8. Cómo se forma un atleta olímpico

“El incipiente proyecto comenzado a fines de 1940 durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón fue interrumpido y cortado de cuajo por el brutal golpe de 1955 y sus réplicas sucesivas. Desde allí los gobiernos democráticos sólo coincidieron en una apabullante falta de continuidad: diez secretarios de Deporte durante el período democrático y objetivos poco claros”: Osvaldo Arsenio, entrenador de natación, Director Nacional Técnico-Deportivo desde 2004 hasta 2010 y especialista en política deportiva, escribía esto en 2008. Cuando, un año más tarde, nacía el Enard, parecía que los tiempos de despistes y falta de rumbo que mencionaba Arsenio quedarían atrás para siempre. 

Pero, como siempre, no fue así: desde 2010, año en que comenzó a operar el Enard, a la actualidad, cinco funcionarios asumieron el máximo cargo en la organización del deporte argentino (Morresi, Espínola, Mac Allister, Diógenes de Urquiza y Arrondo), la secretaría pasó a ser agencia y luego secretaría de nuevo, y el propio Enard, que parecía al margen de los vaivenes políticos, desarmó su forma de financiarse y cayó preso del desfinanciamiento. Argentina: una historia circular.

1. Breve historia del Enard

En diciembre de 2009 el Congreso Nacional sancionó la Ley N° 26.573 que dictaba la creación del Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo, iniciando su gestión como tal en agosto de 2010: el Enard se revelaría rápidamente como un organismo clave en la historia del deporte argentino. Un organismo único, un unicornio: nunca antes en la historia deportiva argentina habían dispuesto los atletas del alto rendimiento de una herramienta que garantizara apoyos financieros a mediano plazo, permitiendo entrenar con las adecuadas herramientas y un equipo de especialistas alrededor; planificaciones que ya eran moneda corriente en el mundo deportivo; viajes que elevaron la competitividad, el famoso “roce” de los deportistas; y, claro, la profesionalización de hecho de los atletas, que pudieron dedicarse de lleno al entrenamiento. 

Organismo autárquico (es decir, que se gobierna a sí mismo, sin depender del gobierno de turno), el Enard no solo fue un unicornio por no tener precedentes en un país acostumbrado a entrenar sin apoyos y a mendigar fondos al Estado nacional ante cada competencia grande. También lo era porque el dinero que garantizaba a los deportistas se conseguía esquivando la vieja dicotomía de a quién debía apoyar el Estado, alto rendimiento o bases, al financiarse a partir de un cargo del uno por ciento (1%) aplicado sobre el abono que las empresas de telefonía celular facturaron a sus clientes por los servicios de comunicaciones brindados (el Estado se comprometía en la Ley a duplicar ese 1% con fondos propios provenientes del presupuesto de la Secretaría de Deportes). No solo desactivaba esta forma novedosa de financiarse las rencillas políticas en torno a las partidas presupuestarias: al hacerlo, posibilitaba pensar políticas a largo plazo, consiguiendo desmarcarse del ánimo político, económico y social del momento en el país. Esos vaivenes en la arena pública habían provocado que el deporte, durante décadas, navegara sin rumbo, yendo un día hacia allí, otro día hacia allá.

Así funcionó el Enard al menos en su primera etapa, con resultados evidentes. Cierto es que no consiguió superar en los siguientes dos Juegos Olímpicos las seis medallas de Atenas 2004 y Beijing 2008, pero, como ya hemos sostenido, en este siglo XXI las medallas olímpicas argentinas constituyen todavía rarezas, más atadas a los exabruptos de talento individual (caso del judo con Paula Pareto) o a talentos organizados por federaciones que trabajaron al margen de las políticas deportivas imperantes (el caso del básquet o del fútbol, que no precisaban de apoyo estatal por funcionar de forma profesional; el hockey femenino fue, junto al vóley y el handball, uno de los pocos casos donde se mezcló el apoyo privado y el aporte estatal, y algo menos del 10% del presupuesto de la Secretaría de Deportes para el alto rendimiento fue para financiar la campaña de Las Leonas en aquellos años, escribe Arsenio). En cambio, el medallero panamericano, un torneo donde Argentina participa con delegación numerosa, representativa de su presente deportivo, y donde enfrenta un nivel de competencia alto (aunque variable, según cada Juego), sí parece reflejar el éxito o fracaso de las políticas deportivas del país.

Argentina compitió en su primer Juego Panamericano bajo la óptica del Enard en Guadalajara 2011: aunque resulta imposible adjudicar del todo aquella actuación al Ente, que apenas llevaba un año de funcionamiento, es evidente que una mejor preparación permitió a los atletas de aquella generación llegar en las mejores condiciones posibles. Argentina sumó 10 medallas doradas más respecto a Río 2007 (de 11 a 21) y 16 más en el total (de 59 a 75), pero la cosecha no le alcanzó para salir del 7º lugar que ocupaba desde Santo Domingo 2003.

