¿Un cuento chino?

El chino es chino

por Guillermina Lopumo

 

El chino le preguntó al gordo con olor a chivo si ponía la mercadería en caja. Que sí, aprobó el gordo con olor a chivo. “Es un perotudo este pendejo”, dijo el chino después de todo. Como el chino es chino y siguió hablando por teléfono, no supimos si “perotudo” le había dicho al gordo con olor a chivo o a quien estuviera del otro lado del teléfono, si es que hay un otro lado del teléfono.

El gordo con olor a chivo agarró la caja y se fue sin decir ni mu. El chino dijo “tenía mucho oror”. Sí, le dije. Doce peso, me dijo.

Doce pesos una masa de tarta que se hace con harina, agua y un huevo, la puta que lo parió, pensé.

El chino de vez en cuando me tiraba una onda, pero como era chino no sabía si era onda argentina o china, entonces no me quedaba muy en claro, y tampoco quería tener una onda con el chino así que la excusa me vino al pelo.

El chino solía regalarme azafrán que acumulé durante los tres años que viví en el departamento frente al supermercado chino. Él no sé dónde viviría, y aunque sentía curiosidad nunca me animé a preguntarle.

El gordo con olor a chivo vivía a la vuelta. Siempre olía a chivo, se distinguía a la cuadra, cuadra y media de distancia. Tenía, o tiene, una hija que lo visitaba siempre de mañana. Al gordo con olor a chivo le gustaban los palmitos y siempre llevaba cantidades exageradas del chino. También le gustaban las medialunas que compraba su hija en la esquina cuando lo visitaba, y solía comprar cerveza.

Por ese entonces yo vivía con una gata atigrada, flaca y larga. Le gustaba desaparecer y aparecerse misteriosamente en medio de cualquier momento. A veces sentía su mirada intensa clavada en mi cara y me despertaba con la gata sacandome una radiografía. Por ahí la acariciaba, por ahí me daba vuelta. A la gata le gustaba quedarse mirando el cuadro de Belgrano del comedor. Por eso la había rebautizado Belgrana. Se la podía escuchar maullando el himno a la bandera, y la gata de la vecina, llamada Marrón, se paraba en el techo de rejas a escucharla atenta.

Un día, Belgrana se fue a buscar a su San Martín y no volvió.

Por esos días, Martín, que es el hijo de Martita, la que le daba yoga a mi abuela antes de morirse (Martita, mi abuela murió después), apareció corriendo. Yo no lo vi correr pero lo supuse por lo agitado y porque después de quedarse quieto un rato empezó a transpirar.

Me dijo que lo habían citado para ser jurado en un juicio. Yo le dije que tenía piojillos. Él siguió:

­―Me sortearon, ¿entendés? ¡Y salí sorteado para ser jurado!

―Nunca el Loto vos, estás más salado...

―¡Somos un número! Es cierto lo que nos decían. ¡Somos un número! ¡Como los judíos!

―¿Y te pagan?

―Sí.

―Bueno, por lo menos...

―¿Vos me estás hablando en serio? ¡Voy a ser salvador o guillotinador!

―...

―...

Le serví un té de cedrón que había dejado enfriar y agradeció entre temblando de cagazo y cólera. Después de que se calmó dormimos una siesta.

Casualidad que, cuando nos levantamos y nos dispusimos a tomar unos mates en la vereda, cayó el cartero con una carta para mí. También fui elegida para ser parte del sistema de juicio por jurados. Martín se rio, yo lo fulminé con la mirada.

Lo que pasó en el juicio va a continuación:

A la persona acusada se la acusaba de persona mentirosa.

―Tengo espíritus en las piernas ―explicó.

No puede ser, murmuraron en el jurado. El juez Molina pidió orden e imparcialidad.

―Expliquesé ―pidió el juez Molina.

―Eso, tengo espíritus en las piernas.

Los jurados miraron sus piernas. La persona acusada las cruzó y mostró: se le movían.

―¿Ven?

―¿Duele? ¿Hablan? ¡Qué increíble! ―enunciaron en una sola voz quienes impartían justicia.

―¡Orden! ―ordenó el juez Molina―. ¡Al grano! ―exclamó―. ¡Voten!

Se culpó a la persona de inocente y se le dejó ir, se olvidó el chaleco pero nadie salió a alcanzárselo, tampoco nadie se lo llevó: a Martín y a mí no nos gustaba el modelo.