Al rescate
La cárcel trae malas sensaciones y pocas personas pueden encontrar productividad allí. Quienes se encuentran privados de la libertad realizan esfuerzos considerables para el día que la recuperen. La educación es uno de ellos.
Por Federico Joly
Un buen número de estudiantes universitarios lleva una vida envidiable. Haciendo un breve análisis, se llega a la conclusión de que son jóvenes, poseen un sostén económico digno, estudian y proyectan un auspicioso futuro por delante. Pero hay mucho más que simples estudiantes en la facultad. También hay un sinfín de historias detrás de los pupitres de gente que mantiene una familia, gente que trabaja duramente redoblando sus esfuerzos diariamente para formarse como profesionales.
Existen quienes contra viento y marea hacen un esfuerzo considerable, a través del estudio, para poder pertenecer a la sociedad que se proyecta con prosperidad a futuro. Existe un sector que lucha día a día para sobrevivir en un sistema desigual, inescrupuloso y que propone una lucha constante por alcanzar algo tan básico como la dignidad: los compañeros privados de la libertad.
Estar recluido no impide estudiar, ya que es un derecho garantizado por la Constitución Argentina. De esta forma Leonardo y Ángel, sumergidos en la vorágine universitaria y pasando desapercibidos entre las multitudes que entran y salen de las cursadas, esconden historias de vida duras que buscan un futuro alejado de los errores cometidos en otra etapa y que los llevaron a prisión.
El estudio universitario se ofrece como una buena plataforma donde empezar. La Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata es un espacio que propone abrir sus puertas sin distinción para que todos y todas, independientemente de su situación, puedan formarse como profesionales de la comunicación, socializar y salir a la calle preparados para enfrentar el día a día que tan duramente trata a algunos y tan amablemente trata a otros, dependiendo de quién sos, de donde venís y a qué te dedicás.
Leo
Leonardo es uno de ellos. En la vorágine estudiantil, estaba en el buffet de la facultad, sentado, solo, estudiando, haciendo tiempo. En una primera impresión nadie hubiera imaginado que estaba privado de la libertad. Los prejuicios están en alerta, imaginando que los presos tienen cara de malos y un rostro enfurecido. Su toque de distinción es la gran cicatriz en su labio que se exalta con su sonrisa.
Leo es un muchacho especial. De rostro sereno, muy bien vestido, algunos cortes en el rostro, anteojos y pelo prolijamente cortado. Su voz es suave, pero profunda. Maneja fluidamente un léxico amplio y preciso que podría envidiarle cualquier profesional. Tiene esa forma de hablar que atrapa, que capta la atención.
Estar preso y estudiar parece una utopía en el imaginario social. Porque él decidió estudiar periodismo en el año 2009, pero recién se pudo anotar en el 2010 y, “por problemas de papeles”, arrancó a cursar en 2011. Papeles legales, burocracia judicial que retrasó más de un año y medio su entrada. Pero entró igual, la decisión ya estaba tomada y apuro no tenía.
“Para inscribirme a las materias necesito un permiso del juzgado que lo tenés que pedir con bastante anticipación, porque los tiempos judiciales son lentos. Después tenés que asegurarte de que en la unidad haya transporte para el traslado y custodios que te acompañen. Muchas veces no podemos venir porque si no nos falta una cosa, nos falta otra”, enumera Leo en medio de una charla distendida, cómo es el protocolo para poder venir a cursar.
El pabellón universitario de la cárcel en la que está Leo tiene un centro de estudio que se ofrece como un espacio para desarrollar actividades curriculares, pero los materiales escasean. “Hay computadoras con Internet pero están reguladas. Se pueden visitar páginas que no sirven para nada”. Con sus palabras, gestos y movimientos corporales, graficaba cómo era estudiar en la unidad penal de Olmos.
Después de analizar su situación y entrar en confianza, contó cuales eran los objetivos que persiguían los estudiantes privados de la libertad. O al menos cuáles eran los suyos. Si bien se encargó de resaltar que hay compañeros que vienen para zafar las salidas, remarcó que “el estudio te tiene que servir para que el día de mañana, cuando estés afuera, tengas herramientas para no caer”.
Contó que estudió abogacía hace unos años, pero la abandonó porque le interesaba conocer sus derechos, guiarse judicialmente, no para ejercer la profesión que “está condicionada por una realidad corrupta y nefasta que atraviesa el sistema judicial”. Según él, periodismo es distinto. “Me interesa que el día de mañana, los que hoy están robando, puedan escuchar una voz que les diga: che loco no, pará, la cárcel no es un buen camino, no te va a dejar nada positivo, ahí adentro todo es perdición, el tiempo que vayas a dejar ahí no lo recuperas más, excepto que utilices ese tiempo en estudio, en elaborar un proyecto de vida, y cuando salgas ya tengas herramientas para estar mejor preparado y no peor de lo que entraste. El sistema está hecho para que la persona regrese”.