Un año más tarde, llegaron los Juegos Olímpicos de 2012, celebrados en Londres. Argentina clasificó un atleta menos que a Beijing, 137, y trajo cuatro preseas: el oro sorpresivo de Sebastián Crismanich, cargado de épica; la dolorosa plata de el que fuera quizás el mejor equipo de Las Leonas, como habían demostrado siendo campeonas del mundo en 2010, y los bronces de Lucas Calabrese y Juan de la Fuente (que había sido bronce en Sídney 2000) en la vela, y del renacido Juan Martín Del Potro en tenis. Argentina traía menos medallas que en Beijing, pero más diplomas olímpicos (10, contra 4 del evento chino y 7 de Atenas 2004), lo que evidenciaba un pequeño crecimiento de la presencia y diversidad del deporte argentino en la élite mundial.

El bronce de Delpo >>>> https://www.youtube.com/watch?v=cQU6WOESB28

El mundo deportivo pensaba Londres como apenas el prólogo de lo que se podía gestar a través de la planificación deportiva a mediano y largo plazo bajo el paraguas del Enard. Los Juegos Panamericanos de 2015, en cambio, asomaban como la primera prueba de fuego de la delegación nacional, que debía viajar a Toronto y demostrar la fuerza del Enard. El resultado fue agridulce: Argentina igualó la actuación de 2011, con 75 medallas, pero conquistó seis oros menos. El torneo, claro, había elevado su nivel de competencia: Canadá llevó a todas sus figuras y Estados Unidos aprovechó la cercanía y le dio un poco más de importancia de la que suele darle al torneo continental (a pesar de lo cual solo en dos oportunidades no quedó en la cima del medallero: Buenos Aires 1951 y La Habana 1991).

En ese sentido, Río 2016 daba revancha: la cercanía permitía una mejor aclimatación para los argentinos, y el hecho de que Brasil clasificara a varios de sus equipos automáticamente permitió que Argentina llevara la segunda delegación más grande de su historia, con 213 atletas presentes en tierras cariocas, solo detrás de los 242 deportistas que viajaron a Londres en 1948. Aunque estacionada en cuatro medallas, en aquellos Juegos Argentina conquistó tres oros (Paula Pareto, Lange y Carranza y Los Leones, a las que se sumó la plata de Delpo), una hazaña solo igualada por las actuaciones de Amsterdam 1928, Los Ángeles 1932 y Londres 1948. Otros tiempos.

El oro de Paula Pareto

Fueron seis años de estabilidad, y el sistema parecía a prueba de vaivenes políticos. Pero no lo estaba. En diciembre de 2017, la Reforma Tributaria impulsada por el oficialismo en una Argentina que comenzaba a dar señales de atravesar una profunda crisis económica decidió quitar ese 1% que tributaban los usuarios de la telefonía celular. Lo hizo en la letra chica, sin avisar, quedándose con ese impuesto para las arcas del Estado aunque prometiendo, al descubrirse la modificación (que derogaba un artículo de la Ley del Enard), que la fuente de financiamiento vendría del Poder Ejecutivo Nacional, que incluiría en cada proyecto de Ley de Presupuesto de la Administración Nacional el monto anual a transferir al Enard. Esto, desde ya, implicaba que el Enard dejaba de ser autárquico: ahora dependía del Estado, y era el Estado el que determinaría qué parte del presupuesto público le correspondería. A pesar de las promesas, entre la fuerte devaluación del dólar y la crisis económica, en los siguientes dos ejercicios el presupuesto para el deporte de alto rendimiento se desplomó. Incluso con el cambio de gobierno, ese 1% no se restauró, y lentamente comenzaron a emerger los problemas: cada vez hay más atletas pidiendo fondos para realizar viajes de los que muchas veces depende su beca, pidiendo ayuda a influencers o vendiendo rifas, como en los viejos tiempos. Los atletas olímpicos todavía no tienen problemas, pero aquellos que quieren acceder a ese nivel reciben becas casi simbólicas, que pueden perder si no compiten de forma internacional, pero los costos de esos torneos internacionales están cada vez menos garantizados…

El timing de la modificación parecía curioso: Buenos Aires sería sede ese año de los Juegos Olímpicos de la Juventud. El recorte ya había comenzado: en 2016 la Secretaría de Deportes administró, entre lo pautado en la Ley de Presupuesto y partidas agregadas, unos 1.315 millones de pesos (equivalentes a 87,6 millones de dólares); en 2017, el Presupuesto fue de 1.433 millones de pesos (unos 75 millones de dólares); en 2018, unos 1.096 millones (unos 27,4 millones de dólares); y en 2019, los recursos fueron de 990 millones de pesos, unos 20 millones de dólares (imposible medir con exactitud, debido a la fluctuación del dólar aquel año). En estos últimos dos años, el presupuesto del alto rendimiento emergió exclusivamente del Estado, lo que implicó una doble desfinanciación del Enard al perder el 1% de los celulares: sucumbía a la devaluación y también al recorte estatal en el área deportiva.

