Artículos

Del «respeto» al control social. Sobre la productividad de la violencia policial

From «Corrective» to Social Control. On the Productivity of Police Violence

José Antonio Garriga Zucal
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)/ Instituto de Altos Estudios Sociales (IDES)/ Universidad Nacional de General San Martín, Argentina

Tram[p]as de la comunicación y la cultura

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 2314-274X

ISSN-e: 2314-274X

Periodicidad: Frecuencia continua

núm. 85, e041, 2020

trampas@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 20 Noviembre 2019

Aprobación: 05 Marzo 2020

Publicación: 26 Mayo 2020



DOI: https://doi.org/10.24215/2314274xe041

Resumen: Proponemos una reflexión sobre las violencias policiales. Afirmamos que la definición de la violencia es un campo de disputa donde la legitimidad de acciones y de representaciones se dirimen entre diferentes actores con posiciones de poder diferenciadas. Por lo tanto, para reflexionar sobre el accionar policial, es necesario comprender qué se define cómo violencia y qué no.

Palabras clave: policía, violencia, etnografía, control social.

Abstract: We propose a reflection on police violence. We affirm that the definition of violence is a field of dispute where the legitimacy of actions and representations is settled between different actors with different positions of power. Therefore, it is necessary to reflection police actions to understand what is defined as violence and what is not

Keywords: police, violence, ethnography, social control.

Introducción

Nos interesa analizar en este artículo las violencias policiales. Primero, desarrollaremos una discusión sobre el concepto de violencia, para comprender sus particularidades. Luego, trabajaremos sobre las lógicas de la acción policial para comprender cómo funcionan las violencias. El desafío es dar cuenta de la desigual distribución de las violencias –su indiscutible dirección para con los más pobres– para comprender su doble productividad: como control de los más pobres y como moneda de reconocimiento entre iguales.

Desde 2009, realizo una investigación etnográfica con miembros de la policía de la provincia de Buenos Aires que tiene como objeto analizar las definiciones de violencia desde la óptica de los agentes de esta fuerza. En este período, realicé un trabajo de campo en dos comisarías de la ciudad de La Plata (una ubicada en la zona norte y otra en las afueras) y más de treinta entrevistas abiertas y no estructuradas, diez de ellas extensas historias de vida, con policías de distintas jerarquías.

El objetivo del abordaje etnográfico es desentrañar, desde la óptica de estos actores, algunos sentidos de la violencia policial. En este recorrido, hemos analizado cómo algunos/as policías de la provincia de Buenos Aires afirman que, en determinadas interacciones, en las que la no son tratados/as como creen que deberían serlo, el uso de la violencia es un recurso legítimo para encauzar una relación descarriada (Garriga Zucal, 2016). «El correctivo» aparece, aquí, como el término nativo que denomina la práctica violenta que los/as uniformados/as vinculan al respeto. Entendemos que el «correctivo» es un recurso que tienen los/as policías para ganarse el respeto entre pares y en otras relaciones sociales. Creemos, también, que estas violencias tienen otros objetivos, otras productividades. Proponemos, entonces, como objeto final de estas páginas, estudiar la productividad de las violencias institucionales como forma de control social.

Sobre la violencia

Para pensar las violencias, aquí esquivamos la denuncia o la indignación moral. Proponemos un abordaje que prescinda de prejuicios y que comprenda las lógicas que organizan algunas acciones violentas y un concepto que esclarezca las opacidades de un término polisémico y ambiguo. Para ello, creemos necesario realizar las siguientes operaciones:

Primera operación. Entender que cada grupo define y valora cuáles son las conductas violentas y cuándo es correcto ejercerlas. De allí que lo que se determina como violencia sea el resultado de una matriz de relaciones contextualmente determinadas. En resumen, rechazamos una definición universal de violencia.

Segunda operación. Comprender la definición de violencia como una batalla en la cual se disputan los límites de los sentidos y los significados que definen qué es violento y qué no lo es. Así, queda al descubierto la mutación, el dinamismo de fronteras que se modifican según el tiempo y los espacios.

Tercera operación. Dar cuenta de quiénes, cómo y cuándo definen ciertas prácticas como violentas. La definición de algo como violento es una lucha por la clasificación, atravesada por estrategias diferentes donde los más poderosos tienen más y mejores herramientas para delimitar sus categorías (Isla & Míguez, 2003).

Cuarta operación. Rastrear las legitimidades de las acciones violentas. Hablar de violencia es reflexionar sobre la legitimidad o, mejor aún, sobre las legitimidades. Lo que se define como violento es lo ilegítimo, lo socialmente despreciable.

Quinta operación. Pensar en plural. Reflexionar sobre las violencias y no sobre la violencia. El singular supone acuerdos y homogeneidades inexistentes. Como en nuestra sociedad existen diferentes legitimidades estamos obligados a hablar de violencias y no de violencia.

Habiendo realizado estas cinco operaciones para la comprensión de este concepto, consideramos que estamos en condiciones de empezar a pensar las violencias institucionales, en general, y las policiales, en particular.

En nuestra sociedad, ninguna persona desea ser catalogada como violenta. Por ello, la definición de algo o de alguien como violento/a actúa como una forma de impugnación y de estigmatización que recae siempre sobre ajenos y distantes. Los violentos son los otros, los diferentes a nosotros (Garriga Zucal & Noel, 2010). Nuestros/as informantes policías no desean ser definidos/as como violentos/as, y ante la pregunta por la «violencia policial» despliegan dos actitudes: o intentan escapar a estas cuestiones, o responden argumentando que la «violencia policial» es consecuencia de la «violencia social». Así, ocultan sus prácticas violentas y usan la idea de violencia para impugnar acciones de otros/as. Por ejemplo, fundamentan que son víctimas de la violencia burocrática porque sus salarios son paupérrimos y sus condiciones laborales sumamente riesgosas. Los/as policías desean escapar al estigma violento y emplean diferentes estrategias para eludir la marca negativa de ser caracterizados/as por el resto de la sociedad como tales. Existen instituciones y agentes sociales –las elites, los medios de comunicación, el Estado– que tienen más poder para definir qué es violencia y qué no, sin embargo, debemos tener en cuenta que el poder de definición de una acción como violenta no hace que la misma sea así concebida por sus practicantes.

La legitimidad se vuelve un nodo central para analizar las violencias (Riches, 1988). No debemos olvidar que lo que es legítimo para una mayoría –o, dicho de manera más precisa, para los sentidos hegemónicos en un colectivo social– bien puede no serlo para otros actores. Más aún, en gran número de ocasiones no se trata tanto de una tensión entre lo legítimo y lo ilegítimo como sí de una serie de tensiones entre legitimidades alternativas. Además, es ineludible distanciarnos de la mirada que analiza la violencia desde lo legal. Es preciso, entonces, rastrear la legitimidad de los actos para analizar qué se define como violencia y qué no, sin olvidar que, muchas veces, lo legítimo y lo legal no son lo mismo.

Hablar de la legitimidad de la violencia es reconstruir, armar, sus lógicas. Y, de este modo, anclar las prácticas en valores grupalmente construidos para derrumbar cualquier idea de sinsentido. Las acciones violentas no son ejemplo de la irracionalidad, por el contrario, son prácticas legítimas que tienen lógicas socialmente construidas. Se derriban, así, las tesis de irracionalidad y se muestra la multiplicidad de voces que chocan en la batalla por la significación.

Estas lógicas diferentes –a veces, radicalmente distintas a otros modos de concebir la vida social en nuestro país y, otras veces, no tan lejanas– son el resultado de variadas relaciones y nunca resultan posibles de ser reducidas a los finitos límites de cada grupo. Interacciones, vínculos y cadenas de sentidos que los/as policías comparten con vecinos/as, amigos/as, familiares, no amigos/as y no vecinos/as. Los discursos de la indignación para con la violencia invisibilizan estos lazos, estos vínculos que legitiman las prácticas.

Decíamos que cada grupo social define y valora cuáles prácticas pueden ser definidas como violentas. Advertimos que la definición es cambiante, dinámica temporalmente. Lo que nuestros/as abuelos/as comprendían como violencia es muy distinto a lo que nosotros/as pensamos. Y señalamos, después, que no solo muta en el tiempo sino, también, en el espacio. Así, encontramos que en cada sociedad se define como violencia a prácticas diferentes. No hay acuerdos universales para la definición de la violencia. Ni siquiera el asesinato es interpretado como violento en forma universal, ya sea porque hay lugares donde la pena de muerte es legal o porque en otros los linchamientos son legítimos. En el fútbol los cánticos discriminatorios son un excelente ejemplo de la definición contextual de la violencia: en la Argentina recientemente fueron interpretados negativamente pero en otros lugares del mundo aún no lo son.

