Toda atleta argentina es vallista

Como en todo el mundo, en Argentina el deporte femenino ha tenido que luchar por cada centímetro: desde los inicios, el acceso les fue limitado, primero de hecho, luego a través del prejuicio y las miradas torvas a quienes lo practicaban, que se traduciría en tiempos de profesionalismo en una ganancia mucho menor que la de sus contrapartes masculinas. 

Y la realidad es que aunque la lucha de individuos y colectivos ha logrado torcer reglas y derribar obstáculos, todavía permanece el prejuicio, las miradas torvas sobre los cuerpos empoderados, que han alejado durante décadas a las mujeres de la práctica deportiva. El resultado de que todo sea tan trabajoso, de que el acceso al deporte haya costado tanto durante tanto tiempo, es la presencia de menos deportistas femeninas que masculinas y la ralentización del desarrollo estructural del deporte femenino.

Pero siempre hay pioneras: las que desestiman las miraditas, las que no escuchan los gritos prejuiciados, las que entrenan con lo que pueden y lo que consiguen, se pagan los viajes y siguen adelante, abriendo caminos para el futuro a pesar de todo. A continuación, tejeremos una breve historia de ellas y los obstáculos que saltaron: porque, al final, toda mujer deportista, en Argentina, es vallista.

1. Las vallas

La historia de Jeannette Campbell funciona como una especie de metáfora de varios de los aspectos de las vidas deportivas de las mujeres en Argentina, particularmente en la primera mitad de siglo XX y un poco más allá: la primera medallista olímpica mujer del país, plata en los 100 libres en Berlín 1936, se tuvo que subir a un barco poblado solo de hombres, la delegación argentina que viajaba hacia Alemania, un universo plenamente masculino; pasó casi todo el tiempo rodeada de los oficiales “más grandes”, que la “protegían”; y cuando trajo la plata, el logro deportivo, fundacional, fue tan celebrado como que haya sido nombrada Miss Olympic, y que la haya saludado el nefasto Göring. Derrotada en solo tres concursos en toda su vida, Campbell dejaría el deporte con apenas 24 años, tras la suspensión de los Juegos Olímpicos de 1940 a causa de la Segunda Guerra Mundial, para casarse con Roberto Pepper, también nadador.

Campbell contó siempre esta historia como un cuento de hadas, porque, en definitiva, en aquellos tiempos el deporte olímpico era profundamente amateur, y para muchos poco más que un hobby; en el horizonte femenino de aquellos días era mucho más importante formar una familia, una presión social que frenaría el avance del deporte femenino profundamente en aquellos primeros años.

Pero aunque el mandato del casorio y los pibes se fue desarmando con el paso del tiempo y los triunfos del feminismo, todavía perduran en el imaginario colectivo (y por ende, en la mente de las propias competidoras) las nociones que rodearon la vida de Campbell: la maternidad presiona, el deporte sigue siendo un recinto profundamente masculino, particularmente a la hora de la toma de decisiones, y las miradas de desagrado continúan posándose sobre quienes osan trabajar sus físicos con fines deportivos y no estéticos. A causa de estas discriminaciones, la actividad deportiva femenina ha sufrido durante décadas un importante retraso en términos de acceso, apoyo, exposición y consumo, y en Argentina, como en casi todo el mundo, nunca hubo políticas a largo plazo para cerrar esa brecha. 

Librada a la voluntad del mercado, el deporte femenino no solo se construyó a la sombra del masculino, sino que se vio determinado por las narrativas mediáticas, que consideraron que lo valioso de la rama de mujeres era el despliegue de ciertas bellezas hegemónicas que, naturalmente, desplazaban otros tipos de cuerpos, otras posibilidades deportivas, a la invisibilidad: para sobrevivir como deportista mujer, para conseguir visibilidad y los apoyos económicos siempre escasos, había que ser “flaca, alta, linda y talentosa”, el “combo irresistible que constituye a Luciana Aymar ¡según su propia biografía! Fue la mejor jugadora del mundo, quizás de la historia, ganó junto a Las Leonas todo lo que había por ganar, es parte del equipo que más trofeos le ha dado al país, masculino o femenino, pero solo uno de esos cuatro adjetivos se puede relacionar con sus habilidades y logros deportivos. 

“Para alguien que sigue los deportes de mujeres, estas descripciones no resultan ajenas. Por otra parte, las deportistas en general reciben mucha menos cobertura en los medios masivos, tanto de forma impresa como emisora, que sus contrapartes varoniles. Las coberturas frecuentemente trivializan las capacidades deportivas de las atletas a través de estrategias de ‘ambivalencia’. Mediante imágenes o representaciones contradictorias, la ambivalencia intenta conciliar la incompatibilidad entre la femineidad y el mundo masculino del deporte”, escriben Gartón e Hijós (2018).

Es que, como profundizan las autoras, “a grandes rasgos, el deporte sirve como constructor social y promotor de cualidades esenciales de la masculinidad hegemónica, incluidas la agresión, la fuerza, la competencia y, a veces, la violencia. Estas cualidades se establecieron como masculinas al mismo tiempo que se consolidaba el estereotipo femenino a lo largo del siglo XIX. Según Dora Barrancos, en Argentina la ‘mujer moderna’ se caracterizaba por ‘la debilidad física, intelectual y moral, así como exceso de sentimentalismo’, y sus funciones fundamentales eran ‘la maternidad y el cuidado de la familia, que se creían constitutivas de la esencia femenina’. Esta identidad femenina, aunque anticuada, todavía se reconoce en la sociedad contemporánea argentina, y en el ámbito deportivo sigue manteniendo barreras y generando debates y conflictos en torno a la participación plena de las mujeres en los deportes”.

Por eso, el ingreso de las mujeres al deporte, sobre todo a deportes considerados tradicionalmente “de hombres”, presenta un desafío a la construcción social del género, es decir, excede el campo de lo meramente deportivo: no es que las mujeres no deban ser parte de esos deportes por falta de capacidad, sino porque su ingreso a esos recintos de masculinidad supone un disturbio al orden social. Por lo tanto, las deportistas se ven enfrentadas no sólo con obstáculos institucionales, sino también socioculturales,  económicos y con marginalización y estigmatización sociales.

Es así que desde la infancia, la mujer percibe (al menos, percibía, hasta esta década transformadora) el deporte como algo ajeno a ella, algo que produce los valores y los cuerpos ligados a lo masculino y lo deportivo (la competitividad, el riesgo, etc.), impropios de lo que se le ha enseñado representa lo femenino. Esta ligazón entre los valores del deporte y los valores de la masculinidad han servido para infravalorar la práctica femenina, incluso cuando el éxito es evidente; a la vez, ha planteado en las mujeres “una gran contradicción entre los valores y códigos corporales adquiridos e interiorizados en el proceso de socialización y los códigos corporales que se transmiten a través del deporte” (De Andrés García y Aznar, 1996).