El Gobierno de Mauricio Macri esperó a la finalización de los Juegos Olímpicos de la Juventud para continuar su avance hacia el deporte: en enero de 2019 creó la Agencia de Deporte Nacional, provocando que el deporte perdiera jerarquía de secretaría, poniéndola en la posición más baja del organigrama del Estado desde que la cartera fuera creada en 1967 como Dirección Nacional del Deporte, por decreto del gobierno de facto encabezado por el general Juan Carlos Onganía. Ente autárquico, sostuvo en su primer año de ejercicio su presupuesto y estructura, “pero al conformarse jurídicamente como una entidad mixta, técnicamente queda habilitada para establecer contratos privados y generar recursos a partir del alquiler o ventas de bienes y espacios deportivos, arancelamiento de actividades y todo tipo de acuerdo comercial; es decir, una virtual privatización del deporte estatal”, explicaba Ernesto Rodríguez, periodista especializado que sospechaba profundamente que el cambio de nominación se debía al deseo de hacer negocios (alquilar, vender, construir) con las valiosísimas tierras que eran parte de la Secretaría, incluido el Centro Nacional de Alto Rendimiento, ubicado en el lujoso Núñez. De hecho, apenas terminaron los Juegos Olímpicos de la Juventud, Gerardo Werthein, presidente del COA y el Enard, comenzó a impulsar la mudanza del deporte al predio de Villa Soldati, construido para el evento juvenil: el grupo W, de su familia, tenía planes para esas valiosas tierras del Cenard.

El apresuramiento del Gobierno por ejecutar el cambio (realizado por Decreto, semanas antes del comienzo de las sesiones legislativas que hubiesen generado que la cuestión se debata) levanta sospechas, y los motivos oficiales del cambio no tranquilizan. Estos motivos los expusieron algunos deportistas que replicaron, presionados, un mensaje en redes sociales: “La creación de la Agencia es positiva para el deporte y un salto de calidad para los deportistas. ¡Ahora va a ser más rápido el cobro de becas y subsidios y, por primera vez, las provincias van a poder participar de estas decisiones!”. La figura de la Agencia, se sostenía desde el oficialismo, desengancharía al deporte de los tejes y manejes burocráticos, aunque para el alto rendimiento no parecía tener más función que la que ya cumplía el Enard. Del deporte de base y su rol social no se hablaba, y parecía haber sido borrado de hecho en el nuevo organigrama.

En medio de este torbellino, atrapado a la vez en el tornado mayor que vivía la situación económica en Argentina en aquellos días, llegaron los Juegos Panamericanos de 2019. Eran tiempos de recorte en el deporte: Argentina viajó a Lima 2019 con la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza, luego de que se conociera la idea, nunca confirmada, de que aquellos que no subieran al podio perderían su beca inmediatamente (es decir, no se esperaría a fin de año para culminar la beca, a pesar de que se otorga por temporadas). Con todo, Argentina protagonizó su mejor cosecha de medallas en tierra extranjera de la historia: se trajo 100 preseas, con 33 oros que le permitieron, por primera vez en 20 años, superar el 7º lugar del medallero y acomodarse en un sorpresivo quinto puesto. Como en Atenas 2004, los resultados de una política deportiva se veían con el paso de los años, y estallaban en un momento de incertidumbre para la política y el deporte.

2. Cuánto cuesta una medalla olímpica

Algunos análisis se apresuraron en decir que si las 101 medallas habían sido logradas gracias a un presupuesto de casi mil millones de pesos, cada una había costado unos 10 millones de pesos, que al cambio del momento significaban unos 200 mil dólares por medalla. Las comparaciones no cesaban ahí, mencionando además que Coldeportes, encargada del Deporte en Colombia, había invertido 160 millones de dólares (entre 6 y 8 veces más que Argentina, según las cuentas, inexactas por la fluctuación de la moneda verde en el país) para quedar en séptimo lugar.

