Artículos

Prehistoria y modernidad de la ideología. Una noción nómade

Prehistory and Modernity of Ideology. A Nomadic Notion

Pré-história e modernidade da ideologia. Uma noção nômade

Mauro Salazar J.
Universidad de La Frontera, Chile
Carlos del Valle Rojas
Universidad de La Frontera, Chile

REVCOM. Revista científica de la red de carreras de Comunicación Social

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 2451-7836

Periodicidad: Frecuencia continua

núm. 15, e084, 2023

redcom.revcom@gmail.com

Recepción: 12 Octubre 2023

Aprobación: 20 Noviembre 2023

Publicación: 27 Noviembre 2023



DOI: https://doi.org/10.24215/24517836e084

Resumen: Con el propósito de situar el estatuto del término ideología, el texto desarrolla una panorámica desde su temprana escena originaria señalando sus mutaciones semánticas y conceptuales en los diversos debates modernos. Tal recorrido analiza la ideología concebida como una ciencia de las ideas en el campo de la zoología mediante una teoría del darwinismo social promovida por Destutt De Tracy. Luego se abordan los giros radicales que experimenta tal noción como opacidad en Francis Bacon mediante un reformismo epistémico, que nos lleva a la falsa consciencia en la tradición marxista, abriendo litigios que circulan en culturas posfordistas. Por fin, el artículo establece criterios sobre los multiusos de la escuela lacaniana que hacen de la ideología un lugar fantasmático en la producción de subjetividad, sin dorso o exterioridad, donde prevalecen diversas atribuciones de sentido.

Palabras clave: ideología, zoología, discurso, opacidad.

Abstract: With the purpose of situating the statute of the term ideology, the text develops an overview from its early original scene pointing out its semantic and conceptual mutations in the various modern debates. Such a tour analyzes the ideology conceived as a science of ideas in the field of zoology through a theory of social Darwinism promoted by Destutt de Tracy. Then we address the radical turns that such a notion experiences as opacity in Francis Bacon through an epistemic reformism, which leads us to false consciousness in the Marxist tradition, opening litigation circulating in post-Fordist cultures. Finally, the article establishes criteria on the multipurpose of the Lacanian school that make ideology a fantasmatic place in the production of subjectivity, without back or exteriority, where different attributions of meaning prevail. Finally, the article establishes criteria on the multipurpose of the Lacanian school that make ideology a fantasmatic place in the production of subjectivity, without back or exteriority, where different attributions of meaning prevail.

Keywords: ideology, zoology, discourse, opacity.

Resumo: Com o propósito de situar o estatuto do termo ideologia, o texto desenvolve uma panorâmica desde sua inicial cena assinalando suas mutações semânticas e conceituais nos diversos debates modernos. Tal percurso analisa a ideologia concebida como uma ciência das ideias no campo da zoologia mediante uma teoria do darwinismo social promovida por Destutt de Tracy. Depois se abordam os giros radicais que experimenta tal noção como opacidade em Francis Bacon mediante um reformismo epistêmico, que nos leva à falsa consciência na tradição marxista, abrindo litígios que circulam em culturas pós-fordistas. Por fim, o artigo estabelece critérios sobre os multiusos da escola lacaniana que fazem da ideologia um lugar fantasmático na produção de subjetividade, sem dorso ou exterioridade, onde prevalecem diversas atribuições de sentido.

Palavras-chave: ideologia, opacidade, dominação, opacidasd.

Introducción. La Ilustración como estrategia de develamiento

En la biblioteca de las ciencias sociales, pocas nociones resultan tan controversiales como el significante “ideología” o “pensamiento ideológico”1 que durante el siglo XX expandió una comunidad de preocupaciones –sin literalidad de sus objetivos– hacia la Escuela de Frankfurt (Adorno, 1971), los estudios culturales (Williams, 1980) y la teoría hegemónica (Laclau & Mouffe, 1987). Ello se explica, en parte, por el contexto de querellas epistémicas y ocupaciones vanguardistas que la escena originaria abrazó bajo el horizonte premoderno, imputando el teatro de las representaciones victorianas. La ideología emerge como una ciencia objetiva de la naturaleza que se expresa mediante una epistemología (de la visión) basada en el mecanismo infalible de la empiria para contrarrestar aquello que la tradición filosófica instaló bajo la escisión entre verdad y realidad (“esencia o apariencia”). En suma, no debemos perder de vista el nacimiento de esta “categoría”, que alcanza su máxima expresión en las tesis de Francis Bacon ([1620] 2011), y que, en un temprano “reformismo epistémico”, emplazó las distorsiones cognitivas que padecen los hombres en su comunicación cotidiana, pues el llamado teatro de los ídolos no les permite acceder a la verdadera esencia de las cosas, sea por las deformaciones de la caverna, el mercado, el teatro y la tribu (Lenk, 2002).

