La narrativa de Esther Cross

Por Marina Arias

Ecléctica, valiente y agudamente divertida, la narrativa de la argentina Esther Cross (Buenos aires, 1960) abarca cinco novelas (Crónica de alados y aprendices, La inundación, El banquete de la araña, Radiana y La señorita porcel), dos libros de relatos (La divina proporción y Tres hermanos) y esa rara avis titulada La mujer que escribió Frankenstein, un texto que juega entre la biografía, la novela gótica, un tratado de medicina, y termina brindándonos una foto y una certera explicación del surgimiento del movimiento romántico.

La hipótesis central de este ensayo surge de una reflexión que, inquirida por la eterna cuestión de la relación entre la ficción y la “verdad”, la propia escritora soltó en una entrevista gráfica. Allí Cross conjeturó que las “personas mayores” dicen —y escriben, agregamos— la “verdad” (biográfica y familiar) porque pierden el miedo. Lo que arriesgaremos en estas líneas es que algo de eso puede ser lo que determina la parábola que dibuja la prosa de Cross desde una primera novela ajena a cualquier posibilidad de filiación personal (Crónica de alados y aprendices, 1992) hasta el último libro de relatos, Tres hermanos (2016), un texto signado por rastros autobiográficos y experiencia de vida.

Ambientada a fines del siglo XV en Florencia, Crónica de alados y aprendices parece ser el resultado de una profunda investigación sobre la cotidianeidad y los conflictos de época que juega con el cruce entre protagonistas “reales” (Leonardo Da Vinci) e inventados (Simone de Parma). Laprosa es compleja y barroca. Abundan los adjetivos y las descripciones, quizás porque la novela precisa sumergir al lector en un mundo que nos ha quedado lejos y sobre el cual desde el siglo XX más de un autor ha construido novelas que no son más que clichés y anacronías sociales. No es el caso de Crónicas de alados y aprendices, un texto sólido en el que se transparenta un trabajo de investigación extenso y minucioso que seguramente apeló a fuentes originales y diversas:

“Al día siguiente, Saltarelli, Leonardo da Vinci y otros jóvenes fueron detenidos en razzia. Tras un cruel y despiadado interrogatorio salieron a la calle, entre avergonzados y tristes. Las graves miradas de toda la ciudad se posaron sobre ellos. Instado por su padre, víctima del improperio, Leonardo da Vinci abandonaría Florencia tiempo después”. (CROSS, 1992: 40)

Pero la novela no se queda en mera fiel reconstrucción de época. Abundan en ella repliegues metaescriturales en los que puede adivinarse la influencia de la obra de Borges que la propia autora señalaba en aquella época:

“La mujer calva que llevaba dos sangrantes rubíes en el pecho atravesaba las callejas. Nadie la vio, y entonces la historia de la calva mujer con una lira de plata quedó ignorada. En todo caso, de haberla visto un vagabundo andrajoso, hubiera pensado que se trataba de una aparición”. (CROSS, 1992: 26)

En esa mujer calva mencionada en la cita anterior, en su calvicie, pero sobre todo en la tragedia de la pérdida de esa cabellera, se atisba el nacimiento de un motivo que atraviesa toda la narrativa posterior de Cross: fetiches de carne y hueso (dedos, corazón, orejas, y otros elementos que señalaremos más adelante).

La segunda hipótesis de este ensayo es que en esos fetiches Cross condensa las problemáticas de la relación entre el arte y la vida.

            Hay en Crónica de alados y aprendices, además, la presencia de un erotismo carnal que en los libros posteriores (como El banquete de la araña o Radiana) parece ser abandonado en pos de una tensión pasional más interrogativa. En esta primera novela, por el contrario, la sexualidad es certera y ancestral:

“Ella observó el músculo con superlativa piedad y cariño. Después lo hipnotizó, meneó la cabeza y, apenas rozándolo con su lengua colorada, despertó la cobra somnolienta, la irguió y alzó como a un mástil en medio de la quietud del mar. Lo cabalgó y poseyó con bendición de mujer, lo ungió con el agua secreta y agridulce del verdadero amor”. (CROSS, 1992: 278)

Con La inundación (1993) aparece en la narrativa de Cross la tensión que funda y recorre la literatura argentina desde el Facundo hasta nuestros días: si Crónica de alados y aprendices está signada por el deseo renacentista de volar y lo que ello simboliza (“Pero sólo me importa, desde entonces, vivir para volar. La experiencia fue óptima, porque ése es el mejor recuerdo de que pueda tener memoria. También fue mala: nada de todo lo que ahora pueda complacerme tiene sentido para mí. Verás, todo es menos que volar”, pág. 45), La inundación bordea la tensión entre la “civilización” y la “barbarie” y, con una prosa ya más simple y despojada que la de la primera novela, trama un texto que por momentos parece aspirar a cierta universalización trascendental del conflicto latinoamericano:

