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«O te parás de manos, o lavás los tuppers y sos la mucama». Una mirada de género sobre los códigos de la sociedad carcelaria masculina

«Either You Fight, or You Wash the Tupperware and You Are the Maid». A Gender Perspective on the Codes of Male Prison Society

María Florencia Actis
Universidad Nacional de Mar del Plata / (CONICET), Argentina

Tram[p]as de la comunicación y la cultura

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 2314-274X

ISSN-e: 2314-274X

Periodicidad: Frecuencia continua

núm. 88, e065, 2023

trampas@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 19 Diciembre 2022

Aprobación: 14 Marzo 2023

Publicación: 18 Mayo 2023



DOI: https://doi.org/10.24215/2314274xe065

Resumen: En este artículo se busca reconocer los efectos de género específicos del encierro masculino, teniendo en cuenta las regulaciones y las formas institucionales de gobernabilidad, así como los códigos que la propia «sociedad carcelaria» construye. Desde esta perspectiva, se pondera el valor crítico de la cárcel para el estudio del género –en este caso, de las masculinidades–, pero también del género como dimensión (re)productiva de la sociedad carcelaria, y de las relaciones de poder entre presos.

Palabras clave: varones, códigos carcelarios, violencia, sexualidad.

Abstract: The article aims to recognize the specific gender effects of male confinement, taking into account the regulations and institutional forms of governance, and, in turn, the codes that the «prison society» itself builds. From this perspective, the critical value of prison for the study of gender is pondered –in this case, of masculinities–, but also of gender as a (re)productive dimension of prison society, and of power relations between prisoners.

Keywords: males, prison codes, violence, sexuality.

Introducción

El trabajo parte de la necesidad de hacer ver y de nombrar la dimensión de género como una dimensión nodal en las experiencias carcelarias cis-masculinas. En este sentido, se entiende que el género no solo se presenta como una categoría útil para el análisis de determinadas prácticas (sexuales, familiares, etc.) sino como un punto de mira específico sobre las relaciones sociales y sobre las dinámicas de poder entre los detenidos, que no pueden comprenderse por fuera de las políticas de gobernabilidad penitenciaria.

Desde la década de 1970, la relación género-cárceles ha sido «iluminada», mayormente, para referir a la situación de las mujeres detenidas, como resultado de la centralidad del sujeto femenino dentro del campo de los Estudios de Género y como estrategia de visibilización de los efectos diferenciales del sistema penal sobre esta población. De este modo, a partir del desarrollo de la «segunda ola feminista» en los países centrales se comenzaron a problematizar tanto las prácticas de las «mujeres delincuentes» como los discursos criminológicos y penales en torno a ellas, así como los procesos de criminalización selectiva por razones de género.

En la región latinoamericana, este enfoque se articuló gracias a los trabajos pioneros de Alda Facio (1992), Rosa Del Olmo (1998), Carmen Antony (2000) y Elena Azaola (2005), aunque, en términos generales, fue una producción escasa, dispersa entre países y espaciada en el tiempo (Beltrán Savenije, 2010). Por su parte, han resultado valiosos los aportes de Encarna Bodelón (2000, 2005, 2007), que giran en torno a las configuraciones de género de los sistemas penales en distintos países de Europa y de Latinoamérica.

En lo que respecta a las investigaciones empíricas en cárceles de mujeres, los trabajos suelen estar focalizados en el ejercicio de sus sexualidades y en la construcción de vínculos sexo-afectivos como forma de resistencia frente a los mecanismos de-subjetivantes de la prisión (De Miguel Calvo, 2012; Ojeda, 2013; De Souza Francisco, 2015; Romero García, 2017; Colanzi, 2018, Actis, 2020). Asimismo, vale recuperar las producciones de Laurana Malacalza (2015) sobre el ejercicio de la maternidad en contextos de encierro, y de Sol Calandria (2021) sobre el tratamiento penal en casos de delitos femeninos, en particular, el infanticidio.

Relativamente recientes son los estudios que abordan la relación cárceles-género-masculinidades, pudiendo destacarse los trabajos de Inés Oleastro (2017) en unidades de la provincia de Buenos Aires, de Vanessa Ortiz González y otros (2019) en instituciones penales juveniles de México, así como los de María Laura Peretti (2018), Irma Colanzi (2020), Malvina Marengo (2021) y Federico Urtubey (2021), este último, en dos centros cerrados de menores en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. Si bien la investigación social en cárceles de varones, y en el ambiente delictivo en general, ha predominado dentro del campo de los estudios carcelarios, penales y criminológicos, la dimensión de género ha sido borrada, o no explicitada. Esto no solo abona a la producción de un discurso masculinista y androcéntrico sino que sesga tanto el análisis de las relaciones sociales entre los detenidos como el abordaje de las políticas penitenciarias en las que están inmersas.

A partir de recuperar experiencias de instituciones y de poblaciones concretas, los trabajos referenciados ponen el acento en las formas en las que el contexto institucional interpela y produce determinados sujetos y modelos de masculinidad.

El presente artículo se inscribe en una investigación posdoctoral1 que busca explorar los modos en que los varones (jóvenes y adultos) de sectores populares, en conflicto con la ley penal y con las fuerzas de seguridad, hacen género a la luz de sus particulares trayectorias sociales, culturales e institucionales, así como las formas en que los procesos de criminalización configuran experiencias específicas de masculinidad. En este sentido, la pregunta de investigación general condensa un interés no solo por los «efectos de género» de los procesos de criminalización, o por el tipo de varones que se forma y se transforma al calor de las pertenencias sociales, de los tránsitos y de las relaciones institucionales, sino también por sus marcos y sus posibilidades de resistencia.