Para resolver este conflicto, las mujeres suelen volcarse, ayudadas por la mayor oferta en este rubro, a deportes más acordes a su proceso de socialización, donde impera la destreza sobre la fuerza. “Se mantienen vigentes los modelos más tradicionales, interiorizados en la subjetividad tanto de los hombres como de las mujeres”, escriben Miranda y Antúnez (2006; 4). Las autoras elaboran además a partir de diversa bibliografía un esquema que indica, a partir de las cualidades físicas adjudicadas a hombres (fuerza, velocidad, masa muscular y agonística) y mujeres (motricidad fina, coordinación, flexibilidad, equilibrio y creatividad), los deportes que corresponden a ambos géneros: juegos de equipo, boxeo, lucha, y pesas para los hombres; patín, gimnasia, natación, tenis, golf, atletismo y danzas para las mujeres.

“Estos deportes ‘femeninos’ tienden a reforzar ideales femeninos hegemónicos, enfatizando la belleza, la gracia y la cooperación, entre otros. Sylvia Burrow (2016) se refiere a las dificultades de las deportistas como un “double bind” o una situación sin salida, ya que las mujeres que quieren participar en deportes femeninos se sujetan a una devaluación irreversible por prejuicios y sesgos, mientras que las deportistas que desean entrar a disciplinas tradicionalmente masculinas se enfrentan con la posibilidad de marginalización y estigmatización” (Gartón e Hijós, 2018).

Las cifras ofrecidas en el trabajo de Erdociain, Solís e Isa (2006) sirven como confirmación de esta separación de deportes y roles: las mujeres practican alrededor de un 20% de deporte menos que los varones argentinos, a pesar de lo cual las mujeres practican más gimnasia, un deporte fuertemente femenino, y salen más a caminar, un deporte que no representa esfuerzo, valor masculino. Además, el 25% de los varones argentinos juega al fútbol, y sólo el 0,5% de las mujeres lo hace: todo esto redunda en una presencia mayoritaria en los clubes, ámbitos de prácticas deportivas y sociales grupales, de los varones (24% a 12%) y una presencia mucho mayor de mujeres en el gimnasio (12% a 4,5%), siendo éstos ámbitos privados e individualistas, es decir, espacios donde es más difícil conformar comunidades y sororidades que construyan estructuras desde la solidaridad. Y que replican, además, esa vieja división de la Antigüedad: en el ámbito público el hombre, en el ámbito privado, la mujer.

A la hora de hablar de alto rendimiento, sin embargo, suele haber voces que desestiman todos estos obstáculos: las mujeres bajo régimen profesional, afirman estas voces, pueden vivir del deporte, y la brecha salarial, en todo caso, obedece a las reglas de oferta y demanda del mercado al que están sujetas; las mujeres amateur caen desde 2010 bajo la órbita del Enard, al igual que los hombres. Marta Antúnez denunció haber escuchado en su tiempo en el área de Mujer de la Secretaría de Deportes “que las políticas públicas deportivas no requieren de perspectiva de género, que las ‘cosas de mujeres no se hacen en la Secretaría sino en otro lado’”. Sin embargo, “excepto en los Juegos Evita, al fútbol las nenas no juegan; el Estado se niega a ver la necesidad de acciones específicas para niñas, a usar el deporte como herramienta de empoderamiento”.

Imaginar que mujeres y hombres están igualados en la alta competencia, además, solo porque tienen las mismas posibilidades teóricas, es no solo hacerse el distraído ante el evidente hecho de que recién en 2018, ¡2018!, las mujeres tuvieron igual participación en Juegos Olímpicos, prohibiendo hasta entonces su ingreso al gran escenario; sino desestimar el hecho de que la desigualdad se da desde la base y desde la infancia, en la crianza. La brecha es imposible de cerrar si la igualdad (que no es tal) se da sólo en el nivel más alto.

Y aunque no hay estadísticas finas, los números gruesos de las últimas décadas dejan claro que desde sus infancias, a las mujeres se las introdujo históricamente a deportes más acordes a su proceso de socialización, deportes sin estigma, acordes a los cuerpos femeninos “deseables”. “En Argentina, y en la mayor parte del mundo, se realiza educación física de manera segregada, estableciendo roles de género desde muy temprano a partir de la orientación de las actividades ‘adecuadas’ para mujeres y hombres. Las cuestiones de segregación no están escritas: se implementan de hecho. El currículum de Ciudad de Buenos Aires y de Provincia no habla de segregación de género. Se trabaja de modo segregado porque los profesores quieren, por costumbre. Es algo que manejan y sostienen los mismos docentes. De hecho, la Ley de Educación Sexual Integral está intentando deshacer desde el área curricular integrada a todas las materias la cuestión de los roles estereotipados de género. Desde la letra, no hay apoyo por ende como para que se hagan actividades discriminadas entre mujeres y varones. Esto tiene que ver con los patrones culturales y con la idea de cuidar a las chicas de que no jueguen con los varones… y de cuidar a los varones de que no les ganen las mujeres. Es un incumplimiento de las leyes y los diseños curriculares de hecho”, explica Marta Antúnez.

Así, “se mantienen vigentes los modelos más tradicionales, interiorizados en la subjetividad tanto de los hombres como de las mujeres”, escribieron al respecto Miranda y Antúnez (2006; 4). Y agregaron: “En esta primera instancia de aprendizaje a través del juego y el deporte, la mayor oferta de actividades deportivas y grupales para hombres y la mayor oferta de actividades expresivas e individuales para mujeres sirven como formas de continuar fijando las representaciones de lo femenino y lo masculino” (Miranda y Antúnez, 2006; 4). Las mujeres aprenden de niñas a no chocar, no golpearse, y sobre todo a perseguir un cuerpo que refuerza el rol social designado (pasivo, objeto de deseo) a las mujeres, en lugar de ayudar a la exploración de sus posibilidades físicas.

Claro, el acto de perseguir cuerpos deseables termina socavando el propio intento del deporte femenino de ganar visibilidad y consideración en la agenda mediática: “Al ser considerado el deporte femenino un deporte de menor calidad por los espectadores, se intenta vendérselo desde la sensualidad. Pero hay que hacer una separación entre la venta y la difusión: desde la órbita privada las reglas son otras. Si el periodismo está invadido por el mercado, y también el deporte, es el juego que hay que jugar: para vender el deporte femenino es necesario vender  el escote de las tenistas. En este sentido, los discursos mediáticos, al igual que las políticas públicas, violan cuestiones relacionadas al derecho de las mujeres. Es una cuestión de derecho más que de mercado: si el mercado gana la pulseada, es lógico que se reproduzcan estos discursos porque las cuestiones de inequidades no solo se dan en el deporte sino en cualquier ámbito social. Pero el deporte es un derecho, no es un mercado: si fuera un mercado se manejaría con otras reglas, pero el deporte social y el deporte de alto rendimiento no se maneja por las leyes de mercado: el periodismo quiere manejarlo, vender la imagen. Y si hay una cuestión de vender la imagen nos estamos equivocando en cuestiones de políticas en todo sentido: en políticas deportivas y también comunicacionales”, analiza Antúnez.