Desde otra perspectiva, quizás más política, la ideología es utilizada por los filósofos de la Ilustración para cuestionar los propósitos ocultos del estamento eclesiástico y el poder estatal. Esta vez, se trata de una teoría científica de la sociedad que adelanta una sospecha radical frente al tipo de representación que estas instituciones vienen a perpetuar. En este contexto, tal sospecha –o escepticismo– viene a significar una ruptura con toda prefiguración ilusoria de la realidad social. Tal empresa se traduce en una especie de (primera) politización del racionalismo, cuyo propósito es impugnar las distintas formas de dominación (para develar y para delatar) qué ocultan el poder monárquico y las bulas papales. Lo que tiene lugar aquí, en la minoría de edad de la ideología, en la intimidad de su “iluminismo dieciochesco”, puede ser asimilado a una “ingeniería social” que pretende hacer de esta noción itinerante2 (Eagleton, 1993; Larraín, 2014) un mecanismo que estudie y devele cuál es la verdadera base material del razonamiento y las secuencias intelectivas.

La propia inscripción del vocablo nos recuerda el “paradigma psicobiológico” en el que es acuñado. No es casual, entonces, que quien traduce por primera vez este término a una teoría del conocimiento, a saber, Antaine Destutt de Tracy (1754-1836) la ubique tras una ciencia de las ideas en el campo de la zoología. Al punto que hay autores que han asumido que el proyecto fundacional debía poseer el mismo grado de certeza que el correspondiente a los resultados de las ciencias físico-matemáticas (Barth, 1951; Trías, 1970). Recordemos que para el Conde De Tracy3 la base de toda intelección tiene su origen en los sentidos, en tanto cualidad excelsa del pensar y de la capacidad del sujeto para recordar, sentir, imaginar, querer y moverse (Mariano, 1827). La totalidad de los procesos (objetividad fenoménica) tiene su explicación en la sensorialidad humana, pues esta última, bajo un procedimiento casi aritmético, es la responsable de estimular nuestras facultades intelectuales: en este contexto, pensar equivale a sentir. Lo que el pensador francés desliza, no es sino abrazar el ideal ilustrado newtoniano de la naturaleza, pero extrapolado al estudio de la inteligencia humana –secuencias lógicas– y la racionalización de la conducta moral (García Carrasco, 1982). La experiencia del razonamiento, si acaso la podemos llamar de tal forma, es pasiva en un sentido determinado. Es el resultado de un sujeto inactivo que, como tal, no participa en la producción del mundo exterior, salvo cuando sus sentidos le demuestran la existencia de objetos que deben ser analizados sobre una base racional.

Más allá de los paradigmas de comprensión (naturalista o científico-social) tras los cuales es concebida inicialmente la ideología, no es difícil señalar sus atributos más comunes: entre ellos, su devoción por la razón, el uso de la crítica como principio rector del conocimiento y la desconfianza a los prejuicios tan habidos en el ser humano. Por último, destaca la sospecha que busca detectar la esencia de cualquier régimen político que pretenda mantener al pueblo cautivo de la representación desinteresada. En este sentido, la ideología destila una duda radical frente a la dimensión performativo-representacional, que posee el poder, y mediante tal intuición adelanta una crítica, si se quiere solapada, a la noción de representación. Pero allí se lleva a cabo una crítica que hasta el momento permanece inadvertida: colocar en tela de juicio la función performativa (Althusser, 1967; Žižek, 2003) de la representación es, también, precipitarse sobre la ilusión de acceder a una comprensión transparente de las cosas. En este sentido, el proyecto ilustrado se sitúa en los márgenes de ambos razonamientos, por un lado, la aprehensión objetiva de la realidad a través de conceptos aritméticos es un hecho evidente, pero también, resulta innegable la denuncia social acerca de la opacidad lingüística que la estructura social reproduce para perpetuar un régimen de ideas y de cuerpos. Por esto, podemos sostener, este vocablo emerge marcado por un ethos del progreso que se expresa, inequívocamente, en el sueño ilustrado de una sociedad transparente gobernada por la razón, libre de los prejuicios y las supersticiones del ancien régimen.