El universo criminal (y su correlativo, el penitenciario) es, casi por definición, un universo masculino; un espacio de socialización para varones con determinadas adscripciones de clase. En términos de Jack Halberstam (2012), estos varones encarnan «masculinidades excesivas», o excesivamente visibles, en tanto cuerpos socialmente marginales y racializados. Esta composición de género/clase se verifica en las estadísticas, los informes y las investigaciones argentinas en materia criminal y penitenciaria desde hace décadas. El Sistema Nacional de Estadística sobre la Ejecución de la Pena (SNEEP) ( https://www.argentina.gob.ar/justicia/politicacriminal/estadisticas/sneep ),2 la estadística penitenciaria oficial del país que muestra la evolución y las características de la población privada de libertad, relevó en su último informe nacional (publicado en diciembre de 2020) que 96 % de la población penitenciaria era cis-masculina (en valores absolutos, 91.254 varones), 57 % era menor a 35 años y 65 % tenía estudios primarios o inferiores al momento de ingresar al sistema carcelario. En tanto, el delito más cometido fue el robo y/o la tentativa (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, 2020).

Los datos ofrecen un indicio no solo sobre el perfil social de varones que delinquen y sobre sus prácticas, sino también acerca de las prioridades de la política criminal, o del tipo de sujeto y de delito perseguidos penalmente: en su amplia mayoría, se trata de varones jóvenes, de barrios populares y con magras trayectorias educativas (que, en muchos casos, completan durante la estadía carcelaria). De esta manera, se plantea una función generativa del campo judicial y criminológico sobre la relación masculinidad-violencia-delito, en tanto la masculinización del paradigma criminal y el androcentrismo de las instituciones carcelarias contribuyen a la (re)producción de la delincuencia cis-masculina, y a esta como un ámbito de homo-socialización y fratría masculina.

Objetivos

El artículo está centrado en la experiencia carcelaria, es decir, en un tramo específico de las trayectorias de vida de los varones privados de la libertad, pero intenso en términos de género y de interpelaciones a la masculinidad. Se reconoce a la cárcel no solo como un lugar de homo-socialización sino de convivencia a tiempo completo, mediada por códigos y por prácticas de violencia especialmente visibles –institucionalizadas–, que reconfiguran la percepción / relación con uno mismo y con los demás vínculos sociales.

En este sentido, se busca problematizar las relaciones carcelarias, específicamente las dinámicas de poder-reconocimiento y de subordinación entre la población, como instancias performativas del género, a través de las voces de quienes han sido referentes (líderes). Para ello, se describen y se analizan dos aspectos o dimensiones: el significado de «la violencia» y las prácticas de control / producción de la sexualidad.

Metodología

Para el desarrollo de los objetivos, se realizaron entrevistas semiestructuradas (Trindade, 2016) con varones «liberados» del sistema penitenciario, que ocuparon posiciones de poder como «referentes educativos». El carácter dialogal, coloquial y flexible de esta técnica permitió acceder a un saber sobre el funcionamiento del género en las cárceles de varones desde diversos temas y dimensiones analíticas, y ahondar en las visiones, las experiencias y las posiciones de los entrevistados.

La elección de los informantes responde a su perspectiva particular como referentes educativos; al saber (y poder) que desde su lugar han producido sobre el comportamiento de los varones y sobre la masculinidad en el contexto carcelario. A su vez, dadas sus diferentes trayectorias carcelarias, los testimonios se sitúan en unidades del Sistema Penitenciario Bonaerense (SPB) y, en menor medida, del Sistema Penitenciario Federal (SPF), por lo que el alcance del trabajo trasciende la órbita de la Provincia de Buenos Aires, y permite trazar eventuales continuidades entre un sistema y otro.

Para las entrevistas, se estableció un conjunto de preguntas abiertas en torno a tres grandes ejes de conversación: los códigos, la violencia y la sexualidad. De esta manera, se logró indagar en sus experiencias de ingreso a una unidad penitenciaria, en la convivencia con otros varones, en los «valores necesarios» para ganarse el respeto, en las prácticas de violencia intra-población, en la tramitación de la sexualidad, en las representaciones y en la visibilidad (o no) de la «homosexualidad» y en los vínculos afectivos entre presos. Es decir, de las múltiples experiencias que hacen a los varones durante su paso por la cárcel, el acento estuvo puesto en aquellas a través de las cuales performan –con mayor intensidad y sistematicidad– las normas de género.

El primero de los entrevistados se llama Pablo, tiene 42 años y es padre de cinco hijos/as. Estuvo detenido tres años en la UP15,3 y recuperó su libertad en marzo de 2022. Durante su tiempo en prisión, llegó a ser referente de pabellón –en la jerga carcelaria, «limpieza»– y presidente del Centro Pastoral Universitario (CPU), un espacio educativo que depende de la Iglesia Católica.4 El segundo entrevistado se llama Mariano, tiene 50 años y es padre de tres hijos/as. Si bien «cayó detenido» en varias oportunidades, solo fue condenado una vez, bajo la carátula de «robo calificado por uso de armas», y estuvo preso diecisiete años, de 1998 a 2015, en distintas unidades del SPB y el SPF.5

Los códigos y la violencia

Si bien el objetivo de rastrear el significado de la violencia carcelaria reconduce al análisis de los famosos «códigos», estos desbordan los repertorios de violencia y, como veremos, también construyen entre varones afiliaciones «positivas» que les permiten sobrellevar el encierro. En este sentido, el trabajo se aleja de los estereotipos culturales asociados al espacio carcelario, mediante los cuales solo se hace hincapié en la violencia, para intentar reconstruirlo en las contradicciones y en las complejidades de su textura social específica. A su vez, es fundamental plantear que el concepto de «violencia» no solo no es universal, instrumental, transparente, sino que remite a procesos y a contextos de significación; a disputas (de poder) en el orden del sentido.