Habitamos, de todos modos, un claro tiempo de cambios profundos, en el deporte y la sociedad. En el país sin estadísticas, no es todavía cuantificable la revolución feminista en el deporte, pero se respira en los clubes, en los estadios e incluso en los medios. Un estudio de 2010 determinó que un 20% más de varones practican deportes respecto a las mujeres, pero también consignó como más de la mitad de las mujeres sub 40 presentaron un interés en el deporte, un incremento de más del 10% respecto a las mujeres de más de 40 años. El cambio es generacional y cultural: por un lado; las mujeres que tuvieron deporte en el colegio -algo impensado 70 años atrás- están tres veces más interesadas en transmitirlo a sus hijas; por otro, las mujeres del siglo XXI viven desafiando las barreras y los prejuicios y conquistando espacios según su deseo.

Todavía, sin embargo, no hay oferta de deportes: las mujeres tienen que viajar muchos kilómetros para entrenar en sus deportes elegidos (Paula Pareto viajaba en micro desde Tigre a La Plata en la primera etapa de su carrera), y eso en Buenos Aires y sus alrededores. La oferta en buena parte del llamado “interior” del país es todavía más escasa. Muchas mujeres han optado por construir sus propios espacios, aunque precarios, como la Liga Argentina de Roller Derby, una lección punk de cómo “hacerlo tú misma”. Como mencionamos la clase pasada, de este material está fabricado el círculo vicioso del deporte femenino: las estructuras inestables, la invisibilización, el prejuicio, la falta de recursos, malnutren el desarrollo deportivo, lo cual crea todavía peores estructuras, menos espectadores, menos ingresos, menos recursos, más prejuicio…

Jeannette Campbell

2. Las políticas

Es a causa de los problemas endémicos del deporte femenino que no alcanza con voluntarismos, parches o apoyos esporádicos: se precisan políticas puntuales para atacar los problemas profundos y sobreponerse al sesgo, romper el círculo vicioso e intervenir sobre la “lógica del mercado”. Y en Argentina, como en buena parte del mundo, estas políticas jamás existieron más que de forma nominal.

Los inicios de la práctica femenina los expone el “caso Campbell” a la perfección: las mujeres primero no tuvieron acceso a los deportes (acceso físico: la mayoría de los clubes no permitía su ingreso) y, cuando esas restricciones se flexibilizaron, solo existían un puñado de deportes para que las mujeres practicaran. Todo, varones y mujeres, era en aquellos tiempos sumamente amateur, pero sobre las mujeres era más fuerte aún la idea del deporte como un mero pasatiempo: la presión social era formar una familia, y el deporte era una vía de conocer gente, socializar, y construir un cuerpo deseable.

Bajo la órbita de Perón, el deporte femenino recibió por primera vez apoyo financiero, y eso impulsó la práctica, aunque hay que señalar que incluso en aquellos años donde se conquistó el voto femenino y se rompieron ciertos prejuicios, el deporte femenino no fue parte de los Juegos Evita, emblema del gobierno peronista, hasta 1953/54. Es decir, un año antes de la última edición. En su segunda etapa, entre 1973 y 1974, se aprobaría la Ley del Deporte, aunque entre las oscuras turbulencias de los siguientes años quedaría olvidada hasta 1992, año en que se reglamentó: allí se impulsaba una reforma de los Estatutos Federativos para incluir en la conducción a los deportistas y a las mujeres, y se formaba la Comisión “Mujer y Deporte”, pero mientras la reforma de los estatutos quedó inconclusa, la Comisión nunca participó en la toma de decisiones de gran escala. 

Aquella comisión, de hecho, tomó varias formas: en 2003 se creó el Área Mujer en la Secretaría de Deporte. Casualidad o no, conjunción además de diversos factores externos al deporte, fue bajo su influjo donde el país consiguió su participación más significativa desde la perspectiva del género. En 2004 la mitad de las medallas (3) fueron conseguidas por mujeres (la costumbre del hockey, la sorpresa de Georgina Bardach y la dupla Suárez-Tarabini en tenis). En 2008, con la delegación femenina más numerosa del deporte argentino, fueron 2 sobre 6 las medallas femeninas, además de 2 de los 3 diplomas olímpicos que consiguió el país. Ambas participaciones arañaron las históricas 7 medallas conseguidas en tiempos color sepia. En diciembre de 2008, el órgano fue disuelto.

Se formó el Consejo Nacional de Deporte y Mujeres, buscando continuar el trabajo y “darle visibilidad al deporte de las mujeres en cualquiera de los estamentos: no solo veíamos cómo trabajaba la Asociación Argentina de Hockey con Las Leonas, sino que buscábamos prestar atención en especial al fomento del deporte de mujeres. También buscamos detectar casos de discriminación, cuestiones inequitativas o que tuvieran que ver con falta de cumplimientos de reglamentaciones. Logramos que jugadoras de fútbol que venían del interior consiguieran becas y alojamiento de la Secretaría de Deporte, hicimos una investigación respecto a los Juegos Evita y trabajabamos básicamente las cuestiones que iban emergiendo”, según revelaba Marta Antúnez, directora del área en sus primeros años y luego parte del Consejo. Antúnez comentó que el espacio trabajaba con una pata en el Comité Olímpico y otra en el Consejo Nacional de la Mujer, pero que esos lazos se quebraron y el área terminó trabajando desde la sociedad civil, sin contacto directo con el área política. 

“Aun durante los años de funcionamiento del área Mujer en Deportes, la Secretaría privilegió lo masculino, llegando por ello a despreciar las actividades que las mujeres generan por sus propios medios, especialmente en deportes ‘de hombres’ como el básquet o el fútbol. El combate más duro se dio en lo social: en facilitar a las niñas el acceso a actividades de juego y placer, lugares seguros (o al menos algún lugar). Las que rompieron el patrón de que el deporte -especialmente el fútbol- es para ellas son invisibles a las políticas sociales del deporte”, recordaba la Profesora Antúnez sobre su paso por el área Mujer.

Luego vendrían diversos consejos de mujeres bajo la órbita de la Secretaría de Deporte, y en 2015 se creó el Programa Nacional de Empoderamiento de la Mujer en el Deporte, todos orientados a posibilitar el acceso equitativo de la mujer en el deporte, asegurar la formación con perspectiva de género de profesionales del deporte en los ámbitos federativos y promover la equidad en formatos competitivos, distribución geográfica, visibilidad y recompensas de los deportes de competición y concientizar. Este tipo de programas tuvieron variados presupuestos, implementaciones parciales y, finalmente, poco impacto, más allá de lo discursivo.

