Clase 1: Juegos Olímpicos, de su fundación a su explosión

1. Los primeros Juegos Olímpicos

Atenas, 1896: el punto de partida del olimpismo moderno se lee, en las crónicas de la época, como un evento bastante alejado de lo que acostumbramos ver, cada cuatro años (cada dos, para quienes disfrutan de los Juegos de Invierno), en las pantallas de televisión, transmitido a 2.000 millones de espectadores en 160 países. Aquella primera edición fue casi exclusivamente europea, y fue un convite humilde que contó con un puñado de atletas.

Y sin embargo, ya desde 1896 se revelan algunos pilares clave de la arquitectura política y económica de los Juegos: las primeras ediciones, cuando los Juegos todavía tenían que establecer su legitimidad, fueron testigo por ejemplo de luchas por ver quién se llevaba la cuenta de los Juegos. La cuestión económica se verá imbricada profundamente con la política, ya que mientras algunos Estados rechazaron pagar por los Juegos, otros vieron las oportunidades propagandísticas del evento, en el medio de un teatro mundial cargado de tensiones, rebosante de orgullos nacionalistas y siempre listo para la guerra. 

Todo comenzó en 1894: el Barón Pierre de Coubertin llevó su idea para revivir los Juegos a un congreso internacional sobre deporte desarrollado en La Sorbona. El entusiasmo del Barón ganó tracción en aquellos pasillos, y al final del evento ya se había resuelto que los Juegos volverían a nacer, e incluso antes de lo previsto: Coubertin quería que la cita inaugural fuera en 1900, en la París de su Francia, pero los delegados presentes en el congreso empujaron a que los primeros Juegos fueran en Atenas, apenas dos años más tarde. Con los griegos como primeros anfitriones, Demetrios Vikelas se convirtió en el primer presidente del Comité Olímpico Internacional, mientras Coubertin fue su secretario general.

El entusiasmo en Grecia sería grande, con una ceremonia inaugural con más de 50 mil espectadores, pero el evento sería pequeño: nueve deportes (atletismo, ciclismo, esgrima, gimnasia, vela, que fue cancelada, tiro, natación, tenis, pesas y lucha), y apenas 311 atletas (ninguna mujer, como quería Coubertin) de 13 países. Una reunión atlética modesta, con apenas tres países participantes que no eran europeos: Estados Unidos, Australia y Chile (aunque la versión de la participación de Luis Subercaseaux en tres pruebas de atletismo es discutida).

Pero aquella modesta versión del evento ya mostraba algunas de las características, y algunas de las discusiones, de los Juegos del siglo XXI: el primer ministro de Grecia, Charilaos Tricoupis, se negó a aportar dinero al esfuerzo olímpico, incluso a pesar de que el evento contaba con el apoyo total del Rey Jorge. La corona sería crucial para conseguir apoyos privados para la realización de los Juegos, y Coubertin colaboró en la búsqueda, disipando las preocupaciones de los inversores afirmando que el costo del evento era mucho menor al real: 200 mil dracmas, afirmó el Barón que sería el costo; solo el arreglo del estadio costaría tres veces más. La tendencia de presupuestar el costo de los Juegos por debajo de la realidad continuaría hasta Buenos Aires 2018 y Tokio 2021.

Otra estrategia que usó el COI para empujar la inversión fue afirmar que el evento sería beneficioso para todos los empresarios, un boom de turismo y consumo. Los reportes de la era, sin embargo, relatan una realidad distinta: el 26 de julio, en el New York Times, se publicó el artículo “Una audiencia olímpica”, que relata cómo los Juegos “no consiguieron atraer atletas, ni espectadores, extranjeros”, y reveló que debido a la disparada de los precios de hotelería durante la semana de los Juegos (del 6 al 15 de abril) los turistas “se abstuvieron de visitar la ciudad griega, retrasando su viaje a Atenas, deliberadamente, para después de los Juegos”. Fue el inicio del disputado mito en torno de los Juegos: ¿dejan ganancias para la ciudad organizadora?

Pero dentro de Grecia, el evento fue un éxito rotundo, y en el banquete real de cierre, el Rey Jorge proclamó que Atenas sería “el punto de encuentro pacífico de todas las naciones, el asiento permanente de los Juegos Olímpicos”. Permanente: Grecia quería quedarse con los Juegos, y fueron apoyados, por ejemplo, por el equipo olímpico de Estados Unidos, ya una fuerza mayor en el deporte; pero Coubertin tenía su propia capacidad de lobby e insistió en que había sido acordado, en el congreso de 1894, que “los países se turnaran para celebrar los Juegos Olímpicos”. “El Barón informó a los griegos que podían llevar adelante su propio festival atlético, siempre y cuando no usaran la frase ‘Juegos Olímpicos’: el término griego, densamente embebido en la historia griega, aparentemente le pertenecía” (Boycoff, 2016; p. 27).  Hoy el uso de la palabra “olímpico” y sus afines está prohibido para emprendimientos comerciales bajo leyes locales: en Argentina es la ley 24.664.

