María Florencia Actis/
El alcance progresivo de ciertas normativas que bregan por la ampliación de derechos, sigue siendo objeto de discusión. Un ejemplo cercano fue la sanción de la ley de matrimonio igualitario y la polémica que suscitó en torno a si equipara a lxs ciudadanxs en materia de derechos o si promueve la institución del matrimonio, enraizada en cuestionables valores morales, prácticas y roles de género. Lo cierto es que las leyes motorizan debates en el orden de la cultura, de la micropolítica, y en el seno de estos cuestionamientos se van repensando estructuras sociales y reconfigurando en lo subjetivo, lo simbólico y por ende, en lo fáctico.
La legalización del voto femenino, no significó la consolidación de la mujer como sujetx político en igualdad con el varón, que desde la antigua polis, se constituyó como tal en la arena de lo público, pero sí desestabilizó añejos imaginarios sobre la distribución de poder. Más allá de su implicancia pragmática -la extensión del concepto de democracia representativa a través de la inclusión de las mujeres en instancias eleccionarias-, inició un proceso de transformación respecto de los sentidos sociales modernos, que se traduciría o a lo largo de la historia en un proceso de restitución de derechos.
El 23 de septiembre de 1947, el entonces presidente Juan Domingo Perón firmó el decreto que dio origen a la ley 13.030, del voto femenino. No obstante, las mujeres – se estima alrededor de 3.500.000-, participaron en las urnas cuatro años después, cuando Perón revalidó su cargo de presidente en las elecciones del 11 de noviembre de 1951.
Si bien esta conquista fue vehiculizada y obtuvo valor institucional en Argentina en mitad del siglo XX, desde el 1900 la reivindicación venía siendo impulsada por diversos centros y ligas feministas de variadas tendencias; el movimiento de mujeres de la época era amplío y comprendía tanto sectores del clasismo, como de la burguesía –cuyas proclamas eran de índole político-civiles, pero no de carácter económico. La presencia y perseverancia en la escena pública de las militantes sufragistas constituye un antecedente fundamental en la reconstrucción de las condiciones históricas que posibilitaron la aprobación de esta ley.
La figura de Eva Duarte fue inflexiva para el umbral de nuevas formas de incidencia política por parte de las mujeres, y más allá de las patentes diferencias partidarias con las feministas no peronistas, su intervención activa en el plano político, catapultó la imagen, la significancia y el potencial de la mujer como sujetx de la historia. A pesar de la situación de dependencia patriarcal que supone ser reconocida como primera dama –el equivalente para una presidenta mujer ni siquiera existe- , Eva logró refundar la noción de mujer, articulando para la época significados complejos, y hasta contrapuestos, de femenidad. Por un lado, asumió determinadas áreas del estado y no otras, relativas a la asistencia de niñxs, ancianxs y enfermxs, perpetuando el ejercicio de la labor “femenina” hegemónica de protección, amor y cuidado; y por el otro, su accionar se se inscribió en el espacio de lo público, politizando el contenido de esas tareas no como ofrendas, sino como un deber del Estado hacia el cumplimiento de los derechos humanos.
La política como terreno habitado y codificado por varones, donde revalidarlos acuerdos de la fratría, donde ratificar la propia virilidad ante pares; concibió y abordó a lxs otrxs –niñxs, mujeres, ancianxs-, como seres carentes de competencias para desenvolverse en política, dependientes, castradxs, destinadxs al tutelaje, víctimas. La aprobación del voto, además de empoderar a un sujetx postergadx como “la mujer”, generó necesariamente una reformulación en las reglas tácitas, principios de ordenamiento y relaciones de producción del capital que le eran propios al campo de la política en aquel contexto.
El voto representó entonces una significativa conquista de las mujeres en el largo camino de trinchera y discriminaciones que supo forjar la lucha feminista; además de ser un ejemplo a seguir por otros países de la región. Pero su consagración no fue un punto de llegada, sino una motivación hacia nuevos retos políticos, económicos, culturales y sexuales; hacia la visibilización de otras formas de opresión y exclusión menos evidentes.
*Laboratorio de Comunicación y Género de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP.