Un dia con César Aira en Pringles

Una merienda basada en hechos reales

por Florencia Di Paolo

 

Fui con un amigo a tomar mates a lo de Arturo Carrera en Pringles. Tomar mates es un decir, porque nos sirvieron Coca Cola. Habíamos llevado masitas de confitería pero Arturo es más de lo salado. Llovía muchísimo y desde la ventana de la cocina podíamos ver el patio: había una palmera enorme. De las paredes colgaban posters con hortalizas dibujadas y palabras que no recuerdo.

Hablamos mucho con Arturo, nos contó anécdotas de Osvaldo Lamborghini y de Alejandra Pizarnik, él era muy amigo de ella.

Nos mostró una faceta de la poetisa que casi nadie conoce, dijo que era divertida, que le gustaba robar librerías, que le pedía ropa prestada a su mujer y nunca se la devolvía. Una vez hizo que Silvina Ocampo llamara a la abuela de Arturo, italiana, con la excusa de decirle algo a Arturo, pero con el único objetivo de que ambas hablaran y no lograran entenderse. Cuando el escritor llegó a su casa, su abuela le dijo en italiano que había llamado una mujer con voz de oveja. Alejandra le enviaba a la anciana cigarrillos de color rosa que fumaba de forma extraña, sin tragar el humo.

También una colonia francesa que la mujer se ponía en exceso y, según afirmó el escritor, apestaba toda la casa.

De Lamborghini contó que a veces bebía demasiado y que un día en su estadía en Pringles le tocó las tetas a una mujer que aseguraba que tenía senos pequeños. Le dijo que eran perfectos, que no se preocupara. Según contó Arturo, Osvaldo estaba paranoico, creía que la mujer que limpiaba la casa quería matarlo, por eso no dejaba que entrara a su habitación. Según Carrera, Osvaldo formulaba hipótesis desde lo absurdo, pero siempre con bases científicas. Se lamentó por no haberlo grabado nunca. Podríamos haber estado horas hablando con Arturo, de hecho lo estuvimos. De vez en cuando, él paraba de narrar sus anécdotas y nos pedía que le contemos algo nosotros. Ahí salíamos por un momento del trance en el que estábamos y tratábamos, sin éxito, de formular algo que estuviera a la altura de sus relatos.

En una de esas pausas, Arturo retomó la conversación diciendo que César Aira estaba en Pringles, que estaban saliendo todos los días a comer a un restaurant diferente. Dijo que en un rato seguramente pasaría a saludar. Mi amigo me pateó por debajo de la mesa, ambos sabíamos que nos íbamos a quedar hasta que sonara el timbre.

Sonó.

Escuché a Arturo comentándole que había unos chicos que lo querían conocer. Y las voces ‒o la voz de Arturo, que era la única que lograba escuchar‒ se hacían más fuertes a medida que atravesaban el pasillo y las habitaciones que conducían a la cocina, al final de la casa. Lo vi parado en el portal, dispuesto, y no tanto, a ser contemplado por dos pendejos cholulos. Era alto; vestía una remera de Bazinga. Todo un Sheldon Cooper de la literatura. Omití decirle que era la Florencia de los mails. Le mandé dos con el pretexto de entrevistarlo: el primero más formal, el segundo era un relato desesperado de mi admiración por él. Incluso exageré y mentí en algunas partes, le dije que después de leer La cena, cada vez que paso por la avenida 25 de Mayo en Pringles, imagino una procesión de zombis saliendo del cementerio. Arturo le dijo que leíamos sus libros y él levantó los hombros, nos saludó con un beso y se sentó. Se quedó mirando las masitas y comió varias, casi toda la bandeja. Tenía una voz retraída, como si al hablar el aire se quedara en su garganta. No miraba a nadie a los ojos, exceptuando, algunas veces, a Arturo. Este le ofreció soda, porque nos habíamos terminado la Coca. Antes de que él llegara, estábamos hablando de la plaga que son las palomas y la conversación fue mutando a las plagas en general. César contó que una vez su mujer o su hija, no recuerdo quién, quería alquilar un departamento y él había visto una rata a través de una ventana que daba al patio. Dijo que si lo alquilaba nunca saldría al patio y al final desistieron. Mientras contaba eso, me di cuenta de que tenía que pestañear en algún momento. Después hablamos de los restoranes, de dónde irían a comer esa noche. César comentó algo sobre Redondo, un restaurant que, previo a su llegada, Arturo había dicho que no le había gustado. Pero esa vez no dijo nada, les comenté que los raviolones de verdura de ahí eran muy buenos, y que también los vendían en una panadería del centro. Arturo dijo que seguramente le había errado con la elección del plato. Decidimos irnos porque ya era tarde. Antes de partir, el poeta quiso que viéramos el patio, ya había dejado de llover. La casa de Arturo era hermosa, parecía un museo. Esa noche recibí un mensaje por WhatsApp de mi prima, me decía que estaba cenando en Redondo y que delante de sus ojos tenía los escritores que a mí tanto me gustaban. Le pregunté qué estaba comiendo el que no usaba anteojos, el más bajo. Me dijo que no llegaba a ver pero que seguro era pasta porque tenía una quesera al lado suyo.