“Hay pocas mujeres en las actividades deportivas, y muchas menos en las cuestiones directivas, pero quizás el problema más grave sea otro: que no se trabaje en las políticas deportivas para incrementar la participación de mujeres en ninguno de los ámbitos deportivos, ni los de elaboración de políticas deportivas públicas ni en la competencia. No hay un trabajo en este sentido de parte de los hombres y tampoco de parte de las mujeres”, agregaba Antúnez hace apenas cinco años. Ese acceso restringido a la práctica deportiva organizada desde la niñez, claro, redunda en la calidad del desarrollo deportivo femenino. Las que a pesar de todo acceden al alto rendimiento tampoco encuentran apoyos especializados, que tengan en cuenta las problemáticas del deporte femenino: se siguen brindando menos becas para varones que para mujeres desde el Enard, amparados en que hay menos participantes femeninas, pero sin pensar programas de desarrollo puntuales para equiparar la representación masculina y femenina en el alto rendimiento.

Ahora, dentro del deporte, no se organizó hasta el presente un movimiento de resistencia, un colectivo de mujeres como Deportistas Argentinas, creado en 2019. En general, el deporte nunca fue un ámbito politizado, y menos, tras la dictadura militar, que silenció brutalmente a quienes levantaron la voz. Por eso, nadie ha hecho demasiadas olas en el deporte incluso en los últimos años de recortes y corrupción: los pocas que lo hicieron pagaron. Sin terminar en tragedia, así le ocurrió a Beatriz Allocco, velocista, dueña de todos los récords argentinos de velocidad en su época, a la que no le homologaron una plusmarca sudamericana luego de que se quejara de que se tenía que pagar los pasajes para competir por Argentina en los Juegos Panamericanos de México 1975. Allocco también criticó que las pistas para entrenar en el país eran todavía de carbonilla, y se quejó de la falta de competencia con los mejores por falta de apoyos para el deporte nacional. Eran tiempos amateur en la mayoría de los deportes, y Allocco subsistía como instructora de gimnasia jazz hasta que fue becada por River para competir en Europa en la previa de los Panamericanos de Puerto Rico… pero el viaje tampoco se pudo concretar. Cuando en 1980 la dictadura militar decidió que el equipo argentino no viaje a los Juegos Olímpicos de Moscú, se cansó y se retiró. “Nunca me importó lo que se dijera de mí, yo solo quería progresar. Afecta que te presionen, que te resten apoyo, y muchas veces tuve ganas de decir ‘basta’, pero después razonaba y esos mismos obstáculos me servían de incentivo”, le contó, valiente, a Liliana Morelli (1990, 186). 

3. Las pioneras: casarse o hacer deporte

La idea de que la mujer debe permanecer sumisa y sin hacer olas a pesar de las discriminaciones que sufre en el ámbito del deporte (y en el resto de los espacios) parece largamente superada, pero un análisis más profundo muestra que no es así. Al contrario, “la mayor discriminación se ve en el deporte social, donde faltan políticas de acceso para las mujeres. Los varones juegan al fútbol, pero las nenas no tienen tiempo libre: crían a sus hermanitos, o cuidan la casa. O quedan embarazadas muy jóvenes”, explicaba Antúnez. Es allí, en el resto del país que no habita la burbuja porteña de clase media emancipada, en los barrios populares, en el interior del país, donde ese estigma que pesaba sobre las contemporáneas de Jeannette Campbell se evidencia como un estigma presente, lejos de haber sido superado incluso en estos tiempos de empoderamiento femenino. 

Aunque el prejuicio persiste (y de forma subterfugia, oculta, lo cual quizás es más peligroso) esto fue particularmente evidente en la primera mitad del siglo XX: “¡Varoneras! ¡A lavar los platos!”, les gritaban a las pioneras deportivas de nuestro país al verlas pasar remando, corriendo o nadando. Ellas hacían caso omiso, rebeldes y libres, pero son muchos los casos en que sus carreras deportivas terminaron cuando se casaron: la actividad física era incompatible con las tareas del hogar que les correspondían de acuerdo a los férreos roles de género de la época.

Así fue el destino de Campbell, y también de la gran Noemí Simonetto, también medalla de plata en un Juego Olímpico, en 1948. Y también Norma Baylon, tan cerca de nuestros días como 1967, dejaba el deporte, con apenas 23 años y siendo la número 5 del mundo del tenis mundial, para casarse. “Es un denominador común: algunas se casan y consideran que no podrían afrontar las dos demandas simultáneamente, mientras que otras mantienen sus vidas emocionales ‘bajo control’ y voluntariamente resignan este aspecto para dejarse absorber por sus carreras”, explicaba Liliana Morelli (1990, 8). 

Efectivamente, la mayoría de las atletas exitosas que completaron sus carreras en aquella primera mitad de siglo, como Olga Tassi, Elsa Irigoyen y Blanca Torterolo, lo hicieron a merced de no formar una familia. (La hermana de Blanca, Clotilde, se casó y siguió, aunque, claro, hizo trampa: se casó con un periodista deportivo, el gran Borocotó. Igual, tuvo que dejar, hasta que tuvieron su primer hijo y el periodista le “permitió” regresar…). Dedicarse al trabajo o construir una familia: una dicotomía que no se presenta a los varones sino a las mujeres, a las que se les exige estar en casa: como dijo Antúnez, la historia sigue repitiéndose aunque, está claro, no de la forma masiva y opresiva con que ocurría en el pasado donde, por ejemplo, Olga Tassi, en su juventud, tuvo que utilizar otro nombre para competir y que no la descubriera su padre. La ocho veces plusmarquista nacional Olga “de Angelis” (el nombre de su madre), escapaba de la sombrerería de su padre para competir, y esquivaba a los fotógrafos tras ganar, pero su éxito provocó que su severo padre la descubriera. Olga consiguió torcer su voluntad y seguir entrenando y compitiendo, a pesar de que él quería que trabajara en el negocio familiar y se casara. Pero cuando la seleccionaron para el equipo olímpico de 1932, su padre no la dejó ir.  “Era demasiado lejos y sonaba demasiado atrevido. Las chicas de la época no hacían semejantes cosas, ocupadas como estaban en suspirar por Gary Cooper, blanquearse los pómulos con polvo ‘Flores de Almendro’, leer a Dickens y escuchar por la radio a un seductor de ojos pardos y voz de barítono, el engominado Carlos Gardel” (Morelli, 1990; 54).