2. El mito olímpico

Relata la historia oficial que el olimpismo moderno fue concebido por Pierre de Coubertin, a cuya iniciativa se reunió el Congreso Internacional Atlético de París en junio de 1894. El Comité OIímpico Internacional, órgano rector del olimpismo, se constituyó el 23 de junio de 1894. Los primeros Juegos Olímpicos (Juegos de la Olimpiada) de los tiempos modernos se celebraron en Atenas, Grecia, en 1896: el Barón Pierre Fredy de Coubertin, pedagogo francés nacido en 1863, es el héroe de esta historia oficial, el hombre que recuperó el fuego sagrado de los antiguos Juegos Olímpicos e iluminó con esa antorcha el edificio del deporte moderno que él mismo ayudó a edificar.

Las historias que nadan por debajo de la superficie de la historia oficial, sin embargo, complejizan esta leyenda del fundador: a fines del siglo XIX eran varios los eventos multideportivos que, con mayor o menor continuidad, venían pujando por revivir el espíritu de los Juegos de la Antigüedad. Sin embargo, ninguno logró construir el aparato ideológico, el mito universalista que pensó Coubertin, dotando a los Juegos Olímpicos modernos de un aura, una mística que determinó el éxito del evento por sobre sus competidores. La idea era sencilla, pero efectiva: antes que un evento multideportivo, los Juegos Olímpicos serían una filosofía de vida, que recupera los valores civilizatorios de la gloriosa civilización griega; más que deporte, sería el deporte al servicio del desarrollo de la humanidad. 

Así lo dice todavía la Carta Olímpica, su Constitución, que aunque ha variado con el tiempo, sigue dando un lugar de privilegio a los “valores olímpicos”, los “Principios Fundamentales del Olimpismo”: 

“El Olimpismo es una filosofía de vida, que exalta y combina en un conjunto armónico las cualidades del cuerpo, la voluntad y el espíritu. Al asociar el deporte con la cultura y la educación, el Olimpismo se propone crear un estilo de vida basado en la alegría del esfuerzo, el valor educativo del buen ejemplo, la responsabilidad social y el respeto por los principios éticos fundamentales universales. El objetivo del Olimpismo es poner siempre el deporte al servicio del desarrollo armónico del ser humano, con el fin de favorecer el establecimiento de una sociedad pacífica y comprometida con el mantenimiento de la dignidad humana”. 

(Comité Olímpico Internacional, 2015; p. 13)

Aunque han ido mutando, ampliándose, respondiendo a los tiempos históricos y sus demandas, también a discusiones internas (por ejemplo, sobre la participación de atletas profesionales o mujeres), estos valores olímpicos todavía cumplen su función: parecer que son universales, atemporales, un puente directo a la gran civilización griega antigua. Desde aquellos primeros Juegos de 1896, el Olimpismo fue un movimiento que obtenía su legitimidad de su genética, de su pertenencia a una tradición ancestral: se pretendían una fiel recuperación del espíritu olímpico antiguo, no una creación propia de un tiempo y un espacio determinados. Escriben Besnier, Brownell y Carter: 

“El revival de los Juegos Olímpicos, de hecho, fue parte de una tendencia generalizada en los países occidentales desde 1870 hasta 1914, período en el cual se inventó una gran cantidad de nuevas instituciones y prácticas (…) El historiador británico Eric Hobsbawm acuñó la frase ‘invención de la tradición’ para describir este fenómeno. Las ‘tradiciones inventadas’ son prácticas repetitivas que buscan inculcar ciertos valores y normas e intentan establecer una continuidad con el pasado histórico, a menudo tenue (…) En el mundo de los deportes, el revival de los Juegos Olímpicos modernos en 1896 por Pierre de Coubertin es un ejemplo básico de invención deliberada” 

(2018, p. 292)

Separados por casi 2.500 años, las disciplinas deportivas y ceremonias no tienen casi nada en común. Pero eso no importaba demasiado a la hora de dar lustre a su creación. Coubertin inició así la construcción del mito olímpico: los primeros Juegos se celebraron en Atenas, Grecia, para alimentar la leyenda (y sirvieron para que la propia Grecia creara una mitología nacional que construía un puente directo con sus antepasados milenarios y “olvidaba” cuatro siglos de dominación otomana). El mito evolucionaría con el tiempo, incorporando rituales, símbolos y ceremonias. Con el paso de los años, la llegada de la televisión y la comercialización al deporte, el mito se convertiría en una marca en el mercado internacional: revestido de sacralidad, se volvió un botín deseable para todas las marcas, que querían ligar su imagen a ese camino deportivo que conducía a la armonía mundial.

