Dossier

Neoliberalismo, democracia y subjetividad: el pueblo como fundamento, estrategia y proyecto

Neoliberalism, democracy and subjectivity: The people as fundament, strategy and project

Neoliberalismo, democracia e subjetividade: O povo como fundamento, estratégia e projeto

http://orcid.org/0000-0003-1872-5758 Soledad Stoessel
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
http://orcid.org/0000-0001-8778-7667 Martín Retamozo
Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Neoliberalismo, democracia y subjetividad: el pueblo como fundamento, estrategia y proyecto

REVCOM. Revista científica de la red de carreras de Comunicación Social, núm. 10, 2020

Universidad Nacional de La Plata

Recepción: 18 Mayo 2020

Aprobación: 26 Mayo 2020

Resumen: Este artículo se desarrolla a partir de dos interrogantes. El primero es cómo pensar el orden de dominación vigente que llamamos neoliberalismo y el segundo, cómo enfrentarlo en los tiempos contemporáneos en que aquel parece persistir a través de diversos dispositivos y técnicas. El neoliberalismo ha operado como un modo de regulación, una racionalidad y una subjetividad a lo largo del tiempo. Las formas de enfrentarlo, pues, deben contemplar esa triple dimensión. Mediante el voto universal es posible solventar la primera. Para erradicarlo en las otras dimensiones se requiere, en cambio, -y esta es la hipótesis de este texto- construir un sujeto “pueblo” que pueda asumirse como fundamento, estrategia y proyecto, con el horizonte de restituir el vínculo entre soberanía popular y justicia social, en el marco de instituciones democráticas.

Palabras clave: Neoliberalismo, subjetividad, pueblo, soberanía popular.

Abstract: The aim of this paper is to answer two questions. The first one is how to think about the contemporary neoliberal order, and the second, how to challenge it when it seems to persist through different devices and techniques. The neoliberalism has operated as a mode of regulation, a rationality and a subjectivity throughout time. The ways of tackling it, then, must contemplate these three dimensions. By means of elections it is possible to solve the first one. In order to face the other dimensions, it is necessary, instead - and this is the hypothesis of this paper- to build the "people" as a subject that works as foundation, strategy and project in the perspective of restoring the link between popular sovereignty and social justice, within the framework of democratic institutions.

Keywords: Neoliberalism, subjectivity, the people, popular sovereignty.

Resumo: Este artigo analiza dois questões. A primeira é como pensar sobre a ordem atual de dominação que chamamos neoliberalismo e a segunda, como enfrentá-la nos tempos contemporâneos, quando parece persistir através de vários dispositivos e técnicas. O neoliberalismo tem funcionado como um modo de regulação, uma racionalidade e uma subjetividade ao longo do tempo. As formas de enfrentá-la, então, devem contemplar essa tríplice dimensão. Por meio do voto universal é possível resolver o primeiro. Para erradicá-lo nas outras dimensões, é preciso, ao invés - e esta é a hipótese deste texto -, construir um sujeito "povo" que possa tomar a forma de fundamento, estratégia e projeto, com o horizonte de restabelecer o vínculo entre soberania popular e justiça social, dentro do marco das instituições democráticas. Palabras-chave: Neoliberalismo; subjetividade; povo; soberania popular Recibido: 18 de mayo de 2020 / Aprobado: 26 de mayo de 2020 Introducción

Palavras-chave: Neoliberalismo, subjetividade, povo, soberania popular.

Introducción

Hay que pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad/

de la teología a la religión/

del capitalismo a la vida/

de la poesía económica a la economía poética/

del hambre a vos”

Juan Gelman

Aquella maldición china de “ojalá te toquen vivir tiempos interesantes” que evoca Eric Hobsbawm para titular su autobiografía parece una obviedad para América Latina. Es que esa “conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”, para usar la expresión de Norbert Lechner, nos sitúa en un campo de tensiones cuyos momentos de “crisis” parecen ser más frecuentes que los de “normalidad”. Y es que, tal vez, en la región más desigual del planeta, los conflictos emergentes no son otra cosa que síntomas de modos de producir y organizar la vida en comunidad, y ciertamente, las disputas por estas condiciones de vida se hacen presente (y también hacen futuros).

En años recientes, luego de gobiernos neoliberales que dominaron la escena en la década del 90 (aunque su gestación puede ubicarse en distintos momentos anteriores en los diferentes países), la región vio surgir un conjunto de gobiernos que, en distinta medida, desafiaron los modos de organizar las sociedades en torno al libre mercado y la globalización financiera. En consecuencia, pusieron en la agenda la necesidad de repensar las funciones del Estado (y su relación con el mercado y la sociedad civil) así como las estrategias de integración geopolítica. Aún con matices e intensidades diversas según las trayectorias políticas, modelos de desarrollo y tradiciones ideológicas, buena parte de América Latina promovía la recuperación de capacidades estatales mínimas, autonomía respecto a intereses vinculados a sectores de poder y un ejercicio soberano con una proyección de regionalismo autónomo respecto a Estados Unidos, con estructuras institucionales propias como la UNASUR.