Eran épocas tan amateur que Tassi desafiaba a su rival, Gilda Spagnoli, por una botella de vino: así que Tassi hacía todo ese esfuerzo por el placer. Una era de amateurismo puro en la mayoría de los deportes, donde “no había divismos y aunque no recibíamos un solo peso teníamos la pista para correr, los elementos para entrenar, una hoja de florete costaba 2 pesos con cincuenta. Ahora cuesta 60 dólares, nada se repone y cada vez hay menos maestros avezados y menores oportunidades de que surja gente competente”, comparaba en 1990 la 20 veces campeona nacional de florete Elsa Irigoyen. Ella tampoco se casó: eligió el deporte. “Tuve algunos novios, pero nada demasiado profundo. Tenía que conciliar el deporte, el trabajo y cuidar a mamá…” (Morelli, 1990; 96).

Noemí Simonetto

4. El tenis a la vanguardia

Con fuertes trabas para participar, que desde el origen plantean problemas de base para el deporte femenino, las mujeres atletas iniciaron así su historia en Argentina. Pero el deporte fue avanzando, comenzó a dar beneficios materiales, notoriedad pública, y la sociedad también se desarrolló, conquistando el voto femenino en 1948. Corrían los años de peronismo, y el apoyo del gobierno le permitió a un puñado de atletas mujeres dedicarse de lleno al deporte, es decir, practicarlo de forma casi profesional.

El emblema de aquella era de (lenta, muy peleada y con numerosas contramarchas) transición para el deporte femenino es, sin dudas, Mary Terán de Weiss: bajo el gobierno de Perón, el deporte por primera vez tuvo un sponsor, y eso incluyó viajes a participar, en representación del país en las grandes competencias, tanto para mujeres como para varones, pero en el caso de Mary Terán, como en el de un puñado de elegidos (desde Fangio hasta Pascual Pérez), el apoyo estatal no estuvo solo para los Juegos Olímpicos o Panamericanos, sino que incluyó lanzar a esos atletas a las giras internacionales. Ese fue el caso de la tenista rosarina, imagen del tenis femenino en las décadas del 40 y del 50 y primera estrella de ese deporte en Argentina. Mary Terán pudo competir por el mundo gracias al apoyo del gobierno peronista, que la idolatraba (al punto de que, los dos viudos, Perón le pediría la mano en matrimonio; ella se negó, sosteniendo que él necesitaba una mujer política a su lado, y cuenta la leyenda que cuando Juan Duarte, hermano de Eva, se enteró de la petición, quiso mandarla a matar…). Los pasajes los pagaba la Asociación Argentina de Tenis, entonces bajo la influencia del oficialismo. Pero no todo fue apoyo estatal: ocurrente, fue “precursora en exhibir ropa deportiva con la firma de un couturier, fue también la primera en usar aros, reloj, cadenas y pulseras de oro en los courts” (Morelli, 1990; 112). Las raquetas se las proveía Dunlop, que le organizaba los matchs del circuito europeo.

Terán medía apenas 1,60, y parecía diminuta frente a las piernas largas de sus rivales, pero con su increíble agilidad y golpes de drive desde la base igual consiguió ser número uno de Argentina durante casi toda la década del 40, y muy exitosa en los 50 en el terreno internacional, con varios torneos cosechados, incluido el Plate de Wimbledon (copa que se disputaba entre quienes no llegaban a la final). Sin embargo, se habló más de su vida privada que de su brioso tenis, como todavía ocurre con muchas deportistas.

Y después de los rumores y versiones, además, fue olvidada: “la tenista que enamoró a Perón” ocupó un cargo público intentando popularizar el tenis durante el gobierno peronista, algo que le costaría muy caro, ya que derrocado Perón no le permitieron seguir compitiendo en nombre de Argentina, como a muchos deportistas ligados al poder tras la Revolución Libertadora. A ella, además, la acusaron de corrupción en su cargo público y tuvo que exiliarse en España para no ir presa. Abandonó el deporte, y tras años de permanecer ignorada por el país y el mundo, descartada, empobrecida, se quitó la vida en 1984, tras la muerte de su madre.

En el set de Chela: especial Mary Terán

Fue, a pesar de su tragedia final, la primera demostración resonante de que una mujer podía hacer del deporte su profesión, tener una familia (estuvo casada con Heraldo Weiss hasta su joven muerte, y juntos giraron por Europa con sus raquetas) y ser exitosa en varios ámbitos de la vida, una muestra muy publicitada y visible de que se podía escapar al destino inexorable de la vida en el hogar. Su sucesora en los courts internacionales no seguiría, sin embargo, su ejemplo: Norma Baylon era una demoledora tenista que había alcanzado el 5° puesto en el ranking mundial, cuando se retiró para casarse con Bartolomé Puiggrós. Era 1967: tenía solo 23 años, y apenas 6 años más tarde, quienes entonces eran sus rivales, encabezadas por Billie Jean King, formarían la Women’s Tennis Association, circuito profesional del tenis femenino que perdura hasta la fecha. Los tiempos cambiaban, pero no tan rápido, y no sin contradicciones.

Y esto ocurría, además, en el tenis, una de las actividades “aceptables” para las jovencitas de los tiempos sepia, y por lo tanto, donde mayor participación había. Un deporte que ya desde los tiempos de Mary Terán iba construyendo su marketing alrededor de la grácil belleza hegemónica de sus atletas vestidas con reveladores atuendos: esas ideas siguieron ligadas al deporte blanco hasta muy cerca de nuestros días. A Gabriela Sabatini, número 3 del mundo, medalla de plata en Seúl 88 con 18 años y ganadora del US Open con 20, le dijeron de todo: no tenía la figura esbelta, por ejemplo, de su rival, Steffi Graf, y por eso el coro popular solía clamar que era “machona” y, cuando no, “lesbiana”. Las revistas del corazón la persiguieron con el tema romántico durante años, incluso después del retiro, muchas veces deslizando que si nada se sabía, debía ser porque era gay. Sabatini dejó el tenis con 26 años: había soportado demasiada presión, y no solo de la deportiva.

En el mismo sentido, tampoco fue feliz el tiempo de Paola Suárez en los medios: número 1 del mundo en dobles (¡y número 9 en singles!), a la medallista de bronce en 2004, ganadora de ocho Grand Slams, sus orígenes humildes (era la hija de un canchero, y así accedió a un deporte reservado a las elites) la llevaron a ser víctima de muchísimos prejuicios. Es que en el deporte femenino, la clase también jugaba: no sólo eran aceptables ciertos cuerpos hegemónicos, sino que estos cuerpos incluían las marcas de un sector social determinado.

Entrevista a Paola Suárez

5. La historia del hockey

Trazando una parábola con el caso del tenis se puede entender el suceso del hockey en Argentina: por un lado, fue desde los albores del deporte en el país uno de los deportes “permitidos”, capaces de producir cuerpos socialmente aceptados para la mujer, cuerpos ligados además a ciertas condiciones sociales y estereotipos clasistas; por otro, la popularidad del deporte atravesó en años recientes las clases sociales en respuesta al éxito de Las Leonas en las últimas dos décadas, similar a la popularización ensayada por Mary Terán y concretada luego por Sabatini.