En su proceso de mito a marca, Coubertin y sus sucesores defenderían siempre una idea central para la narrativa del Movimiento Olímpico: la neutralidad política de los Juegos. Los Juegos eran una fuerza para la paz, un espacio donde se disolvían los conflictos, y por ende el COI no debía interferir en los conflictos terrenales. De hecho, desde 1992, el COI rescató esa tradición griega de la ekecheiria, período en el que las guerras se suspendían temporalmente para que los atletas pudieran competir en los Juegos Olímpicos, y que estuvo en la génesis de los Juegos de la Antigüedad. En Barcelona, el COI exhortó a todos los países a observar la tregua olímpica; un año más tarde, la Asamblea General de las Naciones Unidas también apoyó esa idea. 

El mecanismo que permitió llevar sin sobresaltos los Juegos de Berlín a Beijing terminaría siendo clave a medida que el mito olímpico se transformaba en marca: se convirtió en una herramienta indispensable para llevar más allá de toda frontera el sistema deportivo internacional, una apertura del mundo particularmente interesante para los sponsors, socios principales del Movimiento Olímpico, que se adosaron a los Juegos para alcanzar un público global, y que prefieren vender sin ofender ni marginar a ningún mercado, a ningún potencial consumidor. Para los auspiciantes es que el Movimiento Olímpico debe permanecer a la vez rodeado de su aura sagrada y absolutamente neutral, apolítico: un envase vacío, higienizado. 

Como escribe Roland Barthes, el mito es habla despolitizada: el mito griego le sirvió al Movimiento Olímpico para construir su aura mística, tendiendo ese puente con la antigüedad que le permitía señalar que sus valores atraviesan el tiempo, trascienden los momentos, las opiniones, como las doctrinas religiosas. En rigor, claro, estos valores son producto de su tiempo, una construcción: su raíz, antes que en la Antigua Grecia, hay que buscarla en Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XIX, la cuna del deporte moderno. 

Ese deporte, que es nuestro deporte, nació en las escuelas de las élites británicas, como una manera de disciplinar cuerpos masculinos, reglamentando pasatiempos populares bajo los parámetros de la modernidad, bajo las ideas del siglo XIX: actividades que se realizaban de manera informal se organizaron, pasaron a medirse, a controlarse a través de instituciones, a tener sus reglas claras, sus árbitros, su libro de récords. Pero:

“Si Inglaterra fue la cuna del deporte de competición y rendimiento, y Alemania impulsó una gimnástica que giraba en torno a la disciplina normativo-estética, la aportación específica de Francia a la génesis del deporte moderno consistirá en rodearlo de una aureola ideológica que lo convierte en encarnación de los valores democráticos, artífice de la concordia universal y heraldo de la paz entre las naciones” 

(Corriente-Montero, 2011; p. 91)

Ese aporte francés es el del Barón Pierre de Coubertin, padre de los Juegos Olímpicos, uno de tantos movimientos universalistas que nació en aquella segunda mitad del siglo XIX, cuando las potencias imperialistas buscaban expandir por el mundo su influencia. 

“El COI fue uno de los varios cientos de organizaciones internacionales fundadas entre 1860 y 1910, época que también fue testigo del nacimiento de los Boy Scouts, el esperanto, la Cruz Roja, la Unión Postal Universal y la Primera Internacional de los trabajadores. Al igual que el COI, todas estas organizaciones defendían ideales universalistas y se autodenominaban movimientos”. 

(Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 66)

Ese impulso moral, inscrito en la Carta Olímpica (según la cual, como mostramos antes, el Olimpismo es una “filosofía de vida” para “el desarrollo de la humanidad”), convertiría a los Juegos Olímpicos, una de las primeras organizaciones que se abogó jurisdicción sobre múltiples deportes, y una de las primeras organizaciones deportivas internacionales, en la punta de lanza de la globalización del deporte, separando las prácticas deportivas de los territorios nacionales específicos: en el marco del avance del colonialismo territorial y también económico y cultural hacia fines de siglo XIX y principios de siglo XX, las prácticas corporales y las formas particulares de practicar cada deporte en cada región perdieron terreno ante este sistema del deporte internacional, reglamentado y controlado por los diversos organismos nacionales e internacionales que nacieron al calor de ese movimiento. 

