la que arreglarse y la gracia de Dios. Tampoco debería temer la sirvienta que Dios la vaya a abandonar, pase lo que pase a su señora. Si las criadas sirven como deben, su recompensa será la Gloria más alta en el cielo».
21 (Tolkien, p. 221, ls. 11-19): «Cuando las criadas de tus hermanas te hagan una visita, acércate a la ventana por la mañana y por la tarde una o dos veces y luego vuelve directamente a tus ejercicios espirituales, y no te sientes demasiado tiempo antes de Completas para escucharlas, que sus visitas no te supongan la pérdida de tu disciplina espiritual sino una ganancia. Si te contaran alguna noticia que hiriera tus sentimientos, no se repita esta fuera ni se le haga saber a la otra anacoreta, que se podría sentir herida también. Solo se le mencionará al hombre que las supervise a todas».
22 (Tolkien, p. 37, ls. 2-12): «A menos que tengáis un testigo, hombre o mujer, a vuestro lado que os pueda oír, no habléis con ningún hombre ni a menudo ni durante mucho tiempo; incluso durante la confesión, una tercera persona se debe sentar en la misma casa o donde pueda veros a ambos, a menos que no quede espacio para esa tercera persona. Esto no lo digo para haceros responsables a vosotras, queridas hermanas, ni a otras como vosotras; sin embargo, a menudo se sospecha de los virtuosos y es el inocente vituperado, como José lo fue en el Génesis por la lujuriosa dama, por carecer de testigo. Es fácil creer a la gente maliciosa, y los perversos se regocijan en criticar a los buenos».
23 (Tolkien, p. 220, ls. 16-25): «Vosotras, anacoretas, deberíais leer esta última subsección a vuestras mujeres una vez a la semana hasta que se hayan familiarizado con ella. Y es de extrema importancia que toméis gran cuidado en ello, ya que podéis sacar gran provecho y recibir gran ayuda de ellas, al igual que gran daño. Lo que es más, si ellas pecaran debido a vuestra negligencia, se os echará en cara cuando estéis frente al Juez más alto. Y ya que es de gran importancia para vosotras y aún de mayor para ellas, haced todo lo que podáis para guiarlas y enseñarlas con amabilidad a guardar esta Regla, por vuestro bien y por el suyo, pues es así como se debería enseñar a las mujeres, de manera amable y cariñosa, y muy pocas veces mediante lo dureza de trato».
24 Tras la persecución de las doctrinas formuladas por John Wycliff en la segunda mitad del siglo XIV, el siglo XV se inaugura con las llamadas Constituciones del Arzobispo de Canterbury, Thomas Arundel, que en 1409 plantea la obligación de observar la ortodoxia religiosa en cuestiones de seguimiento de la liturgia y en las referentes al uso de las fuentes escriturarias. En sus artículos se persigue tanto la prédica o comentario de las fuentes en lengua inglesa sin permiso previo como la traducción de la Biblia al inglés o a cualquier otra lengua. A Margery la acusarán de saber latín e intentar predicar en inglés, acusación de la que ella se defenderá recordando a los eclesiásticos que no sube a los púlpitos y que todo lo que hace es departir con buenas palabras. Sobre el efecto que esta persecución a los lolardos va a tener en la literatura piadosa y el desarrollo de la imaginería religiosa en la transición a la Edad Moderna, véase M. Aston (1984).
25 ElLibro de Margery Kempe se conserva en un único manuscrito (British Library MS. Additional 61823), copia de un original perdido. El manuscrito pervivió ignorado entre los muros de la abadía de Mount Grace, en Yorkshire, posiblemente hasta mediados del XVIII, siendo identificado sólo a principios del XX. Aunque no podemos determinar el prestigio del que gozó esta obra en su época, debió de tener amplia difusión entre las casas religiosas locales, atribuyéndose poco después su autoría a un eremita. Parece, pues, garantizada su transmisión manuscrita entre conventos y monasterios, y posiblemente también entre laicos.
