Entrevistas

Entrevista a Araceli Serrano Pascual: «Cada vez más personas nos vinculamos para generar un conocimiento que sea transformador»

Interview with Araceli Serrano Pascual: «More and More People are Linked to Generate Knowledge Make It Transformative»

Rocío Quintana
Universidad Nacional de La Plata, Instituto de Estudios Comunicacionales en Medios, Cultura y Poder «Aníbal Ford», Argentina
Valeria Vivas Arce
Universidad Nacional de La Plata, Instituto de Estudios Comunicacionales en Medios, Cultura y Poder «Aníbal Ford», Argentina

Tram[p]as de la Comunicación y la Cultura

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 1668-5547

ISSN-e: 2314-274X

Periodicidad: Frecuencia continua

núm. 88, e069, 2023

direccion.publicaciones@perio.unlp.edu.ar

Recepción: 27 Septiembre 2023

Aprobación: 31 Octubre 2023

Publicación: 27 Noviembre 2023



DOI: https://doi.org/10.24215/2314274Xe069

Resumen: La doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, Araceli Serrano Pascual, reflexiona sobre los modos de producción de conocimiento en la academia a través de experiencias de aprendizaje colaborativo con otros actores y territorios que emergieran en el contexto de crisis social en España.

Palabras clave: metodología, territorios, extensión universitaria.

Abstract: The doctor in Sociology from the Complutense University of Madrid; Araceli Serrano Pascual, reflects on the modes of knowledge production in the academy through collaborative learning experiences with other actors and territories, which emerged in the context of social crisis in Spain.

Keywords: methodology, territories, university extension.

Araceli Serrano Pascual es profesora Titular de Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) (https://www.ucm.es/), España. Su ámbito de especialización se centra en la metodología de la investigación, área desde la que lleva adelante estudios sobre diseño de investigación, articulación metodológica, metodologías audiovisuales y análisis del discurso.

Serrano Pascual forma parte del grupo de investigación Empleo, Género y Cohesión Social (EGECO) (https://egeco.com.es/), del grupo Metodologías de la Evaluación de Políticas, Planes y Programas (EVALMED) (https://produccioncientifica.ucm.es/grupos/5031/detalle) y del grupo de Aprendizaje Colaborativo UCM-social, así como del Observatorio para la Garantía del Derecho a la Alimentación en la Comunidad de Madrid (OGDAM) y del Observatorio para el Derecho a la Alimentación de España (ODA-E).

Este intercambio tuvo lugar en el marco de su visita al Instituto de Estudios Comunicacionales en Medios, Cultura y Poder «Aníbal Ford» (INESCO) (https://www.institutoanibalford.com.ar/) de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (https://perio.unlp.edu.ar/) de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) (https://unlp.edu.ar/).

A partir de las experiencias de investigación que llevan adelante desde el enfoque que denominaron «Aprendizaje colaborativo», y entendiendo que estas se forjaron para potenciar los procesos de aprendizaje y la vinculación de la universidad con otros territorios, ¿podrías contarnos de qué modo y en qué contexto surgieron y cómo se vinculan con tu visita a universidades argentinas que, como la UNLP, cuentan con una trayectoria de trabajo extensionista institucionalmente consolidada?

Considerando el contexto general, el momento en el que se encuentra la universidad española y los procesos de transformación que se están produciendo, entiendo, por un lado, que hay que pensar a la Universidad Complutense de Madrid como una de las universidades de más larga trayectoria, más jerárquica, más burocratizada y, también, con más prestigio. Por otro lado, hay que verme a mí junto con un grupo de personas que pululamos por allí como la primera generación de la clase obrera que llegó a la universidad y que la vivió como algo que nos encantaba, nos encandilaba, nos seducía, pero a la que veíamos con mucha distancia. Nos educamos sintiéndola como algo muy lejano, que se nos imponía y que, en ese sentido, nos amedrentaba y nos silenciaba. Creo que esto es algo que nos ha pasado a todas las personas que compartimos este tipo de experiencias dentro de una universidad muy jerárquica.