A diferencia del paradigma natural-objetivista de Bacon ([1620] 2011), el criticismo racionalista de los philosophes de la Ilustración involucra un desplazamiento sustantivo (semántico y epistemológico) respecto al uso inicial de esta noción. Tras esta primera ruptura, que se lleva a cabo en el marco del clasicismo ideológico, este vocablo se constituye en aquel instrumento que nos permite desenmascarar las formas veladas de dominación y de sometimiento a través de las cuales se reproduce el poder de Estado y del orden eclesiástico. Aquí, es necesario destacar el “deconstruccionismo” inadvertido que la sospecha en cuestión desliza sobre la representación. Que los hombres hayan acordado delegar y/o “enajenar” sus deberes y sus derechos en un tercero (léase institución o Leviatán) supone una dificultad original, que los obliga a padecer este fracaso original a través de la ficción del representante –figura oposicional a los intereses de la develación ideológica–. La encarnación de este último en una figura de poder es posible merced a la imposibilidad humana de auto-organizar lo social prescindiendo de una “instancia” que hace las veces de mediación (“cámara oscura”), al tiempo que procura salvaguardar los intereses de la mayoría mediante esta función develadora de un estado de cosas que prefigura un primer saber sistemático en torno a la ideología, pasible de ser caracterizado como teoría del engaño.

Sin embargo, aquí tiene lugar una mutación semántica (antes insinuada) con resultados teóricos y políticos que es necesario remarcar aún más: una cosa es el escepticismo como instrumento metódico contra la “opacidad humana”. A propósito de que todo acto de intelección se ve impedido de acceder a la esencia última de las cosas debido a las pre-comprensiones simbólicas del lenguaje y sus rituales (Bacon, [1620] 2011). Pero, otra cuestión hace mención al “proyecto” político de la Ilustración cuando la ideología es concebida como el mecanismo que delata las representaciones erróneas que preservan un régimen de veridicción. En tal caso, la ideología se utiliza como crítica ideológica en un nivel cognitivo, aquí se hace hincapié en saber cómo las leyes de la naturaleza funcionan realmente, despojándonos de las prenociones que el sentido común nos impone. La Ilustración promovía una denuncia social echando por la borda la mentira con que se sostiene la dominación. Tal fue el sentido práctico de este término como antídoto que venía a confrontar el velo institucional del poder y sus vectores de sometimiento. Como podemos apreciar, ya no se trata de una mera ciencia de las ideas que solo trate de erradicar la opacidad de las relaciones humanas (como era el caso de Bacon y De Tracy). Los intereses en juego son distintos. Como veíamos, el primer razonamiento se sirve de una epistemología empirista que pretende despojar hasta el menor rasgo performativo del lenguaje. La ulterior politización de la epistemología va en desmedro del “programa de calculabilidad” de Bacon ([1620] 2011), toda vez que se privilegia una crítica social apoyada por una teoría del conocimiento y no al revés. Sin perjuicio de este cambio de episteme, la especificidad del enfoque en cuestión viene dado por el dispositivo que antes hemos consignado y que, pese a las modificaciones entre método y objeto, permanece inalterado en la tesis de la bella mentira (Mannheim, 1958). Cabe destacar que la relación entre epistemología y política aquí es invertida. Mientras que en las reflexiones de Bacon ([1620] 2011) la prioridad era fundar un conocimiento que, obedeciendo los designios de la naturaleza inmutable, pudiese, al menos, interpretar sus leyes a partir de los sentidos, objetivo que neutralizará el teatro de los ídolos (tradición, dogmas, religión; cuyas anticipaciones sofistas se articulan desde las nociones del sentido común). En suma, la Ilustración pretende articular una relación secular entre teoría y política, y, con ello, el sentido práctico de la ideología resulta una cuestión insoslayable: se trata de un saber contestatario.

Sea en el marco de una ciencia natural (Bacon) o de una crítica social y religiosa, podemos adelantar un aspecto que prevalece en ambos razonamientos, a saber, la ideología hace su ingreso al saber contemporáneo a través del binarismo esencia-apariencia. Pero cabe consignar que de tal dicotomía policial no se desprende un mismo derrotero terminológico (opacidad, mentira y enajenación), ni siquiera podemos homologar el significado de este binomio en distintos contextos discursivos. Esencia, para Francis Bacon (bajo una cognición radical que, inclusive, ejerce una fuerte influencia sobre el Karl Marx de La ideología alemana, [1932] 1974), significaba interpretar las leyes objetivas del universo con el fin de transparentar la comunicación entre sujeto y objeto, evitando la opacidad en la “aprehensión” del mundo objetual; no olvidemos que la inducción tenía el propósito de cooperar en la construcción de una “comunidad ideal de habla”. Para el horizonte ilustrado, la esencia alude a las representaciones erróneas que ocultan las intenciones de dominación de algunos hombres. La Ilustración, pese a su presuntuosa racionalidad, debe cohabitar con un fuerte prejuicio humanista, especialmente, referido a la mentira de la dominación. En el caso de Marx, la sustancialización de las categorías es eminentemente científica y no menos política. Y sí, por las implicancias que abre el autor de Tréveris (1818-1883), la ideología alcanza su mayoría de edad en un movimiento secular. La politicidad de los conceptos desarrollada por el autor no nos permite adjudicar un esencialismo a las relaciones sociales de producción, a saber, una especie de zócalo oculto e invariante que nos traslade a un paradigma de la conciencia mimetizada con la realidad, so pena de que la relaciones de producción tienen efectos decisivos en el terreno de la cultura y la política (Althusser, [1968] 2008).