26 Finke (1992, p. 78) defiende el misticismo como una de las pocas posibilidades que tuvieron las mujeres medievales de hacer valer su propia voz, evadiéndose de la autoridad institucional de la Iglesia que repudiaba ahora la relación directa entre la divinidad y las visionarias, que la propia Iglesia había promovido siglos antes. Sobre el protagonismo femenino en los primeros momentos, véase J. A. McNamara (1993).
27 El propio Cristo le encomienda que vaya a visitar a un fraile blanco de Norwich, William Southfield, y posteriormente a Juliana de Norwich (cap. 18).
28 La edición inglesa de Barry Windeatt recoge fielmente el contenido del único manuscrito del libro, escrito alrededor de 1450, poco después de la composición del original perdido. Todas las traducciones al español de los pasajes de esta edición son mías: «Antes de ir a Jerusalén, nuestro Señor la envió a una dama muy respetable para que confidencialmente le diera por mediación suya un mensaje. Pero la dama no quería hablar con ella a menos que hubiera un confesor presente, a lo que ella se avino. Cuando hubo llegado el confesor, los tres pasaron juntos a una capilla y entonces esta criatura le dijo con gran respeto y muchas lágrimas: «Señora, nuestro Señor Jesucristo me envía a deciros que vuestro marido está en el purgatorio y que se le debe salvar, pero que pasará mucho tiempo antes de que vos misma vayáis al cielo». La dama se encolerizó y dijo que su marido había sido un buen hombre y que no creía que estuviera en el purgatorio. El confesor se puso de parte de la criatura y añadió que bien podría ser como ella había dicho, contando muchas historias piadosas. Esta dama envió entonces a su hija junto a otras de su parentela a ver a un anacoreta que era el principal confesor de esta criatura, para que la abandonara, o de no hacerlo, perdería la amistad de todas ellas.» (Kempe, 2000, p. 127, ls. 1462-1479).
29 (Kempe, 2000, p. 77, ls. 541-580): «Otro día esta criatura se dio a la meditación, tal como se le había requerido antes, y estando callada y sin saber qué pensar, dijo a nuestro Señor Jesucristo: “Jesucristo, ¿en qué debo pensar?” Nuestro Señor Jesús le contestó en su mente: “Hija, piensa en mi madre, pues ella es la causa de toda la gracia que se te ha dado.” Y rápidamente pudo ver a Santa Ana encinta y le rogó ser su doncella y sirvienta […] En esos días marchó con nuestra Señora y con José, llevando una vasija de vino endulzado con miel y especias. Fueron a casa de Isabel, la madre de San Juan el Bautista, y cuando María e Isabel se encontraron, ambas se mostraron cortesía y así moraron juntas con amplia gracia y alegría durante doce semanas. Y entonces nació San Juan, y nuestra Señora lo tomó del suelo con toda solemnidad y se lo dio a la madre, diciendo que sería un hombre santo, bendiciéndolo. Más tarde se separaron con lágrimas de aflicción y entonces la criatura se arrodilló ante Santa Isabel y le suplicó que rogara a nuestra Señora que la dejara aún servirla y agradarla. “Hija”, dijo Isabel, “a mi parecer estás cumpliendo muy bien con tus obligaciones”. Entonces la criatura partió con nuestra Señora hacia Belén y le procuró alojamiento para todas las noches con gran devoción, de forma que fue acogida con mucha jovialidad».
30 (Kempe, 2000, p. 250, ls. 4172-4180): «Entonces el arzobispo le dijo: “Me informan sobre ti; he oído decir que eres una mala mujer”. Y ella le dijo: “Señor, yo también he oído decir que sois un mal hombre; y si sois tan malo como dice la gente, nunca entraréis en el cielo a menos que os enmendéis mientras estéis con vida”. Entonces él replicó con rabia: “¿Por qué? ¡tú…! ¿Qué es lo que dicen de mí?” Ella contestó: “Señor, otros os lo podrán contar tan bien como yo”».
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