Desde ya, son números que cuentan una historia parcial: primero, porque la inversión no se puede reducir a un solo año, sino que es fruto de años de planificación e inversión de un país, por un lado, y del propio atleta, por el otro. Pero por otro, porque el costo de las medallas variará enormemente según el modelo deportivo de cada país, y cada uno es una mezcla única e intrincada de aportes públicos y privados. Es decir: es lógico, por ejemplo, que a Argentina cada medalla le “cueste” más que a un país con una cultura deportiva más desarrollada, porque desarrollar un talento en “tierras áridas”, sin tradición, herramientas ni modelos a seguir, costará mayor “inversión”; pero también es lógico que le “cueste” más que a un país que basa su sistema deportivo del alto rendimiento en la inversión privada, o que apoya solamente talentos consumados. 

Cada país, reiteramos, es un universo de legislaciones en torno al deporte, pero se pueden distinguir tres modelos básicos: la inversión en talentos consolidados, el modelo piramidal y el modelo selectivo-intensivo.

Inversión en talentos ya confirmados: se trata de un sistema que suelen asumir los países con presupuestos exiguos para el deporte, donde el Estado decide concentrar los pocos recursos en un puñado de atletas ya consagrados, para apuntalarlos y ayudarlos a sostenerse en el alto rendimiento. 

Adoptado por países como Kenia y Etiopía para sus corredores de larga distancia, o Jamaica para su tropa de velocistas (aunque, en este caso, el desarrollo de la velocidad se encuentra imbrincado con los multitudinarios torneos escolares en los que se captan los talentos futuros), este “sistema” es, desde ya, lo contrario a una política deportiva de largo plazo: la intervención del Estado es mínima, y solo interviene sobre atletas que ya han conseguido, de alguna forma (la biología, el milagro) sobreponerse al entorno. No hay plan para la población general en términos de deporte, pero tampoco para promover el crecimiento de jóvenes talentos.

Sistema piramidal: el sistema piramidal procura desarrollar un deporte de base amplia (es decir, acercar a la mayoría de la población a la práctica deportiva) y que, por un proceso de decantación natural, los más aptos fueran progresando en la escalera hacia el alto rendimiento. Las ventajas son claras: una población deportiva es una población saludable, conseguida además con un bajo impacto económico. Sin embargo, en su forma pura, el sistema no potencia a sus “campeones” ni consigue “captarlos” y desarrollarlos de forma específica desde temprana edad, además de promover políticas deportivas de alto rendimiento laxas, sin enfoque, ya que lo que importa, y hacia donde van los recursos, es la base de la pirámide y no el desarrollo de la punta.

Este es el modelo adoptado (aunque, al igual que en el caso Jamaica, no de forma “pura” sino con modificaciones y apoyos a lo largo de la escalera piramidal) por los países nórdicos, de los que se suele decir que a cambio de una participación masiva del pueblo en los deportes (y los consecuentes excelentes índices de salud) obtiene magros resultados en los medalleros olímpicos. La frase hecha oculta que dominan los Juegos de invierno (Noruega, por ejemplo, lideró las conquistas en 2018), aunque es cierto que en los Juegos de verano los países nórdicos obtienen resultados similares o peores que los de Argentina, con todo lo que implica, teniendo en cuenta las diferencias económicas entre unos y otros. La economía es un indicador crucial a la hora de hablar de políticas deportivas, no solo por la profundidad de los bolsillos sino porque, por ejemplo, economías más estables a lo largo del tiempo también promueven una mayor participación de la población en el deporte, al encontrarse más nutridos y con mayor tiempo de ocio.

https://www.youtube.com/watch?v=jFw8EDaSLeY
¿Por qué los jamaiquinos corren tan rápido? (documental)

Detección selectiva: como contracara al sistema piramidal (aunque ya veremos que a menudo se complementan e hibridan), surge la idea de captar tempranamente los talentos deportivos (a través de escuelas, competiciones y pruebas) y concentrar los recursos económicos en este pequeño grupo, desarrollando su talento a partir de entrenamientos planificados, de alta intensidad y a largo plazo, proceso del cual emerge la elite deportiva de un país. Un método más eficaz para alimentar el alto rendimiento, diseñado para ello, y que elimina rápido del proceso deportivo a quienes no son “talentosos”. Pero requiere de una inversión pública mayor, teniendo en cuenta que formar de forma específica a cientos de atletas a lo largo de los años conlleva una inversión mayor que dejarlos jugar en estructuras existentes: el alto rendimiento precisa de estructuras de apoyo y conocimiento complejos, gastos en viajes, concentraciones, competencias, entrenadores, diseñados además por atleta o deporte. 