Las acciones violentas que aquí analizaremos pueden ser comprendidas en su dimensión relacional. No solo contextualizar las prácticas en entramados que le dan sentido sino, también ubicar a las partes –testigos, actores y receptores– en un mundo de interacciones. Entre otras muchas bondades, la noción relacional rompe con la idea de pasividad de las víctimas, sin cargar responsabilidades sobre los receptores. El esquema víctima-victimario supone acción de un lado y total pasividad del otro. Oculta, así, la interacción dentro de estas relaciones sociales. Además, la noción relacional de la violencia hace que choquemos con acciones que víctimas y victimarios no definen como violentas pero que sí pueden ser definidas de este modo por terceros. Se devasta la interpretación más recurrente respecto a la violencia que estipula roles estancos como víctimas y como victimarios.

Antes de ingresar en el campo de las violencias policiales, debemos mencionar que la violencia puede usarse de tres formas diferentes. Por un lado, la violencia puede operar como forma de agregación o de agrupamiento, es decir, ser la clave de pertenencia o de mecanismos positivos de distinción. Por otro, la violencia puede utilizarse como signo negativo del accionar de otro. En este caso, se lo define, se lo señala y se lo estigmatiza. Por último, la violencia puede usarse en la búsqueda del placer, vinculada al goce y al entretenimiento. Los tres usos de la violencia son inadmisibles.

La primera forma es inadmisible, ya que quienes usan las prácticas violentas como señal de pertenencia o como marca de diferenciación las denominan de maneras diferentes y nunca nombran a sus acciones de esa forma. Mácula ilegítima, portadora de un estigma, las personas que usan acciones que otros/as definen como violentas emplean varias estrategias de denominación para eludir ese término, como veíamos anteriormente. Por esto mismo, la violencia, en tanto medio de acción es invisibilizada, ocultada u opacada por sus ejecutantes. Este uso es sumamente eficaz. Las violencias son recursos eficaces para delimitar sentidos de pertenencia, para lograr la distinción y para reafirmar límites –siempre difusos y lábiles, pero límites al fin–.

El segundo uso de la violencia también es inadmisible, pero de una manera totalmente diferente. Dada su ilegitimidad, la acción de clasificar a sujetos o a acciones como violentos resulta siempre en la adjudicación de un estigma. La operación consiste en definir las prácticas de los/as otros/as como violentas, invisibilizando las propias. Se puede ver cómo opera la destreza de la definición negativa de un otro. Lo inadmisible, en este caso, son las acciones y las representaciones que quienes impugnan comparten con quienes son estigmatizados. Definir prácticas y actores como violentos es una manipulación que ilumina las acciones de unos y oculta las de otros.

El tercer uso de la violencia está asociado al placer, al entretenimiento, al goce. Otra vez imposible de nombrar, inadmisible. Pelearse, golpear, es parte de un divertimento. Existe un placer, oculto y ocultado, en el uso de la violencia.

Interpretamos a la violencia como un medio, un instrumento: un recurso. Las acciones que algunas personas definen como violentas son una herramienta válida –en un contexto determinado de relaciones sociales– para alcanzar ciertos fines. Ya sea para acceder a bienes materiales y/o para hacerse de valores simbólicos relevantes o para buscar el placer y matar el aburrimiento. La violencia es un recurso porque es usual y legítima. No está expulsada de la normalidad y es aceptada como una herramienta válida. ¿Válida para qué? Para comunicar una concepción del mundo, para exhibir valores y sentidos. Válida para marcar límites y crear diferencias.

Entendida como recurso, nos cabe mencionar dos cuestiones. Primero, la violencia no es una particularidad natural ni esencial de ningún grupo social. Este punto nos permite escapar de un error recurrente: transformar a quienes cometen acciones violentas, de una vez y para siempre, en sujetos «violentos». Observamos que las prácticas violentas, entendidas como herramientas sociales, son utilizadas según los contextos de actuación. Segundo, la naturalización de la violencia opaca una complejidad que debemos dejar al descubierto. Los actores sociales tienen múltiples pertenencias sociales. Así, un mismo actor puede estar inserto en una trama relacional que impugne prácticas que él considere violentas y, al mismo tiempo, sea parte de acciones que otros consideran como violentas.