“Desde San Luis, la vertiente bajaba en su camino a Córdoba. La historia es casi idéntica, como la de la patria en todas sus latitudes. El agua ahondaba en montes, en sierras erosionadas que crecen por la noche, bajo la intensa luz de las estrellas. El río tiene el color del otoño y la madera. Algunas vetas rojas no son no hay que engañarse sutilezas de la óptica solar en el líquido y la piedra. Son delgados hilos de sangre, ínfimos torrentes que manan de la herida de los cuerpos hermanados en la muerte, de los cuerpos ya invisibles que, como en tantas partes del mundo, edifican la base del inmenso cementerio que se llama historia”. (CROSS, 1993: 107)

            También La inundación ofrece un fetiche, que no es de carne y hueso pero es antropomórfico, y aparece a lo largo de todo el texto: una manito china de marfil, propiedad de Lucrecia Ramona Etchegoyen Vidal de Pereyra, esposa del patriarca de la novela. Porque La inundación viene a hablar de la Pampa pero también del patriarcado y de la rebeldía femenina. Así, la joven Agar Cruz se fuga para unirse con el indio Nahuel-Pan:

“Rodaron, se entrepernaron, mientras musitaban las palabras que nadie se atrevió a decir, aquellas palabras que se niegan a la boca del filólogo y las nóminas del diccionario, las palabras que quedaron pendientes en la memoria del hombre expulsado del paraíso (porque ése fue uno de los tantos castigos: perder las palabras primeras, con las que el hombre se comunicaba con él, con los otros, con los animales y con la divinidad; porque todas las lenguas no son más que un esfuerzo para recobrarlas” (CROSS, 1993: 160).

            En el párrafo citado se lee además un giro de aquella retórica de la carne y el instinto sexual presente en la primera novela hacia una construcción erótica más existencial. Ese giro se hará aún más sensible y elíptico en la siguiente novela de Cross, El banquete de la araña:

“Voy a mi cuarto. Mis padres se entretienen y se tienen en la habitación contigua. Memorizo el brevísimo mensaje de Max, el teléfono que no me atreveré a marcar por mucho tiempo”. (CROSS, 1999: 76)

“Me distraje, me olvidé de la pregunta, me liberé de la opresión que los dedos de Adele habían instalado en mi garganta. Me incliné a compartir con Max Rivak un momento inolvidable”. (CROSS, 1999: 82)

Parecería que el tema de El banquete de la araña no es el amor. A menos que se entienda a la creación artística y sus aristas como parte de él. Y es exactamente así como lo trama el texto:

“Desde esa perspectiva, la Gioconda es perfecta en lo que tiene de incumplida, de inmadura, de imperfecta. Es como esa mujer que en vano buscan los hombres, esa mujer que jamás desnudarán íntegramente porque ella misma descree de la integridad del mundo. Es una obra perfecta en el detalle. En lo que falta, no en lo previsible. En el diminuto banquete de la araña del detalle, que teje su estrategia minuciosa y puntual en la cabeza de los genios”. (CROSS, 1999: 49)

Esta tercera novela de Cross trama una narradora que ya no sólo ha buscado información valiosa en archivos y bibliotecas, sino que ha viajado y viene a enriquecer el mundo del lector con aquello que parecería sólo se puede conocer personalmente:

“La primera mañana en Copenhagem, uno puede entonces, salir del hotel, camiar por la Stroget, entrar en la Marmorkirken, ir al muelle a mirar a los marineros que estiban bajo las gaviotas, seguir camino, tomar aire a costas de ese mar que apenas huele a salitre y llegar, como siempre, a la orilla de la Sirena”. (CROSS 1999: 87)

            Pero también aparece en este libro aquel topos de narrador que Walter Benjamin definió como “campesino”, que no es otra cosa que un “sabio” que escarba en un territorio literario para buscar preguntas fundantes de lo humano:

“A medida que progresa la medicina y la enfermedad demuestra que su maligno proceder no carece de ingenio; a medida que avanza la psiquiatría y la locura encuentra formas novedosas, a veces en boca de los mismos terapeutas; a medida, en fin, que cada victoria revela su contrapartida; las familias trabajan en lo suyo, en la concertación de sus manías y el cumplimiento de las predicciones de sus jefes. Trabajan en un silencio más temible que el de los chinos para Napoleón, en el silencio de la araña que cada día inventa y repite su estrategia”. (CROSS 1999: 36)

“Los padres quieren que sus hijos se les parezcan para poseerlos. Una dosis apropiada de semejanza les permite leer en ellos como a través del agua, transparente y clara. Si ese parecido es exagerado, las aguas claras y límpidas podrían convertirse en las aguas quietas y peligrosas de un espejo”. (CROSS 1999: 79)

El fetiche insinuado en la calvicie de Crónicas de alados y aprendices o en la manito china de marfil de La inundación, En El banquete de la araña se manifiesta abiertamente en una oreja: una de tipología extraordinaria, puntuda, que comparte la familia, y la de Van Gogh, que guardan en un frasco con formol, y por supuesto es falsa.

