Dossier

La extensión universitaria en el pensamiento sobre lo público y la comunidad

The University Extension in the Thought about the Public and the Community

Jorge Rettich
Instituto de Educación Física (ISEF). Universidad de La República, Uruguay

Extensión en red

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 1852-9569

Periodicidad: Frecuencia continua

núm. 14, e041, 2023

revistaextensionenred@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 15 Septiembre 2022

Aprobación: 12 Abril 2023



DOI: https://doi.org/10.24215/18529569e041

Resumen: El presente trabajo plantea repensar lo que se puede comprender por comunidad y por público, para desde allí analizar las posibles relaciones de la Universidad con la sociedad, en tanto política pública. De este modo se presenta un primer marco desde donde pensar la extensión en relación a la cuestión del lenguaje, el sujeto y el saber, para luego introducirnos en los aspectos específicos de lo que implica comunidad y público. De este modo entendemos se ofrece una forma novedosa para pensar la extensión desde una perspectiva diferente.

Palabras clave: comunidad, común, público, universidad.

Abstract: This work proposes rethink the understanding about community and public, in order to analyze the possible relationships betwenn University and society as public policy. A first framework is presented from which to think about the extension in relation to language, the subject and knowledge, to then introduce us to the specific aspects of what community and public imply. In this way we understand that a new way to think about extension from a different perspective is offered.

Keywords: community, common, public, university.

Presentación de un punto de partida

La extensión universitaria en Uruguay desde su larga tradición, ha implicado la integración de las problemáticas sociales del país en su horizonte de acción. Eso ya lo pudo constatar el historiador Jorge Bralich (2009), en la revisión de la extensión en la Universidad de la República (Udelar) a lo largo de la historia, donde por ejemplo, luego de aprobada la Ley Orgánica de 1958, se crea la Comisión de Extensión que plantea en las tareas de esta función universitaria:

Buscar un mayor contacto con la realidad nacional para una mejor comprensión de sus problemas […] Capacitar a la comunidad para la comprensión y solución de sus problemas mediante el esfuerzo organizado de la propia comunidad […] Divulgar los conocimientos culturales, técnicos y científicos en la población en general (Bralich, 2009, p. 54).

Hoy en la Udelar, dicha necesidad de entrar en contacto con los problemas sociales y de que sean los mismos actores afectados por los problemas los que en forma organizada participen de la solución al problema, se puede continuar leyendo en la idea de “diálogo de saberes”. Si bien acordamos con la línea ideológica y política de la noción de diálogo de saberes, y entendemos que es de vital relevancia establecer un plano de relación horizontal y acordada entre las partes, no comulgamos con sus bases epistémicas, de las cuales nos apartamos para poder pensar el diálogo de la universidad con la sociedad desde una perspectiva diferente, generando formas distintas de entender el vínculo y la intervención. Entendemos que el diálogo con los conocimientos y formas de pensar de los actores sociales es indispensable, pero por diálogo no entendemos aquí lo planteado en la noción antes mencionada. Las diferencias tienen que ven con la cuestión del lenguaje, el saber y el sujeto, para las cuales nos enmarcamos en una tradición más estructuralista y materialista al respecto, donde el diálogo no se entiende como simple herramienta de comunicación entre sujetos entendidos como individuos portadores de su propio saber.

En este sentido, entendemos que todo diálogo está afectado por la estructura de la lengua, la cuestión del sujeto y la relación con el saber. Estas tres afectaciones son las que estructuran la teoría desde la cual partimos para pensar la extensión y la universidad.

Brevemente, diremos que la ruptura instalada en la lingüística por el lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure, en la primera década del siglo XX, de vital importancia para todo el estructuralismo posterior, establece una estructura para el funcionamiento de la lengua que no puede no ser atendida cuando se plantea, al menos en términos epistémicos, la cuestión del diálogo. La teoría de la arbitrariedad del signo de Saussure, entre otras cosas explica la no relación entre significante, significado y cosa que se propone nombrar:

Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto [significado] y una imagen acústica [significante] […] El lazo que une el significante al significado es arbitrario […] queremos decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no guarda en la realidad ningún lazo natural (Saussure, 1955, pp. 128, 130-131).

La relación que se establece en la conformación del signo es justamente arbitraria y no natural. A partir de sus análisis, la lengua se puede estudiar como un sistema independiente a la voluntad de los parlantes, y por lo tanto, un espacio común donde cada ser hablante es puesto a funcionar, sin ser así una herramienta natural y voluntaria de cada quien. A partir de esto nos atrevemos a decir que la lengua es del orden de lo común y no de una propiedad del individuo que habla, con lo cual, los discursos en un diálogo no se establecen en el puro dominio de quien habla. Esta teoría luego será revisada por otros lingüistas como Benveniste, Jakobson, entre otros, estableciéndose otros ribetes y actualizaciones en la teoría del lenguaje que dan pie, por ejemplo en Jacques Lacan, a pensar la relación del sujeto con el significante.

Esto abre a otra de las afectaciones, la cuestión del sujeto. Apoyados en la formulación lacaniana del sujeto, este no es el individuo voluntario, sino que es efecto del lenguaje. Lacan en el libro Mi enseñanza (2011) lo plantea así:

El sujeto del que se trata no tiene nada que ver con lo que se llama lo subjetivo en sentido vago, en el sentido de lo que mezcla todo, ni tampoco con lo individual. El sujeto es lo que defino en sentido estricto como efecto del significante. Esto es un sujeto, antes de poder situarse por ejemplo en tal o cual de las personas que están aquí en estado individual, antes incluso de su existencia de vivientes (Lacan, 2011, p. 103).

De este modo el sujeto se establece por la función del significante, que ateniéndonos a Lacan (2017): «Todo verdadero significante es, en tanto tal, un significante que no significa nada» (p. 264). De este modo, una palabra, en tanto significante, no tiene una relación inequívoca con el significado, con el concepto que se le adjudica arbitrariamente. Esto posibilita justamente el equívoco, y también la posibilidad «de poder “oír” la presencia de lo no-dicho al interior de lo que es dicho» (Pêcheux, 2013, p. 10). Justamente, en un diálogo, este funcionamiento determina que los individuos no sean enteramente dueños de lo que dicen, sino al revés, y que todo lo dicho no sea necesariamente una comunicación transparente, positiva y total de parte de quien habla, sino el funcionamiento de un discurso que trasciende lo dicho o pretendido decir por quien habla. Como plantea Michel Pêcheux (2013) respecto a las descripciones que se realicen sobre cualquier fenómeno, sea oral o textual, siempre «está intrínsecamente expuesta al equívoco de la lengua: todo enunciado es intrínsecamente susceptible de convertirse en otro que él-mismo, de separarse discursivamente de su sentido para desviarse hacia otro» (p. 16).

Volviendo sobre el sujeto entonces, como dicen Lacan (2008): «El sujeto se plantea como operativo, como humano, como yo (je), a partir del momento en que aparece el sistema simbólico. Y ese momento no se puede deducir de ningún modelo perteneciente al orden de una estructuración individual» (p. 84).

El campo de lo simbólico es del orden de la lengua, del funcionamiento significante. Aquí simbólico no se debe entender como el símbolo que define con claridad un campo conceptual de determinada cultura, como algo que conlleva un sentido concreto y estable, sino que lo simbólico refiere al funcionamiento de la lengua no en su correlato con el signo, donde significante y significado se unen, sino en su pura estructura, donde las palabras no encierran un sentido establecido, sino que son significantes que no significan nada.

Respecto al saber, entendemos que el mismo no es una propiedad que un individuo porta, como acumulado estabilizado del conocimiento del que uno se puede apropiar y poner en funcionamiento de acuerdo a su necesidad, sino que tiene un funcionamiento autónomo al individuo, que entendemos se puede explicar en parte por medio del triple registro propio del RSI1 lacaniano planteado por Luis Behares (2008):

tres registros de saber, que el psicoanálisis lacaniano permite reconocer: el saber-hacer, propio de la operatividad del Imaginario, regido por la estabilidad provista por la representación; el Saber o falta-saber, propio del sujeto en falta del Simbólico, regido por el deseo del inconsciente; el imposible saber, propio del Real (p. 28).