Las lógicas de la violencia policial

¿Cuáles son las lógicas de las acciones violentas de la policía? Se ha analizado cómo las lógicas de la acción policial están vinculadas con la búsqueda del respeto entre los/as policías (Garriga Zucal, 2016). Desde la óptica policial, hay formas correctas de interacción, tipos de vinculación con ciudadanos/as, con delincuentes, con funcionarios/as, etcétera. La obediencia y la sumisión son las particularidades que deberían manifestar todos los que interactúan con los/as policías. Sin embargo, sostienen que en muchas oportunidades son maltratados/as, que el descrédito que recae sobre la institución se ha transformado en fuente de irrespeto. Los/as policías dicen que en la actualidad no los/as respetan, que antaño eran más respetados/as.

Nuestros informantes afirman que en sus interacciones con los «civiles»1 son respetuosos y cordiales; dicen que combinan amabilidad con seriedad para ganar el «respeto» que merecen. Argumentan que si no son respetuosos/as no pueden/deben reclamar obediencia. Debemos mencionar que los modales amables se conjugan con formas corporales y gestuales que imponen distancia y superioridad. «La voz de mando» –formas variadas de exhibir la potestad del poder– debe ser puesta en escena, pero no de forma avasallante.

Para los/as policías, ser respetuoso no implica igualar la relación jerarquizada, sino, por el contrario, ponerla en escena. La deferencia con la autoridad policial señala el curso «normal» de la interacción. En varias entrevistas y charlas informales escuchamos que sentían que en algunas interacciones les faltaban el «respeto». Repetían, con indignación, que en ciertas oportunidades los/as insultaban o los/as trataban de formas incorrectas. Los/as policías esperan que los/as traten con deferencia, que los/as llamen «oficiales», y que las personas se muestren solícitas y serviciales ante sus pedidos. Por el contrario, muchas veces los/as burlan, los/as satirizan y los/as desprecian.

A su entender, la imagen policial se ultraja en el trato irrespetuoso, lo que produce una situación de indignación que puede saldarse con el uso de la violencia. El irrespeto borra las jerarquías e iguala lo diferente. Algunos/as policías refieren a estas acciones con el término nativo «correctivo». Así, cuando un «civil» insulta a un/a uniformado/a, el «correctivo» aparece como una reacción que restituye un orden puesto en duda por los malos modales de quienes son irreverentes a la autoridad.

Los/as policías sostienen que los/as «ciudadanos» y los/as «delincuentes» deben ser respetuosos/as, atentos/as y deferentes. Cuando esto no sucede, sienten que son insultados/as, que la figura policial está siendo deshonrada y reaccionan con el objeto de acabar con ese ultraje. Luis Cardoso de Oliveira (2004) menciona cómo la dinámica de ciertas interacciones puede ser definida como agraviante para una de las partes cuando la otra no asume las formas de honor que la primera considera correctas. Para nuestros/as informantes, el «respeto» es una medida de la deferencia y la subordinación que los otros deberían tener para con ellos/as. El «correctivo» es la respuesta a este irrespeto.

Cuando nuestros/as entrevistados/as hablan del «correctivo», sus gestos imitan el golpe de su puño sobre una cabeza imaginaria. El «correctivo» no siempre es un golpe, sino que puede ser un cambio en la postura corporal, en los gestos o en los tonos que señalan el quiebre de una relación normal. Ante esa señal, el/la interlocutor/a debería entender las formas que los/as policías entienden como convencionales. De continuar con lo que para los ojos policiales es una actitud irrespetuosa, la escalada violenta aumentaría.

El «respeto» edifica un repertorio de la distinción que puede o no transformarse en prácticas violentas. Las faltas de «respeto» son concebidas como ultrajantes, ofensivas. Sin embargo, no todas las ofensas son iguales ni quienes resultan ofendidos/as actúan de la misma manera. Las lógicas de la acción ante la ofensa deben ser desanudadas.

Primero. Existen formas de irrespeto que son toleradas. Numerosas veces los/as policías recuerdan interacciones donde un/a ciudadano/a o un/a funcionario/a público/a les faltó el «respeto» y, sin embargo, no actuaron violentamente. El temor a represalias legales o laborales modera la acción policial. Los/as policías se imponen formas de tolerancia hacia el irrespeto de los/as ciudadanos/as cuando estos/as pueden ejercer alguna forma de poder sobre ellos/as. Pueden, entonces, soportar la insubordinación de un «civil» que posee saberes o contactos para interponer un reclamo ante el abuso policial. Christopher Birkbeck y Luis Gabaldón (2002) afirman que ciertos usos abusivos de la fuerza policial están orientados para con los sujetos que no pueden establecer un reclamo ante la justicia o cuyo reclamo no sería creíble.