Esto último concierne tanto a la perspectiva de las ciencias exactas, que se traduce en la necesidad de una infranqueable teoría del conocimiento (en tanto epistemología de la realidad que viene a compensar la deformación que produce el poder), o, en su versión político-epistemológica, mediante una crítica a los poderes de turno, que busca instar a los hombres a desconfiar de los pactos representacionales; nuevamente, lo que se mantiene soterrado aquí es una desconfianza a la representación en un terreno político. En nuestra opinión, lo anterior no significa un mero desplazamiento etimológico, ya que en la medida en que el objeto varía ello va en detrimento del sentido original del enfoque en cuestión, cual era constituirse en un saber clínico de las ideas.

De algún modo, y lejos de la anécdota, el rótulo peyorativo con que Napoleón Bonaparte catalogaba a los ideólogos como portavoces de una vertiente romántica y desconectada de la realidad social se mantiene vigente hasta nuestros días. La distancia entre un enunciado y su contrastación empírica será una brecha constitutiva y primordial para todo pensamiento ideológico. Guste o no, una aseveración es calificada de ideológica cuando se muestra extemporánea –no situada– respecto de aquello que se estima como realidad social. Podemos extremar las cosas y convenir que un enunciado puede ser rotulado de ideológico si ampliamos nuestra comprensión de la empiria y esta última no se restringe a un estado de cosas observables y cuantificables, sino a una atmósfera cultural que otorga el campo de verdad para que un conjunto de ideas se sostenga socialmente, sin precisar su realidad social, como contexto de producción. En este contexto, ideología, para Napoleón, es un pensamiento que permanece anquilosado en una especie de escolástica medieval: “Vosotros los ideólogos –decía Napoleón– destruís todas las ilusiones, y la era de las ilusiones es, tanto para los individuos como para los pueblos, la era de la felicidad” (Eagleton, 1993, p. 98). Ello, paradojalmente, se contrapone a la intención original de De Tracy (1801), para quien la ideología debía sacar a flote el modo de producción de las ideas y producir una aritmética del conocimiento. Esta empresa tenía como gran mérito desplazar la dicotomía entre idealismo y materialismo. Subrayemos que aquí no estaba en juego el campo de las ideas y sus efectos en la vida social; sin embargo, se perseguía una explicación racional de estas últimas, especialmente, en su vinculación a un modo de producción. De otra forma, queda aquí restituida una cuestión que el proyecto ilustrado pretendía desterrar cuando se propuso desarticular todo viso de pensamiento metafísico.

Sin perjuicio de los usos y los abusos modernos de la ideología, donde esta es reducida a un campo de afirmaciones dogmáticas, desconectadas de la realidad social (sea porque permanece anquilosada en una suerte de fundamentalismo, o porque se estima empíricamente desfasada), la teoría del engaño mantiene una connotación que es necesario destacar. En el marco de La sociedad del espectáculo (Debord, 1967), la impopularidad de lo ideológico es masiva. A diferencia de autores puntuales, como Jon Elster (1985), que reconocen el “cemento social” que requieren las instituciones mediante la relación entre ideología y organización, la significación genérica y masificada se encuentra especialmente arraigada en el sentido común contemporáneo y, por lo tanto, existe una continuidad con la formulación cuasi prehistórica de la ideología (Therborn, 2015).

Una cuestión distinta hace mención a la tentación de asociar significantes como opacidad, error, mentira y enajenación. Pese a la aparente homogeneidad con la que surgen, estas nociones tampoco pueden ser articuladas en un corpus sinonímico estable que eche las bases para una teoría general de la ideología. La dificultad de vincular el binomio esencia/apariencia a las nociones de opacidad, mentira y error se explica, en parte, porque estos tres términos nos remiten a distintos universos de significación social. La noción de opacidad utilizada en el período de la primera Ilustración está vinculada a la deformación constitutiva de las relaciones sociales producto del tráfago del lenguaje y, especialmente, de su imprecisión para describir los objetos básicos e intangibles. En el caso de la opacidad, existe una marcada diferencia entre el pensamiento y la acción, pues no hay conciencia humana que pretenda promover esta distorsión de lo social; en este sentido, los hombres no saben que están en estado de confusión frente a lo que observan. La opacidad depende del sujeto y no reside en las cosas, pues es la impericia del hombre y su falta de conocimiento lo que no permite acceder a la verdadera esencia de los objetos. A diferencia de esto último, la mentira es una noción que se encuentra fuertemente vinculada a la Ilustración; su diferencia lógica con la opacidad reside en que tiene un carácter intersubjetivo, a saber, se miente para otros con el objetivo de presentar las cosas de una manera diferente a como realmente son en sí; la época clásica de la ideología nos habla de un pueblo oprimido por los falsos designios del poder. Ambas nociones, opacidad y mentira, operan en el terreno de la conciencia. Dentro de este esquema, por cierto, irregular, la noción de enajenación se encuentra vinculada a la tesis marxiana de la falsa conciencia. La enajenación se aparta del uso que la ideología pretende combatir en un comienzo en su calidad de método científico, y dista mucho de reconocer la brecha entre pensamiento y acción; la realidad definitivamente descansa en un soporte ideológico, por lo cual la ideología es un fenómeno estructural e inconsciente en el sentido freudiano.