Este proceso fue conocido como “giro a la izquierda” (left turn, Levitsky y Roberts, 2011), “marea rosa” (pink tide, Beasley-Murray et al, 2009) o postneoliberalismo (Grugel y Riggirozzi, 2012). Este último término apareció como un neologismo para marcar la ruptura con un modo de construir las relaciones socio-estatales y el orden social dominado por la lógica del mercado, el anti-estatismo y un tipo de subjetividad anclada en principios individualistas que justifican las desigualdades. Si bien algunos análisis enfatizaron con este concepto el inicio de una nueva etapa dentro del largo período de anclaje del capitalismo latinoamericano, parece más adecuado pensar con dicha noción un momento cualitativamente diferente con continuidades y rupturas con el modo neoliberal de construir el orden social.

Sin embargo, el momento de países cuyos gobiernos “giraron a la izquierda” quedó sobrepasado en los últimos años por la emergencia de gobiernos de otra orientación: nuevas (y viejas) derechas, regreso al neoliberalismo como programa económico y visión del mundo, reactualización y fortalecimiento de partidos conservadores. Ya sea por derrotas electorales, como Argentina en 2015, distintos “golpes institucionales” como Paraguay y Brasil, viraje ideológico afín al neoliberalismo una vez llegados al poder presidencial, como en Ecuador, o directamente por sublevaciones de fuerzas de seguridad como en Bolivia, es evidente que la fisonomía de la mayoría de los gobiernos ha cambiado en los últimos años.

Esta situación abre al menos dos grandes interrogantes, los cuales quisiéramos abordar en este artículo. El primero en torno a la pregunta por las condiciones de posibilidad del retorno de proyectos políticos neoliberales (en un sentido que precisaremos) luego de al menos una década y media de gobiernos de otro signo. El segundo interrogante puede formularse del siguiente modo: ¿cuáles son las condiciones históricas de los proyectos que pretenden hacerle frente al neoliberalismo? Ambas preguntas están atravesadas por el eje que convoca este dossier: la relación de los proyectos políticos con la democracia y especialmente con un proyecto que postule la necesidad histórica de restituir un heterogéneo vínculo entre soberanía popular y justicia social, en el marco de instituciones democráticas. El debate teórico es, fundamentalmente, político.

I. Un (breve) comentario metodológico

Antes de avanzar con nuestro argumento, conviene hacer una referencia metodológica para el análisis político, en especial para el análisis de coyunturas. Antonio Gramsci sugería “encontrar la justa relación entre lo que es orgánico y lo que es ocasional (…) La distinción entre 'movimientos" y hechos orgánicos, y movimientos y hechos de "coyuntura" u ocasionales, debe ser aplicada a todos los tipos de situación, no sólo a aquéllos en los que tiene lugar un desarrollo regresivo o de crisis aguda, sino [también]a aquéllos en los que tiene lugar un desarrollo progresista o de prosperidad” (Gramsci, 1999, p. 34). Esto se traduce en una hipótesis que sostiene este trabajo: es necesario considerar las dos temporalidades. Por un lado, la orgánica y estructural-estructurante, esto es, la historicidad de mayor duración. Por otro lado, aquella capa de la historicidad cuyo ritmo está marcado por la temporalidad política y social. La referencia a “lados” es aquí importante porque no se trata de dimensiones autónomas sino de una forma de concebir tiempo y historicidad en la política contemporánea. Para los casos que nos interesan, situados en América Latina, esto adquiere mayor relevancia porque los procesos políticos (y los proyectos) no se ubican por fuera de la historia, sino que requieren intervenciones políticas en condiciones situadas, en sociedades abigarradas -como decía René Zavaleta Mercado-, y aún más: heterogéneamente abigarradas, multiespaciales y pluritemporales.

El desafío es significativo si aceptamos no sólo pensar lo que pasó, sino lo que puede ser. En este sentido, Hugo Zemelman concibe al análisis de coyuntura como un estudio del presente potencial. El estudio de la coyuntura es, en efecto, el análisis del movimiento histórico objetivado, de los procesos, de las relaciones dinámicas entre elementos. El momento coyuntural es aquel corte de tiempo que, lejos de reducir lo posible a lo dado, abre lo dado a las múltiples opciones de proyectos a través de la praxis social, donde “se conjuga lo objetivo, sometido a regularidad, y la capacidad de construir lo objetivamente posible” (Zemelman, 2009, p. 57). Repetimos: lo “objetivamente posible”. Esto es, indagar las determinaciones históricas que configuran el presente, la historicidad y, fundamentalmente, los futuros posibles contenidos en nuestro presente (de allí lo de potencial). Este método permite al pensamiento interrogarse de manera que pueda reconocer lo macro en lo micro, de conocer aquello que trasciende el tiempo y espacio de un objeto determinado y articularlo con relaciones que no lucen evidentes. El desafío para las ciencias sociales abocadas al estudio del presente, pues, es enorme porque implica una serie de rupturas epistemológicas en relación con nuestros saberes y haceres.