Así, los Juegos Olímpicos “desempeñaron un papel relevante en las formas tempranas de globalización”, conformando “un circuito global de eventos a través del cual fluían las personas, las ideas y el capital” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 243). Ese rol lo cumplieron junto a las ferias o exposiciones mundiales, encuentros donde cada país mostraba sus grandes invenciones, a la vez intercambio de conocimiento en nombre de la civilización y despliegue de fuerzas simbólicas en un escenario internacional. No es casualidad que los Juegos de 1900, 1904 y 1908 fueran organizados en el marco de las ferias mundiales: desde ese púlpito internacional de la modernidad se generaron hábitos de consumo globales, se creó un consumidor internacional, introduciendo en el camino a las corporaciones multinacionales a mercados más amplios. 

La construcción de un sistema deportivo internacional condujo a la estandarización del juego: desde entonces, ese modelo deportivo que marginaba a las clases trabajadoras y a las mujeres se convertía en la matriz global de las prácticas corporales. “Desde el inicio, los Juegos Olímpicos abrazaron el modelo de rendimiento ‘más rápido, más alto, más fuerte’ y la deportificación global de la actividad física”, escribe Helen Jefferson Lenskyj (2020, p.10). Otros modelos, no basados en el rendimiento, fueron descartados como modelos deseables, al igual que las expresiones corporales que los encarnaban. De los 33 deportes que fueron parte del programa olímpico en Tokio 2021, solo tres no fueron de origen europeo o norteamericano: judo, karate y taekwondo, concesiones a los países organizadores cuando Asia entró en el gran juego.

Una colonización a través del deporte, y también una colonización del deporte: “Cual si fuera una cortadora de césped, el deporte occidental ha segado la diversidad cultural del deporte mundial en hileras prolijas y nítidas” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 76), dando más que ninguna otra práctica cultural la impresión de formar parte de una monocultura global compartida, una cultura universal que arrastra consigo valores y refuerza “masculinidades y feminidades hegemónicas, no sólo en el deporte olímpico sino a través de todos los niveles de la recreación física en casi todas las culturas occidentales” (Jefferson Lenskyj, 2020; p. 14).

Así, aunque hoy su COI se vanagloria de no discriminar y de haber celebrado Juegos con la misma cantidad de atletas varones y mujeres (se dio por primera vez en los Juegos de la Juventud Buenos Aires 2018), la matriz del deporte moderno es segregadora, dividiendo el deporte de forma binaria y considerando a la masculina su categoría principal desde su fundación. Coubertin, de hecho, se opuso toda la vida a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y a la presencia de estas últimas en la esfera pública. En 1912, después de años de flexibilidad (las mujeres podían participar en algunas pruebas, consideradas compatibles con la “fragilidad” de su cuerpo), el COI, presidido por él, decidió prohibir la participación de las mujeres en los Juegos. Dos años más tarde, algunas federaciones intentaron que las mujeres fueran parte de algunos programas: el Barón llegó a amenazar con renunciar, aunque terminaría cediendo a la presión. 

“El auténtico héroe olímpico es el adulto masculino individual (…) No apruebo la participación de las mujeres en competencias públicas, lo que no quiere decir que deban abstenerse de practicar un gran número de deportes a condición de que no se conviertan a sí mismas en un espectáculo. Su papel en los Juegos Olímpicos debería ser, esencialmente, como en los antiguos torneos, el de coronar a los vencedores”.

(Coubertin, 1966; p. 133).

3. Los Juegos en peligro

Al calor de este aura, la perfecta construcción de Coubertin para dar brillo a su proyecto, los primeros Juegos Olímpicos fueron un éxito. Pero los Juegos de 1900 y 1904 serían un fracaso absoluto, bordeando con la caricatura. Ambas citas, celebradas en París y San Luis (Estados Unidos), fueron realizadas en el marco de los que eran, en el cambio de siglo, los grandes eventos internacionales: las Exposiciones Universales, grandes ferias de innovación que llevaban la marca de la modernidad. La decisión fue práctica: aunque Coubertin, ahora presidente del COI (lo sería hasta 1925), deseaba que el evento tuviera su propio espacio, tuvieron que conformarse con ser un espectáculo secundario dentro de la exposición para poder bajar el costo de la aventura olímpica.

En París, de hecho, nadie, salvo Coubertin, quería que los Juegos, que serían los primeros en incluir mujeres y rozarían los mil atletas, tuvieran lugar: hasta la Unión de Sociedades Atléticas de Francia resistió la realización, y eso que el Barón era el secretario general de la misma. Consiguió finalmente que se llevaran a cabo adosándolos a la Exposición, y a pesar de que los organizadores de la feria no tenían el menor deseo de introducir los Juegos a su programa: los profesores y las grandes mentes que visitarían la Exposición consideraban el deporte una persecución de baja o nula importancia, no adherían a las ideas de desarrollo de la humanidad con que Coubertin embellecía el Movimiento Olímpico.

Esta asociación con la Exposición tuvo un alto costo para los Juegos: aunque se llevaron a cabo, la Exposición llamó a todos los eventos deportivos “competiciones de la Exposición”, y no “Juegos Olímpicos”, y además mezcló los programas atléticos con otro tipo de atracciones y eventos, de tal forma que nadie sabía qué era olímpico y qué no. Varios atletas que participaron en los Juegos y ganaron medallas, murieron sin saberlo.

Los Juegos de San Luis 1904 profundizaron la humillación para el movimiento olímpico de Coubertin, al desarrollarse en una ciudad austera, sin vida, en el marco de una feria y con un polemiquísimo programa adosado, los Días Antropológicos, una competición organizada por seudocientíficos que buscaban mostrar, como un espectáculo de circo, las capacidades atléticas de los pueblos originarios y, de paso, resaltar la supuesta superioridad de los pueblos occidentales sobre aquellas sociedades.

Los Días Antropológicos (a los que, dato curioso, viajaron indios patagones, los segundos argentinos en ser parte de los Juegos luego de la participación de Francisco Camet en 1900) fueron tan racistas y discriminadores que hasta el Barón de Coubertin, con sus ideas conservadoras, los rechazó de pleno. De todos modos, aunque parezca apenas una atroz anécdota en la historia olímpica, era también reflejo de las ideas modernas europeas de superioridad racial que impulsaban proyectos “civilizadores” como los que el propio Coubertin defendía para el deporte. De hecho, la contemplación de las diferencias raciales y nacionales permanecería como un atributo central del deporte olímpico del siglo XX y nuestro siglo XXI

En los Juegos, solo participaron 12 países, y la mayoría de los 651 atletas eran estadounidenses y canadienses. Otra edición pequeña e improvisada.

Las siguientes dos ediciones salvarían a los Juegos: a 12 años de su creación, y tras dos ediciones irrelevantes, el joven y frágil Movimiento Olímpico, lejos de ser la institución aparentemente eterna en la que se ha convertido, y corría grave riesgo de, simplemente, desaparecer, desvanecerse. 

Pero Londres 1908 devolvió rigor al evento, y Estocolmo 1912 cimentó la competición como un evento de relieve global. Fueron los primeros en emanciparse de las ferias mundiales y brillar con luz propia. Y fueron los últimos antes de que la Primera Guerra Mundial cambiara el paisaje del mundo y, como en Londres, el clima caldeado ya se percibía: los irlandeses no querían competir bajo la bandera británica, los finlandeses no querían participar bajo la bandera rusa, las competencias entre las potencias mundiales eran observadas entre abucheos y algunos disturbios, activistas feministas boicotearon las competencias y a menudo se protestaban trampas varias y fallos que se consideraban parciales. Este fervor nacionalista colaboró, se podría argumentar, con el crecimiento de los Juegos Olímpicos, de repente grandes escenarios internacionales donde medirse con los enemigos. La guerra por otros medios. Los grandes ganadores fueron los estadounidenses, que al regresar a su país se presentaron en el ayuntamiento de Nueva York con un león (símbolo del Imperio británico) encadenado, lo cual enfureció a la isla y la llevó a promover un equipo verdaderamente “imperial”, con atletas de Sudáfrica, Australia y Canadá, para hacer frente a “los pieles rojas y salvajes de todas las categorías”, según lanzó un enfurecido Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes.

Charles Maurras, un político adversario de Coubertin y de pensamiento nacionalista, celebraba que el sueño “cosmopolita” de su rival había indudablemente fracasado:

“Tras observar el comportamiento tanto del público como de los deportistas, Maurras concluyó entusiasmado que tales festivales internacionales iban a servir a propósitos diametralmente opuestos a la detestada fraternización entre los pueblos. ‘Ya lo vemos, las patrias todavía no han sido destruidas. Las guerras tampoco han muerto. Ahora los pueblos van a entrar en contacto por medio del deporte, van a insultarse e increparse cara a cara. La eterna ilusión que los ha reunido no hará sino facilitar los incidentes internacionales” 

(Corriente-Montero, 2011; p. 157)

4. Los Juegos y las Guerras

Con el cambio de siglo, la celebración de competiciones deportivas entre distintas naciones, a la que acudía un público cada vez más numeroso y fervoroso, quedó indisolublemente ligada al empleo de símbolos y ritos de identificación patriótica. La tendencia se confirmaría cuando los Juegos regresaron, tras la Gran Guerra, en 1920: la batalla solo exacerbó los nacionalismos deportivos y el estadio se convirtió en uno de los espacios predilectos del revanchismo. Los Juegos de 1920 podrían haberse celebrado en Budapest, que antes de la Guerra era la favorita para quedarse con la sede, pero en 1919, cuando el COI se reunió en Lausana a debatir la sede de 1920, Budapest estaba en el bando perdedor de la Primera Guerra: la sede se mudó entonces a Amberes. Y las repercusiones para los perdedores continuaron: los comités organizadores de los Juegos de 1920 y 1924 (que volvieron a París) decidieron no invitar a los Juegos a Alemania, una decisión exigida por varios comités olímpicos, encabezados, claro, por Gran Bretaña. Una sanción simbólica que se unía a las económicas, y que a la vez reflejaba la importancia ganada por los Juegos como escenario de encuentro entre naciones y evidenciaba al deporte como herramienta para hacer la guerra por otros medios.

La exclusión atentaba contra los principios fundacionales del COI de neutralidad política, y también en su afán de ser un teatro de paz que disolviera las diferencias, pero las heridas todavía estaban abiertas y la fuerza de los ganadores de la Guerra impulsó a Coubertin a realizar una ingeniosa treta para excluir de forma legal al bando perdedor: según la fórmula empleada desde 1896 el Comité Organizador de cada olimpíada envía las invitaciones; esta distribución era, argüía el COI, de su total incumbencia, sin que el principio de la universalidad sufra menoscabo por ello. Eso permitió excluir a la mayoría de los países que se habían constituido, reformulado o destruido durante la Guerra, incluyendo a Alemania, Austria, Bulgaria, Hungría, Turquía, Rumania, Polonia y la Rusia revolucionaria, que de todos modos no tenía (todavía) intención de participar en este festival burgués.

Pero para 1924 el Comité Olímpico terminaría votando una versión distinta de la idea de Coubertin: el Comité Organizador podía no invitar a los países que no tuvieran representación en el COI. Volvieron, en París, casi todos los países del bando perdedor, excepto Alemania, que recién regresaría en Amsterdam 1928: fueron años donde cada triunfo se encontró recargado de simbolismo, tanto para los ganadores como para los perdedores. 

En aquellos Juegos de 1928, los únicos deportes que incluían participación femenina eran el tenis, el golf, la arquería, el patinaje, la natación y la esgrima. El ingreso de las mujeres en los Juegos Olímpicos se dio en 1900, donde apenas 12 atletas sobre un total de 1.066 fueron parte de las pruebas de exhibición de tenis y golf. Coubertin, entonces presidente del COI, no quería que las mujeres ingresaran en el programa olímpico, motivo por el cual hasta 1920 las medallas femeninas no valían lo mismo que las masculinas, y razón por la cual los deportes fueron agregando ramas femeninas con cuentagotas. 

Pero en 1928 la presión de las mujeres comenzaba a dar resultado, encabezadas por la revolución de Alice Milliat. Practicante de varios deportes, como los gentlemen de la época, la atleta francesa se convirtió en presidenta en 1919 de Federación Francesa de Clubes Femeninos (recordemos que la mayoría de los clubes no permitía el ingreso de las mujeres, y aunque eso fue cambiando, aún hoy hay clubes que segregan) y “desde su puesto de gestora del deporte trató sin éxito de incluir el atletismo femenino en el programa olímpico. El fuerte rechazo encontrado entre los dirigentes olímpicos basándose en supuestas limitaciones científicas de la mujer, especialmente en el atletismo, propició la celebración del Primer Meeting Atlético Femenino en Montecarlo” (Piedra de la Cuadra, 2016; p. 24). 

Un año más tarde, inició una revolución: nucleadas en la Federación Deportiva Femenina Internacional, Milliat y compañía organizaron en París los primeros Juegos Olímpicos de la Mujer, aunque tuvieron que cambiar el nombre a Juegos Mundiales de la Mujer porque el COI era dueño de la marca olímpica. Fueron un éxito mediático y de público, al igual que la segunda edición en 1926, en Göteborg: las mujeres ponían así contra las cuerdas al movimiento olímpico, que decidió entonces en 1928 incluir algunas de las modalidades atléticas para las mujeres.