Este es el famoso “modelo soviético”, que todavía utilizan países como China y Cuba (donde, de todos modos, la participación de la base de la pirámide, la gran población, en el deporte, a través de las instituciones estatales, es alto, mucho más que en Argentina: se trata de un modelo mixto). Es un modelo con muchos puntos en contacto con las ideas fundantes del Enard: en un país sin cultura deportiva, a ciertos deportes no queda otra que apoyarlos selectivamente. Argentina (casi ningún país, de hecho), no puede tener un millón de pesistas. Sí puede apoyar a los que temprano se destaquen en la práctica, de forma tal que no solo no abandonen, sino que puedan competir en el escenario mundial. 

El modelo soviético fue adoptado por la Unión Soviética como una forma de competir con los estadounidenses en los Juegos Olímpicos: en tiempos donde el deporte era amateur, la posibilidad de los atletas soviéticos de entrenar de forma planificada, científica y sostenida, sin tener que sostener otro trabajo que no fuera el deporte, catapultó al deporte soviético a la cima, y provocó que hoy el deporte en Estados Unidos tenga numerosos puntos de contacto con el modelo rojo, captando a través de las instituciones educativas a los talentos desde temprano, y formándolos específicamente, aunque con una mayor incidencia de los bolsillos privados que del Estado. 

El hecho de que el deporte estadounidense seleccione y desarrolle a sus talentos desde temprano explica su éxito deportivo, y también el hecho de que su población sea la más obesa del planeta: los que no son “llamados” por las sirenas de la gloria quedan marginados de los programas deportivos. Argentina cuenta con el mayor índice de obesidad infantil de América latina con un sistema similar, en el que el mayor apoyo estatal se inclina al alto rendimiento: en nuestro caso, el acceso de las bases deportivas fue cercenado con la privatización de la actividad física en los 90 -más gimnasios, clubes en quiebra- y la baja presencia del deporte y la educación física en las escuelas no consigue torcer el destino: “Las estructuras básicas de formación de los deportistas -la educación física escolar, las acciones federativas y los recursos vinculados al deporte en general- no funcionan como deberían, salvo en determinados contextos o islas que representan valiosas excepciones”, escribe Arsenio (2008; 9).

Así, vemos como ningún modelo existe de forma pura. Y ningún modelo soluciona todos los problemas: un modelo de inversión en talentos confirmados (Etiopía y Kenia) parece desaconsejado pensando en el deporte como política de Estado, que debería privilegiar salud e inclusión, y en todo caso apuntar a apoyar a su élite como potenciales “embajadores”, como los concibió Perón. Los embajadores, afirman quienes defienden un modelo que privilegie el alto rendimiento, funcionan para el exterior pero también para el interior: son portadores de un mensaje de salud e inclusión a través del deporte para la población general. El efecto derrame. 

Y el equilibrio justo no existe, porque el deporte de base precisará de más apoyo en algunos momentos, y el alto rendimiento en otros, y cada cual necesita apoyos diferentes. Y el dinero, además, nunca es ilimitado, imponiendo restricciones en los planes de cada país en su visión del deporte: como hemos visto a lo largo de estas clases, los debates de fondo a menudo quedan postergados o relativizados por problemas económicos, sociales, políticos y estructurales. Un Estado puede haber sostenido la discusión de fondo: ¿en qué debe concentrarse una política deportiva pública? ¿Salud? ¿Inclusión y ascenso social? ¿Alto rendimiento? Pero tras alcanzar una respuesta, deberá además pactar con las fuerzas que sean perjudicadas por el enfoque del modelo, y encontrar los fondos para aplicar los programas y sostenerlos.

Es ante este escenario real, de presupuestos limitados y necesidad de pactos políticos, que los dirigentes deportivos desarrollan estrategias. Desde abajo hacia arriba, las federaciones presionarán al Estado o el órgano rector del deporte para conseguir una buena porción de la torta del dinero destinado al alto rendimiento, garantizando medallas por apoyo, o explicando que sin apoyo nunca llegarán las medallas. De arriba hacia abajo, un país podrá plantearse si debe desarrollar los deportes que ya otorguen medallas, tengan tradición y popularidad, o si desarrollar deportes sin tradición ni chances de éxito a corto plazo. 

Ahora, en este sentido, cada país es un universo propio de legislaciones e instituciones: en Japón y Estados Unidos el deporte se organiza alrededor de las escuelas y universidades, en China alrededor del Estado y el ejército, en Argentina alrededor de los clubes y el Enard. Dentro de esos universos particulares, microuniversos: cada país tiene federaciones más fuertes, con más tradición, más organizadas y capacitadas para conseguir financiamiento (en Argentina “es único que un país tenga más jugadoras de hockey que atletas o nadadores”, escribe Arsenio, pero federaciones con pocos integrantes, como la vela, también han sabido organizarse), y otras que dependen completamente del Estado para no desaparecer. El Estado debe tomar decisiones complejas que a menudo no satisfacen a nadie, y a menudo se dejan llevar por la seducción del éxito antes que por la planificación a largo plazo (más vale medalla en foto, piensan los políticos, que cien volando en el horizonte lejano…).