«Cada grupo social denomina acciones y representaciones según el resultado de matrices relacionales contextualmente determinadas» (Garriga Zucal, 2021, p. 2). Por ello, se procura una comprensión de la violencia en sentido amplio, a partir de su doble dimensión simbólica/instrumental, y teniendo en cuenta las definiciones situadas que reviste en el ambiente social de la cárcel.

Es importante destacar que ambos entrevistados reconocieron a «la violencia» como una condición carcelaria de vida. En términos de Pablo, estas violencias son resultado menos del accionar represivo que de la desidia del Estado y la negación sistemática a los derechos básicos en materia de salud integral, educación y acceso a la justicia.

P: Hay violencias instaladas en la cárcel misma, que son la desidia y la falta de presupuesto por parte del Estado, una violencia institucional que todo el mundo silencia. Dormir con chinches es horrible. Yo era alérgico a las picaduras, me agarraron una noche, y yo decía: «Seis años tengo que convivir con esto». Los ganglios se me habían inflamado de la infección que me habían provocado tantas picaduras. No tenía ibuprofeno, nada.

Estar detenidos los sitúa en un escenario de especial fragilización, donde la violencia se expresa en múltiples direcciones y dimensiones, y los reposiciona como «víctimas» del sistema.

En este punto, es fundamental señalar que los relatos de los entrevistados se inscriben en diferentes etapas/momentos de la cárcel y, por tanto, en diferentes sociabilidades, códigos, prácticas de poder y significados de la violencia. Lo que ellos mismos identifican como un cambio en el perfil de sujetos, de subjetividades y de sociabilidades carcelarias no está exento de una transformación más amplia en la estrategia de gobernabilidad penitenciaria como respuesta al aumento sostenido de su población desde finales de la década de los noventa. El llamado «encarcelamiento masivo», que tuvo un impacto desproporcionado en la jurisdicción bonaerense,6 condujo a un colapso en la capacidad funcional de las unidades e impuso el despliegue de una renovada estrategia penitenciaria de control, o de «tercerización del orden» (Andersen, 2014), en pos de redirigir los niveles de conflictividad y el malestar estructural al interior de la población.

De este modo, las prácticas de violencia endógena que se relatan, en la entrevista con Pablo, especialmente, pueden ser vistas menos como una falla del sistema que como una política de gobierno basada en el autogobierno de los pabellones, la delegación del ejercicio de la violencia en determinados presos y el fomento de relaciones de sometimiento entre pares. Para Mariano, quien cayó detenido por primera vez en 1993, el hecho determinante que «planchó las cárceles» del SPB y que modificó –a su modo de ver, negativamente– las relaciones y los códigos de la población, fue el motín de Sierra Chica.7

M: En todos los años que estuve preso vi un montón de cambios, y cómo se organizó, más que la población, el Servicio Penitenciario, tercerizando la violencia. (…) Nunca fui «limpieza» de un pabellón, nada de eso, porque tenía prejuicios con eso, porque tenían mucha relación con el Servicio, así que no. Ahora creo que es peor. Yo, ahora, sería menos que en esa época, porque en el Servicio Penitenciario provincial, que este es un tema largo de charlar también, sobre todo a partir de los motines de Sierra Chica, hubo una exigencia de que eso no podía volver a pasar nunca más. No lo que pasaba adentro, sino que lo que pasaba adentro trascendiera los muros. Y ahí el Servicio tercerizó la violencia a través de los «limpieza». Me animo a decir que el 99 % de los «limpieza» de pabellón son funcionales al Servicio Penitenciario. ¿Y a quiénes ponen? Todos tumberos, que la tienen clara, que no se les escapa nada. Si ven a fulano y a mengano caminando en un patio, dicen: «Estos están en algo». Por eso, casi nunca más hubo fugas, motines. Son informantes del Servicio (…). Les dan poder. ¿Qué es el poder? Manejan las piezas de las visitas, pueden andar con droga o con una faca en la cintura, porque se ganan un montón de enemigos. ¿A cambio de qué? De informar dentro del pabellón quién anda en qué y con quién. Entonces, pueden romper una huelga. Te meten en un camión y te mandan uno para acá, uno para allá y listo. Es gente que lleva muchos años detenida y es funcional al Servicio. Plancharon las cárceles con esto. Antes había códigos… El capitalismo se metió en las cárceles de una manera terrible.

E: ¿Antes había más compañerismo?

M: Sí, antes se organizaban huelgas, motines, sin teléfono, sin nada. Arriba de los camiones se ponían de acuerdo un montón de penales para hacer una huelga colectiva. Ahora, están todos con teléfono y no se pueden organizar de un pabellón a otro. El individualismo se profundizó mucho.

Mariano sostiene que en la época en la que cayó detenido prevalecían los códigos de la vieja delincuencia, para la cual el principal enemigo era el Servicio Penitenciario. La violencia y la conflictividad se producían, pero circulaban menos entre la población que hacia el Servicio. En su descripción de la cárcel utiliza expresiones tales como «campo de concentración» o «guerra contra el Servicio», y se desmarca de la figura del «limpieza» porque «negocia» con las autoridades, lo que para los viejos códigos constituye un desprestigio. Según él, es un referente sin estatus. Pablo, por el contrario, que sí fue «limpieza», lo define como «el que gana el pabellón»; en su caso, por ser profesor de construcción en el CPU.