Y a esto hay que entenderlo en un contexto que es muy diferente al argentino, mucho más disciplinante, tanto en lo educativo como en lo participativo. En términos generales, estamos más acostumbrados al silenciamiento, pues tenemos una historia de disciplinamiento más larga. Creo que hay que entenderlo desde ahí, desde la clase trabajadora que apenas accedió históricamente a la universidad. Hubo un momento, en los años ochenta, cuando se accedió, pero era una universidad con las características que mencioné. En algunos casos, muy peleona en lo político, debido a las transformaciones del régimen franquista, pero muy distante, porque a esa política la hacían las y los intelectuales; la clase trabajadora apenas llegaba a la vida académica y, si lo hacía, era en una forma muy silenciada y en un papel subalterno. En este sentido, mi entrada a la universidad, y la de un conjunto de personas, siempre ha sido eso, desde un espacio de distanciamiento, de concebir al conocimiento como algo experto, distante, lejano, que nos silenciaba más que potenciaba.

Desde los primeros años de comenzar a dar clases estaba esa preocupación: primero, cómo conseguir que la gente de clases trabajadoras que llegaba se incorporara y sintiera ese espacio como suyo, que sintiera que el conocimiento es algo que podemos generar todos y todas, y que debemos hacerlo desde el diálogo entre todas las dimensiones de las dominaciones diversas –de género, de clase, etc.–; y, segundo, cómo potenciarlo, al constatar que las minorías, las clases bajas, silencian, callan y, por lo mismo, se debía favorecer o promover su participación en el proceso de construir conocimiento.

Resulta curioso que casi todas las personas que estamos en este tipo de experiencias de aprendizaje cooperativo tengamos en común ese sentir a la universidad como algo distante. Cuando empezamos, seguramente, hicimos cosas que no nos hacían sentir bien, pero necesitábamos esa estabilidad. En mi caso, un pendiente que siempre tuve es trabajar el tema de las empleadas domésticas, por mi experiencia vital, porque lo había vivido. Sin embargo, sobre ciertos temas la universidad decía no, y acabé haciendo la tesis sobre nacionalismos e identidades nacionales… Siempre esa distancia, y también los directores o directoras de tesis con esa distancia.

Cuando a finales de los ochenta y primeros años de los noventa accedimos a la universidad, como parte pequeñita de una generación –porque, a pesar de ser pública y de contar con becas, era un grupo reducido–, empezamos a trabajar otras formas de estar en el aula, de potenciar la participación, y vimos que cuando el conocimiento se pone en práctica –esto es, salir a la calle, romper los muros, ponerse en contacto con otros y otras, con otras disciplinas, etc.– los sectores subalternizados toman mucho más la palabra. No vamos a decir que hay una transformación radical, porque no, pero sí empiezan a tomar más la palabra.

Esto lo fuimos trabajando y reflexionando, y comenzamos a promover y a generar proyectos que nos ponen en contacto con profesores y con profesoras de otras disciplinas como antropología, sociología, trabajo social, comunicación y, también, arquitectura y agronomía. Empezamos a pensar que teníamos que poner en marcha proyectos de investigación que se vincularan con el territorio, con las asociaciones y las organizaciones; primero, para conseguir esa participación y, segundo, porque el conocimiento que producíamos era distante, lejano, y solo servía para generar malestares.

El profesorado, más que sentir satisfacción por lo que hace, siente el agobio, la ansiedad, la angustia por la híper productividad que se nos ha metido allí. En la actualidad, existe en la universidad española la necesidad de producir muchos papers, de ser posible en inglés, para promover temáticas que no nos interesan pero que pueden interesar allí lejos, y eso genera muchos malestares. De ahí que cada vez más personas nos vinculamos para generar un conocimiento que sea transformador, en el que se incorporen los sectores subalternizados, que rompa los muros que constantemente se esfuerzan en ponernos; un conocimiento que sea próximo, cercano, que interese, que pueda ser comunicable.

Y, además, que se dieran estos procesos de devolución de una deuda, ¿no? Desde ese punto de vista, las profesoras que participamos en estas experiencias entendemos la fortuna y el privilegio que hemos tenido de hacer la universidad pública en estas condiciones y consideramos que hay que devolverlo de alguna manera, que tenemos esa responsabilidad. Así, poco a poco, nos fuimos metiendo en este tipo de proyectos que implicaban eso: romper los muros del aula y trabajar varios grupos en forma conjunta. Hacer cada año una propuesta que nos permitiera mantenernos en una línea de trabajo, y, al mismo tiempo, darnos la posibilidad de abrir varias líneas negociando entre todos y todas.

Para contextualizar los procesos, ¿en qué momento y bajo qué circunstancias surgen los primeros proyectos que proponen impartir otro modo de producir conocimiento en la universidad?