El saber, bajo este marco, no es un acumulado, la propiedad individual o colectiva de alguien o de un grupo o cultura que a lo largo del tiempo a cosechado a partir de su experiencia. El saber, en tanto regido por la estructura del funcionamiento del lenguaje, guarda con este una relación fundamental, que impide que opere como botín de unos u otros, sino que se revela a toda aprehensión en el imposible saber. De este modo, el saber no es algo que se posee y se horizontaliza, sino algo que se pone a funcionar, determinando según la relación de cada actor con respecto al saber convocado, el lugar que cada uno ocupa en el diálogo.

Dentro de esta perspectiva teórica, nos planteamos pensar la relación entre la Universidad y los diferentes actores sociales. Para esto entendemos indispensable establecer un corrimiento en las formas en que generalmente se piensa la cuestión de la comunidad y de lo público. Sobre estos dos aspectos basaremos el siguiente artículo a modo de proporcionar una posible perspectiva para comprender el trabajo en extensión universitaria.

Comunidad

Partimos de entender la comunidad como una estructura de funcionamiento de lo humano, donde algo como la cultura y la historia se hace posible, sobre la base de que entre seres hablantes se establecen relaciones para la comprensión y producción del mundo. Como plantea Jean-Luc Nancy (2001) «la comunidad designaría en cambio lo único a partir de lo cual algo como “el hombre” podría ser pensado» (p. 52).

En este sentido, nos apoyamos en las diferentes concepciones elaboradas por la filosofía contemporánea de Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito y Giorgio Agamben, que con sus diferencias entre sí, expresan un bloque que se opone a los discursos políticos y filosóficos del romanticismo comunitario, el esencialismo comunitario o la realización de la comunidad: «Decisiva es aquí la idea de una comunidad inesencial, de un convenir que no concierne en modo alguno a una esencia» (Agamben, 2006, p. 22).

Esta forma de entender la comunidad está en las antípodas de la idea de comunidad como conjunto de individuos organizados orgánicamente a partir de un territorio, una cultura, una historia o un interés compartido por todos los integrantes. Lejos estamos de las concepciones sustancialistas de la comunidad como un grupo más o menos extendido en el territorio que se identifican entre sí y sienten una pertenencia a un mismo conjunto o unidad: «nada está dado, ni al principio ni al final, como la unidad sustancial de una comunidad, pero “la comunidad” nombra el hecho de una compartición incesante que no reparte nada dado, sino que se confunde con la condición de estar-expuesto» (Nancy, 2016, p. 34).

La comunidad no sería una sumatoria de individuos, sino justamente aquello que por estar fuera de los individuos, los somete a estar expuestos a lo otro de sí, a ponerse en relación y constituirse en lo que no le pertenece, en lo que lo expone a la amenaza de lo diferente.

En este sentido, diremos que apoyados en el estudio realizado por Esposito en la sucesión de tres libros: Communitas. Origen y destinos de la comunidad (2003), Immunitas. Negación y protección de la vida (2009), y Bios. Biopolítica y filosofía (2011), la comunidad no remite a lo que sobre esta se ha pensado por la filosofía política moderna, y en algún sentido tampoco a los postulados desarrollados por los inicios de la sociología naciente de Ferdinad Tönnies, que ve en la comunidad un reciento de la tradición y los lazos naturales, apelando a un sentido originario y orgánico de la comunidad.

Como plantea Esposito (2003), la comunidad debe ser pensada desde un lugar insustancial, no como un conjunto de individuos concretos, sino como aquello que pone en relación a los hombres. En este sentido apela a la etimología de la palabra comunidad, derivada del latín communitas. Esta remite a dos partes que en su conjunto le otorgan significado. Por un lado el cum, que refiere a lo que vincula, junta o establece relación, manifiesto en el ser con. Por el otro el munus, que determina una carga, tarea, deber u obligación, algo que se configura como una falta sin términos positivos. De este modo, se puede plantear la comunidad como una relación de obligación, o de otro modo podemos decir, una obligación en la relación:

El cum es lo que vincula […] o lo que junta […] el munus del communis cuya lógica o carga semántica Esposito ha reconocido y desarrollado tan bien: […] el reparto de una carga, de un deber o de una tarea, y no la comunidad de una sustancia. El ser-en-comun se define y constituye por una carga, y en último análisis no está a cargo de otra cosa sino del mismo cum (Nancy, 2003, pp. 15-16).