Pero el prejuicio persistiría: 

“En los Juegos Olímpicos de 1928, celebrados en Ámsterdam, el relato (falseado) de los medios de comunicación sobre unas desfallecidas atletas tiradas en el suelo después de la carrera de 800 metros, causó tal desagrado entre los médicos y críticos deportivos que el acontecimiento fue considerado peligroso para la salud femenina. ‘Esta distancia requiere demasiado esfuerzo a las mujeres’, rezaba un artículo del New York Times. Después de aquellos Juegos, todas las pruebas femeninas de más de 200 metros fueron excluidas sumariamente del olimpismo durante los siguientes 32 años. No fue hasta los Juegos Olímpicos de 2008, cuando por fin las mujeres consiguieron tener las mismas pruebas de atletismo que los hombres”

(Epstein, 2014; 77)

A pesar de las resistencias, el deporte femenino avanzaba y presionaba: en 1920 habían participado solo 20 atletas de los Juegos Olímpicos, pero para 1936 el número había trepado a 331. Para Milliat no era suficiente, motivo por el cual organizó una tercera edición de los Juegos Mundiales de la Mujer, en Praga, y una cuarta, en Londres. Estaban en lo cierto: aquello era apenas el comienzo de una larga lucha por acceder a una igualdad de posibilidades en el programa olímpico que recién consiguió su objetivo en 2018.

Los Juegos viajaron luego a Los Ángeles, en 1932, donde tuvo lugar otra de las máximas paradojas de la historia olímpica: desarrollados durante la Gran Depresión, la profunda crisis económica que atravesaba el país y el mundo tras la caída de la Bolsa en 1929, muchas naciones no viajaron (el número se recortó de 46 a 37 países, y de casi 3 mil atletas a 1.332). Pero la fiesta debía continuar, un lema que el olimpismo repetiría a través de atentados, crisis económicas y guerras en su historia. Hubo numerosas protestas en la previa para denunciar el financiamiento que el Estado aportaba a la organización, y como se volvería costumbre, el Comité minimizó los gastos oficiales y preparó unos Juegos austeros, sin grandes edificaciones, que no consiguieron atenuar las protestas. Pero estas tampoco, finalmente, afectaron los Juegos.

5. Berlín 1936

Los Juegos de 1932 en Los Ángeles, austeros, aportaron el primer vistazo al potencial de espectáculo del evento. Pero del otro lado del océano, el deporte comenzaba a revelarse no solo como una potente herramienta de lucro, sino, al calor de los nacionalismos de la época, como una vía para el reclutamiento y el fortalecimiento de las convicciones políticas y el orgullo patriótico de la ciudadanía.

Así, Berlín 1936 sería el punto en el que se reunieron todas estas tendencias que burbujeaban bajo la superficie desde la fundación del Olimpismo moderno: el deporte como un campo de batalla simbólico entre naciones, también como un campo de lucha para las luchas de género, y también como un espectáculo masivo apto para capitalización, económica y política, todo confluyó en la capital alemana.

Los Juegos Olímpicos de 1936 se desarrollaron en Berlín en pleno auge del nazismo: fueron Juegos marcados por la discriminación y el enfrentamiento deportivo como alegoría política, y también fueron los primeros Juegos verdaderamente fastuosos de la historia, con un estadio para cien mil personas construido para la ocasión, una venta de entradas que cosechó 7.5 millones de Reichsmark, un costo oficial para Berlín de 16.5 millones de Reichsmark y un costo estimado, real, de más de 30 millones para el Estado alemán.

La misión de semejante inversión era clara: mostrar la gloria de la raza aria y del modelo alemán. Cuando en enero de 1933 Hitler llegó al poder, los Juegos ya estaban en marcha. Hitler los había resistido, debido a sus iniciativas internacionalistas, liberales y pacifistas, pero el ministro de Instrucción Pública y Propaganda, Joseph Goebbels, convencería al mandatario de que los Juegos eran una oportunidad excepcional para interpretar el papel de anfitrión internacional y ganarse así a la opinión pública mundial. Hitler, poco afín a los deportes, estuvo casi todos los días en el flamante Estadio Olímpico de Berlín para observar las acciones.

Convencido por Goebbels, Hitler prometió dar autonomía al Comité Olímpico Alemán, pero la cosa comenzó mal: apenas un mes más tarde, echó a Theodor Lewald, cabeza del Comité Olímpico Alemán, por tener una abuela judía. El COI fue consistente con el que sería su accionar futuro: se volvía evidente que, lejos de la neutralidad que enarbolaba la Carta Olímpica, los Juegos eran en Alemania una cuestión de Estado, y el Comité Olímpico Internacional miró simplemente hacia otro lado.