Las primeras experiencias, más circunscriptas al aula, datan de 2008, en el contexto de la crisis financiera global y ante las durísimas consecuencias de la crisis. Fue devastador. Un mogollón de gente que se quedó sin trabajo, sin posibilidad de comer, desahucios masivos…

Todo empezó de una forma muy pedestre, muy incipiente, de probar dentro del aula, de intercambiar, para luego empezar a trabajar en forma conjunta. Recién en 2015 logramos hacerlo de una manera más reflexionada y organizada. Entramos en contacto de forma más sistemática con organizaciones y con plataformas de organizaciones que nos planteaban sus demandas. Más que «desde» la universidad, la idea era «ir a buscar» y escuchar las demandas.

En lo que hace a tu trayectoria, ¿cuáles fueron las experiencias que más te marcaron?

Una de las experiencias más importantes, y que se ha mantenido en el tiempo, es la vinculada al tema alimentación. Después de la crisis de 2008, pero, especialmente, después de 2013, cuando se acabó la protección estatal por desempleo, empezaron a surgir las alarmas por temas de hambre –familias enteras que no podían llegar a comer– y, por supuesto, el problema de la vivienda, que es gravísimo; pero el tema del hambre era catastrófico. Se estaba conformando un tejido social muy interesante derivado de las movilizaciones en relación con el 15-M,1 un movimiento político muy fresco, muy espontáneo, que surgió en las calles. Observamos que empezaban a formarse varios grupos que se relacionaban con otros que también trabajaban el tema de la vivienda; por ejemplo, la plataforma antidesahucios2 que se ponía en relación con las asociaciones de vecinos, las viejas asociaciones que reivindicaron los servicios en los barrios en el marco de las migraciones del campo a la ciudad.

En España, y en Madrid, concretamente, se estaban entretejiendo redes de activismo político y desde la universidad pensamos que teníamos que participar. Además, porque militábamos en estas asociaciones, aunque siempre se había producido esa separación entre el espacio de la militancia y el de la universidad, que solo se habían puesto en vinculación dentro de las aulas. Entonces, en 2014 dijimos: «A esto hay que ponerlo en relación», y entramos en contacto con personas que estaban en estas asociaciones. Una iniciativa muy interesante fue «Carta contra el hambre»,3 que tuvo un importante protagonismo en los barrios, las asociaciones, las organizaciones, para reivindicar la necesidad de diagnosticar la problemática que se estaba ocultando. Diagnosticar, visibilizar, presionar políticamente para conocer qué estaba pasando en esos espacios de ayuda mutua, de apoyo, que se generaban en los barrios de forma muy espontánea, muy vinculante y muy articuladora de territorios, de lazos sociales.

Pensamos que había que acudir a esos espacios y preguntar qué necesitaban, qué podía aportar la universidad a esos procesos de diagnóstico, de visibilización de propuestas, de denuncia. Y eso hicimos. Nos reunimos y empezaron a plantearnos qué era lo que les interesaba. Inicialmente, llevamos esas líneas a las aulas y organizamos reuniones entre las asociaciones, las y los estudiantes y la gente que estaba interesada. Todo de manera informal, sin ninguna cobertura institucional. Nosotras intentábamos convertir sus preguntas en preguntas analizables. La fortuna es que me dedico a la metodología de la investigación social, por lo que la articulación entre docencia-investigación es más fácil que en otras materias.

El primer año, nos dijeron que necesitaban conocer cuál era el problema del hambre, así que les contamos sobre las herramientas que tenemos dentro de la sociología y, en forma conjunta, diseñamos una encuesta para organizaciones, entrevistas para las asociaciones que estaban en temas de apoyo mutuo y les propusimos a las y los estudiantes que realizaran videos. Cada grupo empezó a trabajar un material audiovisual para comunicar los resultados del trabajo de relevamiento que se había hecho. La verdad, estuvo muy bonito, porque los videos volvieron a los territorios, se proyectaron en las asociaciones de vecinos, en las fiestas de los barrios.