Queda establecido en este prólogo que Nancy (2003) realiza al libro de Esposito, que la implicancia entre relación y carga es directa y en doble dirección. Ahora bien, si esa relación está dada por un signo de menos como plantea Esposito (2003), en algún sentido diremos que se desliza la posibilidad de pensar que la relación no es directa con otro individuo, con un semejante, las cuales se caracterizan generalmente desde el campo de la psicología o la comunicación, como una relación positiva, directa, intersubjetiva. Pondremos el acento en la falta como aspecto constitutivo de la relación, lo que da pie a pensar que la relación es antes que nada con lo otro del individuo, no con el otro individuo. Este ejercicio que hacemos, nos asegura despejar del horizonte la posibilidad de recaer en la comunidad sustancial dada por la unidad de individuos. Si bien, hay una relación entre seres hablantes, no es la relación dada por la voluntad, sino la relación dada por la obligación estructural a estar expuestos lo que determina la comunidad.

communis, debía ser «quien comparte una carga (un cargo, un encargo)». Por lo tanto, communitas es el conjunto de personas a las que une, no una «propiedad», sino justamente un deber o una deuda. Conjunto de personas unidas no por un «más», sino por un «menos», una falta (Esposito, 2003, pp. 29-30).

Es la comunidad la que se configura como esa falta. Desde este punto de partida va a plantear algo que, nosotros nos atrevemos a decir, es como una relación estructural: que la condición para ser humanos es la relación con los otros, o también lo otro.2 De aquí que vamos a plantear nosotros que toda instancia de relación entre seres hablantes no se puede realizar sino es en exposición a esa misma relación como la condición misma de lo que produce al ser. El ser humano es un “estar con”. La clausura de esta relación, el repliegue sobre sí mismo, es el contrapunto que Esposito (2009) llama inmunidad. O sea la negación del munus, del deber o la obligación a estar en relación, de estar expuesto. De este modo, la inmunidad es lo que exonera al individuo o grupo de cualquier obligación con lo otro de sí. Es una forma de repliegue sobre sí misma, de defensa de su unidad. Una barrera que mantiene por fuera la amenaza que lo otro diferente establece a la identidad propia del individuo, grupo, nación, etc.

En este sentido, la inmunidad niega a la comunidad, ya que esta, como obligación en la relación con lo otro, opera abriendo las barreras o dispositivos inmunitarios. En este sentido lo comunitario es lo que abre, expone, pone en común, mientras que lo inmunitario es lo que cierra, clausura, establece una identidad propia: «mientras la communitas es la relación que, sometiendo a sus miembros a un compromiso de donación recíproca, pone en peligro su identidad individual, la immunitas es la condición de dispensa de esa obligación y, en consecuencia, de defensa contra sus efectos expropiadores» (Esposito, 2011, p. 81).

Esta condición de inmunidad, que en el cruce entre lo biológico y lo jurídico (Esposito, 2009) establece las condiciones para la biopolítica, para la negación y protección de la vida, es parte del engranaje y la dialéctica entre comunidad e inmunidad. Esta relación entre ambas está dada por una implicancia: toda comunidad requiere de grados de inmunidad que asegura que no toda identidad se diluya en una absoluta comunidad, evitando que la comunidad se realice, se vuelva un absoluto, lo que implicaría su propia disolución. A su vez, no hay inmunidad sin munus del cuál inmunizarse, por lo cual la razón de ser de los dispositivos inmunitarios, es aquello que niegan. De este modo, una y otra deben su existencia a su contrario, a aquello que niegan, por lo cual su implicancia o relación es de pura negatividad, ni de complementariedad ni de equilibrio.

En este sentido, como plantea Esposito (2011), la inmunidad puede ser pensada más que como algo externo a la comunidad, como un engranaje dentro de la misma. Por esta razón plantea la posibilidad de pensar en una inmunidad común, en el sentido de que, si toda comunidad implica un grado de inmunidad, esta debe pensarse como filtro más que como barrera, protegiendo a la vez que abriéndose a lo diferente:

En la lógica inmunitaria se abre una perspectiva que invierte su interpretación prevaleciente. Nada queda –desde esta perspectiva– de la incompatibilidad entre el sí mismo y lo otro. Lo otro es la forma que adquiere el sí mismo allí donde lo interior se cruza con lo exterior, lo propio con lo ajeno, lo inmune con lo común (Esposito, 2009, p. 244).