Ángel
Ángel es amigo de Leo. Estudian y conviven en el pabellón universitario de la unidad penal de Olmos. Si en algo coinciden es en la serenidad que tienen para hablar, para mirar, para transmitir. Estaba sentado en la mesa, matando el tiempo y conversando con los dos custodios que lo acompañan para que pueda asistir a la facultad. Porque sin ellos, no podría estar ahí.
Como si se tratara de una colección, las cicatrices en el rostro de Ángel se lucen en cantidad y a muy simple vista. Ninguna sobresalta, pero todas marcan una historia, su historia. Hombre delgado, de rasgos angulosos y de mirada penetrante. De voz ronca y profunda, es una de esas personas que transmiten, como mínimo, seriedad.
Los primeros movimientos eran estudiados, sus palabras muy medidas, como si se tratara de una prueba que había que pasar para acceder a su información. De a poco, la barrera se debilita. Después de todo, es interesante saber cómo llega un hombre privado de su libertad a la Facultad de Periodismo y qué lo moviliza a hacerlo.
La mayor complicación que tienen los estudiantes presos no es el tiempo ni la voluntad, sino los impedimentos. Sea lo que sea, siempre falta algo, y eso dificulta enormemente la dinámica universitaria. “En la materia Comunicación y medios, por una cuestión de transporte, que no me traían o me traían tarde, perdí la cursada. Y ahora la estoy volviendo a recursar”, cuenta.
La burocracia judicial también juega su papel. Muchos trámites, mucho tiempo, poco sentido: “Los sistemas de gobierno son muy cargados de burocracia, tenés 500 trámites, te anotan de la unidad, mandan la nota para anotarte, primero de Secretaría de Cultura al Servicio (Penitenciario Bonaerense), después de Cultura a la Facultad, de la Secretaría de Derechos Humanos (de la facultad) a la parte de Alumnos, donde te anotan, y bueno de ahí recién sale la autorización judicial”.
No son todas pálidas. También destaca que en algunos aspectos cuentan con comodidades, que si bien no son óptimas, los diferencian un poco del convicto general. “Este pabellón es para estudiantes universitarios. Es diferente a los otros porque tenés un modo de vida distinto, tenés el silencio que necesitas para poder estudiar, dormís bien. Lo podés hacer en cualquier hora del día”. El problema pasa por otro lado: “El único inconveniente en sí es el material para estudiar”.
De a poco iba saliendo lo más interesante: el estudio. Con tanto tiempo por delante, sin apuros y sin libertad, Ángel se dedica a ejercitar su mente. Esa es imposible de recluir, su libertad es infinita. “En todo proceso de aprendizaje no solamente en la facultad, sino en todos los niveles que he recorrido en mi detención, yo creo que repercute siempre en la persona”, dice.
El preso es un tipo que de entrada está en desventaja. En la sociedad los antecedentes penales son una carga pesada y un candado que cierra miles de puertas. Pero la Facultad de Periodismo intenta correrse de esa circunstancia. Los prejuicios tienen menos peso y quedan relegados ante la inclusión y las segundas oportunidades.
Todos cometen errores, solo que quizás no son lo suficientemente graves como para sufrir una condena penal. Las palabras de Ángel pueden dar fe de ello: “cuando llegue a la Facultad, en cierta forma me sentí integrado por el grupo. Entonces está bueno en la forma del trato, quizás se diferencia demasiado a lo que es otras facultades, la relación que tienen los estudiantes de acá no sería tan abstracta, sería más humana”. De cualquier forma, siempre se exige un poco más: “Hay que seguir trabajando para mejorar, para que se vuelva un poco más integradora, no quiere decir que porque me sienta integrado en verdad esté integrado. Es un constante volver a empezar”.
Al rato cayó otro de los muchachos. Estaba cursando, ya quedaba liberado, pero por una cuestión “de transporte” tenía que esperar a Ángel. No se lo notaba muy disconforme: después de todo, antes que estar encerrado, era mejor tomarse unos mates en la terraza del buffet, conversar un poco y, por qué no, observar a las bellas compañeras.
Haciendo un análisis más general de su situación, y aunque se lamenta de ello, Ángel tiene en claro por qué hay tantas complicaciones para poder estudiar dentro de las unidades penales. “Los recursos que destina en sí el Servicio Penitenciario están más enfocados en seguridad que en educación. Es la política de la seguridad, ¿entendés? Superponen la seguridad a cualquier otro derecho, antes de traerte a una cursada prefieren tenerte encerrado en una celda”.
El sol pegaba de frente. De a poco la charla se volvía más tajante. Bien predispuesta, pero cortante. Después de todo, está cansado de hablar del tema y siempre hay que ser empático para entender la situación de la mejor manera.
La mirada del docente: Carlos
Enseña radio, pero es una de esas personas con la que podés hablar de cualquier cosa. Alegre, siempre con una sonrisa, aunque a veces se pone serio y se dirige de forma chocante. Cincuentón, de aspecto cuidado, coqueto: Carlitos, como le dicen los que lo quieren, “es un tipazo”. Muy comprometido con la educación, además de enseñar en la universidad, hace más de diez años que da clases dentro de las unidades penitenciarias. Él es uno de los que se encarga de llevar la educación hasta los lugares donde pocas veces llegan: “Anteriormente había dado talleres para internados psiquiátricos, talleres para campesinos, para indígenas y siempre vi a la comunicación como una necesidad”.