También hubo un movimiento político importante para diseñar un proyecto de ley, una iniciativa legislativa municipal que garantizara el derecho a la alimentación y a la que se sumaron varios ayuntamientos de la Comunidad de Madrid. La propuesta llegó a presentarse, pero no contó con el voto de la derecha. Pero el caso es que se visibilizó y en diferentes espacios se empezó a hablar de que teníamos un problema de hambre. Empezó a acuñarse la expresión «las colas de hambre», porque allí estaba la mayor parte de la asistencia en términos de alimentación. El Estado no se ocupaba, pero sí lo hacían las ONG, ese espacio de la economía de la salvación, el asistencialismo caritativo que es muy visible; gente esperando a recibir su bolsa de alimentos, tristísimo. Sumado a que no solo les faltaban alimentos, sino que a la hora de señalarlos les ubicaban en posición de falta de dignidad, una cosa terrible.

Frente a esto, al año siguiente se planteó una investigación sobre cómo generar otra cultura de garantía o de seguridad alimentaria que rompiera con el asistencialismo, y a la que se incorporó la Federación Regional de Asociaciones Vecinales (FRAV) (https://aavvmadrid.org/), asociaciones que se montaron para reivindicar servicios básicos para los barrios. De ese modo, continuamos trabajando y siempre volvía el tema de la alimentación como tópico central. Otro año abordamos el desperdicio alimentario; en otro, la precariedad de las y los jóvenes y el acceso a los alimentos. Los proyectos se retroalimentaban: los debates teóricos que construimos colectivamente, las lecturas, los intercambios, nos permitían abrir el debate sobre cómo llegaba eso a los grupos con los que trabajábamos, qué era lo que se entendía, qué les interesaba y si entendíamos lo mismo sobre lo que les interesaba. Hubo un trabajo sobre los conceptos, las preguntas, los objetos, que fue colectivo y desde diferentes disciplinas, y que permitió que la gente se fuera soltando para preguntar: «Esto no entendí, ¿qué quiere decir?». Poco a poco, fuimos consiguiendo comunicarnos, también en lo que cotidianamente nos incomunica y que, muchas veces, nos silencia.

Asimismo, vimos que las personas que más participaban en estos proyectos eran las que, habitualmente, más callaban en el aula. Era notable, porque veíamos en estos vínculos, además de lo material, que quienes más participaban o, al menos, quienes más lo intentaban a lo largo del cuatrimestre eran las personas que estaban en posición subalternizada. También era impactante el grado de compromiso de las personas en general, no solo de las más subalternizadas. Los proyectos no se tomaban como una materia más, sino que al final nos decían: «No saco tiempo para lo demás, pero no importa», lo que nos llevó a replantearnos cómo reducir la carga que suponía este tipo de experiencias. Pero la gente se volcaba a ello. Terminábamos el cuatrimestre y continuábamos trabajando, porque la gente quería continuar. Y, sobre todo, devolver y generar nuevos espacios en relación con estos proyectos.

En términos de formalización en la universidad, ¿en qué estadio se encuentran estos procesos, inicialmente surgidos desde el interés y la inquietud de un grupo de docentes?

Uno de los aspectos que más me ha impactado de vuestra experiencia es el grado de institucionalización, de reconocimiento, que tienen las experiencias de trabajo con otros territorios. Y aunque hay fricciones entre los tiempos de algunas lógicas, he visto que las instituciones los reconocen, que hay convocatorias, etcétera.

En España, hay convocatorias de extensión para actos culturales, hay convocatorias de AP (Aprendizaje Participativo), de aprendizajes servicio –que son como prácticas de las y los estudiantes–, pero son espacios en pequeños talleres, en comunidades de aprendizaje, más en el ámbito educativo-pedagógico, en ciencias de la educación. Personalmente, debo reconocer que partí de un cierto recelo, de creer que la institución no nos iba a apoyar.

Por ejemplo, desde una asignatura del Máster en Metodología de la Investigación Social planteamos siempre un proyecto de investigación sobre la expresividad de los malestares y el sufrimiento psíquico de las y los estudiantes. Siempre pensamos quién podría tener interés, quién podría subvencionarlo, por lo que cuando surgió en la universidad una convocatoria para proyectos liderados por estudiantes pensé que era el momento. Mis estudiantes se presentaron con una propuesta de investigación participativa y se las aprobaron. Eso les permitió tener dinero para hacer una encuesta, un concurso de obras creativas –obras de arte vinculadas con el sufrimiento emocional–, talleres participativos y la co-creación de un cuento. Todo se pudo poner en marcha y, en el marco de una propuesta de aprendizaje colaborativo, tomamos esos materiales desde la asignatura Análisis del Discurso para analizarlos. Eran materiales creativos, de una creatividad vinculada a cómo se ven o cómo expresan las y los estudiantes sus malestares.

