María Florencia Actis/
Ayer se dio a conocer el caso de una nueva víctima fatal de la violencia de género. Chiara Páez fue asesinada a golpes; era santafesina, había cumplido recientemente 14 años y estaba embarazada. Lo último que se supo de ella, fue que visitó a su novio, Manuel, tres años mayor. Luego de una intensa búsqueda, la encontraron enterrada en un pozo de 80 centímetros de profundidad en el fondo de la casa del joven. Él se entregó; mientras tanto la Justicia detuvo a su mamá, sus abuelos y al padrastro para “evitar que borren rastros”.
Casi paralelamente, en el transcurso de la semana pasada, dos historias de violencia por razones de género irrumpieron en el print time de la televisión por aire: la cantante Laura Miller y la periodista del espectáculo, Alejandra Rubino, denunciaron públicamente la situación de acoso, persecución, amedrentamiento, amenazas sistemáticas y golpizas esporádicas que sufrieron/sufren por parte de sus ex “parejas” y el estado de alerta y miedo permanente con el deben convivir.
Historias que ratifican la peligrosidad detrás del mito del amor romántico, y su efectividad como dispositivo de disciplinamiento de la sexualidad, transversal a las clases sociales.
Si bien la figura de femicidio debería contemplar, no sólo los asesinatos de mujeres producidos en el seno de relaciones o ex relaciones de pareja, entre escenas de domesticidad, sino también tantos otros que ocurren en espacios públicos, la realidad es que el discurso moderno del amor, constituye el responsable fundacional de una violencia potente a la hora de producir formas tolerables de control, fragilizadora de lazos sociales, depredadora de existenciarios. La institución del “amor”, bajo la retórica del cuidado y la exclusividad sentimental como símbolos sexo-afectivos necesarios para el desarrollo de una pareja, habilita un tipo de vínculo donde el sentido de posesión sobre la existencia del otro/a y la expropiación de su condición deseante se vuelve premisa excluyente.
Arribar entonces al problema del femicidio en nuestro país, significa arribar, nada más y nada menos que a la punta del iceberg de un sistema ancestral, patriarcal y heterocompulsivo. El relato de los medios hace lo suyo para perpetuar las relaciones y roles de género que son el sostén ideológico de los femicidios. El lenguaje novelesco, el abordaje de casos por separado, la inscripción en policiales, las imágenes de rostros desfigurados o cuerpos embolsados, la frecuente prioridad a las fuentes cercanas al femicida o golpeador, la falta de seguimiento de las causas judiciales, la inclusión de detalles morbosos en el relato de la escena del crimen dan cuenta de un vaciamiento político del concepto de femicidio, y una utilización del término, sin perspectiva de género.
Si se mira, por ejemplo, la cobertura del caso de Victoria Montenegro, la joven que fue brutalmente golpeada por su ex novio en el estacionamiento de una fiesta electrónica en Mar del Plata, se encuentran titulaciones tales como “Le dio una paliza a su ex novia por cómo bailaba en una fiesta” (http://www.clarin.com/sociedad/pego-bailaba-denuncio-Facebook_0_1284471731.html), o “Un ex novio le desfiguró la cara por celos en una fiesta en Mar del Plata” (http://www.lacapital.com.ar/informacion-gral/Un-ex-novio-le-desfiguro-la-cara-por-celos-en-una-fiesta-en-Mar-del-Plata-20150114-0023.html), donde claramente se omiten las causas radicales del problema. Se hace alusión al estado psíquico de un varón, (por tanto inherente a él), propenso a la violencia, y no de una conflictividad socio-simbólico y cultural más amplia. ¿Por qué son digeribles los celos en el marco de la pareja?, ¿cuál es el bastión que los sostiene? Los medios dan cuenta de su alcance pero no de su origen.
Revocado el término jurídico, crimen pasional, la privatización y coartamiento de los casos continúa, tiñe el corpus de la nota la imagen de ‘anómalos sociales’, sin expresión de estructura simbólica profunda que organiza actos y fantasías. Muy por el contrario, como plantea la antropóloga Rita Segato, “agresor y colectividad comparten un imaginario de género, hablan un lenguaje común”. Es por ello, que en los femicidios, en las golpizas mortales, en las violaciones hay un mensaje moral-moralizador (“la dominación es moral, además de física. La soberanía no pasa sólo por el poder de muerte”). Aparece una clara voluntad de aniquilamiento moral, sobre la voluntad del otrx. La víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo, no sólo o no exclusivamente en términos físicos. Se trata de un control irrestricto que se vuelve posible a través de la anulación de la capacidad de agenciamiento del o la otrx, como índice de alteridad (“Una suerte de canibalismo”)
Más allá de que los avances normativos movilicen sentidos comunes en torno a nuevos significados posibles de amor, de respeto, que notoriamente van disputando y ganando terreno en los discursos públicos, resignificando “lo privado”, y por ende, “lo público”; los dispositivos educativos en el amor romántico siguen presentes, estructurados y estructurantes de nuestros cotidianos. Los medios son una plataforma educativa donde proliferan a diario estos dispositivos. Y si bien están permeados por las nuevas coyunturas, y por las reconfiguraciones que éstas comportan, los medios no cesan en reproducir un discurso oligofrénico que muestra a la vez imágenes que reducen la condición de mujer a la de buena madre y esposa, y la muestran como bien de intercambio entre varones. Por el otro, la imagen icónica del supuesto compromiso social contra la violencia expresada en la coberturas de casos de femicidio.
Cuando nos indignamos ante semejante despliegue y ostentación de violencia masculina, ante la aparición pública de un nuevo número que acrecienta las estadísticas anuales de femicidio, de una nueva mujer, adolescente o niña violentada, ultrajada, desaparecida, asesinada, es necesario en principio, refrescar el dicho superlativo del feminismo, “lo personal es político”, el escenario doméstico y las elecciones en el plano de la sexualidad tienen una dimensión política constitutiva. Y como periodistas y comunicadorxs comprometidxs, debemos tomar conciencia que el lenguaje no es transparente, sino que construye su referente, y por ello, la enorme responsabilidad de nuestro trabajo. Por ello la importancia de reivindicar ante cada nueva situación que afecte a sujetxs y colectivos vulnerabilizadxs dentro de una estructura de poder clasista- racializada-sexualizada-generizada, la comunicación como una herramienta política al servicio de la transformación social y no de la revictimización.