Esta tarea, como lo han marcado distintos autores como Fernand Braudel o Zavaleta Mercado, vuelve necesario reconocer capas temporales en el transcurso de la historia, y que, de esta forma, el pensamiento político se realice desde un “ángulo que recoja la naturaleza constructora de la praxis social de los sujetos sociales” (Zemelman, 1985, p. 570), atendiendo esas múltiples dimensiones del tiempo-histórico. De lo que se trata no es otra cosa que desarrollar creativamente la idea de Marx de la realidad como una “síntesis de múltiples determinaciones” que tiene como referencia central al “ser social”, una “esencia humana” que no debe confundirse con un a priori histórico o una forma de naturaleza humana, sino relacionarse con “su proceso de vida real”, como dice Marx en La ideología alemana. Esta perspectiva es clave para pensar el vínculo entre neoliberalismo, desigualdad y democracia de forma situada porque invita volver a la unidad última de referencia y fundamento: la vida humana.

II. Neoliberalismo, desigualdad y subjetividad

Quisiéramos, ahora, hacer algunas consideraciones sobre el neoliberalismo en general, su relación con la desigualdad y la subjetividad. El devenir del liberalismo al neoliberalismo reconoce un pasaje fundante que incluye a la (des)igualdad como aspecto constitutivo. En el siglo XVIII, si algo definía al liberalismo era la atribución de tres características al individuo: la libertad, la propiedad y la igualdad. Pero esto llevó a una tensión inherente, inmanente y a la vez histórica entre estos términos ya que asumir el principio de la igualdad generó conflictos con el acceso a la propiedad y, en definitiva, con la libertad “real para todos” para usar el giro de Philippe Van Parijs. No todas las personas pueden ser propietarias ni serlo de la misma manera y, si quien asigna los recursos de la sociedad es el mercado, no todas podemos ser igualmente libres. Emerge la “cuestión social” y se expanden luchas políticas por hacer efectivo el principio de la igualdad. La puesta en acto de este principio radicalizado jaquea el mismo orden y su legitimidad al interior de la propia modernidad.

El advenimiento neoliberal también implica el olvido del otro término moderno que acompañó la consigna de libertad e igualdad de la revolución democrática como la llamó Tocqueville. Nos referimos a “fraternidad”, al sentimiento de solidaridad hacia los otros por pertenecer a un mundo social en común y que permite la inclusión en la comunidad de todos bajo el principio de igualdad y libertad. Ese principio fundante de la fraternidad refería a la producción de una comunión-comunal propiamente plebeya capaz no sólo de servir de trama al sujeto pueblo sino también de abrir nuevas gramáticas de ejercicio del poder público y el gobierno. Recuperar a la fraternidad de ese “eclipse” como dice Antoni Domenech (2004), es una tarea para las concepciones del republicanismo plebeyo o populista. Es más, la inclusión crítica de este principio nos lleva a la imperiosa necesidad de concebir que la negación de la fraternidad (la negación de la plebe) también esconde una negación doble con las mujeres. En efecto, y como bien han reparado autoras feministas, al excluir a las mujeres, es necesario comenzar a hablar de “sororidad” y de algún término que implique esa solidaridad de les negades en sus diferentes dimensiones (Lagarde, 2009). Así, una opción plebeya y republicana construirá una potencia de igualdad en la diferencia, en un horizonte de restitución de la comunidad de ciudadanes y eso requiere una disputa por la producción de subjetividad.

El orden neoliberal operó un abandono de pretensiones de igualdad –es evidente en sus padres fundadores que van de Von Mises a Von Hayek- a la vez que redujo la idea de libertad a una noción de “libertad negativa” (y especialmente de mercado). Así se expresa en la conformación de una subjetividad basada en la individualidad, la maximización y el autointerés para el usufructo del derecho “sagrado” de la propiedad (libertad individual y derecho a la propiedad con un status cuasi-trascendental, cuando no directamente ligado a la naturaleza humana). La figura del “emprendedor” es central porque es el mandato de poner todos los recursos individuales (trabajo, creatividad, inteligencia, incluso cooperación) para obtener un beneficio que, en última instancia, depende del esfuerzo, el mérito, el sacrificio propio y el azar. De no obtenerlo, emerge la culpa y la responsabilidad individual frente a una situación vista como el resultado justo de elecciones y situaciones particulares. Guattari identificaba la culpabilización como uno de los mecanismos que permite que la subjetividad capitalista opere sin activar demasiados dispositivos (Guattari y Rolnik, 2005). Incluso asumiendo que una situación puede no ser “justa” (como un accidente) para el canon neoliberal cualquier política reparatoria que implique una distribución de recursos se concibe como ilegítima. La máxima de Robert Nozick en Anarquía, estado y utopía se ha vuelto un catecismo para los libertarios, incluso aquellos que pululan en las redes. En efecto, el mismo concepto de comunidad se pone en cuestión bajo el imperio del individuo y sus decisiones “libres”. Junto con la disolución del lazo comunitario capaz de estructurar solidaridades, el principio de igualdad se evapora y la conformación de desigualdades se legitima como resultante de elecciones individuales bajo la lógica del mercado. Para el neoliberalismo, entonces, la desigualdad es justa.1

En nuestros tiempos contemporáneos, el neoliberalismo parece lograr despojarse definitivamente incluso de los principios que habían fundado al liberalismo (político) y emerge como una lógica de subsunción de la vida (y la naturaleza) para configurar un nuevo metabolismo societal. Para enfrentarlo, es imperioso reponer la pregunta por la vida humana. La pregunta por los modos de producción económica se expandió -a partir de una certera intervención de la Filosofía de la Liberación- hacia la pregunta por los modos de producción de vida, que se vincula a la producción de mercancías pero que también implica pensar otros espacios donde la vida humana ocurre: lo afectivo, lo erótico, lo lúdico, lo artístico, lo religioso, etc. En este sentido es que la pregunta por la vida humana/social cobra actualidad de manera evidente y bastante sencilla: ¿qué dispositivos producen nuestras condiciones y situaciones de vida? Es decir, ¿qué procesos nos hacen ser y estar en el mundo como somos y estamos, como individues y como comunidades? y ¿qué dispositivos e instituciones nos regulan? El punto de partida, entonces, es la pregunta por los dispositivos que constituyen y gobiernan la vida humana porque también allí están las resistencias, las marcas de las luchas que se institucionalizan, los espacios de fuga y resignificación. También en las prácticas están contenidas otras formas de producir vida.

