Artículos
Diálogos desalejadores. Pensar la educación en tiempos de pandemia
De-severance dialogues. Thinking about Education in Pandemic Times
Revista Argentina de Estudios de Juventud
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN-e: 1852-4907
Periodicidad: Frecuencia continua
núm. 15, e057, 2021
Recepción: 04 Marzo 2021
Aprobación: 21 Mayo 2021
Publicación: 09 Agosto 2021
Resumen: Este ensayo de comunicación y pensamiento en medio del aislamiento y de la distancia social impuestos por las medidas gubernamentales en salud pública, ha sido elaborado como un quid pro quo que busca cuestionar y superar las distancias del espacio físico, institucional y generacional. Las siglas C.E.S.B. y B.Z.Z. corresponden a las voces de los autores, quienes trabajan en el proyecto de investigación Pedagogía, arte y ciudadanía, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en dos ciudades de Colombia: Bogotá y Cartagena de Indias, como investigador principal y como asistente de investigación, respectivamente.
Palabras clave: Educación, pandemia, campo, desalejar.
Abstract: This attempt at communicating and thinking in the midst of isolation and social distance imposed by government measures in public health, has been developed as a quid pro quo that seeks to question and overcome the distances of the physical, institutional and generational space. The initials C.E.S.B. and B.Z.Z. correspond to the voices of the authors, who work in the research project Pedagogy, art, and citizenship, at Jorge Tadeo Lozano University, in two cities of Colombia, Bogotá and Cartagena de Indias, as main researcher and as research assistant, respectively.
Keywords: Education, pandemic, field, de-severance.
Salir a la calle, encontrarnos con el tráfico y escuchar las emisoras en el transporte público de ida y vuelta al colegio o a la universidad era nuestra normalidad y nuestra «cercanía» en la ciudad. Hoy, estamos a kilómetros y, en la distancia del encierro y el aislamiento físico, pocas veces se logra medir la distancia desde el lugar en que se encuentra cada quien. Hay sitios en los que la virtualidad nunca ha existido, en los que los/as estudiantes no ven la cara de los/as profesores/as, ni siquiera en fotos fijas, y en los que la llegada del covid-19 no ha generado cambios, al menos, no en la educación. En la distancia geográfica, generacional, étnica, intentamos la cercanía reflexiva, y en el lenguaje sobre la lejanía entre la ciudad, la educación y el campo, buscamos no quedarnos en el círculo cerrado de lo urbano, de la educación en las ciudades capitales ni para minorías privilegiadas. En este tejido de reflexión, cuyas fibras van y vienen desde distintas distancias y cercanías, ofrecemos un diálogo desde los ventanales de las ciudades frías y lluviosas de las montañas andinas, desde el verde del campo caluroso y húmedo del Caribe, y desde la presencia intensa o apagada de la educación en la lejanía y en la «cercanía» que suponíamos tener.
B.Z.Z.: ¿Qué es pensar en educación en medio de una pandemia que ha sacado a relucir verdades y realidades que antes estaban supuestas, tácitas? ¿Y qué es pensar en educación? No solo desde las ciudades sino desde del campo, donde los/as niños/as y los/as jóvenes apenas alcanzan a estar bien sentados en un salón de clase en el que el techo se quiere venir abajo, donde hay goteras en cada esquina del aula y donde, si llegas tarde, te reciben con la embarazosa membresía de recorrer los salones en busca de una silla sobrante, que al final tendrá el brazo roto. Estoy escribiendo aquí del pasado, o del pasado paralizado en el campo, porque mientras tu realidad es otra, llamada virtualidad, mi presente o mi presencia en el campo no ha cambiado tanto o ha empeorado más. Pero, como decía mi abuela con aire consolador, «quien quiere estudiar, estudia como sea».
C.E.S.B.: ¿Por qué cuando queremos pensar en la educación y, particularmente, en la de los/as jóvenes rara vez les damos la primera palabra a ellos/as mismos/as, e incluso evitamos presentarnos e intercambiar nuestros nombres y nuestras historias? En la mirada todo pasa: nos reconocemos y nos deseamos, o nos rechazamos y nos discriminamos; intentamos comprendernos y nos acompañamos, o nos abandonamos. Sin embargo, antes de las restricciones físicas afanadas por nuestra inexperiencia ante la pandemia, antes, en la presencialidad y en nuestro vernos día a día sin siquiera preguntarnos qué era esa presencia compartida en la ciudad y en el campo, evitábamos mirarnos e, incluso, nos fastidiaba tanta cercanía, tanto tumulto, tanta gente. Ahora, en la virtualidad, hablando a pantallas apagadas o con fotos fijas (Dicen que hay que apagar las cámaras y los micrófonos para comunicarnos mejor, para que la señal sea mejor… pero no encuentro la señal de los ojos de quienes nos «encontramos» virtualmente), también evitamos mirarnos o se nos impone el no mirarnos. ¿Será que encontrar los ojos de los/as otros/as, que leer los modos de la corporeidad de los/as otros/as en la presencialidad eran experiencias necesarias para la comunicación en la educación? Con piso de tierra o con pisos pulidos, se me antoja que la educación sucede cuando nos encontramos.