P: Tenía muchas diferencias con los pibes. Renegaba mucho con los que querían hacer las cosas mal. Vender droga, tumbeadas… Yo no permitía esas cosas. Me hice querer con casi toda la población y se dieron cuenta que yo no era una persona que estaba intoxicada por el ambiente y por la inmunidad que te da estar en la Pastoral. «Guarda que este chico está en la comunidad pastoral». Son tipos que hay que respetarlos.

Entre la lectura de Mariano, que sitúa a todos los «limpieza», indistintamente, en el lugar de «traidores», y la de Pablo, que los asocia con el paternalismo y con el disciplinamiento moral de «su población», Daniel Míguez (2008) analiza de la siguiente manera el poder (relativo) que reviste esta ambigua figura:

Se encuentra en una posición de privilegio porque circula entre las celdas disponiendo de una libertad y de acceso a cierto tipo de recursos que le son vedados a la mayoría de los internos. Pero junto con esa cuota de poder, la posición del limpieza contiene una ambigüedad que implica riesgos. Al ser el nexo entre los internos y los guardias, es una figura que a la vez que tiene poder es sospechada de ser también soplón o buchón. De hecho, de acuerdo a las entrevistas que hicimos a los guardiacárceles estos buscan «limpieza(s)» que actúen de informantes como una manera de asegurarse el control de la población, e incluso su propio bienestar. […] Poder, privilegios, obligaciones y suspicacia rodean a la figura del limpieza (p. 116).

Una de las ideas-fuerza que surge de las entrevistas es la de «hacerse valer», de demostrar y de defender la propia hombría delante de los pares. El hacerse valer se vincula, en el relato de Mariano, con el estricto respeto de los códigos delictivos/carcelarios, con el demostrar valentía enfrentándose al Servicio pero, también, lealtad y solidaridad hacia «los compañeros». No hacerlo es una actitud que se desaprueba, que es vista como una deshonra, como una «vergüenza».

M: Pasaba que si el Servicio entraba a reprimir a un pabellón, y el pabellón que estaba al lado no «rompía la reja», o sea, no hacía nada, después no podía bajar ni al patio. Porque no podías no solidarizarte con un compañero que estaba siendo reprimido. Cuando pasaba esto, nosotros arrancábamos las camas cuchetas de fierro del piso para poner tres o cuatro personas arriba y romper las rejas. Ahora no pasa ni a gancho, «algo habrán hecho», dicen. Los escuché decir: «Uhhhh, estos nos van a hacer cortar la visita» Para mí, eso es una vergüenza. (…) Antes estaba claro quién era el enemigo. Obviamente, había conflictos entre la población pero eran más esporádicos. Para levantar una faca [elemento corto-punzante] tenía que haber pasado algo muy groso. Eran muy pocas las veces, muy pocas.

En varias oportunidades, Mariano compara el comportamiento de la población carcelaria de los noventa, asociada a un tipo de masculinidad «heroica» y regulada a partir de ciertos valores morales y políticos, con el comportamiento deshonroso, cobarde, individualista y corruptible de la población actual, representada en la figura del «limpieza», del tumbero. Este es, a los ojos de Mariano, un sujeto «quebrado», sin moral.

En cuanto a las peleas esporádicas entre la vieja población, plantea que estas se debían a conflictos «bien de género».

E: ¿Por qué tipo de cosas peleaban?

M: Y, por ejemplo, por «la mujer del chorro».8 La mujer del chorro era una cosa… Cuando pasaba había que bajar la cabeza. A veces, quedábamos como maleducados. Hoy me parece ridículo (risas), pero era así. Ni siquiera se podía levantar la mirada. Y si alguien bardeaba, era la muerte. Algo muy loco que también pasaba era la pelea por las carpas. En esa época, no había piezas para visitas higiénicas. Eran carpas y no había lugar para todos, así que por la carpa se peleaba a muerte. Si se tenían que pelear a muerte, se peleaban a muerte. Y no tener una carpa era una deshonra… Ahí había una cuestión de género muy fuerte. Ahora que tenemos más conciencia, vemos que eso era bien de género.

En este punto, vale destacar que la visibilidad o la reflexividad sobre el género tienen lugar cuando en la conversación aparecen las mujeres, las relaciones de pareja y la dimensión de la «vida íntima», como un asunto bien separado de la dimensión política de la cárcel. En relación con los códigos, en primer lugar, se vislumbra que estar por robo –o en la jerga carcelaria «ser chorro», «chorro-chorro»– era estar parado en lo más alto del sistema de clasificaciones de la subcultura delictiva (Míguez, 2008) y, por ello, encarnar los valores de la delincuencia, lo que performa a ese varón como poderoso, respetado, venerado. Así, por ejemplo, el código de «no mirar» que recaía sobre «la mujer del chorro» actualmente se extiende a todas las mujeres, en tanto está prohibido mirar a los ojos a las novias, esposas o amantes de otros presos durante las visitas. En segundo lugar, se destaca «la deshonra de no tener carpa» para la visita íntima, en tanto situación que pone al descubierto la imposibilidad de tramitar la sexualidad y, en consecuencia, la falta de virilidad, lo que se busca compensar mediante demostraciones de «aguante» en el marco de una lucha cuerpo a cuerpo; a muerte, si era necesario.

Pablo, detenido entre 2017 y 2022, conoce «la cárcel actual», caracterizada por los presos maduros como una cárcel «sin códigos», donde la violencia circula más entre los detenidos que en contra del Servicio. En este contexto, entre las prácticas ritualizadas que definen quiénes valen y quiénes no, se encuentran las peleas «de bienvenida» mano a mano. En sus palabras, el mundo carcelario es «[…] un ambiente hostil, donde la violencia es parte de eso. La clásica “sos perro, sos gato”, o “te parás de mano, o lavás los tuppers y sos la mucama”». «Ser gato» es haber sido quebrado y supone ser rebajado, inferiorizado, feminizado, en oposición a la construcción viril, fuerte y feroz del «perro».

Otro tipo de práctica naturalizada que puede instituir dichos roles y jerarquías es la extorsión a quienes recién entran a una cárcel para que sus familiares ingresen todo tipo de mercadería a cambio de resguardo físico. Acceder o no también define –a los ojos del penal– las posibilidades de pasar a ser «gato». Al igual que Mariano, Pablo reconoce que «los chorros en la cárcel se hacen valer», pero que se trata de un estatus condicionado a su constante reafirmación. Si bien él estuvo preso por robo, no se siente parte «del ambiente delictivo» y su causa está tipificada como estafa, es decir, «un tipo que robó sin armas», lo que da «más prestigio». Sin embargo, no pertenecer a las redes sociales del delito predispone a un ingreso conflictivo al mundo carcelario.

En el relato sobre su primer ingreso a una alcaidía (cárcel de mediana seguridad), Pablo expresa el miedo y la angustia que llegó a sentir frente a lo que percibía como una amenaza permanente por parte de sus compañeros de celda, a quienes describe como «anti-chorros». Eran entre seis y ocho personas en una celda de tránsito que convivieron durante diez días antes de que Pablo fuera trasladado a una unidad de máxima seguridad.

P: Es muy grande el trauma que te lleva, viniendo de una vida que no es la delictiva, caer en un lugar así. El ingreso es muy violento… Estuve en la 44 una semana, por la hostilidad, yo no entendía nada. (…) Soy una persona que vengo de un sistema, de una familia de trabajo, de una normalidad, digamos, y no entiendo «la tumbeada». Para mí la amenaza era inminente. Era mi vida. Era todo «chupe», como se dice ahí dentro, para que yo hiciera o dejara de hacer cosas.

En su caso, el conflicto se desencadenó cuando sus compañeros de celda llamaron a su esposa para extorsionarla y él no dejó pasar la situación y se plantó. Si bien el enfrentamiento físico no pasó a mayores, durante los días siguientes, por el miedo y la tensión constante, durmió con un ladrillo en la mano.

P: «Si me duermo acá, están estos tres tipos», pensaba. Había otros más que habían intentado separarnos, pero yo no los conocía. El desconocido era yo. Entre ellos se conocían, se conocían con los de otros pabellones, se conocían todos. Yo era el extraño, el forastero. No conocía a nadie de ningún lado. Entonces, para mí era todo más terrible (…). Ya tenía todo pensado, «le parto el ladrillo por la cabeza». Y algo me dijo: «No lo hagas». No dormí hasta que me alcanzó el sueño. Ellos roncaban y todo, y era todo un miedo mío. El tránsito más violento que me tocó vivir fue por ahí. La bienvenida esa.

E: En la calle, ¿eras de «pararte de manos»?

P: No, pero sí de hacerme valer. Fui a una escuela técnica, de todos varones, y a veces tenías que resolver a las trompadas. (…) Pero, para mí, la violencia es el último lugar. Es el último recurso, y siempre se pierde peleando. El tema es que ganar también es perder. En cuanto al desenlace de esa noche, tuve ese quiebre emocional en el que me dije: «Yo a estos tipos los tengo que eliminar», porque me quedé perseguido, como se dice en la cárcel. Tenían una faca armada con un caño de cobre, que le dicen jeringa. Y después de la situación ya no podía confiar en nada. Me quedé mal. Tenía que eliminar la amenaza. Y ahí creo que nace la parte más animal que tiene el ser humano, donde está tu vida o la de la otra persona. Es la supervivencia.

En su testimonio, el ejercicio del poder adquiere lo que Michael Kaufman (1995) denomina como una «manifestación negativa» y que define como la posibilidad de imponer control sobre otros, agudizada en sociedades de jerarquías rígidas y desigualdades estructurales. Una toma de poder basada en las diferencias existentes. Para Pablo, esta forma de ejercicio de poder entre presos está fundada no sobre el respeto sino sobre el miedo, y no construye lugares legítimos de autoridad (Oleastro, 2017). Al respecto, cuenta que en su caso logró «ganar un pabellón» y hacerse querer por la población al ser parte activa de un espacio educativo; es decir, a través del respeto.

P: Ellos hablan de respeto, pero es el miedo. Una vez, en una de esas charlas del Comité de Resolución de Conflictos, le dije a un pibe bastante picante: «La verdad que vos hablás de respeto, pero en realidad no es respeto, respeto es lo que me tienen a mí. A mí me hablan con respeto y yo les devuelvo el respeto, y me hago querer, y me respetan por cómo soy, a diferencia de vos que te tienen miedo» Miedo no es respeto. Sí he tenido que resolver situaciones con un poco de violencia, pero si mirás en los tres años estás hablando de una o dos situaciones de violencia con diez mil, quince mil o un millón de actitudes de no violencia que me redituaron mucho más que esas dos veces.