Es evidente que el capitalismo neoliberal es el dispositivo que produce y regula mayoritariamente las condiciones de nuestra vida: concretamente si tenemos trabajo o ingresos, qué tipo de trabajo (incluido el no-salarial), y si podemos comprar y hacer la comida (y qué comida), tener una casa, acceder a sistemas de salud y cobertura previsional, etc. Esto lo podemos ver en indicadores sociales. Pero también es claro que eso determina incluso actividades cotidianas aún más elementales, como la hora que nos levantamos2, qué hacemos, cómo lo hacemos y qué no hacemos porque no tenemos tiempo, dinero o energías. El orden social produce normas generales de la vida, pero al mismo tiempo esa generalidad se encarna de modo diverso, con efectos diferentes, según la torsión producida sobre sustratos biológicos, socio-económicos, étnico-raciales. En Trabajo asalariado y Capital en 1849, Marx afirmaba “Un negro es un negro. Sólo en determinadas condiciones se convierte en esclavo”, hoy podemos decir “un cuerpo es un cuerpo, sólo en determinadas condiciones se produce como negro/mujer/migrante/trans, etc”. A su vez, este modo diverso de la producción-dominación se cristaliza en las matrices de desigualdad que por antonomasia crea el capitalismo y se acentúa con su cara neoliberal.

El capitalismo, al menos en su fase inicial, requiere sujetos específicos y busca producirlos a partir de la subsunción de toda la vida (cuerpo y mente, subjetividad) a la propia lógica de producción. El género, evidentemente, constituye otro dispositivo central. La relación entre estos dos términos, neoliberalismo y género/patriarcado, es objeto de debate, tal como fue desarrollado en el célebre El Calibán y la Bruja de Silvia Federici (2004) donde se reconstruye los procesos de expoliación de las mujeres y de las comunidades pre-capitalistas como condición de posibilidad del capitalismo.

Autoras y autores poscoloniales (Rita Segato y Ramón Grosfoguel, por citar dos) establecen una relación intrínseca, además de entre capitalismo y patriarcado, también entre estos procesos y el colonialismo a partir de identificar los modos de extractivismo y epistemicidio que alimentaron al capitalismo en el siglo XVI: el colonialismo (en América, Asia y África) y el feminicidio (mediante la inquisición) (Grosfoguel, 2013). Neoliberalismo, patriarcado y colonialismo, así, son formas centrales de la producción de subjetividades y de desigualdades3. La profundización de las desigualdades en la intersección entre clase, género y etnia se vuelve más notoria en esta fase neoliberal del capitalismo y adquiere particularidades en América Latina que exigen un pensamiento situado.

El orden –neoliberal, patriarcal y colonial – se concretiza en dos procesos analíticamente diferenciados. El primero, la legitimación de las instituciones y mecanismos que constituyen el soporte del modo de producción capitalista y neoliberal, y por tanto, la existencia humana. Como afirman los regulacionistas, el neoliberalismo no constituye un mero conjunto de políticas económicas con orientación pro-mercado, sino un conjunto de instituciones -un modo de regulación- (Boyer, 2007) que estipula una normatividad práctica y que ofrece una racionalidad para la conducción del gobierno que, a su vez, marca la vida social (de vida en todo sentido: económico, político, cultural, erótico, estético, religioso-espiritual, etc.). Frente al mito de que el neoliberalismo es pura desregulación, por el contrario, este enfoque resalta la importancia de las formas institucionales del neoliberalismo que regulan las relaciones y que operan para su persistencia e incluso su regeneración luego de crisis.

El segundo proceso constituye la producción (y productividad) de subjetividades al que el neoliberalismo asiste. No es casual que éste sea definido como una razón o racionalidad (Laval y Dardot, 2013). El neoliberalismo es un tipo de racionalidad que precisamente ordena y gobierna las relaciones, los cuerpos, las ideas, los deseos, creencias y configura las preferencias. Subsume -o al menos procura hacerlo- todas las dimensiones de la existencia humana. Es una actividad que norma la vida y se inscribe en nuestra corporalidad. Por eso también es pensado como un proyecto cultural, civilizatorio o una matriz ideológica. Más allá de que el neoliberalismo consista en una determinada forma de producción y acumulación de la riqueza, ésta puede (re)producirse porque existe una racionalidad y un tipo de subjetividad que lo sostiene, incluso una emotividad, una ética y una estética. Nuestras prácticas cotidianas, en buena medida, participan de la producción inmanente de las desigualdades a las que el neoliberalismo se debe (Dubet, 2016).