B.Z.Z.: Recuerdo que cuando el primer computador llegó a mi casa, y quizás el quinto en toda María la baja (Bolívar, Colombia), me reunía con amigos/as cercanos/as y hacíamos las consultas en la Enciclopedia Encarta. Hasta entonces, mi madre era una especie de navegador que daba respuestas a mis preguntas a su manera, o yo pasaba horas en el rincón del único pasillo corto de la biblioteca del colegio. Mi insistencia y, por qué no, mi suerte, me ayudaron a pasar limpio en cada grado; atrás veía como algunos/as conocidos/as no avanzaban, posiblemente por el espíritu, por una Encarta o por las circunstancias. Hoy, el paisaje sigue casi igual y sin motivación, porque para estudiar en la virtualidad se necesitan más que ganas de escuchar y de ver al/la profesor/a detrás de una pantalla. Así como en la normalidad, en la virtualidad se requiere de lo material, una salvación que en el campo está ausente en ambos tiempos.
C.E.S.B.: En las últimas semanas del segundo semestre universitario de 2020 hecho con apoyos virtuales, en los últimos días de esta «cita a ciegas» (como les digo a mis estudiantes) que ha sido hablar (rara vez, discutir o debatir) mediante micrófonos y pantallas diseñados para la distancia, recuerdo los análisis de Martin Heidegger ([1927] 2009) sobre la espacialidad: los seres humanos somos ante todo desalejadores/as. Es decir, en cuanto que somos, teniendo que ver unos/as con otros/as y con las cosas, siempre nos salimos al paso en la cercanía: la de quien recordamos, así esté muy lejos; la de la voz querida de quien nos habla por el teléfono, incluso desde la distancia que se mide en kilómetros; la de quien nos importa, nos ocupa y nos preocupa en nuestros asuntos y ocupaciones. Y, sin embargo, a pesar de este esfuerzo por hablar y por buscar en las pantallas los encuentros, me queda la pregunta sobre las formas en las que nuestro mutuo aprendizaje se ha visto afectado. Y no lo digo en el sentido en que es una posibilidad propia de la comunicación el hecho de que la finjamos o, incluso, de que esta falle y no suceda: me refiero, más bien, a que sin poder leernos e interpretarnos en nuestros gestos, en nuestra corporalidad, en el tono de nuestras voces y miradas, no estamos seguros de haber logrado comprender, de haber logrado acercarnos al contenido de pensamiento y de emoción de los/as otros/as. Sólo en unos meses podremos empezar a ver las consecuencias del tipo de aprendizaje que hemos puesto en obra en estos pasados meses, y podremos comprender el impacto que ha tenido en nuestra vida social, en nuestra mutua comprensión, en este colectivo habitar nuestro mundo, nuestros temas, nuestras preguntas y expectativas.
B.Z.Z.: Si los/as jóvenes y los/as niños/as en las ciudades tienen la opción de decidir si estudiar en medio de la pandemia o aplazar sus estudios a causa de una aflicción, y no por la falta de aparatos tecnológicos que requiere la virtualidad, en el campo estos/as mismos/as jóvenes y niños/as que hacen parte, indiscutiblemente, del Estado colombiano, no tienen la oportunidad de decidir ni desde el ser individual ni desde el cuerpo parental. Entonces, ¿ha existido la virtualidad en el campo? En estas tierras olvidadas y enmudecidas, en las que los gobiernos y los medios de comunicación solo fijan sus miradas cuando ocurren tragedias para el entretenimiento en que se han convertido los noticieros, la educación y la virtualidad no se dan la mano por una y mil razones. Lo material siempre ha estado ausente, tanto en la normalidad como en la virtualidad; antes no tenían sillas, ahora no tienen computadoras ni celulares ni internet. La pandemia no ha puesto la vida en el campo patas arriba, porque en estos pueblos y en estas tierras calurosas la realidad sigue exactamente igual en el antes y en el después de la llegada del covid-19; es decir, siempre ha sido el campo patas arriba.