Efectos de la lectura ilustrada en el pensamiento de Karl Marx

La sistematización más célebre de la belle mentira recae en la figura de Marx, cuya reflexión es heredera de la crítica ilustrada a las formas de dominación que encubren las contradicciones de clases y, en términos epistemológicos, del binarismo esencia-apariencia (con la salvedad que hemos hecho en páginas anteriores) que establece las condiciones de posibilidad para la tesis de la falsa conciencia. La continuidad más relevante con el argumento expuesto más arriba, consiste en que aquí la epistemología, al igual que en la Ilustración, se encuentra definitivamente subordinada a una crítica política que privilegia, ante todo, el terreno práctico real. En La ideología alemana ([1932] 1974) –publicada al ruso recién en 1932, por el Instituto Marx-Engels de la ex Unión Soviética–, más allá de las rencillas con la filosofía hegeliana, llama la atención el vocabulario empirista que el autor utiliza cuando reivindica situarse en el terreno de la “historia real”', como si este fuera el único medio para acceder a la “dominación consciente” de las “relaciones sociales reales” y, al mismo tiempo, las condiciones materiales de producción constituyan un nivel irreductible al campo de las ideas. Tal ambigüedad terminológica le ha costado un alto precio a la tradición marxista, pues al tiempo que el intelectual de Tréveris busca vincular la producción material con el mundo de las ideas (mediación dialéctica) para establecer su noción de praxis, utiliza en esta tarea un lenguaje que, por momentos, se aproxima a un empirismo sensorial. Esto resulta aún más contradictorio si recordamos que el propio Marx es quien se encarga de criticar la actitud pasiva de Feuerbach, cuando este sostiene que el hombre portador de una sensorialidad inerte no participa en la actividad real de la producción y solo se dedica a crear una ciencia exacta de los hechos, mientras en La ideología alemana ([1932] 1974) lo que le compete al comunismo –como práctica de la emancipación– es derrocar el orden burgués.

Pese a las distintas acepciones que la ideología adquiere en el pensamiento del autor, cabe resaltar que el binomio esencia-apariencia, aunque es recubierto por distintas lógicas de argumentación, se mantiene inalterado a lo largo de su pensamiento. A partir de la reflexión marxiana tiene lugar un primer hito trascendental para la formulación contemporánea de la ideología, en tanto que esta noción deja de ser la llave maestra que nos permite develar los misterios ocultos (paradigma científico y naturalista) para encarnar el espejo mistificador de las desigualdades originadas por el modo de producción capitalista y su lógica de acumulación. Ahora, este vocablo pasa a ser aquello que merece ser esclarecido –esta vez, el bello engaño está del lado de la ideología misma– y queda perpetuada una mutación entre método y objeto. De este modo, la materia estudiada ya no poseerá un carácter pasivo, dando lugar a una inversión cognitiva y epistemológica que representa el segundo quiebre respecto a la formulación naturalista de Bacon ([1620] 2011). En el futuro, la noción analizada trasunta una categoría de revelación inscrita al interior de una ingeniería política y, de aquí en más, representa una sinonimia con los lenguajes del capital. En términos concretos, para Marx la ideología es el resultado de la escisión que experimentan los productores directos cuando son despojados de sus medios de producción y se ven obligados a vender su fuerza de trabajo, padeciendo la escisión entre trabajo manual e intelectual. Una cuestión más radical consiste en que Marx advierte el carácter constitutivo de las ideologías en las sociedades modernas y, particularmente, en el modo de producción industrial. Ello se trasluce en sus múltiples críticas tanto a la ficción de los derechos del hombre (privatización encubierta del derecho), como así mismo, en “El fetichismo de la mercancía” (1964) cuando el mundo de los objetos parece reproducirse sin la mediación de los productores directos.