“Históricamente, el hockey ha sido practicado por mujeres pertenecientes a sectores sociales medios altos y altos. Para quienes pertenecen a estos sectores, este deporte representa un espacio de socialización altamente eficaz para la producción de valores identitarios ligados a la clase social en conexión con representaciones de género. Sin embargo, como afirma Pablo Alabarces, ‘en una cultura de masas en la que el deporte se ha vuelto una mercancía transclasista’, esta condición de clase no ha impedido que el hockey alcance un nivel de reconocimiento nacional sin precedentes en Argentina para un seleccionado femenino. Aunque los éxitos deportivos de Las Leonas -lograron más títulos internacionales que cualquier otra selección argentina, de hombres o mujeres, a nivel internacional en este siglo- indudablemente fueron el gran motivo detrás del aumento en la atención de las marcas y los medios, el perfil de las jugadoras y de la disciplina en sí también ha influido en su ascenso hasta la cima del deporte femenino. Según la Confederación Argentina de Hockey (CAH), entre 2000 y 2014, la cantidad de jugadoras mayores de 12 años afiliadas a clubes aumentó de 39 mil a 123 mil, sin incluir las que participan en colegios, universidades y otras ligas no federadas”, escriben Gartón e Hijós (2018).

Esos 14 años representaron un ciclo de éxitos sin precedentes en el deporte argentino, masculino o femenino. La leyenda de Las Leonas comenzó cuando todavía no eran leonas, en 1993, cuando la selección juvenil obtuvo el campeonato mundial de Tarrasa, en lo que ha sido definido como “el primer rugido”. Al año siguiente sorprendió al mundo deportivo obteniendo el segundo lugar en el Mundial. Argentina no era hasta entonces potencia, pero de repente se instalaba entre las élites a pesar de que el deporte era en el país sumamente amateur y arraigado en los clubes, y no en la selección, como ocurre hoy. Todo cambiaría a partir de 1997, con la contratación de Sergio Vigil como entrenador: con él nacerían Las Leonas, en los Juegos Olímpicos de Sidney 2000 (el logo fue diseñado por Inés Arrondo, actual secretaria de Deportes), donde fueron plata; también con Vigil, alcanzaron su primer título en el campeonato mundial de hockey, sus primeras medallas del Champions Trophy y muchos otros logros. El equipo pasó de tener una audiencia algo limitada a ser una sensación nacional… con algunas de las jugadoras que incluso aparecían como modelos en campañas publicitarias.

No es un detalle menor, porque en ese hecho también se revelan algunas de las razones de la sensación que generó la selección: si el mercado aceptó a estas mujeres deportistas exitosas (es decir, si marcas como Visa y Adidas pudieron asociarse a este éxito, venderse a través del hockey) es porque, por un lado, el hockey estaba asociado a ciertas élites (no hace falta explicar que las marcas ligan sus productos a una imagen, un “lifestyle”, que pueda ser deseable para todo consumidor: es decir, un estilo de vida de elite); y por otro (aunque ligado a la cuestión de clase), era una práctica aceptada para las mujeres, una práctica “femenina”. Y de nuevo, se produce el mencionado “double bind” mencionado por Gartón e Hijpos (2018): al participar en un deporte “femenino”, las atletas se ven forzadas a aceptar que pierda valor el deporte y gane valor la imagen. Y no queda otra manera, por otro lado, de cosechar sponsors (privados) y poder vivir una vida mejor que la que permite una beca deportiva (pública), que para el rango que ocupan hoy Las Leonas es de entre 20 mil y 40 mil pesos. Es decir, su profesionalización está atada no tanto a su rendimiento deportivo como a la comercialización de una imagen de belleza hegemónica; es decir, a la posibilidad de compensar los ingresos del apoyo público con los aportes privados, atándose así a la lógica del mercado, un mercado con una inmensa mayoría de espectadores hombres.

“Al ser un deporte considerado como femenino, aunque haya una versión masculina, hay un enfoque significativo en la apariencia física de las jugadoras. Desde la cancha, con el uniforme de juego –pollera corta, medias altas y remera musculosa ajustada al cuerpo, o en los colores de las actuales camisetas alternativas (rosa y violeta)–, hasta las representaciones en las publicidades –hay varias que a la vez trabajan como modelos (Delfina Merino y Luciana Aymar en el pasado, Agustina Albertario y Julieta Jankunas hoy)–, se puede observar una enfatización en lo femenino, en lo bello. En la presentación de la última camiseta de Las Leonas para Londres 2012, Adidas puso el peso en la femineidad de las deportistas, que si bien pueden tener garra y coraje como leonas, siguen siendo mujeres y, por ende, sexies y atractivas. Ese evento se organizó como un “show” de alta moda que comenzó con modelos mostrando ropa de marcas de lujo y culminó con un desfile de las jugadoras, peinadas y maquilladas, “luciendo” su nueva camiseta a lo largo de la pasarela. Aquí, además encontramos la apelación explícita a mujeres de clases medias y

altas en este formato de espectáculo de moda, más allá de la exhibición de los cuerpos –femeninos y bellos, fuertes pero a la vez esbeltos– de Las Leonas, con un enfoque en sus muslos descubiertos, bronceados y musculosos. Por lo tanto, según el mercado, para ser Leona se necesita garra, esfuerzo, solidaridad, estatus social y belleza” (Gartón e Hijós, 2018).

“Campeonas”, documental sobre Las Leonas de 2010

6. Otros cuerpos: conquistando territorios “masculinos”

Esa es la cruz que cargan los deportes “femeninos”. Ahora, ¿qué pasa con los deportes históricamente considerados masculinos, o que producen cuerpos que cargan con estigmas por no adherir al estereotipo hegemónico de belleza femenina? Bueno, si bien la ausencia de medallas en estas actividades durante todo el siglo XX parece mostrar una tendencia provocada por la marginación de las mujeres de estas actividades o, simplemente, la marginación de estas actividades de los espacios de práctica (por falta de demanda, es decir, porque las mujeres no querían practicar deportes que las estigmatizaran… o ni sabían que existían), la seguidilla de éxitos en estas actividades en los últimos años, sumado al reciente auge futbolístico, parecen augurar un cambio de época y mentalidad.

Es decir, la resistencia a los prejuicios no solo es posible, sino que además es posible tener éxito a pesar de las discriminaciones sistemáticas. Lo demostró Georgina Bardach, nadando a un histórico bronce en los 400 combinados en Atenas 2004: tras el retiro, pasó a conformar un área dedicada a la mujer en la Agencia Córdoba Deportes, y llegó a declarar que aunque su espalda le daba vergüenza en su adolescencia, hoy es su parte preferida del cuerpo.