C.E.S.B.: Cuando volvemos el cuerpo invisible, nos alejamos y nos desenamoramos. Decía Marguerite Yourcenar ([1936] 2001): «Dejar de ser amado, es volverse invisible. Ya no te das cuenta de que tengo un cuerpo». Así, con la tierra, con el territorio, con lo que llamas «campo», así con los/as demás en esta tiranía de la distancia, del mirar de lejos, del no acercarnos. Así que el tal olvido estatal, la indiferencia de las castas políticas con los territorios, con la tierra, y su conversión en meros recursos explotables, sería algo así como desenamoramiento e, incluso, odio. Dictar desde la política pública que la educación debe ser así o asá, que se ha logrado una cobertura amplia, que tantas personas se loguearon en las salas virtuales, es no entender nada de educación. Descorporeizar impunemente la educación, y no expresar el mínimo cuidado sobre las consecuencias, es tanto como odiar a nuestros/as estudiantes y no comprender nada de educación.
B.Z.Z.: En estos territorios afros e indígenas no existe la virtualidad, y cuán alejado está el campo de las ciudades, del Estado, de los medios, de la educación. Las poblaciones en las urbes, que sí son consideradas ciudadanos/as, y los/as jóvenes que sí son considerados jóvenes dentro de la construcción del país y de la ciudad, desconocen que en el campo los/as pueblerinos/as tenemos que batallar diez veces más para llegar al mismo lugar en que se encuentra la mayoría ciudadana, la gente «civilizada» que conforma el núcleo urbano, y que, además, consume los alimentos que campesinos/as y jóvenes producen en el campo.
C.E.S.B.: El profesor José Ignacio «Iñaki» Chaves, justamente, desconfía o ve un límite grave en la misma palabra ciudadanía, en la medida en que el ejercicio de sus capacidades y el despliegue de las formas de intercambio, de comunicación y de convivencia se reduzca al escenario privilegiado de las ciudades. Por eso, podría ser muy valioso volver a pensar el sentido del estoicismo antiguo de la «ciudadanía del mundo», que señala Martha Nussbaum (2001). Al menos, tratemos de pensarnos y de habitar más allá de la restricción puramente geográfica y física, aunque debemos exigir a la administración estatal garantizar las posibilidades de superación de los obstáculos que dependen de los factores geográficos y físicos.
B.Z.Z.: Mi abuela, María del Rosario Ayala, en algún momento deseó que yo me convirtiera en campesina y tuviera una finca, comprara vacas, sembrara yuca y fríjoles, viviera en la tranquilidad del verde de la tierra y le fuera fiel a la tradición de la siembra. Pero cuando comenzó a decirme «quien quiere estudiar, estudia como sea», ya se había dado cuenta de que estudiar significaba abrir una posibilidad para salir adelante, porque desde el campesinado se vuelve casi imposible, por las pérdidas en las ganancias, por la llegada de encapuchados, por el olvido del Estado y por la ausencia de los medios, que no llegan antes, pero sí después. En estas comunidades, la educación se traduce, en muchos casos, en una palabra: aguantar. Aguantar el sol de las doce del mediodía mientras caminas varias horas, aguantar el aguacero que moja la mitad del aula, aguantar al/la profesor/a que llega sin ganas de trabajar, porque también tiene sus cosas que tiene que aguantar. Es un aguantar de soportar, un sostener la educación, sostenerla en tus brazos, llevarla en tu mochila o en tu piel que arde y en tu espalda que se dobla, porque cuesta, porque es tu salvación, porque es «eso que te va a convertir en alguien en la vida», decía mi abuela. La educación en la «virtualidad” es un acto de fe al tiempo y a la espera de que todo pase, pero con la seguridad de que la búsqueda de una silla con el brazo roto seguirá igual pero en la forma de una comunicación o una conexión corta a Internet. Para algunos/as jóvenes y madres de buen espíritu, la virtualidad se convierte en pedirle Internet al vecino/a, en prestarle el celular a un/a amigo/a, en pasar horas y horas en un café con internet, en aprender a crear un correo electrónico y a manejar plataformas tecnológicas, y, en últimas, en decirle al niño/a o joven que son vacaciones y que en las vacaciones se hacen repasos.