Esto genera desafíos estratégicos. Así, si como régimen de gobierno -conducido por las formas institucionales- es relativamente sencillo pensar cómo enfrentarlo -ganar elecciones, ocupar lugares gubernamentales para impulsar un nuevo programa, y modificar la institucionalidad edificada por aquél-, pensarlo como forma de producción de subjetividad complejiza la cuestión de las alternativas frente a su implantación. Esta dimensión vuelve al neoliberalismo mucho más difícil de desafiar. Este –como dice Rita Segato- también genera formas de la sensibilidad (o la insensibilidad), de la imaginación, del deseo y del goce. El riesgo de “gestionar” la subjetividad producida por el orden neoliberal es la reemergencia de esta subjetividad potenciada por articulaciones políticas de derecha.

Esta concepción del orden es clave para el análisis de la coyuntura actual en América Latina. La llegada de los gobiernos progresistas en la región a comienzo de este siglo en muchos casos nos obnubiló y nos llevó a postular una especie de quiebre definitivo del consenso neoliberal y la ruptura de sus dispositivos. En ese sentido, nos convencimos (o quisimos convencer) de que el neoliberalismo había sido tan brutal en su ataque a las condiciones de reproducción de la vida y en la exacerbación sistemática de las desigualdades que no sólo produjo movimientos sociales que enfrentaron la avanzada neoliberal sino una especie de “conciencia social” anti-neoliberal encarnada en un “nuevo electorado” que se volcó hacia la izquierda o centro-izquierda del arco ideológico (Rodríguez Garavito et al, 2008). Sin embargo, los sentidos, los dispositivos y tecnologías neoliberales tuvieron una persistencia (hoy más) evidente que ayuda a explicar el retorno de opciones neoliberales con diferentes grados de consensos y formatos.

III. Fin de ciclo, “nuevas derechas” y posneoliberalismo en discusión

La llegada al poder gubernamental de fuerzas políticas que podemos ubicar en la (centro) derecha, ya sea a través de “golpes parlamentarios” (Horacio Cartes en Paraguay, Michel Temer en Brasil), o del voto popular (“Cambiemos” en Argentina en 2015; Centro Democrático en Colombia en 2018), reconfiguró el mapa político de la región. Si bien la muerte de Chávez en Venezuela y la victoria electoral de Cartes en Paraguay en 2013 fueron un indicio del nuevo momento regional, el triunfo de Mauricio Macri en Argentina en octubre de 2015, el juicio político ilegítimo a Dilma Rousseff en diciembre del mismo año y la prisión de Lula en Brasil modificaron definitivamente el escenario. La derrota del presidente Evo Morales -la primera en diez años de gobierno- en un referéndum convocado para reformar la Constitución y poder postularse a una tercera elección presidencial, también puede leerse como un síntoma del cambio de escenario. A este giro se le sumó el triunfo electoral de Pedro Pablo Kuczynski en Perú (2016), de Lenin Moreno en Ecuador (2017), de Sebastián Piñera en Chile (2018), el candidato de la derecha colombiana, Iván Duque, en 2018, frente a la opción progresista novedosa encabezada por Gustavo Petro. Este proceso fue caracterizado de distintos modos: como un “fin de ciclo histórico” (Svampa, 2017), un “repliegue progresista temporal” (García Linera, 2017) o un detenimiento del “péndulo hacia la izquierda de la política latinoamericana” (Torrico, 2017). El panorama terminó de configurarse con la victoria electoral de Jair Messias Bolsonaro en Brasil y de la forma más dramática e inesperada con el derrocamiento cívico-militar de Evo Morales en 2019.

La anatomía de estos “nuevos” gobiernos fue objeto de debate. Algunos autores los vislumbraron inicialmente como nuevas derechas, más comprometidas con procedimientos democráticos que las expresiones de clase de antaño en la región. Estas novedosas fuerzas electorales articularían preceptos neoliberales sobre la necesidad de establecer economías abiertas y redireccionar las intervenciones estatales para garantizar tasas de ganancias a sectores privilegiados de la economía. Sin embargo, también incluirían en su configuración discursiva elementos ligados a la cuestión social y a la responsabilidad del Estado para erradicar la pobreza (Giordano, 2014; Vommaro, 2017). Ancladas en un frame anti-populista, estas derechas se propusieron como redentoras de instituciones (la “república”) y encarnaciones de frenos a supuestos avances autoritarios en los diferentes países.