En el modelo carcelario que describe Mariano, no había posibilidad de ejercer poder a través del miedo. El camino para ganarse el respeto era el acatamiento de los códigos tradicionales y de las jerarquías que permeaban el espacio delictivo/carcelario, pero también mediante la realización de acciones «positivas» para la población (como organizar o participar de huelgas, de motines, etc.). En su caso, plantea que se ganó el respeto no solo por «ser chorro», sino también por participar activamente de una experiencia educativa inédita en una cárcel, donde aprendieron a producir materiales didácticos (juegos y mapas) en lenguaje braille, que luego enseñaron a otros presos.

En relación con el significado de las peleas, o las confrontaciones físicas, podría señalarse una diferencia entre aquellas movidas por el sentido de pertenencia u orientadas a dirimir cuestiones vinculadas al honor y la jerarquía, más cercanas al relato de Mariano, y aquellas ligadas a disputas por recursos básicos para la supervivencia, presentes en el relato de Pablo.

Por último, si bien entre ambos relatos y modelos carcelarios se evidencian diferentes formas de ejercicio del poder y la autoridad, la relación entre masculinidad-violencia se mantiene relativamente estable. Sea que esta se direccione al Servicio o hacia otros presos, hacerse valer como hombre se dirime –en buena medida– a través de las demostraciones de violencia y del uso de la fuerza física. Una violencia que no constituye un elemento irracional, sino que está permeada por un concepto de respeto, por códigos (Oleastro, 2017) e, incluso, por valores políticos. De acuerdo con Míguez (2008), una diferencia entre la «subcultura delictiva» y la «convencional», tal como él las denomina, es la preeminencia del lenguaje corporal por sobre el lenguaje verbal: «Mientras esta última hace de la verbalización su principal instrumento de comunicación, la primera utiliza más el cuerpo como referencia y útil de expresión» (p. 117).

Sexualidades

Frente a las diversas respuestas que habilita la pregunta por la sexualidad en una cárcel de varones, los entrevistados asociaron en forma inmediata «sexualidad» con «violación». En ambos casos, las relaciones sexuales entre hombres fueron planteadas en los términos de una extensión de las relaciones carcelarias de fuerza y de poder, y retrotraídas a un momento histórico del sistema carcelario en donde todavía no estaban permitidas las visitas íntimas con mujeres.

P: Antes, el tumbero viejo violaba pibes porque no había visitas. Entonces, los tipos cómo reprimían, pasados de falopa, pasados de pastillas, todo. Las ganas sexuales se las sacaban con los guachitos. Y aparte, por ahí tenían inclinaciones homosexuales y les gustaba eso. De hecho, hay casos que, al revés, a punta de faca, querían «hacer de mujer». «Ahora, vos vas a ser mi hombre», ¿se entiende? Esa era la vieja escuela. Antes, vos peleabas, como se dice, «por tu culo», «o te parás de mano, o vas a ser mi mujer» (…). Eso cambió bastante. Yo, por ejemplo, no lo vi, no me tocó ni percibir que alguien me quisiera agredir sexualmente ni ver que agredieran sexualmente a otras personas. Pero que existió en un momento, sí.

M: En los noventa, yo escuché que antes, cuando no había ni carpas [para la visita íntima], cuando no había nada, ahí sí, los más viejos contaban que había más… (risas y titubeo) se daba la sexualidad… violaciones. Ahí, sí, era más bravo. Más para los chicos verdes, que estaban por un accidente de la vida. Los agarraban de mujer. Pero después, ya con las carpas… No te digo que no seguía sucediendo pero era más esporádico.

En los dos casos, el ejercicio de la (homo)sexualidad es inconcebible por fuera de la violencia sexual, ya sea como producto de la necesidad biológica frente a la ausencia de mujeres, de traumas infantiles o de inclinaciones homosexuales innatas. En el relato de Pablo, además, dichas inclinaciones constituyen un problema para el individuo, y se traducen, de manera lineal, en inclinaciones perversas.

Otro factor común es la asociación directa y automática del deseo homosexual con la idea de la feminización del varón («hacen de mujer»). Aquí, «lo feminizado es el resto, lo caído, el afuera del ideal masculino […] y hay dos alternativas claras dentro de este sistema: o eres hombre o eres maricón» (Ortiz y otros, 2019, p. 110). Esta concepción refuerza, además, la idea de un sistema de diferencias claro y estable entre los géneros sexuales (Forastelli, 2002) que admite dos formas/direcciones únicas y posibles de «perturbación»: la feminización del varón y su opuesto, la masculinización de la mujer. Subyace un concepto fundante (biologicista) de varón, cuya masculinidad puede entrar en crisis por diversas circunstancias –infelices– de la vida, incluida la privación de libertad. La homosexualidad no es asociada a un orden afirmativo del deseo, ni siquiera a una preferencia sexual legítima, sino que es resultado de una falla del individuo, de una vida conflictiva, perturbada, truncada.

En cuanto a las relaciones sexuales consentidas entre varones las respuestas también coincidieron en que no es un hecho común, que no está «bien visto» y que, por lo tanto, debe ser ocultado.

M: No, eso no. Por lo menos en los pabellones de Población no se veía. Sí en pabellones más «especiales». Tal vez, en los pabellones de refugiados. Ahí también entraba la cuestión de género. Ahí sí había prejuicios.