También lo demostró Marcela Acuña, conquistando un terreno mucho más difícil aún: se convirtió en la primera boxeadora profesional del país, a principios de siglo y antes de convertirse en campeona mundial en cuatro instancias. Su historia está llena de contradicciones (se casó con su entrenador, que antes fue su amante cuando ella solo tenía 15 años) pero es sobre todo la historia de una mujer que enfrentó los estigmas de ser boxeadora y mujer, y desafió los preconceptos que señalaban que una mujer no podía pelear de forma profesional, abriendo la puerta a cientos de boxeadoras, entre las cuales se encontraban 28 campeonas mundiales. 

Más silenciosa fue la revolución de Daniela Krukower: ¿qué era el judo femenino antes de ella? La práctica casi no existía en el país, y de hecho ella se formó como judoca en Israel, antes de ser campeona mundial en 2003. Al año siguiente, culminó quinta en Atenas 2004, a un solo combate de asegurarse medalla. Krukower era un marciano deportivo en un país sin gran tradición marcial, y menos en el área femenina, pero, curiosamente, en los siguientes Juegos Olímpicos el judo argentino conseguiría concretar la hazaña que se le había escapado a la judoca porteña: Beijing 2008 marcó el debut olímpico de Paula Pareto, que con 22 años fue bronce. Para entrenar en las condiciones que deseaba, Pareto manejaba desde Buenos Aires hasta La Plata para entrenar con Fernando Yuma en Estudiantes. También estudiaba medicina.

Pareto sería, ocho años más tarde, la primera medalla dorada argentina femenina en un Juego Olímpico: en el camino fue campeona mundial y cinco veces campeona panamericana, y además consiguió imponer la práctica del judo en algunos clubes (el mismo fenómeno que se dio con el taekwondo y Crismanich), posibilitando el ingreso a la práctica extendida de las mujeres. Entre sus sucesoras estaba Ayelén Elizeche, que se llevó el oro por equipos mixtos en los Juegos Olímpicos de la Juventud 2014. El caso Pareto es, a uno le gustaría pensar, el testimonio de que Argentina, al fin, está consiguiendo diversificar su deporte femenino pese a los prejuicios. 

Entrevista de Gonzalo Bonadeo a Paula Pareto

Y los vientos de cambio que soplan finalmente llegaron al fútbol, el último reducto masculino: ¿tiene sentido que el deporte más consumido y practicado de todo el país haya tenido, hasta hace un lustro, una rama femenina marginal, sin jugadoras, con pocos clubes, una práctica absolutamente precaria, invisible y sin posibilidad de profesionalización? Tiene sentido si comprendemos que a diferencia de los deportes “femeninos” como el tenis y el hockey, de otros más cercanos a la “neutralidad” como la natación y el atletismo, e incluso de algunos deportes “masculinos” como el boxeo y el judo, el fútbol es parte de la identidad masculina nacional, es decir, es uno de los definidores de la masculinidad argentina: el ingreso femenino implicó romper que aquello que definía el “ser hombre” ahora era practicado por mujeres, por definición lo opuesto a lo masculino.

Y “la naturalización del fútbol como espacio masculino, y a la vez como el deporte nacional de Argentina, está entre los obstáculos que han complicado y restringido el acceso de las mujeres a este deporte. Como ya mencionamos, los medios masivos de comunicación son en gran parte responsables por el lugar de privilegio otorgado al fútbol masculino, cobertura que hasta la actualidad ha ignorado casi por completo el fútbol jugado por mujeres, aunque se encuentren indicios de que la práctica femenina de este deporte ha existido desde principios del siglo XX”, explican Gartón e Hijós (2018). Porque no es que el fútbol femenino no haya existido hasta este último lustro de revoluciones, sino que, simplemente, le pisaron la cabeza para no permitirle crecer.

Registros de la presencia femenina en el fútbol existen desde 1921. Desde entonces, también, existe la resistencia masculina: en una nota escrita por Andy Ducat, un jugador inglés, titulada “¿Por qué la mujer no debe practicar el football?”, la mujer es demasiado frágil para participar en un deporte tan rudo, y al jugar este deporte de machos, corre el riesgo de ganar musculatura y transformarse en un marimacho, dejando así de ser mujer. Un poema del mismo año condena la participación femenina a través de una descripción de un partido jugado entre dos equipos de mujeres, en el cual la acción de juego se asocia con el lesbianismo y la sexualidad descontrolada: “Los choques trataban a los jugadores en un abrazo lésbico inaceptable”

Parece ridículo, y sin embargo esas ideas se siguen repitiendo, cien años después, para explicar por qué el fútbol femenino no debe ni puede crecer y no debe ser profesional. Y fueron esas ideas las que provocaron el alejamiento de las mujeres de la práctica, al punto de que hasta 1991 no hubo liga. Sí hubo un seleccionado, que consiguió en el segundo  mundial “no oficial” de fútbol femenino (no oficial quiere decir no organizado por FIFA, la organización que nuclea el fútbol masculino) derrotar por goleada a Inglaterra, 4-1. Aquel equipo de 1971 no contaba con director técnico, médico ni ningún otro tipo de personal administrativo durante la competencia, y los organizadores mexicanos del torneo tuvieron que proveer botines para las jugadoras argentinas que solamente tenían zapatillas deportivas comunes, y aún así clasificó cuarto. 

La selección de 1971

La final entre México y Dinamarca (campeón también en 1970) se jugó ante 110 mil espectadores, pero aún así el evento no se repetiría y, en 1988, FIFA comenzaría a comandar la rama femenina, impulsado por el interés que el deporte atraía en los países desarrollados, importante mercado internacional donde el fútbol masculino no había permeado tanto. Así comenzó un proceso de “oficialización” de la disciplina a través de un mandato que obligaría a las asociaciones de cada país afiliado a la FIFA a incorporar el fútbol femenino, pero “aunque pareciera que la organización más poderosa del fútbol mundial fuese responsable por el boom del fútbol femenino a nivel global –según fuentes oficiales de la FIFA, el último mundial femenino en Canadá en 2015 atrajo a más de 1.35 millones de personas, una cifra sólo superada por el mundial masculino–, esta “legitimación”, a la vez, ha intentado ocultar una historia que va más allá de 1991. Como en Argentina, antes de la oficialización del fútbol femenino, en muchos otros países había mujeres que practicaban y competían sin el apoyo ni el reconocimiento de la federación de su nación” (Gartón e Hijós, 2018). El mismo gesto “legitimador”, claro, es el que realiza en estos últimos dos años AFA.