Por el contrario, el estallido de este vocablo comienza cuando su utilidad queda subordinada a un cuestionamiento político y el proyecto epistémico-normativo no puede lidiar con su “metaforicidad expansiva”. Resulta indesmentible que idéologie –en su traducción gala– no representa un objeto gravitante en la teoría de Marx; excepto por algunos usos políticos controversiales en sus efectos conceptuales, el entrecruzamiento de problemáticas contradictorias resulta una cuestión infranqueable. A estas alturas, resulta una perogrullada afirmar que la obra del autor alemán es menos un desarrollo coherente sobre esta noción que un conjunto de reflexiones provisorias, cuyo énfasis está en vincular las relaciones de producción y las formas políticas de legitimación como, asimismo, en relacionar la ideología y su radicalidad política para cuestionar el régimen de explotación capitalista. Más allá del uso político que Marx hace de este término, la ideología siempre es limitada a las condiciones materiales de producción, lo que hace que jamás sea concebida como un significado en sí, a saber, obviando las relaciones de dominación que imperan en el modo de producción capitalista.

El autor de La ideología alemana ([1932] 1974) utiliza esta noción en distintos contextos discursivos, a veces, como falsa conciencia (estado de alienación de los sujetos en la producción), y otras, como aquella “instancia” donde los hombres toman conciencia de sus contradicciones y se ven impulsados a desarrollar la lucha de clases. Con esto, se abren dos perspectivas de trabajo que aquí nos interesa comentar (Abercrombie & Turner, 1985). La tesis de la “falsa conciencia” que, grosso modo, sostiene que los hombres viven en un estado de disonancias cognitivas cuando son aislados de sus medios de subsistencia y forzados a vender su fuerza de trabajo como una mercancía más. Ello es condición sine qua non para que el capital pueda perpetrar su dominación mediante manos libres “dispuestas” a la proletarización, que no es sino la “pérdida del ser genérico”. De este modo, los sujetos son concebidos bajo la categoría de ciudadanos iguales, como si contaran con los mismos derechos y deberes equitativamente distribuidos. Sin embargo, este argumento, más allá de las libertades formales que garantiza para la reproducción de la sociedad burguesa, escamotea una cuestión enteramente relevante: el resguardo de la propiedad privada solo beneficia a aquellos que se sirven de su privatización lucrativa. El derecho humano de la libertad no se asienta en la vinculación entre los hombres basada un “reparto de lo común”, sino en un aislamiento radical, a saber, mi condición de propietario implica la validación normativa de “algo que eso mío”, y que no se articula colectivamente. La condición de la propiedad privada es no ser interferido por ningún tercero en aquel dominio irreductible a una experiencia común (Sobre la cuestión judía, 1845). La dominación de las ideas se encarga de exponer la relación capital­trabajo como un contrato libre y racional que el obrero alcanza con el capitalista sin ningún tipo de coerción. Sin ir más lejos, en un pasaje de los Manuscritos económico-filosóficos ([1844], 1977), Marx tempranamente denuncia que el obrero se encuentra despojado de sus medios de producción y, a raíz de ello, se niega como ser genérico, pues experimenta la brutal escisión –espectral– entre trabajo intelectual y trabajo manual; “el trabajador no se afirma, sino que se niega”. Este divorcio, que se expresa inequívocamente en el campo de la producción, se llama enajenación (Vovelle, 1985). Entre esta tesis y la falsa conciencia hay una débil frontera. Una tensa filigrana que torna imperceptible tal distinción. A la sazón, en este primer borrador el autor adelanta algunas de las implicancias mistificadoras que tiene la ilusión ideológica cuando es puesta en relación con la religión y el proceso de fetichización, donde los hombres pasan por alto algo que ellos mismos han creado. La crítica marxiana advertida de que la ideología es una “jaula de hierro” opera también en un nivel ideológico, esto es, se mantiene la ilusión de acceder a un estado de transparencia social, pues la religión no es más que un producto humano que, luego de ser idealizado, somete a los hombres ocultando sus propias condiciones materiales de producción.

Al margen de la ruptura epistemológica que la ideología experimenta dentro de la reflexión marxiana, cabe subrayar que aquí hay dos distanciamientos con el tratamiento que la Ilustración hace del punto. La primera es parcial y tiene relación con la tesis de la bella mentira, paradigma del sujeto que Marx reivindica en sus primeros escritos, y que se puede ilustrar con una célebre afirmación del autor: “Hoy el Estado viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa”. Si bien la destreza literaria del joven Marx se asemeja a la crítica ilustrada hacia el poder político y religioso, el Estado constituye una cámara oscura porque contribuye a la realización del capital, en la medida en la que preserva un régimen de explotación y su locus estructural garantiza el cumplimiento del ciclo del capital. El Estado, cual aparato ideológico (Althusser, 1967; Poulantzas, 2007), desplaza constantemente y vigila la reproducción material de la ideología dominante, a saber, los intereses que la clase dominante busca preservar a través de un determinado régimen de ideas. Más allá de las mediaciones que la tradición marxista ha establecido sobre esta relación, la correlación resultaba indesmentible; la clase que posee el poder material es, al mismo tiempo, aquella que produce el mundo espiritual dominante.

