Un cuento sobre ciudadanos de nada

El Señor de Arpillera

por Rober Mur

 

Abran paso, que allí viene el Hombre de Arpillera, así le hemos bautizado. En sus bolsas, donde otros llevan cebollas y papas negras, él lleva metidas manchas de vino tinto y los gritos de mil niños muertos.

Todos sabemos que él envuelve la muerte en arpillera, y en el barrio hemos pactado no decir dónde vive el hombre. Sabemos de toda la sangre que ha manchado su bolsa de arpillera. Sí, señor. Él guarda el infierno en su bolsa. Se siente el olor a sus grandes bolas cuando lo vemos llegar, y los pibitos miramos desde la vereda o desde los portones de las casas. Acompañamos con la vista su andar denso, bien jodido.

Aquí conocemos a la perfección la peste. En esta ciudad no somos buenos ni humildes; tenemos la muerte en nuestras manos, metida en nuestras casas, pegoteada en nuestras almas. Somos ruines asesinos, es la verdad, lo juro. Lloramos y reímos cada vez que vemos al señor de la arpillera cargar su bolsa llena de tristeza en un changuito o en la mano. Oramos por su salvación y la nuestra, aunque sabemos que nunca llegará. Los colectivos pasan y suenan sus bocinas, saludan desde las ventanillas al señor de la bolsa, lo acompañan en la procesión diaria al mismísimo infierno.

Él levanta su mano curtida y saluda desde la vereda, apuntando a la nada, casi queriendo meterle un manotazo al cielo rojo de verano.

Dicen que el Hombre de Arpillera una vez tuvo una mujer a la que amó sin igual, a la que le cantó mil poesías de amor. Pero un día ella dejó de respirar por el calor de enero y el humo de las parrillas y los puchos. Y el hombre enloqueció de tristeza y desgarro, y no pudo más que meter a su amor perdido dentro de su vieja bolsa. Fue la primera vez que vistió sus amarguras en la tela rugosa y llena de hendiduras de arpillera. Esa tarde todos nos secamos la traspiración de la frente, el cuello y los sobacos. Y el sudor era negro como petróleo. Todos coincidimos en que aquel fue el único luto que pudimos concederle al hombrecito de la bolsa de arpillera, enterrando su amor en el olor hediondo del abismo.

Cuando paso por su casa lo oigo, todos lo oímos, y grita desde su habitación: “¡Ay, ay, Diosito, ay de mí! ¡Que nadie comprende mi dolor, que sólo tengo una bolsa, esta bolsa curtida pa’ guardar mi penuria, pa’ lavar mi miseria! ¡Ay, Diosito, perdoná a esta bolsa vieja que carga el llanto del mundo, que ella no tiene la culpa!”. Todos conocemos muy bien el lamento gritón del hombre de la bolsa de arpillera.

Mi amigo Ismael siente pena por el hombre, y me pregunta a los gritos qué es la vida si no el refregar duro y doloroso de esa tela horrible, que no sirve pa’ nada más que para arriar todo lo malo de la existencia, fruta podrida, verdura venenosa, pendejo muerto y bicho que camina.

Véanlo, igual que yo, igual que todos, al Hombre de Arpillera, que ese nombre no más se merece y ningún otro, porque aquí no hay papales que nos hagan ciudadanos de nada, ni socios de nadie. Aquí somos telas y botellas, veredas duras, pinturas sintéticas pa’ tapar el ladrillo con colores amarillos y rojos bien rabiosos. Y pelos duros que crecen como yuyos sobre los cuerpos feroces de la negrada. Y el señor de la muerte lo sabe, allí, en el tembladeral de su bolsa sabe que los espera la perdición, perfumada de limón y sandía.