P: En la cárcel no está bien visto ser puto. Sin embargo, se ven aisladamente y todos sabemos quiénes son homosexuales. Está mal visto, no está bueno, no se tolera, pero a veces hacemos oídos sordos, miramos para otro lado. Y puede ser que haya una parejita de homosexuales viviendo en el pabellón, pero si salta a la luz, si alguien ve alguna situación, los echan de los pabellones. (...) «Te engancho en falta y te tengo que echar». Hay pibes que han salido de traslado porque han sido filmados teniendo actos sexuales y no fueron recibidos por ningún pabellón, y tuvieron que salir para otros lados. La pasan mal. Si te ponés a mirar, ser homosexual en una cárcel hoy por hoy, seguís con una cultura arcaica, del pensamiento de no ser aceptado.

En este punto, es interesante cómo para los entrevistados «los homosexuales» no representan un problema en sí, sino que el problema, «la falta», reside en la posibilidad de ser vistos/sospechados como tales. En el testimonio de Pablo, por ejemplo, se deja entrever que convivir con «parejitas» no lo conflictúa –«se puede mirar para otro lado»–, pero sí que «salten a la luz», y que él mismo pueda ser estigmatizado (incluso castigado) como un referente permisivo. n este sentido, a partir de la lógica de la ocultación de la homosexualidad (de la simulación, del traslado a pabellones «especiales» o a otros penales) se organiza y se despliega el orden carcelario (masculino) como un orden heterosexual, es decir, que induce a mostrarse heterosexual y homófobo.

Por último, y como contracara de la prohibición homosexual, entre varones se producen, se regulan y se despliegan distintos vínculos, afectividades legítimas o sistemas de reciprocidades. Entre estos momentos se destaca «la ranchada» como una forma de encuentro, como un lugar de pertenencia de los varones detenidos donde los códigos carcelarios parecen relajarse, flexibilizarse e, incluso, renovarse. En la ranchada está permitido cocinar y lavar los platos sin que esto suponga ser estigmatizado de «gato», del mismo modo que está permitido el abrazo con un compañero o los chistes con «doble sentido», sin ser sospechado de homosexual.

La ranchada es un término nativo definido por un sentido de familia, en tanto cumple funciones centrales en la vida de los detenidos. Un mecanismo informal para suplir las carencias del encierro (Míguez, 2008), no exento del sistema carcelario de intercambios, verticales y horizontales. Pero también representa un espacio íntimo de sociabilidad y de contención afectiva. En su investigación sobre el ejercicio de la masculinidad en y desde la cárcel, realizada a partir de un dispositivo de taller de escritura y un grupo terapéutico con jóvenes privados de la libertad, Colanzi (2020) habilita una comprensión posible de esas formas particulares de sostén entre varones, como redes de affidamiento masculino. «Este término, que remite a los lazos de confianza y político-estratégicos entre mujeres, puede «queerizarse» […] permitiendo que también los varones resignifiquen sus lazos sexo-afectivos con el objeto de propiciar espacios de autocuidado y cuidado entre varones» (p. 190).

P: La ranchada es la familia. Somos familia. Somos un grupo de afinidad, esa es la realidad. «Hoy cocinás vos, mañana yo». Está ese berretín, ¿no?, de decir: «Yo no soy ni gato ni perro, pero voy a limpiar la causa [poner la mesa, cocinar, lavar los platos]», entonces se van rotando los roles. Cuanta más unión hay, más equidad hay. Cuando es por conveniencia, volvemos a la tumbeada flaca, al interés. Hace dos años que mi ranchada éramos yo y Pereyra, mi compañero y amigo. Todas las noches cenábamos juntos.

M: Es un vínculo de compañerismo, de solidaridad, de hermandad. Vínculos muy fuertes que se han dado, de sufrir cuando el otro sufre. De compartir el sufrimiento, de compartir los buenos momentos. (...) Sí, se daban muchas cargadas, chistes que tienen una connotación. Las cargadas eran normales, hablando con doble sentido, con una connotación sexual, pero no pasaba de ahí. «Vení, acostate conmigo, si yo te gusto…», pero no pasaba de ahí (risas). Y tenía que haber mucha confianza. Pero era normal, una forma de cagarse de risa. Eso tenía una presencia muy fuerte en la cárcel.

Palabras finales

En términos generales, los entrevistados describen cómo los códigos carcelarios (tradicionales, residuales y emergentes) son códigos de género, en tanto modelizan un tipo de varón que si bien adscribe a ciertas pautas de conducta extensibles al grupo social de los varones (la utilización de la violencia, la anti-feminidad, la supresión de las emociones, etc.), implica el aprendizaje y/o el despliegue de una moralidad diferencial: antes, más vinculada con el respeto de los códigos; ahora, con la capacidad de sobrevivir (individualmente) al sistema carcelario.

De esta manera, el ingreso a una cárcel propone modos específicos de ser varón, en los que las experiencias masculinas del afuera se rearticulan a la luz de los códigos y los pactos entre presos (que también son dinámicos), y de las condiciones institucionales de vida. Esa especificidad estaría dada por los lugares de relativo poder y de subordinación que los detenidos pueden habitar (en función de diversos factores: las causas penales, el respeto por los códigos, las performances en confrontaciones físicas, entre otros) y, a su vez, por la autopercepción como «víctimas» de esas condiciones de vida, definidas por los entrevistados como «violencias del sistema».