C.E.S.B.: Son décadas y décadas de una misma clase política sin ninguna sensibilidad ni cuidado ni querencia por la tierra y por la gente que vive en cada cultivo de este país. No saben cómo sembrar ni cosechar, no saben leer las nubes ni la brisa, no saben entender los rápidos de los ríos. Besan niños/as pobres y se arremangan la camisa en el campo para tomarse la foto de las últimas noticias=entretenimiento. Hasta sus formas de ser coloquiales con el pueblo son fingidas, actuadas, simuladas. Gente decente, gente bien educada. En las palabras, en las miradas y en el saber hacer lo cotidiano de estos/as abuelos/as y sabedores/as hay más cuidado y buena educación que en todas las simulaciones y las actuaciones de esta clase tan avarienta.
B.Z.Z.: Podría yo ser optimista y decir que en el campo los/as jóvenes y los/as niños/as no se encuentran estudiando en medio de la pandemia, pero sí leen, porque la biblioteca local del Municipio realiza préstamos de libros educativos y literarios con un plazo de tres semanas para su devolución. Aquí, en el campo, en medio de los platanales, de los arroyos y del olvido, podría haber un Gabriel García Márquez, pero, seguramente, no pasaría de primaria, no conocería una biblioteca de verdad verdad, y su espíritu de escritura quedaría pasmado y no podría escribir una línea, ni siquiera el título del cuento, porque no hay un rincón literario en el que los/as niños/as y los/as jóvenes puedan ir a explorar y a escoger los libros por sus nombres. Mientras que en las ciudades tienen bibliotecas gigantescas en sus centros, en sus barrios, y los/as jóvenes gozan de ese privilegio, en el campo una joven de 13 años relee un libro universitario que alguien arrojó a la basura o la cartilla Nacho donde una vez aprendió a leer. La pregunta que me nace plantear aquí es: ¿cuáles son los/as jóvenes y los/as niños/as que sí hacen parte dentro de la construcción del país? ¿Solo los/as que viven en las ciudades? El Estado excluye a estas poblaciones en todos sus desarrollos sociales y cuando lo hace en la educación es un golpe de congelamiento para el/la joven que con rebeldía o con cansancio estudia solo hasta el cuarto de primaria o para la mujer/el hombre de 50 años que solo sabe escribir su nombre porque en la vereda donde vivía no había un colegio, y mucho menos una biblioteca. Lo que les queda a estas personas es batallar con los ingresos del día a día, y para muchos/as niños/as o jóvenes es olvidarse de su adolescencia y reemplazar parte de su niñez por un trabajo de maraña. Entonces, ¿los medios están cubriendo lo que deberían cubrir, están investigando lo que se debería investigar? En estas tierras, el olvido del Estado se hace presente desde la misma ausencia de los medios de comunicación y, si estudiamos en la normalidad o y si estudiamos en la virtualidad, seguimos siendo invisibles igual.
C.E.S.B.: No sería deseable que se multiplicaran los Gabos, incluso, sería mucho mejor que sean muchos/as quienes lo superen y no quieran imitarlo. La riqueza está en que ese llamado de la palabra se concrete de formas diversas, divergentes, contrarias. Y tienes razón en que, seguramente, por esa disparidad de condiciones y de oportunidades no tendrán la misma posibilidad. Sin embargo, y sin romantizar tontamente una naturaleza bucólica, ¿no tienen sus formas de decir y de enseñar esos platanales, esos arroyos y esos olvidos? Que todos/as podamos leer y escribir es fundamental, pero que podamos y aprendamos a hacerlo en formas propias, significativas y diversas también abre nuestros horizontes: leer y escribir los relatos cantados y bailados, las narraciones contenidas en la comida, en los oficios de tu abuela/o, y poder mostrarlos, pues son tan valiosos y vitales como los de cualquier académico/a.
B.Z.Z.: Pensemos que hace parte de la educación sentarse en sillas con brazos rotos, pensemos que en la virtualidad todos/as los/as niños/as y los/as jóvenes en el campo tienen computadores e Internet. Aun así, este pensamiento no sería del todo positivo: está claro que la inversión en material para la educación es relevante, pero lo que se vuelve primordial para los/as estudiantes es la formación que se logra en las clases, esa oportunidad de formarse a sí mismos/as y en el diálogo con sus profesores/as, esa posibilidad de construir y de reconstruir sus pensamientos y sus emociones, sus relatos y los que vienen de otras tierras, tiempos y culturas. A veces, sucede que los/as estudiantes tienen más espíritu que los/as profesores/as, quieren ir a mil por hora, y dentro de ese proceso se las arreglan para aprender a aprender solos/as, en la lejanía de maestros/as, de tizas y de tableros. Los/as profesores/as, que son la clave de la educación, y lo más importante que tiene el alumnado dentro de su desarrollo de aprendizaje, también se encuentran ausentes. Están escribiendo en el tablero, pero no están; los/as niños/as juegan, los/as jóvenes entran y salen del aula, pero ellos/as no lo notan (o si lo notan y les da igual), están ausentes, y se siente o se forma un vacío en el/la estudiante que, sin recibir motivación, desea trabajar, desea estudiar, con o sin un/a maestro/a a su lado.