Segundo. La reacción policial ante lo que entienden como ofensivo está articulada con otras posiciones sociales del/la ofendido/a. El género, la clase, la edad y otras variables median en que un insulto sea o no sea tolerado. Por ejemplo, según el género del policía la misma ofensa puede ser interpretada como más o menos humillante. Así, las muestras de irrespeto eran para los varones una degradación más vergonzosa, que hería no sólo el «respeto» que merecen como policías sino también las nociones de hombría / masculinidad que muchos de ellos mostraban continuamente en sus charlas. Cabe mencionar que estas nociones de hombría/masculinidad las comparten con otros actores sociales, por lo que no pueden ser reducidas al mundo policial.

Tercero. La posibilidad del «correctivo» está vinculada, también, a las formas de control que recaen sobre los/as policías. Los contextos en los que se desenvuelven las interacciones de irrespeto son centrales para entender la acción policial. Por ello, cuando el accionar policial es socialmente controlado, los/as uniformados/as sienten más limitada su capacidad de reacción ante el irrespeto.

Por todo esto, sostenemos que la respuesta al irrespeto está determinada por los contextos, los actores con los que los/as policías se relacionan y las posiciones sociales de los/as injuriados/as. Nos cabe mencionar, entonces, que el «correctivo» es una moneda legítima entre muchos/as policías para ganarse el «respeto». Moneda que refiere a un sistema de honor y de vergüenza. Muchos/as de nuestros/as informantes usan la violencia para ganar prestigio entre sus pares. La violencia como recurso se usa principalmente sobre los jóvenes de sectores populares.

Es necesario señalar que las formas de hacer policial, sus lógicas de acción, se configuran en una trama de relaciones que supera, desborda, a la institución policial. Las interpretaciones belicistas como solución para el problema de la inseguridad, producidas y reproducidas en distintos discursos sociales, son parte del repertorio policial. Por ello, se crean imágenes que identifican al hacer policial con la lucha contra la delincuencia, a modo de un combate. Como sostienen Sofía Tiscornia y María José Sarrabayrouse (2004) los/as policías son parte de la sociedad que presenta la temática de la inseguridad en términos de guerra, de represión y de intolerancia. Las lógicas de la acción policial se sustentan en el devenir de la asociación entre inseguridad y guerra, pero también en la interpretación de que esa guerra la luchan solo los/as policías. Entonces, una doble operación legitima estas lógicas de acción, la inseguridad solo puede combatirse mediante el accionar policial.

De la misma manera, al igual que el resto de sus familiares, vecinos/as y amigos/as, muchos policías poseen representaciones de ciertos espacios y de algunos actores como peligrosos. Lugares y personas aparecen como los objetivos de la guerra contra la inseguridad. Las villas, los villeros, los jóvenes de gorrita, los que usan ropa deportiva, son concebidos como potenciales delincuentes y es sobre ellos donde debe recaer el control. Esteban Rodríguez Alzueta (2014) sostiene que no existe olfato policial sino olfato social, descubriendo los orígenes de la discriminación que mueve la acción policial. Estas formas de discriminación tienen larga data. Desde la demonización del gaucho, a fines del siglo XIX, y en el devenir de la construcción de figuras identificadas como peligrosas, dignas de ser contraladas, diferentes grupos sociales intentan legitimar sospechosos. Nos cabe afirmar que la construcción de estos «sospechosos» es producida y reproducida por muchos/as policías, que abogan con ímpetu, al igual que muchos/as no policías vecinos/as, para vincular, indefectiblemente, seguridad con policiamiento e inseguridad con «pibes chorros».