Esto remite entonces a una dialéctica negativa que determina tanto la condición de existencia de una como de la otra. Unidas por su diferencia y negación. Esta dialéctica es la que se encuentra entre apertura y clausura, donde la comunidad que pone en relación, abre y expone, mientras que los sistemas o aparatos inmunitarios que tienden al repliegue y cierre, obturan la relación y protegen la unidad de aquello que no se expone. Pero este cierre puede ser pensado con una lógica diferente, para, sin dejar de conformarse en oposición, ceder su fuerza inmunizadora al contagio, sin perder una mínima necesidad de una identidad que se opone o niega a una disolución total en la relación, conservando la diferencia frente a toda homogeneidad.

Sobre esta estructura de funcionamiento es que debemos entender las relaciones comunitarias. En este sentido, cuando hablamos de comunidad no nos referimos a un grupo organizado en un barrio, sino a la condición de relación entre individuos, grupos organizados, organizaciones, instituciones, que se abren a lo otro, y diremos nosotros abiertos por el Otro, a lo diferente de sí, o se cierran en una clausura que niega la relación con lo diferente, que niega la exposición, por lo tanto la experiencia. Experiencia en el sentido dado por Agamben (2011), en tanto una experiencia del lenguaje.

Que nosotros consideremos que todo esto opere en el funcionamiento del lenguaje, es algo en lo que no ingresaremos en este momento porque su explicación amerita otro largo desarrollo que no es el centro de este trabajo. Pero esta concepción de comunidad nos ubica en el primer gran axioma para pensar la relación entre universidad y sociedad: no hay modo en que una universidad no establezca una relación con lo otro de sí, a menos que opere sobre esta el repliegue de un aparato inmunitario. Este axioma nos permite pensar que la relación que se establece con las instituciones, organizaciones sociales, actores barriales, sistema político, movimientos sociales, tiene necesariamente un carácter estructural, obligatorio, y que si nos negamos como institución y colectivo de docentes y estudiantes a entrar en esa relación, no es porque no sea nuestro menester esa relación, ni por autonomía, sino por negación a lo diferente, por sentirlo como una amenaza, poniendo en funcionamiento diferentes aparatos inmunitarios que mantengan un status quo que no necesariamente hace lo universitario, sino a las clases que lo puedan integrar. Esto no significa que todo, y en todo momento, deba ponerse en relación con lo social, lo cual se conformaría como un dogma, o que lo social debe determinar a lo universitario, sino que es una dimensión a ser atendida por los actores universitarios y que su expresión más fundamental debe estar dada por la extensión universitaria. Esta relación podrá ser de enseñanza, investigación, colaboración, etc., en nada cambia lo antes expuesto. Lo que en todo caso define el modo de relación es el vínculo con el saber, lo cual también es toda una cuestión a desarrollar pero que no es el asunto de este artículo.

Público

Es aquí cuando entendemos necesario integrar el pensamiento sobre lo público como determinante en esta relación. Diremos junto a Pierre Dardot y Christian Laval (2015) que una primera ruptura que tenemos hay que hacer, y quizás sea la más importante para pensar la actualidad de lo público, es que el Estado no es lo público y viceversa. Estos autores plantean que el Estado como forma de organización moderna ha sido una apropiación de lo público, y según las circunstancias ha puesto lo público en función del interés y necesidades de las clases dominantes. Pero lo público no es del orden de una propiedad sobre la cual el Estado o un sector de la sociedad se pueda apropiar, volverlo propio. En este sentido es necesario comprender lo público, como podemos hacerlo con Esposito (2003), en el orden de lo impropio, por lo tanto definido por lo común, y no por una propiedad que pueda ser entendida como colectiva.

En todas las lenguas neolatinas, y no sólo en ellas, «común» (commun, comune, common, kommun) es lo que no es propio, que empieza allí donde lo propio termina (…) Es lo que concierne a más de uno, a muchos o a todos, y que por lo tanto es «público» en contraposición a «privado» (Esposito, 2003, pp. 25-26).