¿Qué ha hecho la institución? Subvencionar el proyecto, lo que está muy bien. Y, desde entonces, reconoce un poco esos espacios: nos ha dejado salas para exponer las obras, nos ha dado algo de dinero para que se lleven a otro sitio, para que se generen contextos de diálogos y de reflexión. Es un pequeño apoyo que encuentra las fisuras en un conglomerado de conocimiento muy neoliberalizado. Y creo que también muestra que la institución es consciente de que, necesariamente, tiene que transformarse. Y ahí estamos un grupo de personas que buscamos esas grietas.

Hay un objetivo político en lo que está haciendo esta camada de docentes que intenta dar lugar a otros modos de construir conocimiento, ¿lo ves de esta manera?

Sí, por supuesto. Se trata de concebir el conocimiento como algo que tenemos todas y todos, que tenemos que intercambiar y que tiene que servir para la transformación social; necesariamente, es una mirada política. Siempre pensamos en qué espacios políticos de transformación y de generación de bienestares comunes podemos colaborar y contribuir con la academia. Pensamos en esos espacios que, hasta hace muy poco, estaban separados por esa clara frontera entre el activismo y la academia. Se trata de una academia pensada en términos de intentar objetivar, de intentar distanciarse, que tuvo una pequeña ruptura durante la transición con gente peleona contra el franquismo, pero siempre muy intelectualizada. Esa distancia entre las y los intelectuales y la movilización política en las calles. La academia como ese espacio tan rígido, ¿no?

Este es un proyecto, clarísimamente, político y con objetivos de transformación social y de vinculación con grupos que están en lo comunitario, en lo popular. Aunque la palabra popular no funciona en Madrid tanto como aquí. Remite más a populismo, es más una palabra en negativo, pero lo comunitario puede funcionar y creo que, cada vez, va consiguiendo más gente que se aproxima.

En este sentido, un problema «gordo» que tenemos es que para las personas que se inician en el espacio universitario, muchas veces, las demandas que supone participar en este tipo de iniciativas son incompatibles con sus demás tareas. Es tanta la productividad que se exige para mantenerse mínimamente que, en muchas ocasiones, la gente acaba resintiendo su salud, porque supone mucho esfuerzo de organización, mucho esfuerzo para realizar lecturas, para hacer devoluciones… Es un esfuerzo muy grande.

En mi caso, lo pude hacer cuando me estabilicé, por lo que entiendo que la gente que recién comienza no pueda dedicarle tanto tiempo. Necesitamos ver cómo las personas que tenemos mayor estabilidad podemos empujar y tomar más esfuerzo en este empeño, porque hay un freno vinculado con el grado de exigencia que viven quienes están empezando. Hay mucha angustia, mucha ansiedad por esa híper productividad que no siempre se alcanza. Y si hablamos de personas que vienen de clases trabajadoras, ya no entran. No entran en el profesorado, y casi nada entre las y los estudiantes. Se está notando una elitización muy fuerte. Por el aumento de las tasas, de los aranceles. Antes, se veía que teníamos gente de los barrios. Ahora, hay menos, y esto se nota año a año, porque si bien es una universidad pública, también tiene un coste de oportunidad. Hay gente que necesita que sus hijas e hijos trabajen. Y, luego, los estudios de posgrado, que solo una pequeñísima parte puede alcanzar. Eso se nota mucho.

En estas prácticas se implican tanto lo metodológico como lo epistemológico. ¿Cómo ves esa relación entre una docente con tan amplia trayectoria en el campo de la investigación en ciencias sociales, en una universidad como la UCM, y el campo de intervención? ¿De qué manera crees que se encuentran?

He tenido la fortuna de contar en mi trayectoria con la tensión entre mi director de tesis neopositivista y el grupo de praxis de la sociología del consumo, uno de los grupos más comprometidos de la academia. Estaba, en uno, por vocación; en el otro, por obligación. Tuve la fortuna de aprender metodología en estas tensiones, viendo los límites, y es un privilegio del que me he dado cuenta a posteriori. Mientras lo estás viviendo, parece una cosa esquizofrénica tener que rendir en dos espacios que no se parecen en nada. Pero, después, es una maravilla ver los límites del conocimiento que se nos presenta como objetivo, válido, legítimo. La superficialidad en las que muchas veces se cae, no solo por el tipo de preguntas que se plantean, sino también por su desvinculación de problemas reales y por la manera en la que se comunican los resultados –que quedan entre unos pocos que se leen o se citan– para que, finalmente, el conocimiento no tenga impacto.