Nunca jamás, mientras el Señor de Arpillera caminó nuestras veredas, el sol brilló del todo sobre nosotros. Siempre estaba perseguido, se partía en pedazos entre nubes grises y negronas, tirando apenas algunos rayos débiles de luz, quebrados como espejo roto. Ismael siempre dijo que era la bolsa de arpillera maldita la que impedía que nos diera el sol, que fuéramos seres de luz, esa cháchara de pastor universal que siempre usaba. Más de un vecino ofuscado intentó acabar con el Hombre de Arpillera, echarlo de la cuadra a las ñapis, cadenazo, incluso cuchillo oxidado. Pero las heridas se las limpiaba la arpillera amarillenta; toda la sangre, pus y rabieta se escurría con dolor por la cara del señor que, día por medio, caía desfallecido entre los kioscos y las verdulerías calurosas. Los niñatos nos acercábamos a él para ayudarlo a levantarse, y le sentíamos la baranda a moscato saliéndole de las entrañas como un vaho de tristeza, y las lágrimas que se le mezclaban con el sudor en la jeta.

Cierta tarde, el hombre bajó del bondi y se paró en medio de la calle. Eran apenas las tres de la tarde y los guachines estábamos sentados con los culitos en la vereda, viendo cómo las señoras que limpian se dedicaban a recontra fregar todo antes de que llegasen los hombres patrones a toquetearlas. Y el Hombre de Arpillera gritó a los cien vientos del aire: ¡Se acabó la pena, mis queridísimos! ¡Merecen mejor que esto y el sol volverá a brillar para todos, toditos nosotros, un buen día!

Antes de siquiera entender qué cuerno balbuceaba el señor, de la nada alzó la bolsa al aire como una bandera de guerra. De inmediato llevó la otra mano al cinturón y del vientre sacó un revólver reluciente y brutal como diente de puma. Adiós, mi compañera del abismo, gritó el hombrecito, y se llevó el caño furioso a la cabeza, justo donde empezaban las arrugas de la frente colorada. Y toda la cuadra lo vimos como un cuadro pastoso del apocalipsis, como una revelación divina; el hombre se despidió de su arpillera de la muerte, y se propinó el gatillazo más ensordecedor de todos los siglos. 

El Señor de Arpillera murió con la bolsa en mano. Se sacrificó para librar al mundo de su hedionda oscuridad. Se enfrentó a su propia bolsa de la muerte y nos salvó a todos los barrieros, guachines y mononas del mal. Hasta hoy recuerdo el grito desgarrado de Ismael, intentando salvar al pobre señor de la bolsa, y éste, camino al cielo de los beodos, intentando hacerle entender que este era su destino, que aquí con honor encontraría la salvación. Entonces, tomé del brazo a mi amigo y ambos dejamos partir al hombre y, con él, la malicia de su bolsa llena de rencor, cansada de sufrir.

Esa tarde, el cielo se despejó y mostró un sol naranja y delicioso para que nos viésemos todos llorar al Hombre de Arpillera, nuestro mártir atolondrado. Una procesión de carros de botelleros y manyines pasó con penumbra para trasladar el cuerpo del señor, junto a la bolsa que lo acompañó hasta las puertas del más allá.

Los caballos pasaron en manada, golpeando los cascos huecos contra el asfalto, arrastrando los carros como pompas fúnebres, llenos de botella y chapa, y arriba de ellos los cholos re mamados y tristes, piloteando la muerte del Señor de Arpillera. Lo envolvieron en su propia bolsa y le dieron fuego en el centro de la plaza, rodeado del guacherío y de las señoritas que lucieron sus vestidos más elegantes para la ocasión más melancólica de todas.

Las cenizas revolotearon con el viento al cielo y se metieron por las ventanas de todito el barrio, que se ensució de su recuerdo. Esa noche, todas las casitas durmieron en silencio de luto. Solo se escucharon bien a lo lejos, tenues, algunas novelas de los televisores prendidos a mil cuadras de allí. Esas nocheras que siempre terminan bien y dejan al mundo con ganas de seguir amando y teniendo fe, una y otra vez, hasta la muerte.