Es necesario aclarar que esta no es una postura anti-estatista, ya que sabemos que a menos Estado mayor avance del mercado e implementación de un sistema neoliberal de las relaciones entre individuos, sistema que favorece al gran capital y que produce consumidores y consumidoras en detrimento del ser ciudadano o ciudadana. Sabemos que en la sociedad actual no podemos pensarnos con un Estado mínimo, pero también es pertinente darle al Estado su justo lugar, en el sentido de comprender que el ejercicio de la ciudadanía es un ejercicio sobre lo público, entendido más allá de la intervención o regulación del Estado, aunque sin negarlo.

En este sentido, es importante comprender que la etimología de la palabra común, que deriva del latín communis, es compartida con la que ya observamos de comunidad (communitas). Lo común no es una propiedad o característica compartida por todos, sino un espacio impropio, que no pertenece a nadie (Esposito, 2003). Así, lo público visto como común, como inapropiable, es aquello que justamente por no ser de nadie se abre como mundo entre los hombres. Lo público así puede pensarse como plantea Hannah Arendt (2013):

el término «público» significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él. [...] está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común [...] La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro (pp. 61-62).

Los hombres no se diluyen entre sí, como una unidad homogénea justamente porque un mundo los separa, pero a su vez, ese mismo mundo que no deja que caiga uno sobre otro, es el mismo que los convoca, en tanto común, impropio, sin pertenencia a alguien, es el mundo que se abre entre estos para ponerlos en la relación. Como plantea la autora, ese mundo es justamente el que posibilita la política.

En este sentido, la universidad pública debe ser pensada más allá de ser una propiedad del Estado, más allá de corresponder administrativamente al orden estatal, sino como la forma en que el conocimiento, su producción y enseñanza, se ha dado para la conservación y transmisión de la cultura en su diversidad y pluralidad. Por esto, en tanto pública, no solo debe ser puesta al alcance de todos y todas, sino que debe entenderse en relación a todos y todas. Esto no nos ubica en un problema solamente administrativo, sino en un problema ético y por lo tanto político. La universidad en tanto pública y común, si no es propiedad de nadie, debe ponerse obligatoriamente en relación con todos y todas. De ahí que pueda entenderse la relación universidad y sociedad en términos de lo comunitario y lo público.

Esta concepción de lo público como común, nos permite, no solo pensar la relación con los otros por el derecho individual que otros y otras puedan tener de ingresar a la universidad, sino por la obligación ética y política fundante de lo público, que hace a la universidad estar obligada a entrar en relación con lo otro de sí, y no a enclaustrarse sobre sí misma.

La relación que la universidad establece con los actores locales, las organizaciones sociales, debe ser entendida como una instancia que permite integrar lo local con lo global, estableciendo espacios de ejercicio de ciudadanía, en un doble sentido, en tanto los actores sociales se posicionan frente a la universidad en un sentido de participar del conocimiento, y también en el sentido de que los actores universitarios, tanto docentes como estudiantes, se posicionan políticamente comprometidos con lo público. Nuevamente, esto no significa que toda la universidad esté al servicio de las necesidades sociales, sino que debe integrarse como campo específico a ser trabajado en las diferentes funciones universitarias.

La relación de la universidad con la comunidad, por lo tanto con el orden de lo público, no es descriptible u homologable a la interacción de docentes y estudiantes universitarios con vecinos y vecinas integrantes de una supuesta comunidad local de algún barrio. Dicha interacción no asegura un espacio comunitario, porque entendemos que el conjunto de vecinos y vecinas no representan una comunidad. La apertura a la comunidad se da cuando las identidades de los diferentes actores, universitarios, barriales, colectivos, institucionales, integrantes de políticas públicas, se repliegan para abrirse al encuentro en debate con lo diferente. Es exponerse a un espacio conflictivo que requiere necesariamente el orden de la política, frente a la amenaza de la imposición absoluta de cualquiera de las partes. Así la comunidad no es un conjunto armonioso, un recinto de seguridad, intimidad y calidez, sino un espacio de debate, conflicto y política. No es la positividad de la identidad lo que la conforma, sino la negatividad dada por la diferencia y la pluralidad.

¿Cómo se conectan estos dos mundos para la conservación, transmisión y producción de la cultura? Primero que nada, debemos pensar que las formas del intercambio de la cultura y la formación no se pueden remitir solo a la relación individual de estudiante – docente en una carrera de grado o posgrado, sino que también se pueden pensar formas de intercambio y formación colectivas de la Universidad con las organizaciones, donde, aunque no medie la certificación de un título, de igual modo se abren espacios formativos y de conocimiento.