El Enard llegó a Argentina, en ese sentido, para ordenar un poco el sistema deportivo del alto rendimiento: la división de los fondos públicos que se disputaban las federaciones de cada deporte ahora las reparte un organismo autárquico, que procura ampliar la oferta deportiva de excelencia a la vez que intenta no dejar sin apoyo a las federaciones exitosas: procura ser ecuánime y a la vez otorga presupuestos en base a programas concretos, con objetivos mensurables, un movimiento sísmico respecto a un pasado no tan lejano en el que el dinero disponible iba casi por default a un grupo de federaciones con peso y tradición. La mayor distribución permite a Argentina crecer en deportes postergados como pesas, natación y atletismo, que hace una década recibían, en conjunto, solo el 9% del presupuesto para el alto rendimiento: todo un dato, teniendo en cuenta que son los deportes que más medallas olímpicas reparten. 

Además, el sistema permite que cualquier atleta de élite tenga garantizada, por su rendimiento, su beca: su deporte no será marginado solo por no ser popular. Y la beca, pauperizada como ha quedado por las bruscas devaluaciones y recortes, representa mucho más que un aporte económico.

3. La vida de un atleta olímpico

Un atleta argentino puede subsistir gracias a los aportes públicos o privados. Los públicos son las becas, que se destinan de acuerdo a proyección y logros: teniendo en cuenta que un campeón panamericano cobra $22.000 (al momento de ganar la medalla, además, reciben un premio por única vez) y un clasificado a Juegos Olímpicos $15.000, suelen ser, salvo que haya un apoyo fuerte de las familias, insuficiente para sostenerse, motivo por el cual muchos persiguen una segunda beca (provincial o municipal) o aportes para torneos puntuales (también de la provincia o el municipio). El empobrecimiento de las becas ha marcado el regreso de las “rifas” para competir en mundiales y torneos continentales.

La otra forma de complementar el aporte público es a través del sector privado: los sponsors. Aquí, los atletas chocan con otro muro: en un país sin cultura deportiva, poco importan la mayoría de los deportes. Cada cuatro años se vuelven codiciados por las marcas los que llegan al escenario olímpico pero, claro, no solo suelen ser arreglos temporales: además, ya han quedado muchos en el camino.

Más allá de las becas, el Enard rodea al atleta argentino de estructuras idóneas para el alto rendimiento y entrenadores capacitados, además de posibilitar viajes para entrenar y competir. Sin embargo, la actual coyuntura económica (al menos hasta el parate por la pandemia) estaba cerca de provocar el regreso de los atletas argentinos a una condición casi amateur, teniendo que trabajar para sostener sus carreras deportivas. Y esto es peligroso porque no es un escenario posible si se quiere competir entre la élite mundial. Como explica Arsenio (2008, 43), “cuando Johnny Weissmuller se convirtió en el primer ser humano en bajar el minuto en los 100 metros libres en París 1924, muchos se preguntaron si existía límite para el ser humano”, pero “un artículo de la época calificaba de brutal al entrenador de Weissmuller, ya que el astro nadaba 1.500 metros cinco veces a la semana, algo que hoy coincide con la rutina diaria de un cardíaco sexagenario. Si sumamos todos los entrenamientos diarios de Weissmuller, vemos que un mes de trabajo corresponde a un solo día de entrenamiento del actual recordman mundial de 800 y 1.500”.

La cantidad de tiempo necesaria para ser un atleta de élite lo convierte en un trabajador de tiempo completo. Y no es solo la cantidad de tiempo, sino la calidad del mismo: no entrena igual un atleta agotado por una jornada laboral que un deportista dedicado “full time” a su arte. Tampoco tiene las mismas posibilidades, por ejemplo, de realizar una puesta a punto (período de reducción de cargas previo a una competencia) fina, delicada, planificando al detalle los torneos de la temporada y los ciclos de descanso y picos de rendimiento a partir del calendario y no, por ejemplo, de cuando un deportista consigue vacaciones en el trabajo.

Y, claro, con la cabeza cargada de preocupaciones pensando si no lo echarán ante cada lesión que lo inhabilita para laburar. Una carta abierta de Ayelén Tarabini reveló el año pasado el calvario físico del alto rendimiento, explorado alguna vez por el periodista Hernán Sartori en su provocadora “¿Querés ser un atleta olímpico?”, publicada en tiempos de Juegos Olímpicos 2016: relatos de una actividad que no es saludable como es llevar al cuerpo al límite y más allá para ganar un centímetro. Allí es donde los apoyos al alto rendimiento se vuelven claves: la profesionalización de los entrenamientos implica también la presencia de médicos en los entrenamientos y la posibilidad de consultar a los mejores especialistas sobre los mejores tratamientos a seguir.