Este tipo de experiencias nos lleva a creer que no hay posibilidad de pensar un conocimiento que no sea el que se nos presenta como legítimo, que se nos impone, que es un callejón sin salida, generador de malestares, de desconocimiento y, por supuesto, de reproducción social. Pura reproducción social. Debemos tomar conciencia de sus límites, de su necesidad de cruzamiento con otros conocimientos y, por supuesto, de la necesidad de vigilancia. En ese sentido, tenemos muchos retos: desde dónde miramos, desde qué lugares privilegiados preguntamos. Mucha vigilancia epistemológica, en el sentido de decir: ¿por qué estoy planteando esta pregunta?, ¿qué me mueve a esto?, ¿a quién estoy convocando y por qué? No podemos generar un conocimiento que no sea cruzado, consciente. Ver cómo el conocimiento se construye desde lo colectivo, desde lo grupal, cómo se plantea en términos de una lógica o de una razón comunicativa… En términos habermasianos, ¿para qué el conocimiento? Un conocimiento que, realmente, tenga un sentido, un sentido político, un sentido social bueno.

Al inyectar esta manera de trabajar en las clases de metodología, desde el primer momento nos preguntamos: ¿por qué?, ¿qué dejo afuera? También desde nuestro proyecto político, ¿qué queda afuera? No hacerlo puede llevarnos a un conocimiento que no sea relevante, que no sea útil o que resulte sesgado. Por eso, creo que fue muy importante haber tenido una fuerte formación teórico metodológica con estas experiencias y en un momento que permitió buscar esos espacios de grieta.

Quizá, algún día, este conocimiento pueda cuestionar desde su base todo el conocimiento que se ha generado. Por ejemplo, la importancia que en el contexto argentino tiene el ecofeminismo, el trabajo decolonial; tenemos que aprender mucho para ensanchar esas grietas. Hay que sumar fuerzas y encontrar sinergias que permitan incorporar a las personas que tan difícil lo tienen. Sin duda, no es fácil, más en un contexto en el que la presión es tan fuerte y en el que –y esto es muy importante– no tenemos una cultura de lo colectivo, de lo participativo. No tenemos la práctica de ver que, tal vez, individualmente lo tienes más complicado, pero las personas que están más estables pueden ayudarte a encontrar la posibilidad de estabilizarte. Pensar colectivamente es fundamental.

En Europa y en Estados Unidos, en la ciencia hegemónica, se está reforzando el neopositivismo, en este nuevo contexto de los «Big Data»4 que se impone en todas partes. Frente a esto, hay que evaluar si pensamos en colectivo, si trabajamos en forma colectiva, apoyándonos; solo así se renuncia a lo que, desde mi punto de vista, es la principal lacra de la academia y del conocimiento: el narcisismo y el pensar que el conocimiento lo produce uno.

El conocimiento se produce colectivamente, es algo que nos ha dado la colectividad, la comunidad y que tenemos que devolver. En ese sentido, debemos aprovechar todos los espacios que se nos brindan. Las disidencias sexo afectivas, las personas o los grupos racializados, van por delante en todo esto. Así como sucede con el hecho de venir aquí y de aprender de vosotras, y de toda la trayectoria que tenéis en esta forma de trabajar, para ir intercambiando.

El intercambio supone relacionar procesos disímiles. Incluso en esta colaboración de saberes incide que somos pueblos diferentes y que se trata de procesos institucionales distintos. ¿Qué diferencias notás en lo referido a políticas de financiación?

En España, el organismo que subvenciona los proyectos I+D, que son los proyectos con mayor peso académico, es el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) (https://www.csic.es/es). Quienes los llevan adelante, de forma muy jerarquizada, son personas con una trayectoria muy extensa que se alimenta, precisamente, de la jerarquía; la jerarquía siempre alimenta a la jerarquía; podríamos decir que viene en formato grupo de investigación consolidado. En mi caso, estoy en EGECO, el grupo de estudios sobre Empleo, Género y Cohesión Social.

