Carta desde el paraíso
Querido Oliver:
Hoy me puse a mirar álbumes que tenía amontonados en mi altillo. Supongo que recordarás que cuando tengo que ordenar, me pierdo en todas las vejeces que alguna vez guardé. Las limpiezas tienen eso de volver a revisar las memorias y tirar lo que ya no sirve.
Entre las fotos de mi madre que posaba junto a los lirios, encontré imágenes tuyas en las que mirabas un libro con tal profundidad que parecía que de algún modo lo estabas desafiando.
¿Te acordás de mi mamá? Debo asumir que sí. Ella era tan ajena a todo, iba tan sin importarle nada. Tardé mucho en comprender qué hacía y por qué de ese modo. Al parecer, demasiado
—¿Te parece que se junte con ese?
—No seas extravagante, Josefina. Es la vida de tu hermana, dejala.
—Pero después hablan de más. Con esos amigos no van a aceptarla nunca en nuestros círculos.
—Que el círculo se lo haga ella, entonces. Y de paso, cuando te vayas, cerrá la puerta que estoy haciendo cosas.
Una vez a la semana, el mismo diálogo con distinta forma y nosotros, en distinto escondite. Me acuerdo que mamá me dejaba hacer de todo, decía que era mi decisión. Pero después dejé de preguntar las cosas y se alejó de lo que yo creía libertad. Entonces, discernimos y pareció que pasaba que yo no le importaba demasiado.
En fin, tu foto me hizo notar hace cuánto no te veía y que en realidad no sé cuándo supe por última vez de vos. Y perdón por lo espontáneo de esta carta, y perdón por que sea carta y no otro medio.
Perdón por haberte dejado ir, por no insistir en que te quedaras. Es que yo era muy chica. Y la vida me hizo tan ingenua, tan inocente y sonrojada que no pude entender que al final tus palabras, de tan simples y pequeñas, decían la verdad.
Me contaste, con un rostro flaco y apacible, que lo único que querías era volver a saber de mí, que, si yo no te buscaba, igualmente vos me encontrarías. Pero yo estaba tan confundida, estaba enojada.
La extravagancia de mi familia (y qué palabra tan colorida, pero tan chillona) terminó por hacerme creer que alguien más querría esa condición suya, y que vos, tan gris-opaco y contrastante, no tendrás otra intención que quedarte con todas las flores de mi jardín. Al final fue su envidia, fue su revancha ante mi felicidad.
Pero perdí yo, que fui deshecha de tu compañía; pero ganaron ellas, que ahora acaparan las miradas más allá del pueblo de nuestra infancia y que lucen el sombrero que todas menos ellas querrán usar en unos días.
Me asenté en un “Macondo”, en una provincia chiquita de Argentina, que sería un estado de allá. Tengo una biblioteca enorme al lado de un piano y un altillo rebalsado de pasado. Sigo sola y es por eso que te escribo.
Mi pequeña venganza ante una vida que soñamos juntos es construirla sin tu compañía. Porque debo castigarme por no buscarte y debo castigarte por no encontrarme.
Te envío adjunta mi dirección y los recuerdos que tuvimos; y me despido, porque limpiando el altillo, me di cuenta de que la que ya no sirve soy yo.
Con todo mi cariño, a otro perdedor.
Laura.