La vida como el bus
—¿Venís desde Belgrano? —preguntó al chofer mientras subía al bus cargando con sus dos hijas en brazos.
Comenzaba su viaje y el mío, ya que ambos subíamos en plena ruta 215 desde Brandsen con dirección hacia el centro de La Plata.
—Qué viajecito… —añadió pensante el padre prematuro.
El chofer, mezquino de palabras y con cara disgustada, asintió con la cabeza.
«Toda una mañana de trabajo cansa a cualquiera», pensé yo. A la vez, mi otro yo más humilde gritaba por dentro: «a la gente se la atiende con una sonrisa y buena onda, gil».
Así es, hay varios yo en mi. Parece complicado convivir con tantos dentro, pero no es nada difícil cuando te acostumbrás. Múltiples Tomases, múltiples mentes, múltiple todo.
Al parecer mi día comenzaba bastante cruzado, ya que no era nada lindo haber pasado cuatro días en el campo y luego volver a la triste rutina; para ser exacto, llegar y agarrar en menos de 5 minutos el primer 202 en dirección al cementerio. De martes a viernes, todos los días tomo el mismo micro, mismo camino. Cada semana, cada mes.
Casa, facultad, facultad, casa. Un círculo vicioso que me es obligado moralmente si quiero progresar. Al igual que este relato.
Ya nada de eso interesa… la historia comenzaba allí, en la parada. Luego de subir me dispuse a escuchar las conversaciones ajenas. Siempre fui un chusma o me interesaba saber qué pensaban los que me rodean, distintas formas de verlo. A mi izquierda, dos personajes con poca conciencia de clase, adictos al rugby y a las mujeres, estaban sumergidos en su mundillo burgués. A mi derecha había un chico con el que solo cruzamos escasas palabras. Todos parecían estar relajados, durmiendo, escuchando música o contemplando el paisaje por la ventana.
Yo, sin mis auriculares –una rareza–, pensaba en qué estaba haciendo. Tenía aproximadamente 45 minutos para hacer la reflexión existencialista diaria que me inundaba cada día, debido a que la rutina se acercaba con cada impulso del bus. Es bastante fructífera en algún punto porque voy encontrando respuestas efímeras, pero incompletas que calman mis ansias, no sé, sirve… o eso creía.
Tal vez andaba medio loco por la vida, abstraído. ¿Pero a quién le interesaba eso? Todos andaban en su mundillo tan físico y anclado. Yo caminando el mío, más suelto y en busca del bienestar espiritual.
—Parada en 143 —exclamó un pasajero. Entre tanto, los más ansiosos que yo ya se iban acercando a las puertas para bajar más adelante.
«¿La vida era como ese bus?», me cuestioné.
Todos tenían momentos de ansia, de impotencia… como cuando el chofer pisa el acelerador y luego presiona el freno para entrar en calma o para que las frustraciones entren en calma de alguna manera.
La idea caía sobre mí como si me estuviesen iluminando con un haz de luz celestial, o más bien brotaba del suelo, como algo que no aguanta más y empuja en busca de luz. Revelación.
Como aquel pseudo escritor de 18 años –casi 19–, con rastas, queriendo devorar el mundo y ningún puto peso para llevar a cabo ese plan.
—¿Alguien baja en 31? —preguntó el chofer.
—No, no —el chico de mi derecha contestó por todo el colectivo luego de revisar nuestras caras en busca de la respuesta.
En cuanto a mí, no podía parar de escuchar a los rugbiers. Creo que lo que llamaba mi atención era el descaro que manejaban para expresarse sobre cualquier persona o tema en particular.
«Si estuviera mi amiga Milena, esto sería más interesante», pensé. Nada más bello que hacer entrar en razón a aquel que no posee nada de conciencia.
El bus ya comenzaba a transitar sobre la calle 44, se oía el rechinar de los asientos. Supuse que a muchos se les cortaba su siesta antes de arrancar el lunes.
Era un comienzo raro de semana porque yo no cursaba los lunes y me sentía bien por eso, aunque siempre llegaba jugado con los trabajos prácticos de la facultad, como este relato. ¿Qué diría mi profe de taller? ¿Se puede escribir un relato autoficcional y con significatividad en tan pocos días?
«Obvio que no», me decía, castigándome, pero la adrenalina de no saber me inspiraba.
“Creí que lo que a todos les pasa día a día era suficiente como para comenzar a explayarme en un relato del que no soy dueño sino un simple espectador, el protagonista será aquel que se sienta interpelado”, anoté en mi cuaderno, mientras la gente husmeaba hacia mi libreta.
—Parada en 13, chofer— ordenó una señora con acento rudo.
¿Necesitaré bajar o viajar constantemente? ¿Estará bueno? Todas estas cuestiones pasaban de mi cerebro al papel con suma rapidez, quizá, si no las anotaba me las olvidaría. Era un colgado.
Colgado. Eso me hizo reflexionar aún más, ¿qué necesidad de anotar todo, no? Quizás demasiada marihuana y alcohol afectó mis neuronas.
Pronto aparecía a lo lejos Plaza Italia y mi reflexión terminaba, al igual que el viaje. Debía frenar allí, a la par de mi relato, creí. Pero este recién comenzaba. Y cerré mi libreta.