Las primeras seleccionadas argentinas, al igual que muchas de las jugadoras que actualmente participan en el torneo de AFA, se formaron jugando en torneos informales y “de barrio”, no en las escuelas y divisiones inferiores de clubes como sus contrapartes masculinos. “Aquí también hace falta destacar que el término ‘barrio’, en cuanto a los campeonatos, no sólo hace referencia a un espacio físico sino también a un espacio social. En Argentina, ‘ser de barrio’ no significa únicamente ser de una zona residencial particular, sino que más bien implica ‘ser de un barrio humilde’, o dicho de otra forma, ‘ser de barrio’ conlleva un significado ligado a las clases populares. Entonces, la relegación histórica del fútbol femenino en relación con la versión masculina es resultado no sólo de una condición de género, sino también de una condición de clase”, destacan Gartón e Hijós.

Pero contra todos los obstáculos, el fútbol se abre un espacio. De a poco. El primer torneo oficial, en 1991, fue organizado por AFA por obligación de FIFA, y solo había ocho equipos. La creación de una liga profesional llevó 28 años más, y un conflicto: tras un conflicto con la dirigencia de UAI Urquiza, Macarena Sánchez intimó al club luego de ser desvinculada, ya que por la desvinculación no podía jugar en ningún otro club, exigiendo la regularización de su situación laboral. Sánchez, que ya reclamaba por un fútbol femenino profesional, generó tanto ruido que el reclamo llegó al Congreso: la presión forzó a la AFA a profesionalizar el fútbol en 2019. 

Sería un año de lucha en el fútbol femenino: en medio de un rebrote de popularidad de la rama femenina, la Selección había clasificado al Mundial 2019, pero las propias jugadoras decían que AFA las discriminaba. No tenían ropa oficial ni médicos, y tampoco tuvieron la preparación necesaria para llegar al clasificatorio que les daría el boleto a Francia 2019, a pesar de representar a AFA, y la federación no les pagaba los viáticos para ir a entrenar a Ezeiza: siendo un deporte todavía amateur, muchas jugadoras (las que no jugaban afuera) tenían que pagarse el boleto a la salida del trabajo para ir a entrenar.

El Mundial fue un éxito en las tevés argentinas y, tras el furor, comenzó el primer torneo profesional. Desde ese momento, los clubes tienen que firmar ocho contratos: hoy ese dinero sale de AFA. El caso del fútbol es un caso de intervención política sobre la voluntad del mercado, aunque el deporte debe construir estrategias para blindarse de cualquier cambio de timón: hoy en día su destino, a diferencia de lo que ocurriera con el primer tour profesional de tenis, y como ya le ocurrió al básquet femenino, depende de la voluntad de los dirigentes (hombres) de la Asociación del Fútbol Argentino. Y en un fútbol de plena crisis, si desde AFA deciden que la carga deberán (como está planificado) pagarla los clubes, serán muchos los que elijan no jugar en la Primera profesional.

Todo, de todos modos, es progreso para el deporte históricamente postergado: en 2010, el 35% de los varones juega al fútbol, contra el 0,5 de mujeres; hoy ya hay más de un millón de mujeres, el 4% de la población, practicando fútbol de manera formal. Los clubes, mientras tanto, han sumado categorías de Reserva y hasta juveniles, propiciando el ingreso joven al deporte.

Pero, como señala Gartón, la tentación para promover el deporte recae sobre una vieja estrategia, ya utilizada con Las Leonas: “El fútbol femenino en Argentina está en un momento de transición de un deporte casi desconocido a un negocio creciente. Por lo tanto, se están desarrollando estrategias de marketing y de publicidad para transformar esta disciplina en un estilo de ‘alternativa’ al hockey, un deporte que ya no es de ‘negras, machonas y villeras’ sino que se puede jugar ‘sin perder la femineidad’. Estamos viendo la emergencia de un nuevo fútbol femenino de ‘mujeres lindas’, un fútbol ‘híper-feminizado’ en todo sentido, por lo menos eso es lo que quieren vender los medios y las marcas, que se evidencia en las jugadoras ‘élite’ elegidas como referentes” (2018).

El desafío, entonces, es no solo desarrollar un deporte femenino, sino también un deporte feminista, que permita a las mujeres emanciparse de autorepresentaciones de cuerpos que las enferman y explorar sus posibilidades físicas sin estigmas. La misión no es sencilla, en tanto, como hemos explorado, precisa tanto de políticas puntuales como de un cambio estructural que excede al deporte. Una transformación que abarca al siempre conservador mercado, con sus leyes tiranas y su afán de comercializar lo femenino desde la explotación. El peligro en esta conquista de espacios hipermasculinos es, de ese modo, que en el afán por alcanzar la popularidad y visibilidad (que se transforma en sponsors y sueldos más altos), el deporte femenino no se vuelva preso del mercado. Es decir, que no ocurra lo que ocurrió en la primera entrega del Balón de Oro femenino, en 2018, cuando le pidieron a su ganadora, Ada Hegerberg, “una vueltita”.

https://www.youtube.com/watch?v=pHA1CQH-S0c
La entrega del primer Balón de Oro femenino

BIBLIOGRAFÍA

Antúnez, Marta. “Reflexiones acerca de lo que la mujer representa para el deporte y el verdadero significado del deporte para la mujer”. EfDeportes – revista digital, n.42, 2001.

Antúnez, Marta. “Participación de la mujer en la elaboración y concreción de políticas deportivas”. EfDeportes – revista digital, n.26, 2000.

Besnier, Niko; Brownell, Susan; y Carter, Thomas (2018). Antropología del deporte. Siglo XXI, 2018.

De Andrés García, B. y Aznar Minguet, P.. “Función Educativa de la Actividad Física Deportiva: aspectos diferenciales”, Revista de Psicología del Deporte. España, 1996.

Erdociaín, Luis; Solís, Diana y Isa, Ruben. “Deporte y género: hábitos deportivos de los argentinos”, Sportsalut, 2006.

Gartón, Gabriela e Hijós, Nemesia. “La deportista moderna: género, clase y consumo en el fútbol, running y hockey argentinos”, Meridianos, 2018

Miranda, Nora Edith y Antúnez, Marta Susana. “Los estereotipos de género en las prácticas de actividades físicas y deportivas”. Anais do VII Seminario Fazendo Genero, 2006.

Morelli, Liliana. Mujeres deportistas. Planeta, 1990.

Pujol, Ayelén. ¡Qué jugadora! Un siglo de fútbol femenino en la Argentina. Ariel, 2018.

PARA VER

“Licencia Número Uno”, documental sobre la carrera de Marcela Acuña, primera boxeadora profesional argentina: https://www.youtube.com/watch?v=-RBJq5wo3aI

“Campeonas”, documental sobre el equipo de Las Leonas campeón del mundo en 2010: https://www.youtube.com/watch?v=MWy8_W034Pg

“El Grito Sagrado”, serie documental dedicada a deportistas argentinos que hicieron historia. Relevantes para esta clase con los dedicados a: 

Gabriela Sabatini >>>> http://encuentro.gob.ar/programas/serie/8111/1641?temporada=1

Luciana Aymar >>>> http://encuentro.gob.ar/programas/serie/8111/1645?temporada=1

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