Ahora bien, ¿cuáles son las prácticas policiales específicas? Un férreo control territorial. Las diferentes policías ejecutan una administración efectiva de los territorios: ordenan la conflictividad, los delitos, los negocios formales y los informales. Regulación consuetudinaria ejercida con la convivencia de las fuerzas políticas y del poder judicial. Alberto Binder (2009) y Marcelo Sain (2013) mencionan que para entender el fenómeno de la inseguridad hay que tener en cuenta la existencia de un doble pacto. Un trato espurio que implica, por un lado, la delegación del gobierno político de la seguridad en manos de la policía y, por otro, una relación de regulación del delito de los policías con las organizaciones criminales. La primera cadena del trato se da entre políticos y policías. Mientras los primeros se aseguran una regulación de los conflictos, los segundos ganan autonomía para su gobierno y para las búsquedas más diversas de bienes materiales. La segunda cadena del pacto es entre policías y delincuentes, donde se negocia la regulación del delito. Aquí funciona una matriz ideológica, ya que los/as políticos/as –de todos los niveles y de todos los colores– le entregan a la policía la regulación de la seguridad porque creen que solo por medio de su intervención se soluciona el problema de la inseguridad. Para que el pacto funcione deben interceder otros actores: los/as administradores/as de justicia. Jueces/zas, secretarios/as y fiscales que, por acción o por omisión, avalan o dejan hacer a las policías.

La violencia física y la violencia psicológica son las herramientas que los policías usan en la gestión territorial. Vigilar, amenazar, «verduguear»,2 demorar, hostigar, golpear. El uso de este recurso es desigualmente distribuido según los espacios. En los barrios más vulnerables, más estigmatizados, y más vulnerables por ser más estigmatizados, las policías tienen más libertades para hacer de la violencia un recurso del control territorial. Además, en línea con los planteos de Gabriel Kessler y Sabina Dimarco (2013), observamos el carácter cotidiano y recurrente de las violencias institucionales que envuelven a los jóvenes de los barrios populares. Rutinas de hostigamiento, detenciones sin sentidos. En este punto, es necesario mencionar que la violencia es un instrumento, un medio, para administrar los territorios pero, también, para recaudar (Perelman, 2017).

Por último, los usos de la violencia que se emplean para administrar los territorios requieren la activación de mecanismos de solidaridad entre los/as policías dada la ilegalidad de sus formas. El espíritu de cuerpo, las nociones de identidad, vigorosas construcciones del «nosotros» policial, se activan para proteger/encubrir a los/as compañeros/as que cometen ilegalidades. Complicidades que se desactivan cuando las formas ilegales –aunque legítimas– se hacen visibles. Cuando las acciones violentas, que producen muertes o abusos varios, ganan visibilidad –en los medios o en la justicia– se desactivan los mecanismos y se transforma a los/as antes protegidos/as en parias. Las violencias, ahora impugnadas, son representadas por los/as propios/as policías en la figura «del loco» (Galvani & Mouzo 2013), abyecto de la «normalidad» del hacer cotidiano. Los discursos que legitimaban las prácticas policiales, según la naturalidad del oficio –las recurrentes frases «así se trabaja»–, se transforman en estigmas que señalan al actor como un portador anómalo de una característica que no particulariza a la totalidad.

En síntesis, las violencias en sus diferentes formas son recursos legítimos que tiene la policía para administrar los espacios. Legitimidad construida no solo en los valores forjados al interior de las fuerzas de seguridad sino también al calor de otros apoyos sociales. Las legitimidades sociales para con los usos de las violencias son dinámicas y mutantes. Cabe aclarar, por último, que este recurso se usa diferencialmente según los espacios y los controles sociales sobre los mismos.

Nos interesa resaltar dos cuestiones para reflexionar sobre el accionar policial y para iluminar las formas violentas de las fuerzas de seguridad, en general, y de la policía bonaerense, en particular.

Uno. Las lógicas de la acción policial analizadas en este trabajo son de larga data en la Argentina. La policía usa y usó la violencia para gestionar los ilegalismos en los territorios; sin embargo, en algunas oportunidades contó con más y otras con menos legitimidad social para desplegar sus formas. Los usos de las violencias como estrategias de administración territorial fueron, en diferentes periodos de la historia argentina, regulados por el poder. Advertimos que en este último periodo democrático (2015-2019) dicha regulación pasó a un segundo plano, mediante el olvido o la desvalorización de las formas de control político sobre las fuerzas de seguridad. Radicalizada esta falta de control, en períodos diferentes, por el otorgamiento de más libertades a las policías para el uso de las violencias como forma de intervención en la agenda de la inseguridad. Entonces, en la actualidad, el poder político no solo delega en la policía la regulación de las ilegalidades sino que, también –montado en los discursos sobre «mano dura» que cuentan con apoyo de parte de la sociedad civil–, da rienda suelta al uso indiscriminado de la violencia como recurso.