La carta abierta de Tarabini

Una cuestión clave porque, como explica Arsenio (2008, 45), en el deporte moderno “la pregunta decisiva no es hasta dónde se llegará, sino cuánto más podrá soportar el hombre, tal como lo conocemos, en su entrenamiento diario. Los porcentajes de lesiones graves, crónicas e invalidantes entre la élite deportiva son tan impresionantes como asombrosas: el 69 por ciento de los 100 tenistas top masculinos y femeninos en el último lustro ha sufrido lesiones graves; el 58 por ciento de los gimnastas reporta lesiones osteo-musculares y, según un estudio realizado en Estados Unidos en los 90, en este deporte se registran casos de niñas de doce años con cuatro hernias de disco. En atletismo, se reportan casos de fractura espontánea de tibia en jóvenes, debido a los volúmenes excesivos de entrenamiento; mientras que en natación se ha llegado a planificar más de 30 kilómetros diarios, es decir, se crean seres semianfibios que pasan diariamente ocho horas de su vida en el agua”.

Los dolores, como demostró Naomi Osaka en esta edición de Roland Garros, no son solo físicos: los límites de exigencia, presión y exposición que atraviesan los atletas de alto rendimiento hacen mella en su salud mental, una problemática que recién en los últimos años ha comenzado, tímidamente, a ponerse en agenda, debido a que los propios deportistas han decidido romper el silencio y dejar de obedecer a lo que los explota solo para ser parte del circo. Los deportistas parecen haberse dado cuenta que ellos son los protagonistas: que sin atletas, no hay circo, no hay festín para las federaciones, no hay interés de los sponsors, y comienzan a poner en evidencia los extremos a los que llegan en sus entrenamientos.

Publicidad que muestra el entrenamiento de Phelps

Pero esos extremos son lo que se precisa en el mundo de un deporte hiperespecializado, que, con apoyos del Estado o el mercado, según el país, ha perseguido la excelencia hasta el límite por la gloria deportiva, las implicancias políticas del éxito y los grandes dividendos en juego. Por eso, para entrenar a ese nivel, se necesita de ciencia y tecnología al servicio del entrenamiento: también en esa área el Enard ha invertido, permitiendo el avance tanto de las estructuras y la compra de implementos (carísimos, por culpa del dólar, para los individuos) como el progreso de los entrenadores gracias a la adquisición de nuevas técnicas y conocimientos. Pero a pesar de estos progresos, la coyuntura económica y el paulatino recorte al deporte ha vuelto a producir, en el último lustro, el temido éxodo de atletas que se van a vivir a otros países donde pueden vivir mejor, llegar a fin de mes. La persecución de estas posibilidades profesionales que no son globales, sino que se encuentran en ciertos lugares (las carreras de ruta pagas y los clubes de tenis de mesa en Europa, los equipos de natación en Brasil y las universidades estadounidenses) es un problema que afecta a todo el mundo: atletas que para poder vivir del deporte tienen que dedicarse a competir cada fin de semana, a rendir al máximo cada mes en busca del premio económico que permita la subsistencia. 

Ese pedido de performance máxima fin de semana tras fin de semana “aumentará exponencialmente la cuenta bancaria del atleta pero reducirá notablemente su longevidad deportiva” (Arsenio, 2008; 52). Pero aún entonces hay otra traba para el deportista argentino: desarrollado en inferioridad de condiciones, no es un atleta codiciado en las ligas profesionales más desarrolladas. El éxodo es pequeño: Federico Bruno y Fiorella Chiappe han cruzado el charco; Paula Pareto compite en los torneos más importantes del judo mundial por oro y plata (pero los premios difícilmente podrían sostener su participación constante en torneos en el exterior); la vela tiene también su propio circuito donde Argentina tiene una tradición (aunque la mayoría admite que sin apoyo estatal sería casi imposible competir); Santiago Grassi será el primer argentino en participar de la segunda edición de la liga profesional de natación, la ISL; un conjunto chico de tenismesistas juegan en clubes en Europa y, por supuesto, tenistas, futbolistas, basquetbolistas, jugadores de vóley, hockey y handball han conseguido filtrarse en las principales ligas mundiales. 