Las condiciones de posibilidad del éxito de estas fuerzas políticas para ganar elecciones y construir consensos, aunque fueran inestables, también constituyeron una controversia. Más allá del nuevo mapa geopolítico –en especial luego de la asunción de Donald Trump que reavivó un conflicto con China por la presencia en América Latina- y una mirada enfocada en el rol de los medios de comunicación y las redes sociales, algunos trabajos han señalado cierto agotamiento de la inclusión y ascenso social -incluso del status de ciudadano de varios sectores- vía el consumo (De Gori et al, 2017). La imposibilidad de continuar con los ritmos de consumo masivo hasta entonces, habría conducido a que sectores populares buscaran otras promesas de expansión del consumo y quitaran apoyo a gobiernos postneoliberales (Benente, 2020).4 En otras palabras, no existió un proceso de subjetivación por parte de los sectores que mejoraron sus condiciones de vida que permita ligar mejoras de bienestar y proyectos políticos. Estas tesis fueron incluso abanderadas por líderes políticos como Rafael Correa y Cristina Fernández5. Otras lecturas enfatizaron en que los cambios impulsados desde arriba, por los gobiernos, no promovieron una participación efectiva de los sectores populares y esto derivó en la escasa identificación política. Buena parte de los análisis sobre el debilitamiento o debacle de los progresismos leyó aquel momento poniendo énfasis en la voluntad o actuación de los gobernantes o en la escasa reforma estatal perpetrada por éstos. Menor peso teórico tuvo el debate sobre el alcance de estas experiencias políticas en la construcción de nuevos órdenes sociales, proyectos culturales, sentidos colectivos y lógicas de vinculación que pudieran haber disputado los sentidos que constituyen el basamento de identidades individualistas, pro-mercado y anti-estado propias del neoliberalismo.

En efecto, si nos detenemos a mirar esta dimensión de lo sociopolítico en América Latina, surgen interrogantes ineludibles: ¿hasta qué punto los procesos postneoliberales desarmaron las subjetividades y las sociabilidades que constituyen al neoliberalismo como forma de vida? ¿Lograron estos procesos articular y producir instituciones que permitieran romper con patrones de la desigualdad? ¿Acaso las subjetividades neoliberales no estaban inscritas en el tejido social, en las formas cotidianas en que actuamos y pensamos, como tecnologíasdel ser mucho antes de la aparición de este neoliberalismo reciclado? ¿No habrá que encontrar en el entramado de dichas persistentes subjetividades anti-igualitarias el basamento para el retorno neoliberal? Y finalmente ¿cómo enfrentar esa Matrix que parece engullir, marginar y procesar en clave neoliberal-mercantil cualquier intento creativo de resistencia o alternativa? Pensar en los alcances de estas resistencias y alternativas (que efectivamente existen), pero también en las limitaciones y la proliferación de otras sociabilidades y sensibilidades ligadas a la razón neoliberal, patriarcal y colonial es una tarea fundamental, como también lo es pensar las resistencias y alternativas no desde cierto escenario idílico o desde el “deber ser” de procesos, deseos y subjetividades. Los gobiernos postneoliberales, nacionales-populares, fueron los emergentes de luchas, los modos colectivos de intervención histórica a escala nacional y tienen que ser analizados en sus múltiples dimensiones, sus pliegues y sus contradicciones.

Los alcances del Estado nacional-popular, tanto en relación a su dependencia en el sistema mundo capitalista, como en relación a las lógicas comunales y los movimientos sociales requiere de un debate urgente. En esta línea, desde hace algunos años varios autores vienen desarrollando la necesidad de pensar el Estado como un campo de lucha y su centralidad como instancia de producción de intersubjetividades e institucionalidad “populista” capaz de reconocer múltiples demandas. No le atribuyen una orientación unívoca a la institucionalidad y contemplan la posibilidad de que sean las instituciones en una clave popular las que construyan sujetos políticos (Biglieri y Cadahia, en prensa). Asimismo, la combinación de dinámicas instituyentes de los gobiernos populares con dosis de decisionismo y movilización popular sería la clave de este populismo institucionalista, o institucionalidad populista. En sintonía, otras y otros autores defienden la posibilidad de un “populismo republicano” (Rinesi y Muraca, 2010) donde la res pública se entiende como una construcción social basada en un compromiso igualitario.

Ahora bien, si aceptamos –como lo hacemos acá- que el vehículo de una representación de los negados por el orden –el pueblo- ha sido el populismo, y que esta forma política puso en escena el juego entre el poder instituyente y el poder instituido, entonces es legítimo pensar cómo fueron posibles los contra-ciclos que disolvieron, neutralizaron o reorientaron entramados institucionales que parecían cristalizados por nuestros populismos. Si esta novedosa (y no tanto si recordamos los “populismos clásicos”) forma de institucionalidad es una forma de representación del pueblo por la orientación posliberal y popular que entraña, ¿qué podría suceder cuando dicho entramado cae como consecuencia de un cambio de gobierno que desmonta lo instituido? ¿Cómo afectaría dicho quiebre la potencia popular encarnada en aquella institucionalidad plebeya? Evidentemente, la construcción de una institucionalidad estatal que intentó resquebrajar la matriz de subjetividades neoliberales que, como vimos, están impregnadas en el tejido social, se mostró insuficiente insuficiente. ¿Acaso no nos demostraron los populismos de la tercera ola que construir institucionalidad popular (reconocimiento de derechos a excluidos -mujeres, LGBTTTI+, políticas sociales universales estables) no alcanza para afectar dichas subjetividades individualizantes?