La segunda ruptura es evidente. Para Marx, la ideología desenmascara el carácter clasista de las fuerzas productivas en el modo de producción capitalista. Ello entraña una radical denegación del carácter benefactor de estas últimas, pues el desarrollo tecnológico se dispone como beneficio (exclusivo) de la clase dominante. De este modo, la tesis de la cientificidad en tanto bienestar social es tempranamente desechada, colocando una lápida al proyecto ilustrado de socializar la ciencia (Trías, 1970). En torno a esto último se hace evidente la contradicción estructural entre el colosal desarrollo de las fuerzas productivas: cuanto más se controla a la naturaleza mediante la técnica, más inhibidos quedan los hombres de desplegar sus potencias, deseos y anhelos en el campo de la producción como una prolongación de las cualidades humanas (Read, 2022). En este sentido, no es que Marx renuncie al goce de las fuerzas productivas, por el contrario, la sociedad comunista (eximida de antagonismos e ideología) se apoya en un despliegue colosal de fuerzas productivas. El comentario anterior debe ser comprendido como una constatación que echa por tierra el sueño ilustrado, además de establecer el vínculo entre la tecnología y la clase social que se sirve de esta última.

Lo que hemos expuesto hasta el momento atañe a los múltiples usos de la ideología en la reflexión de Marx y también concierne a los intentos (fallidos) de una sistematización coherente de esta noción a manos de la teoría social contemporánea: nuestra “tesis” al respecto consiste en sindicar a la ideología a partir de una teoría fallida (Trías, 1970), a saber, una noción que solo puede ser pensada allí donde es eximida de un patrón de sistematicidad. Ello, si concordamos que este término no está referido a un “objeto” acotado, como tampoco a una estructura conceptual coherente. En lo que respecta al tratamiento posnaturalista del término, esto se debe a que en la comprensión de esta noción Marx cruza dos problemáticas. En tal sentido, no constituye novedad alguna sostener que la “teoría ideológica” descansa sobre un saber multiparadigmático que debe ser escrutado desde distintos registros teóricos; lo importante estriba en adelantar las consecuencias que esto último involucra.

A partir de lo anterior, nuestra pregunta central es: ¿en qué momento la ideología se torna un problema teórico a dilucidar? De otro modo, ¿bajo qué condiciones históricas se torna necesaria una teoría general de la misma, o bien, debemos lidiar con sus dispositivos de subjetivación? Frente a estas observaciones, la teoría social contemporánea, ya sea en su variante epistemológica (verdad/error), sociolingüística, ha tomado nota de cómo la producción discursiva –circulación y recepción de discursos– transmite formaciones ideológicas (Van Dijk, 1999). El argumento que aquí se esgrime consiste en que las diletancias del materialismo histórico darían lugar a distintos tratamientos de la ideología, en algunos casos, inconmensurables entre sí. De este modo, habría una tensión constitutiva en el uso de esta noción; las ideologías, en la obra de Marx, destacaron tanto por su disparidad, como por su carácter contradictorio (terreno de la alienación y la lucha de clases). Por esto, como hemos advertido, el problema no consiste en impugnar las incongruencias del pensamiento de Marx, toda vez que su cometido no se propone llevar adelante un estudio detallado de esta noción.

En nuestro criterio, la ideología deviene “problema teórico” cuando los contextos de emergencia en los que se articula se desplazan diametralmente (dispositivo naturalista-epistemológico-político) y, junto con ello, el significado de la noción varía radicalmente. Como hemos visto en el recorrido que va de Destutt de Tracy a Karl Marx, la ideología contiene por lo menos cinco acepciones: a) el estudio exacto de las ideas vinculadas a su base material, b) la crítica política a los intereses ocultos del poder de turno, c) la superestructura político-ideológica que reproduce el orden capitalista, d) la conciencia crítica de la acumulación capitalista y e) la ficción del derecho burgués para velar por la relación capital/trabajo. Las implicancias de estas mutaciones no permiten que esta noción sea restringida a una teoría coherente, dado el singular comercio entre método y objeto, como asimismo las distintas prefiguraciones de la realidad que están en ciernes en los diversos usos de la ideología redefinen completamente su significado social.