Generalmente, un proyecto financiado se conforma por una persona que dirige el trabajo y reúne a un equipo desde la academia, sin tener en cuenta a otros espacios, como organizaciones o asociaciones. También hay institutos del CSIC que se dedican solo a la investigación que pueden presentar proyectos. Y, en términos más aplicados, las subvenciones que se otorgan a la administración: grandes ONG, instituciones y fundaciones que subvencionan investigación porque, de ese modo, desgravan. Una parte importante de la investigación se produce a través de fundaciones (por ejemplo, de ayuda contra la drogadicción) que forman institutos y los subvencionan. En esos espacios, surgen oportunidades de investigación importantes.

La investigación está dividida. Por un lado, está la línea con más peso, la académica, la que se sigue para las investigaciones más formales; por el otro, la investigación para la administración, con diferentes institutos. El espacio de la investigación también es un campo en lucha con subalternidades, con algunos oligopolios que se llevan una parte importante de la investigación y con pequeñas cooperativas que buscan sus nichos. Y, claro, está la investigación de mercados, que es otro mundo, al que la investigación académica le parece una cosa horrible, con formalidades y con conceptos teóricos pesados.

Contabas que estos procesos también se dan en otras unidades académicas, con docentes que también impulsan otros modos de producir conocimiento. ¿Esto propicia la interdisciplinariedad?

Sí, aunque limitada. Nos gustaría que fuera más… Es un camino por el que nos gustaría avanzar, pero supone más tiempo, implica ponerse en relación. La alimentación, como tema que está en el centro de numerosas disciplinas, nos ha encontrado con personas de arquitectura. ¿Por qué? Porque «Carta contra el hambre» tenía como orientación vincular a las universidades, para visibilizar y para investigar los problemas y vincularlos al movimiento agroecológico. Y en este movimiento hay mucha gente que está en agronomía, en arquitectura, que vienen de esos campos.

Además de la UCM, ¿hay otras universidades involucradas en estos otros modos de producir conocimiento?

Sí, claro. Y creo que hay mayores posibilidades de que estos procesos se desarrollen en universidades más pequeñas; universidades que, a diferencia de la UCM, cuentan con mayor margen de maniobra, al no tener tanto el peso del prestigio de la institución que defender y que actualmente están lanzando pequeños proyectos. A lo que se suman, por supuesto, las culturas políticas. País Vasco y Cataluña son dos contextos donde esto se produce más. Hay una trayectoria más peleona, más de movilización política, que favorece que en esos contextos se encuentren más propuestas de este tipo.

Notas

1 El Movimiento 15-M –también llamado Movimiento de los Indignados, Movimiento Democracia Real Ya, Movimiento Quincemayista– se formó tras las manifestaciones espontáneas que tuvieron lugar el 15 de mayo de 2011 en plazas de diferentes ciudades de España, convocadas por ciudadanos/as –principal pero no exclusivamente jóvenes–, ante la crisis financiera, económica y social. Esta acción colectiva, no organizada ni auspiciada por partidos políticos u organizaciones tradicionales, sino por plataformas ad hoc que operaban, principalmente, en Internet y en redes sociales, coincidió con la segunda legislatura del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (2008-2011).
2 La entrevistada se refiere a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) (https://afectadosporlahipoteca.com/), asociación «que agrupa a activistas solidarias y a personas con dificultades para pagar la hipoteca, el alquiler, viven en un piso recuperado y quieren regularizar su situación o que se encuentran en proceso de desahucio» (PAH, sitio oficial).
3 «Carta contra el hambre» es un emergente del movimiento 15-M que se originó a partir de las acciones llevadas adelante por un grupo del distrito madrileño de Carabanchel, de la Comisión de Servicios Públicos de la Asamblea del 15-M, cuando comenzaron a conocerse los primeros datos sobre malnutrición infantil en algunas comunidades autónomas de España. Para conocer el alcance de la situación, el grupo decidió visitar las parroquias de la zona y elaboró un informe en el que se destacaba la amplitud y la profundidad del problema en el distrito, donde la insolvencia alimentaria era consecuencia de situaciones de pobreza extrema. De este modo, se inició el proceso de lo que en 2015 se convertirá en la plataforma «Carta contra el Hambre», que agrupa a más de 40 organizaciones sociales.
4 Big Data refiere a diferentes tecnologías asociadas a la administración de grandes volúmenes y variedad de datos provenientes de diferentes fuentes y que se generan con rapidez. Su auge ha dado lugar al concepto de Data Science o Ciencia de los Datos, que se usa de forma genérica para hacer referencia a la serie de técnicas necesarias para el tratamiento y la manipulación de información masiva desde un enfoque estadístico e informático.
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