Dos. Sosteníamos que los usos de las violencias funcionan para la policía como recursos para la administración territorial y que las mismas se ejercen de forma diferencial. Las violencias pueden utilizarse en algunos espacios y en otros no, pueden usarse contra ciertos actores y contra otros no. Los miedos a ser sumariados/as, a perder el trabajo o a ser encarcelados, hacen que los/as policías sean cuidadosos/as con los usos de este recurso. Saben que hostigar o golpear a un joven de clase media es más riesgoso que hacerlo con un joven de sectores populares, ya que son diferentes las herramientas que estos tienen para intervenir ante esos abusos.

Conclusiones: sobre la productividad de la violencia institucional

Para concluir, nos interesa reflexionar sobre la productividad de la violencia. Los usos policiales de la violencia tienen dos dimensiones: la búsqueda de prestigio en relaciones interpersonales y el control social.

Entonces, en una dimensión interpersonal, el «respeto» es una moneda que mide un régimen de reputación, un régimen informal de los tantos que pululan en la institución policial. Dentro de las interacciones del mundo policial, la noción nativa de «respeto» tiene variadas dimensiones, ya que el reconocimiento que se transforma en «respeto», en señal de prestigio, puede obtenerse por diversos caminos. Puede ganar el reconocimiento de sus pares quien interceda por sus compañeros/as ante las arbitrariedades de sus superiores, quien actúe con valentía ante situaciones de riesgo o quien –como vislumbramos en este capítulo- ante interacciones con «civiles» y «delincuentes» no tolera prácticas consideradas como una muestra de irrespeto.

Así, una de las formas de estima pasa por ser reconocidos/as por sus compañeros/as como buenos/as policías; un/a uniformado/a que se precie de tal no puede tolerar las formas de irrespeto de los/as otros/as no policías. Ganada o perdida en interacciones con la alteridad, esta forma de «respeto» ordena algunas de las interacciones hacia adentro del mundo policial. El «respeto» se vuelve señal de prestigio y de admiración cuando señala formas de valentía y de arrojo admiradas entre pares. Algunos abusos legitimados, como «el correctivo», señalan formas válidas de actuar, recurrentemente aceptadas como modos de ganar prestigio entre pares. Enaltecidos/as por ajustarse a las conductas ejemplares ganan la recompensa moral del prestigio. Las formas de violencia son recursos válidos para convertirse en sujetos virtuosos según las normas de interacción que se señalan como positivas en el mundo policial. Es relevante aclarar que estas recurrencias no son monolíticas; obviamente, dentro de una institución diversa y homogénea nos encontramos con agentes que invalidan el «correctivo» y lo creen una muestra de cobardía más que una señal positiva que representa al policía. O, aún más complejo, nos encontramos con informantes que validan acciones violentas en algunas interacciones y no en otras.

Sin embargo, la violencia es un recurso que también es productivo en el plano del control social. Decíamos que los usos diferenciales de las violencias recaen, mayoritariamente, sobre los mismos actores: en la actualidad, los varones jóvenes de los sectores populares, y aquí existe otra productividad de la violencia.

Rodríguez Alzueta (2017) considera que los procesos de estigmatización que recaen sobre los jóvenes de clases populares posibilitan formas violentas de las fuerzas de seguridad. La estigmatización construye políticas de seguridad que definen otredades –jóvenes varones y pobres– y finaliza legitimando prácticas violentas. Dicho orden social, denominado por Rodríguez Alzueta (2017) como «vecinocracia», fortalece las formas de control social y la exclusión de los «sospechosos». Las prácticas violentas no letales de los policías, los hostigamientos, los «verdugueos», los golpes varios y variados, están conectados con las muertes policiales. Pero, sobre todo, están conectados con formas del uso de la violencia como acción de control social.

Como resultado de las ausencias de controles políticos y de la legitimidad de una fracción de la sociedad, los recurrentes usos de la violencia finalizan operando como una forma de control. Hablamos de control social cuando el accionar policial constituye el principal instrumento para el disciplinamiento social de los sectores urbanos altamente marginalizados. Sin ser este su objeto, este es el resultado.

Referencias

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Notas

1 En estos casos, los/as policías usan la noción de «civil» para referirse a todos los no policías con los que interactúan (delincuentes, funcionarios/as públicos/as, testigos, etcétera).
2 Verduguear: forma coloquial de denominar a las acciones de humillación y de burla.
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