Conclusión: el imposible fin de la ideología

Sin la menor duda, en la reflexión de Marx podemos encontrar múltiples ejemplos de una versión epifenoménica de la ideología, pero también múltiples latencias, que informan varios debates hacia el siglo XXI. Ello va desde la publicación de Ideología y aparatos ideológicos de Estado (1968), hasta los trabajos de Eslavoj Žižek (2001, 2003). Es el caso del prólogo a Contribución a la crítica de la economía política ([1859], 1980), texto que bajo un vocabulario estructuralista limita al sujeto en sus pretensiones de historicidad, sosteniendo que el hombre cultiva relaciones necesarias e independientes a su voluntad. relaciones de producción. El conjunto de tales relaciones de producción conforma la tópica económica-material. Aquí Marx, y la tradición marxista, suscribe a una infalible infraestructura contra las representaciones erradas de la consciencia social.

En Marx –y el marxismo– se dejan entrever las siguientes ideologías en uso: a) falsa conciencia producida por la alienación fabril-mercantil, b) instancia en donde los hombres adquieren conciencia de su vida social, c) instrumento de explotación y de sometimiento de la clase dominante, d) efecto mistificador de la vida social y e) superestructura que a nivel político reproduce las condiciones extra-económicas necesarias para un régimen de explotación. A partir de esta polisemia de acepciones, podemos consignar dos comprensiones de este vocablo. La primera concierne a la tesis de la falsa conciencia, al estado de ilusión en el que viven los sujetos a raíz de la escisión que el ser género experimenta en el terreno de la producción viviente. La segunda caracteriza a la ideología como instrumento que promueve el cambio social a través de la toma de conciencia, que desenmascara al capitalismo como fuente de contradicciones, un proceso que, paradojalmente, se lleva a cabo al interior de la alienación capitalista, dando lugar a una tensión entre ilusión y conciencia de clase.

En principio, el problema se relaciona con la articulación de dos argumentos aparentemente contradictorios, a saber, la ideología, al tiempo de ser el espacio donde los sujetos se encuentran bajo la ideología de la clase dominante y alienados en su interpretación de la vida social, es también aquel magma de significación donde los hombres dan sentido a sus vidas y se organizan colectivamente. En nuestra lectura, la fricción entre ideología dominante y contra-ideología de subversión de este estado de cosas no se resuelve enteramente en el campo discursivo de las ideologías, sino en las formas históricas de producción que participan del proceso de sobredeterminación. Para ello, debemos vincular la auto-conciencia que se desprende de la producción y la formación social histórica donde se lleva a cabo esta relación. Para romper la reproducción ideológica, nos resulta del todo útil servirnos de un argumento que se inscribe en una particular comprensión de la producción, donde esta última es concebida como reproducción material del género sin caer en la topología base/superestructura. En otros términos, esto significa que la toma de conciencia se explica por los efectos que las relaciones históricas de producción tienen en el campo de la ideología. Se trata de un comodín histórico que garantiza el “desequilibrio” en favor de la práctica concreta, de tal suerte que la producción es aquel “lugar” que hace de los contextos de producción un recurso para la adquisición de una conciencia crítica. La contradicción capital/trabajo es aquella “instancia” –principio subyacente– que permite adquirir una conciencia de la praxis, donde las relaciones de producción, al tiempo de ser la “instancia" que cristaliza las contradicciones del mundo capitalista son, también, parte integral de la producción activa en la que el hombre participa.

Por fin, las ramificaciones de la contemporaneidad marxista se tradujeron en un expansivo interés culturalista por las ideologías que reproducen dominios, al extremo de penetrar en los estudios culturales al rescate de la noción gramsciana de ideología. Ya adentrado el siglo XX, el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham, fundado en 1964 por Richard Hoggart, supo de la relevancia de autores como Raymond Williams y Stuart Hall, que abrazaron la tarea de extenuar la teoría ideológica abriendo una escena de renovación respecto a los marxistas estructuralistas y las posiciones del Partido Comunista británico y francés.

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Notas

1 Constituye ya un lugar común afirmar la dificultad de una teoría general de la ideología. Basta ver la docena de acepciones que nombra Terry Eagleton (1993) al comienzo del primer capítulo de su libro Ideología.
2 Dice Žižek (2003), en “Introducción a ideología. Un mapa de la cuestión”: “La palabra ‘ideología’ puede designar cualquier cosa, desde una actitud contemplativa que desconoce su dependencia de la realidad social hasta un conjunto de creencias orientadas a la acción, desde el medio indispensable en el que los individuos viven sus relaciones con una estructura social hasta las ideas falsas que legitiman un poder político dominante. Parecería surgir justamente cuando intentamos evitarla, mientras que no aparece cuando es claramente esperable (p. 10).
3 La original se centra en que el conocimiento de cualquier animal es insuficiente, es incompleto, por cuanto no se pueden desglosar las “facultades intelectuales”. En suma, la ideología es intensamente una pieza de la zoología y, concebida de este modo, tiene su centro gravitacional en el estudio de la antropología humana en cuanto cognición.
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