En el caso de Pablo –que no pertenece al ambiente delictivo–, su experiencia de ingreso a una cárcel le impuso desplegar saberes adquiridos, por ejemplo, durante su paso por la escuela técnica, en donde para ser «macho» había que pelear. El saber-hacer en otro contexto homosocial le permitió sobrevivir a sus compañeros de celda y «hacerse valer». Sin embargo, esta situación (para él percibida como «límite») lo retó a explorar una dimensión nueva en el ejercicio de la violencia, claramente agudizada. Mariano, por su parte, puso en juego los saberes y los valores vinculados a la experiencia de «ser chorro», es decir, a su vida extramuros. En ambos casos, el proceso de encarcelamiento como proceso social en sí mismo continuó interpelando el significado de la masculinidad, en tanto que el «hacerse valer» adoptó nuevos condicionamientos y posibilidades.

En relación con la violencia física, los entrevistados coinciden en que se trata de un recurso insuficiente para construir lugares de legitimidad. Ambos consideran que el ejercicio del poder por medio de la imposición física no se sostiene en el tiempo si no va acompañado de «manifestaciones positivas» del poder (Kaufman, 1995); en sus respectivos casos, se destacaron por coordinar experiencias educativas. En este sentido, «el respeto y la autoridad que un sujeto privado de la libertad construye sobre su imagen son herramientas fundamentales en el desenvolvimiento de sus relaciones, y esas son, a su vez, armas de negociación, de mediación, estrategias de supervivencia y de superación de conflictos» (Oleastro, 2017, p. 61).

Uno de los núcleos centrales (e innegociables) para ganar y para preservar el respeto es la performance de varón cis-heterosexual, «la escena guionada de la heterosexualidad» (Colanzi, 2020); en palabras de los entrevistados, «hacer de varón». Es decir, tener que dar cuenta, simultáneamente, de su anti-feminidad y de su inequívoco objeto de deseo femenino. La homosexualidad no es solo una práctica individual, criminalizada y patologizada sino, sobre todo, el significante abyecto y atemorizante que ordena las relaciones visibles entre los varones; la frontera final del conjunto societal (Tonkonoff, 2019) que representa el universo carcelario masculino. No ser maricón es la principal condición para no ser excluido en forma radical y objeto del peor castigo: el traslado de penal. Por su parte, «la ranchada» es concebida como un espacio más «libre», donde los varones pueden explorar –bajo el amparo social del chiste– deseos homoeróticos pero también afectividades, un ámbito donde está permitido desplegar una gama de emociones (cariño, sufrimiento) «ocultadas» por el mandato masculino.

Este trabajo constituye una aproximación a un sujeto masculino poco abordado desde los estudios de género, pero frecuentemente estereotipado y estigmatizado en los discursos públicos. Frente a esto, se procuró un alejamiento de la construcción estereotípica del varón preso, desbordado de virilidad, irracional, animalizado –figura tan presente en películas y en series televisivas–, para dar a conocer los matices, las contradicciones y las formas de poder / vulnerabilidad que configuran sus experiencias masculinas. Para finalizar, es importante señalar que los resultados de investigación expuestos son preliminares y el análisis exploratorio, por lo que se espera ampliar, profundizar, e incluso, cuestionar el contenido de este trabajo a partir de futuras prácticas de campo y nuevas reflexiones teórico-metodológicas.

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Notas

1 El proyecto, titulado «Masculinidad, criminalidad y violencia. Trayectorias de género de varones cis privados de su libertad», se realiza en el marco de una Beca posdoctoral CONICET (2021-2024), radicada en el Instituto de Investigaciones sobre Sociedades, Territorios y Culturas (ISTEC) (https://humanidades.mdp.edu.ar/instituto-investigacion-sobre-sociedades-territorios-y-culturas-istec/) y en el Grupo de Estudios sobre Familia, Género y Subjetividades (GEFGS) (http://generounmdp.org/) de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP) (https://www.mdp.edu.ar). Es dirigida por José Garriga Zucal (https://orcid.org/0000-0002-4447-3665) (IDAES/UNSAM) y codirigida por Cecilia Rustoyburu (https://orcid.org/0000-0002-8904-1620) (ISTEC-GEFGS/UNMdP).
2 Sistema dependiente de la Dirección Nacional de Política Criminal en Materia de Justicia y Legislación Penal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación (https://www.argentina.gob.ar/justicia).
3 La Unidad Penitenciaria N.° 15 del Complejo Penitenciario Este está ubicada en la localidad de Batán, partido de General Pueyrredón, y depende del SPB.
4 Con Pablo nos conocimos hacia finales de 2021 en el marco de una actividad educativa en el espacio del CPU y, desde entonces, quedamos en contacto. La entrevista que se analiza en este trabajo fue realizada el 29 de abril de 2022, en forma presencial y durante un encuentro.
5 El primer encuentro con Mario tuvo lugar en 2014, en las aulas de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (https://perio.unlp.edu.ar/) de la Universidad Nacional de La Plata, (https://unlp.edu.ar/) casa de estudios en la que me desempeño como docente y donde Mariano comenzó a cursar el Profesorado en Comunicación como estudiante privado de la libertad. La entrevista que se analiza en este trabajo fue realizada, en forma virtual, los días 5 y 9 de mayo de 2022.
6 Durante el período 1996-2019, el SPB registró un aumento poblacional del 351 % (Plantamura, 2022).
7 El motín tuvo lugar entre fines de marzo y comienzos de abril de 1996, en la Unidad Penitenciaria N.° 2 de Sierra Chica, partido de Olavarría (provincia de Buenos Aires) y fue considerado el más sangriento en la historia carcelaria argentina. Durante los ochos días de conflicto, hubo toma de rehenes y murieron ocho presos.
8 El término «chorro», extendido de la jerga carcelaria/delincuencial a la cultura popular, hace referencia al delincuente que se dedica específicamente al robo, en cualquier de sus modalidades.
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