C.E.S.B.: Muchas veces, estamos presentes estando ausentes o estamos ausentes en una supuesta presencia. Ya te había comentado esta sensación que tengo de que en realidad no extrañamos la presencialidad: antes nos veíamos, nos encontrábamos y estábamos a pocos metros, y cada quien estaba en la lejanía de su red social o en la distancia del hastío y la indiferencia. Y siento que… ¿pero qué tiene que decir un sentimiento, ante la necesidad de pensar seriamente las cosas de la educación? Porque lo que está pasando en este ingreso frenético y banalmente alegre a la virtualización, impone riesgos graves para el aprendizaje.
B.Z.Z.: Para cultivar la tierra no se requiere de estudios académicos, a menos que nos quedemos en una mirada de modernización, de productividad y de eficiencia. Ahora, los/as campesinos/as sí desean que sus hijos/as estudien (como yo) y, en muchos casos, si no lo hacen en el campo se van a las ciudades, a educarse o a trabajar. Cuando un/a joven decide abandonar sus estudios, lo hace quizá por las circunstancias, por la desmotivación o porque piensa que estudiar en el campo es perder el tiempo: «Al final, huelo a lápiz y no consigo nada, ni estudio una carrera», dicen. Con esa justificación, decidimos renunciar a nuestro aprendizaje, y sería al menos reconfortante pensar que nos quedamos y que sembramos, pero nos vamos y residimos en las ciudades, que no nos cambia tanto la vida, porque entre el tráfico y los edificios seguimos siendo un tanto invisibles, mientras nuestros padres y madres permanecen arando la tierra, sin la ayuda de una mano joven, y quien se queda, no quiere ni ponerse las botas ni pisar el barro. Si la juventud del campo no quiere vivir de la tierra y prefiere estudiar, y rehacer su vida en las ciudades, ¿quiénes van a hacer los camellones en el suelo fértil?, ¿quiénes van a cuidar los cultivos?, ¿quiénes van a recoger las cosechas en el verano y en el invierno?, ¿quiénes les van a dar de comer a las poblaciones en la ciudad? Si el campo se está volviendo solitario, porque los/as jóvenes, en su mayoría, quieren estudiar en sillas con brazos rotos o en ciudades donde siguen siendo invisibles, su entusiasmo queda atrapado en un querer estudiar como sea.
El querer ser doctor/a o piloto e, incluso, el imaginarse vestido/a con toga, sosteniendo con las manos un cartón, son ilusiones, son sueños que, en el campo, y desde que inicias la primaria, se van desvaneciendo en muchos/as jóvenes que quieren aportar al país, pero a los/as que el mismo Estado se los impide, y solo les queda una imagen difusa de lo que una vez imaginaron ser. La pandemia o la «virtualidad» han sido otra piedra en el zapato, y dicen: «Si no es una cosa es otra». Tener o no tener las pantallas y las herramientas tecnológicas es un obstáculo más de tensión y de decisión sobre el futuro, y es un temor a que no se te enfríen las aguas del entusiasmo por la educación o es un permanecer firme y paciente en el tiempo. Después de que volvamos a la «normalidad», habrá jóvenes que no van a desear volver a recorrer los pasillos en busca de una silla con brazo roto, y habrá otros/as que querrán sentarse en el piso con tal de aprender. En las ciudades, recibirán a los/as estudiantes con globos de colores en la entrada de aulas impecables, los/as profesores/as estarán listos para enseñar y algunos/as estarán atentos/as.
Referencias
Heidegger, M. (2009) [1927]. Ser y tiempo. Madrid, España: Trotta.
Nussbaum, M. (2001). El cultivo de la humanidad. Santiago de Chile, Chile: Andrés Bello.
Yourcenar, M. (2001) [1936]. Feux [Fuegos]. París, Francia: Gallimard.