Esto debemos pensarlo sin romanticismos, sin asistencialismos y sin aporías comunitaristas del vecino y el territorio, pero también sin dejar de entender que la Universidad, en tanto pública, se encuentra con una obligatoriedad ética y política de establecer una relación que ubica a ambos actores en lo público y la política para la contribución a una vida ciudadana.

Referencias

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Behares, L. E. (2008). Enseñanza-Aprendizaje revisitados. Un análisis de la “fantasía” didáctica. En L. E. Behares, L. E. (Dir.), Didáctica Mínima. Los acontecimientos del saber. Psicolibros Waslala.

Bralich, J. (2009). Una mirada histórica a la extensión universitaria. En Extensión en Obra. Experiencias, reflexiones, metodologías y abordajes en extensión universitaria (pp. 53-61). CSEAM-Udelar.

Dardot, P. y Laval, C. (2015). Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Gedisa.

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Lacan, J. (2008). El seminario II. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Paidós.

Lacan, J. (2011). Mi enseñanza. Paidós.

Lacan, J. (2017). Seminario III. La psicosis. Paidós.

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Nancy, J-L. (2003). Coloquium. En R. Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad. Amorrortu.

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Pêcheux, M. (2013). El discurso: ¿estructura o acontecimiento? Décalages, (1). http://scholar.oxy.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1074&context=decalages

Saussure de, F. (1955). Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada.

Notas

1 En forma sintética lo caracteriza muy bien Milner (1999): «La primera, o más bien la suposición uno, pues ya es excesivo darles un orden, es que, por arbitrario que sea, hay […] gesto de corte sin el cual no hay nada que haya. Se nombrará esto real o R. Otra suposición, llamada simbólico o S, es que hay la lengua, suposición sin la cual nada, y singularmente ninguna suposición, podría decirse. Otra suposición, por último, es que hay semejante, donde se instituye todo lo que forma lazo: es lo imaginario o I [...] Frente a S que distingue y frente a I que enlaza, R es, por tanto, lo indistinto y lo disperso» (pp. 9 y 11). La condición mínima para plantear algo, mismo lo real, tiene que ver con que algo al respecto haya. Pero a condición de que eso que haya sea tomado en el campo de la lengua, sin lo cual, nada sobre lo que hay puede ser dicho, ni siquiera la primera suposición que formula y escribe, el propio Milner. Por último, para que lo dicho cobre sentido, digamos haga signo y signifique algo para alguien, o sea, se desplace del campo del significante que es del orden simbólico, al campo del sentido que es imaginario, debe haber identificación, lazo. Indispensable es comprender que estos tres registros no tiene existencia propia, sino a partir de su anudamiento, por lo que la implicancia de los tres hacen a la posibilidad de cada registro. Por lo tanto, lo simbólico se define por la negatividad que produce diferencia, lo imaginario por la positividad de la correspondencia, a lo cual lo real es lo que siempre queda más allá, incapturable por la lengua y el sentido, dando cuenta de la imposibilidad de una absoluta positividad en la comunicación.
2 Si bien Esposito no deja claro a qué se refiere con lo otro cuando dice: «Un “deber” une a los sujetos de la comunidad –en el sentido de “te debo algo”, pero no “no me debes algo”–, que hace que no sean enteramente dueños de sí mismos. En términos más precisos, les expropia, en parte o enteramente, su propiedad inicial, su propiedad más propia, es decir, su subjetividad […] no es lo propio, sino lo impropio –o, más drásticamente, lo otro– lo que caracteriza a lo común» (Esposito, 2003, pp. 30-31), nosotros hacemos el ejercicio de colocar en el “otro” de Esposito, no un otro individuo, sino lo Otro en términos que plantea Lacan (2007), como el Otro del lenguaje: «Este Otro es, por supuesto, el que a lo largo de los años creo haberlos entrenado para distinguirlo a cada momento del otro, mi semejante. Es el Otro como lugar del significante» (p. 32). Entendemos que este ejercicio analítico agudiza aún más la impropiedad del individuo frente a lo común.
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