Sin acceso al profesionalismo, y en un país donde no hay cultura deportiva para que el mercado apueste por los deportistas, los deportistas argentinos del alto rendimiento no tienen otra forma de subsistencia que el apoyo estatal (es cierto que los comités olímpicos nacionales reciben parte de las ganancias de cada Juego Olímpico, para repartir entre las federaciones, pero son utilizados para programas de desarrollo puntuales). Cuando les alcanza (y recordemos que las becas no ofrecen aportes, y que hay que revalidarlas temporada tras temporada), les permite evadirse de la lógica desesperada de estos profesionalismos pauperizados que desgastan cabeza y físico para que el circo siga paseando de ciudad en ciudad, programar su participación de torneos para rendir de forma óptima en los que permitan clasificar a los grandes eventos o ganar medallas, prestigio, sponsors y una beca mejor. 

4. La política deportiva de un país

A lo largo de este capítulo procuramos mostrar que la forma de subsistencia del deporte y sus atletas es compleja, un campo de enfrentamiento político, ideológico y financiero constante donde lo que se debate es qué modelo deportivo le conviene al país. Detrás de ese debate siempre resuena, como un eco, la pregunta: ¿por qué debería un país, y un país como Argentina, empobrecido, en crisis perpetua, financiar con el dinero público el deporte?

Cuando se ha defendido la inversión, en Argentina, ha sido a menudo mencionando al deporte como una forma de inclusión social, aunque se podría disputar que el deporte debería ser apenas una herramienta más para ello, un parche cuando la sociedad no incluye y se agrieta. ¿Y que hay, además, del deporte como una forma de promover la buena salud de su población? Hace rato que en Argentina no se prioriza esta idea, lo que explica la desinversión de décadas en el deporte de base y la falta de una política organizada para insuflarle vida a los clubes y al deporte escolar.

Lo interesante del Enard, al menos antes de que se cambiara su regla, es que rompía con esta vieja dicotomía entre la inversión en el deporte para formar medallistas y la inversión pública en el deporte para la salud del pueblo, al funcionar al margen de las arcas estatales y sus habituales sismos. Pero el Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo no es mágico: funciona en un país donde solo el 41% de sus habitantes hacen actividad física, un índice que aumenta cuando se concentra en la clase media, con su cultura fit (la práctica privada del deporte) y que se desploma cuando se concentra en los márgenes sociales; en un país con un altísimo índice de obesidad infantil; en un país donde más allá del fútbol no hay más de diez deportes que despierten atención del público, y donde ninguno de ellos, quizás a excepción del hockey de selección, es femenino.

El modelo del Enard tiene así un techo marcado por la sociedad en la que está inserto, más allá de una coyuntura económica que, ya hemos dicho, lo ubica en desventaja frente al deporte hiperprofesionalizado de las potencias económicas y deportivas, países que desde sus condiciones de vida (individuos fuertes y con tiempo de ocio) y su oferta vasta, generan más allá de las políticas públicas las condiciones para el surgimiento de talentos deportivos.

Argentina, con su cultura deportiva devastada durante años, se encuentra lejos de esos países de amplia cultura deportiva, y busca acercarse en el medallero mediante el apoyo estatal en el alto rendimiento, el modelo soviético. Se espera que el éxito de unos pocos se “derrame”, baje a las bases y les haga dejar el sillón y salir a correr (una misión en la que ha tenido más éxito Nike que María Peralta), pero sin un plan para recuperar las bases, las estructuras y el conocimiento deportivo siguen concentradas en un solo lugar, el Centro Nacional de Alto Rendimiento en Buenos Aires, y en un puñado de deportes, sin crear tradiciones que permitan la emergencia de futuros talentos, ni interés del mercado para apoyarlos. ¿Es una política pública válida (teniendo en cuenta que hoy el Enard es financiado directamente desde las arcas públicas) para un Estado de fondos escasos? ¿O a lo sumo lo que debería ser una parte de una política pública mucho más amplia que privilegie primero la salud de los descastados? Como hemos visto, no hay una sola respuesta, ni una respuesta sencilla.

BIBLIOGRAFIA

Arsenio, Osvaldo. Cómo formar a un atleta olímpico. Capital Intelectual, 2008.

Jara, Osvaldo. Cultura Deportiva Argentina. Fabro, 2016.

Sartori, Hernán. “¿Querés ser un atleta olímpico?”. En Clarín: https://www.clarin.com/juegos-olimpicos-rio-2016/queres-atleta-olimpico_0_ry-JYm-Y.html

Rodríguez, Ernesto. Artículos varios en https://ephectosport.com.ar/

PARA VER

“Campeonas”, documental sobre el equipo de Las Leonas campeón del mundo en 2010: https://www.youtube.com/watch?v=MWy8_W034Pg

“El Precio del Oro”, documental que retrata la preparación olímpica de cuatro atletas: https://www.youtube.com/watch?v=LHvmG_zUy4k

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