Maneja muy bien la comunicación. Empieza a hablar y te mete adentro de su historia: las pausas, la mirada, los gestos, todo en él comunica.
“Nunca encontré alumnos tan dedicados y tan apasionados por esto de expresarse, de comunicarse, de mostrarse, de decir quiénes son y de dejar de ser un número. De darles voz, de eso se trata”. Con estas palabras, Carlos expresaba qué perfil de alumno se encuentra dentro de la unidad. Hay vagos, es cierto, pero también están los más dedicados. Las cursadas en contexto de encierro se diferencian mucho de las que se dictan en la facultad, por eso su forma de enseñar toma algunas variables para entender la situación y ponerse en los zapatos del convicto. Él mismo confesaba: “No puedo evitar no saber en qué contexto estoy y en qué contexto están ellos, trabajo desde ahí, desde ese lugar, con esa gente, con la particularidad de tener que estar en un ámbito de donde ellos no pueden salir”.
Y cuando se refiere a esas variables, entiende que este perfil de estudiante no posee las condiciones y materiales suficientes para educarse con la misma dinámica que los estudiantes libres. Los impedimentos ahora los cuenta Carlos, desde su observación y desde su lugar como docente: “El primero pasa por el servicio penitenciario, se toma al estudio como una suerte de negociación. Si vos te portás bien, o hacés determinada cosa te dejo bajar al taller, si te portás mal, no venís, aunque por ley no pueden no dejarlos”. Hay que comprender la posición de los estudiantes, y en esta línea el profesor expresa su postura: “Yo no puedo forzarlos a ellos a que se revelen ante un tipo que después los va a cagar a trompadas”.
Estos sujetos se embarcan en un viaje de ida cuando son condenados a la reclusión. De la cárcel se sale, pero la marca queda. “Es la realidad, un ex preso sale con una marca de ex preso y es muy difícil sacársela, por más que haya pagado su condena. Es mucho más fácil entrar que salir”. Pero mientras están encarcelados, el tiempo se puede aprovechar para el estudio. Como decía Leo, “todo el tiempo que pases ahí adentro es tiempo perdido, a menos que lo uses para estudiar y prepararte para el futuro”. Carlos, desde su lugar, piensa parecido. Para él, la educación en este contexto tiene un plus. “Es necesaria, como es necesaria para cualquier ser humano, te abre la cabeza ves otras posibilidades de hacer algo. Hay gente que me ha dicho “yo cuando termino el taller me doy cuenta que soy una persona que puede hacer algo más”. Además, nos aporta un dato que no es menor, y que grafica muy bien qué puede llegar a aportar la educación en este contexto: “Hay una tendencia a la reincidencia mucho menor en el que estudia al que no estudia, se habla de un 80%, así que evidentemente funciona”.
Carlos es de esas personas con las que se puede hablar horas. Tiene recursos para todo: humor, simpatía, silencios, seriedad y si se requiere, aporta una dosis de sensacionalismo a los relatos. Con un recorrido extenso en la radio, pareciera haber incorporado a su cotidianeidad las virtudes de este medio.
Todo esto se potencia cuando toca temas controvertidos, que pueden generar posiciones encontradas, pero que defiende con uñas y dientes. Para él, las cárceles “no sirven para nada”. Es más, “empeoran las cosas”. Porque lejos de ser un espacio de contención, se convierten en todo lo contrario: “Si a vos te tratan como bestia te bestializas, si a vos te tratan como animal te animalizas”. Quizás esta visión explique por qué hay tanta reincidencia y por qué sirve para tan poco. Y no puede evitar vincularlo con su tarea, con su vocación, con la enseñanza: “Todo esto de leer, de educarse como para cualquier ser humano, ayuda infinitamente más a alguien que está en esas condiciones, necesariamente escaparse de eso por un rato”.
La cárcel. Ese lugar triste, lleno de perdición, tan poco productivo y tan temido. A lo largo de los años, los lugares de reclusión sirvieron para depositar en ellos a personas indeseables, molestas, enfermas, desagradables para la sociedad, desde islas hasta calabozos. Muy pocos son los que tratan de comprenderlos, de volver a tratarlos como seres humanos; Carlos parece ser uno de esos.
La gran mayoría está presa por delitos superables, y como decía Ángel, “se prioriza la política de la seguridad a la de educación”. Pero es difícil imaginar que con esa política se pueda recuperar a alguien que comete errores. La educación, en cambio, parece un camino más complejo, pero efectivo, que otorga la capacidad de abrir nuevos caminos y posibilidades. Porque Carlos, que se dedica a esto, se encargó de dejarlo bien en claro: “Alguna vez alguien dijo que la cárcel es el fracaso de nuestra sociedad, donde se deposita gente para ser olvidada. De esto trata la educación, rescatar lo que es el olvido. Abrir un libro, es abrir un universo, es salir de ahí”.