IV. Estado y pueblo: la subjetividad popular

Estamos en condiciones de desplegar, en esta sección final, el argumento central de este ensayo en torno a la múltiple inscripción del pueblo: como fundamento, como estrategia y como proyecto. Ya hemos reparado en la necesidad del gesto de recuperar la soberanía popular como fundamento del orden democrático. Frente a la soberanía de facto del mercado (de los mercados financieros), de los complejos militar-empresariales trasnacionales y los sectores dominantes nacionales que imponen condiciones para la producción y la reproducción de la vida, el gesto soberano pone sobre la mesa la legitimidad democrática de la comunidad. El populismo es este gesto por excelencia. Ya adelantamos, además, que esto no es garantía de que las resultantes de una práctica populista amplíen horizontes de igualdad. Sin embargo, la restitución soberana del pueblo introduce un principio de mayorías vital en la lucha en el contexto de sociedades desiguales, en que extensos sectores se ven negados en su vida y despojados de mecanismos efectivos de participación en los asuntos comunes. Nuevamente el republicanismo plebeyo y populista adquiere un lugar destacado.

El segundo aspecto a considerar es la cuestión de una estrategia para enfrentar los nodos permanentes de la dominación neoliberal, patriarcal y colonial. En este sentido, señalamos la importancia de la construcción de una subjetividad popular articulada con el actor político: es decir la construcción de un sujeto capaz de desplegar historicidad. Esto supone el reconocimiento del otro, la otra, le otre, que produce el neoliberalismo en su articulación con el colonialismo y el patriarcado, pero no bajo su idealización sino bajo las condiciones históricas concretas en que somos producidos y las experiencias políticas que producimos, entre ellas, las fuerzas políticas que generaron gobiernos postneoliberales. De allí la importancia del actor (sus formas de representación y organización) y la subjetividad con su potencia de devenir en lo que Gramsci llamó “voluntad colectiva nacional popular”. La construcción de una subjetividad política popular implica la articulación de sentidos, prácticas e imaginarios capaces de instalar una disposición para la acción. Una subjetividad intersubjetiva que reconozca y articule las múltiples negatividades producidas por el orden es una clave para construir poder popular. Si los sectores dominantes de las sociedades nacionales y trasnacionales ejercen un poder financiero, cognitivo y militar, la potencia plebeya legitimada en la soberanía y el ejercicio democrático es, también, una estrategia.

En este horizonte, la producción de instituciones, legislaciones, políticas públicas orientadas a la igualdad sería parte del ejercicio efectivo de una soberanía hegemónica, como lo llama Kalyvas (2017). No sólo la producción de consensos –necesarios, pero no suficientes- sino la configuración de subjetividades capaces de devenir en sujeto en momentos históricos en que políticas de la desigualdad desmantelen los mecanismos de la inclusión a la comunidad y acceso a condiciones de bienestar. Es en este punto que puede pensarse la producción de una intersubjetividad y del lazo social como condición de la construcción de poder popular capaz de sustentar la soberanía política.

Finalmente, la cuestión del proyecto político como restitución de una comunidad política, habitada por comunidades y diversidades a partir del reconocimiento, criterios de justicia y cuidado de la vida. Esto exige un proyecto político que pueda ser sustentable y a la vez problematice los modos de producción de la vida en sus diferentes ámbitos, económico, ecológico, erótico, estético, lúdico, religioso, que concretice y expanda el principio mismo de la vida humana y las comunidades en diferentes escalas. El pueblo, entonces, podemos considerarlo como fundamento de la democracia, como estrategia para la hegemonía recurrente y como devenir espacio de comunidad (intersubjetividad) para la realización de la vida individual, plural y colectiva.

(*) Addenda en la era de la pandemia

La situación actual originada por el COVID-19 obliga a repensar este escrito. La pandemia ha puesto, como en otros momentos de la historia de la humanidad, a la vida -en el sentido más dramáticamente literal- en el centro de la preocupación. La regulación de los cuerpos y los usos de las disposiciones gubernamentales para ejercer el cuidado, las capacidades estatales y de los sistemas (privados y públicos) de salud, la producción de saberes científicos y ejercicio del poder médico, son apenas algunos de los temas inmediatamente emergentes para su discusión. Además, por supuesto, de las consecuencias económicas, culturales y psicológicas de un estado excepcional y en algunos casos, de excepción.

En lo que respecta a nuestro argumento, queremos reparar en la importancia de pensar cómo impactará la situación pandémica en las condiciones de posibilidad para la construcción de poder popular en sus tres inscripciones, cuando esta construcción depende, en gran medida, de la movilización conjunta de los cuerpos dañados y negados por el orden. En efecto, si los gobiernos postneoliberales surgieron de masivas protestas, de cuerpos movilizados en el espacio público no virtual, de afectos, pasiones, sufrimientos y abrazos colectivos ¿cómo construiremos poder, nuestro poder, en condiciones que parecen adversas?6, ¿cómo se hará presente (y futuro) el protagonismo popular para la construcción de un proyecto hegemónico orientado por el cuidado de la vida?, ¿qué alcances e implicancias tendrán los Estados tanto en su dimensión de poder pastoral -como diría Foucault- y como agente de cuidado colectivo?

La inscripción del pueblo como fundamento de la soberanía, hoy más que nunca, se ve amenazada en varias latitudes del globo a raíz del dominio de un ejercicio de la soberanía que vuelve a practicarse como puro mando (y obediencia) de los que ocupan el poder instituido y controlan tecnologías del ser. Más que agencia productiva que puede motorizar el pueblo, la soberanía en tiempos excepcionales como los que vivimos está funcionando, en lo fundamental, desde el poder constituido. Aplazamiento de elecciones (en Chile y Bolivia debían celebrarse el 3 de mayo y el 26 de abril, respectivamente), medidas de aislamiento y distanciamiento social obligatorio sin reparar en las condiciones sociológicas de hábitat y trabajo de grandes sectores de la población, concentración de poder en las fuerzas del orden (y su ejercicio desigual).