Pero las noticias desde Alemania hacían ruido, y el Comité Olímpico Estadounidense, empujado por ciertas agrupaciones de peso, comenzó a amenazar con “rechazar la invitación” para tomar parte de las Olimpíadas de Berlín, “hasta que los obstáculos a la participación de deportistas judíos desapareciese no solo de derecho, sino también de hecho”. La carta fue suavizada por el presidente del comité estadounidense, Avery Brundage, que veinte años más tarde sería presidente del COI y que tenía cierta afinidad por las ideas nazis: empujado por quienes proponían boicotear los Juegos, Brundage viajó finalmente a Alemania a investigar las acusaciones. Se entrevistaría con atletas judíos (siempre en presencia de oficiales nazis) y concluiría que todo era normal. Mientras tanto, la persecución antisemita recrudecía, al punto de que en 1935 se promulgaron las Leyes de Nuremberg, que prohibían la competición entre arios y judíos, entre cuestiones más graves, como privar de la ciudadanía alemana a estos últimos.

Brundage, sin embargo, insistió: su sesgo estaba claro (en varias de sus misivas privadas habla de conspiraciones de judíos que controlan la prensa) pero aprovechó la máxima olímpica de que deporte  y política no se debían mezclar para utilizarla como tesis central de su folleto “Fair Play for American Athletes” (1935). No convenció a nadie, y el boicot parecía cada vez más cercano. En ese marco, el entonces presidente del COI, el conde Henri de Baillet-Latour, exigió a Hitler decretar una suspensión temporal de la propaganda antisemita durante los Juegos. Hitler cedió, e incluso accedió a incluir una atleta judía en el equipo (Helene Mayer sorprendería al ganar la plata y, desde el podio, saludar con el brazo en alto). Y Goebbels aceptó reducir las menciones raciales en sus diarios. Escribe Jefferson Lenskyj que Brundage pactó con el mismísimo Hitler, como una forma de aplacar a los boicoteadores de Estados Unidos, “la remoción de carteles anti-judíos de las calles, la censura de contenidos mediáticos racistas y la suspensión de las leyes anti-homosexuales por la duración de los Juegos” (2020; p. 39). Pero a pesar de las mínimas concesiones, la esvástica volaría durante todo el evento al lado de la bandera olímpica, o más alto incluso. Apenas terminaron los Juegos, claro, se reanudó la persecución a los judíos.

El COI permitió así a Alemania mostrar al mundo el rostro feliz y exitoso que deseaba, en un evento que recuerda inexorablemente a los argentinos a aquel “somos derechos y humanos” del Mundial 78. Como entonces, el mundo pareció suspender durante dos semanas el pensamiento crítico, y publicaciones de todo el planeta se dejaron sorprender por las faraónicas construcciones de unos Juegos que, además, fueron los primeros en transmitirse en vivo por televisión. Berlín 1936 también inauguró la tradición del recorrido de la antorcha olímpica, desde Atenas a Alemania, un ritual que simbólicamente imaginó el Reich para mostrar a Alemania como la heredera de la gran civilización occidental. El recorrido final lo realizaron solo muchachos arios de ojos azules.

El fastuoso aparato propagandístico se completó con la película de los Juegos: la cineasta Leni Riefenstahl, realizadora del filme nazi “El triunfo de la voluntad”, tuvo acceso exclusivo para rodar “Olympia”, no solo la primera película sobre los Juegos sino, además, una cinta de vanguardia, de innovadoras tomas y planos bellísimos para retratar la armonía deportiva. Como todos en aquel verano del 36, la cineasta puso su foco en un tal Jesse Owens, la gran estrella de los Juegos: la leyenda cuenta que Hitler se negó a darle la mano tras ganar una de sus cuatro medallas doradas por ser negro, pero el propio Owens siempre negó la versión, y llegó a afirmar que fue mucho más “digno” que el presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que no le envió ni un saludo telefónico tras su gesta. Owens pondría en escena las tensiones y diferencias raciales en Estados Unidos en los años subsecuentes. 

Berlín no solo fue el Juego Olímpico nazi: considerado el primer megaevento de la historia, marcó un camino, y fue la primera cita olímpica en parecerse, en su parafernalia estructural y ritual retransmitida de forma global a través de la televisión, al anabolizado carácter que adquirirían los Juegos Olímpicos a medida que fueron revelándose como un campo de batalla simbólico gracias a cobrar relevancia cultural mundial, a transformarse una vidriera global.

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