El chico papel de limosna
El chico papel de limosna es un visitante crónico de las aulas de la facultad. Es un sujeto típico de los pasillos, pero es más habitué de cada hall de entrada de las aulas. Con desvergonzada vergüenza golpea cada puerta y asoma su pícara nariz. La palabra no es mediadora, la mirada sí. Con un ramillete de tiras de papel a cuestas, avanza a lentas zancadas hacia los bancos. Sus ojos recorren las baldosas y apenas se posan en sus pares que se deciden a saludarlos.
Por Santiago Domínguez
-¿Sabés la guita que debe sacar si todos le dan uno o dos mangos?
El chico papel de limosna sabe aceptar un “no” como respuesta, parado firme al lado de la puerta, con expresión vacía y triste. Acepta que no todos lo miren, lo saluden o le pregunten cómo se llama o qué necesita. Total, ¿para qué molestarse perdiendo el tiempo en esas absurdas formalidades si todo lo que un joven universitario necesita saber en esos casos es desencriptar ese abominable manuscrito hecho a mano y mal fotocopiado? Somos universitarios, no hace falta preguntarlo, sabemos leerlo por nuestra cuenta.
-Estos negritos prefieren venir acá a pedir antes que ir a la escuela, es más fácil para ellos…
El chico papel de limosna se ruboriza cuando un profesor lo trata dulcemente. Aunque sólo le pregunte su nombre. Le cuesta sacar a flote su sonrisa, oculta bajo el manto de su lúgubre niñez. Sólo muy de vez en cuando desliza una risa tímida, cuando le dan lugar, cuando se siente cómodo, aunque sea por un segundo. O sólo cuando no se sienta incómodo, mejor dicho. Cuando no se sienta foráneo en esas cuatro paredes vigiladas por un pizarrón que sangra polvo de tiza.
-No dicen ni gracias, ¡son unos desagradecidos de mierda!
El chico papel de limosna se maneja en grupos pero solo. Sabe que no es el único desempeñando su labor pero nadie lo acompaña puertas adentro. Conoce lo que es dar la cara y –haciendo gala de la tan trillada frase hecha– poner el cuerpo. El tipo no la caretea, cae con la justa sin hablar de más (sin siquiera hablar muchas veces). Reparte sus tiras de papel blanco sin mucho entusiasmo, como si fueran rifas de un sorteo de huevos de pascua que nadie quiere comprar. Con la misma rapidez con la que esos trocitos de pedido de solidaridad caen en las mesas, son devueltos, en el mejor de los casos, a las manos de su dueño. En otras oportunidades, se evita todo tipo de contacto y el papel yace inmaculado encima de los cuadernos.
¿Qué nos cuesta?
La facultad al barrio. El barrio a la facultad. No hay nada como tomarse dos horas de la cargada agenda académica semanal para dedicarles algo de nuestro valioso tiempo a los pobres chicos del barrio. Nada más gratificante y elogiable como decidir dejar de lado algunas de las vitales cuestiones que pueblan nuestro fundamental-quehacer-universitario y meterse de lleno en lo que la gente de barrio necesita. Es verdad que no cuesta nada tomarse un colectivo hasta aquellas zonas alejadas y sentarse al lado de los chicos que están en la mitad de su escuela primaria pero que apenas llegan a leer una oración y media de corrido. Ahí, donde las faltas de ortografía se cuelan en las hojas (que tan gentilmente les llevamos) como la tierra a través de las precarias puertas. ¿Qué nos cuesta?
Implica poco rato, adecuarse un poco a las costumbres de la gente, ver cómo podemos dar una manito desde nuestro lugar de privilegio y volver felices a nuestras casas. Luego contamos que estamos haciendo actividades para ayudar a los más necesitados y nos vanagloriamos con nuestra propuesta. Pero eso sí, una vez que llegamos a casa volvemos a lo que realmente nos importa: nuestra realidad y nuestros problemas, nada más. Los pibes del barrio, por su parte, nos van a estar esperando felizmente a que volvamos la semana siguiente, a sacrificar nuestro valioso tiempo en su territorio y, especialmente, en ellos. ¿Qué nos cuesta?