Como estrategia, el pueblo/poder popular encuentra en esta coyuntura inédita las condiciones para visibilizar con más fuerza cómo los marcadores de desigualdad históricamente instalados son determinantes de que personas y comunidades vivan o mueran, puedan seguir produciendo su vida en los distintos ámbitos (económico, pero también afectivo, lúdico, etc.) o enfrenten situaciones de re-victimización (por ejemplo el desempleo o el incremento de la explotación). Si antes de este acontecimiento, el trabajo doméstico -remunerado y no remunerado- y de cuidados a cargo de las mujeres, y su desvalorización, ya estaba en el centro de la discusión, hoy más que nunca se desnuda sin reparos la importancia de dicha actividad y especialmente, la desigualdad a la que han sido sometidas por siglos las mujeres. Es la sociedad toda la que está viviendo esta experiencia de la generización de la vida y su impacto negativo en las condiciones de vida. En ese sentido, el COVID-19 aparece como una oportunidad que muestra cómo el bienestar general está atado al cuidado de todes. Por último, estas condiciones históricas permiten establecer nuevos principios sobre los cuales el pueblo puede construirse en tanto proyecto en el que el Estado articule una nueva comunidad de destino que ponga la preservación de la buena vida de todes por encima de cualquier otro fundamento.

Frente a la mercantilización de la vida propuesta por el neoliberalismo y sus consecuencias sobre la reproducción de aquella, cualquier alternativa debería orientarse a pensar-crear nuevas normas y reglas de existencia, y convivencia colectiva que, al mismo tiempo, se traduzcan en proyectos de poder-potencia. Una de las respuestas que recientemente ha reaparecido en toda su magnitud ha provenido desde el feminismo radical y plebeyo. La ética del cuidado no se plantea como eje de una renovada moral, sino como centro de cualquier acción política emancipadora (Gago, 2014) y como basamento de un Estado democrático.

En medio de la incertidumbre, esta pandemia deja en la agenda a la vida humana como preocupación fundamental, reinstala la importancia de la soberanía nacional en su sentido popular, así como la centralidad de recuperar funciones estatales para garantizar la vida, y las capacidades gubernamentales para regular y tomar las decisiones colectivamente vinculantes. Asimismo, las lógicas de sociabilidad y cooperación que entraman sectores subalternos en sus estrategias por gestionar la propia vida. Las condiciones para pensar el pueblo como fundamento, como estrategia y como proyecto presentan nuevos desafíos que podrán ser abordados en diálogo con lo expuesto en este artículo.

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Notas

1 Pero, además, el neoliberalismo se asegura que impere la lógica del mercado y del capital financiero subsumiendo al Estado-nación para instalarlo como agente capaz de efectivizar condiciones de acumulación y legitimar legalmente decisiones favorables al capital (leyes nacionales, toma de deuda, tratados internacionales). Así, el Estado mientras impone condiciones para la compra de la fuerza de trabajo -en ocasiones a partir de políticas abiertamente represivas hacia su demos- se ata al mástil cual Odiseo para evitar controlar flujos y formas especulativas del capital financiero mediante cerrojos legales e institucionales. No es casual que la inauguración del neoliberalismo en el continente haya sido de la mano de golpes militares, como en Chile en 1973 y Argentina en 1976, y su reimplantación contemporánea luego de la ola progresista se haya concretado actualizando ese modus operandi, ya sea por medio de golpes que huelen a la vieja usanza (Honduras en 2009, Bolivia en 2019), golpes parlamentarios (a Fernando Lugo en Paraguay en 2012, a Dilma Rousseff en 2016), proscripción de candidatos políticos con chances electorales (Brasil y Ecuador) y declaratoria de estados de excepción “por situaciones extraordinarias, conmoción interna”, como la pandemia que actualmente estamos atravesando mundialmente.
2 Basta recordar la reciente recomendación de un ministro chileno para que los trabajadores madruguen y así puedan pagar menos el boleto de metro https://www.cnnchile.com/pais/reacciones-ministro-fontaine-alza-metro_20191008/ . Última consulta: 18 abril 2020.
3 Es claro que no son los únicos mecanismos: la heteronormatividad, el binarismo, el adultrocentrismo, por ejemplo, también son dispositivos de producción, gestión y represión de la vida.
4 Sin embargo, la promesa de consumo fue resignificada por los emergentes gobiernos de derecha como una “fantasía de igualación” https://www.lanacion.com.ar/economia/gonzalez-fraga-le-hicieron-creer-al-empleado-medio-que-podia-comprarse-plasmas-y-viajar-al-exterior-nid1903034 . Última consulta: 19 abril 2020.
5 https://www.youtube.com/watch?v=0lmzakDk5z0&t=389s. Última consulta: 30 abril 2020
6 La mediatización de los vínculos sociales, los dispositivos de redes sociales, las empresas-países que diseñan esas redes (el uso de Big data) y su lugar en la producción de subjetividades constituyen temas para la agenda del pensamiento político cuya importancia se exacerba en este contexto.
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