            La siguiente obra de Esther Cross publicada es Kavanagh, un libro que en una primera lectura podría parecer ser de relatos, pero termina acercándose a una novela episódica. La narradora testigo es la misma y los personajes que habitan el emblemático edificio porteño se entrecruzan: a veces protagonizan, a veces son simplemente mencionados. Hay en Kavanagh un registro minucioso —casi como si la narradora fuera una entomóloga— de cierta clase social argentina:

“Cuando la puerta se cerró, los vi mirarse, enfrentados, con un gesto que ya había visto antes, esa forma en que se mira la gente a la que une la experiencia”. (CROSS 2004: 94)

“Ese hombre parecía un mundo, y era un hombre de mundo, y la corona era la cabeza con su talante de planeta y aunque a mí su cara no me gustaba mucho, admito que tenía una actitud inteligente. De esas que entienden las cosas en el mismo momento en que están por pasar.” (CROSS, 2004: 99)

            Pero hay además reflexiones enriquecedoras sobre la cuestión de la escritura:

“La vida es más injusta que la literatura. Los libros no son ni más ni menos que el intento de hacer un poco de justicia. A veces de protestar. A veces de decir directamente que no se entiende nada. Para venir el año entrante con la novedad de que puede explicarse todo. Para concluir que más que de una pregunta se trata de un enigma (…) porque escribir, más que preguntar, es afirmar la pregunta de una vez por todas”. (CROSS, 2004: 72)

También en este quinto libro aparece otra vez el elemento señalado en los

anteriores: el Kavanagh no es sólo ni un escenario ni un territorio literario, es un fetiche:

“En el fondo, me imagino, lo que pasaba es que me estaba poniendo vieja: cuando una civilización se preocupa por dejar edificios de recuerdo está a poco tiempo de empezar a hundirse”. (CROSS, 2004: 74)

En 2007, con la aparición de Radiana, la narrativa de Cross ocupa el lugar

merecido en el campo literario: todos los suplementos culturales nacionales publican reseñas sobre esta novela tan misteriosa como precisa, tan redonda como abierta.

En Radiana, Cross abandona el pacto “realista” con el lector para contar la historia de una pianista consagrada, un fabricante de autómatas, un cirujano, un vendedor de elíxires y pociones, un cocinero y una mucama y de cómo todos estos personajes quedan entrampados por los cambios drásticos y traumáticos que implicaron el pasaje del siglo XIX al XX. Cambios que incluían lo emergente en el sistema económico:

“La gente rica vendía antigüedades al precio de los lujos que aún quería darse y la gente riquísima seguía todavía como si nada mientras afuera en la feria los vendedores se amargaban como siempre aunque con una sonrisa vengativa”. (CROSS, 2007: 99)

Cambios que amenazaban a lo residual en la cultura:

“Las mesas de espiritismo convocaban a través de los médium a los muertos de la guerra. La moneda, en su curva descendente, tenía peso pluma en los bolsillos. Alguien juraba haber visto unos platos voladores que eran idénticos a aviones biplaza” (CROSS, 2007: 105)

Una vez más, Cross trama un texto en el que se trasluce un trabajo de investigación y reconstrucción de época exhaustivo. Pero por primera vez apuesta a una musicalidad, fundada en el uso de frases cortas, despojadas y fortalecidas por una suerte de “aliteración textual” (la novela empieza y termina con los mismos dos párrafos, y hay frases que se repiten a lo largo del libro como un estribillo o un mantra).

En Radiana la cuestión del fetiche como lazo entre lo humano y lo otro llega a su máxima expresión: hay perfectos dedos de acero para la pianista atormentada, y sus huesos talentosos van a parar a las manos de un robot.

Si en Radiana se abandona el pacto de lectura realista para disfrutar de la “libertad” que ofrece todo texto ficcional, La mujer que escribió Frankestein patea el tablero también en ese sentido: como ya hemos señalado, este libro se trata de una “rara avis”, a caballo entre la biografía, el tratado de medicina, la novela gótica y el ensayo de época: cuenta la vida apasionada de Mary Shelley y su relación con la muerte, relación que incluye el guardar el corazón de su amado.

Pero al dar cuenta de la creación de Frankestein, el texto señala también cuestiones trascendentales tanto cultural como epistemológicamente, como se lee en el siguiente párrafo, a raíz del disgusto que provoca la adaptación de la novela de Mary Shelley al teatro:

“Habían transformado una novela inclasificable, quizá la primera novela de ciencia ficción de la literatura, en una historia gótica. Frankestein era ahora el típico científico loco que había perdido el norte entre un experimento y el otro. El monstruo ya no se parecía tanto a un ser humano. La locura del médico y la anormalidad del monstruo dejaban más tranquilo y cómodo al espectador, que podía asustarse por lo que pasaba en el escenario sin sentir repugnancia ni incomodidad. Incapaz de hablar, el monstruo había pasado del bando de la civilización al de la barbarie. El estudiante de Anatomía y su criatura se habían convertido en un loco y un bruto, dos marginales, dos anormales, dos desviados, dos inferiores. Eran temibles pero resultaban inofensivos: ya no podían ofender la moral de nadie. Antes se parecían al lector pero ahora eran pura amenaza formal, peligro externo, superficial. Ya no eran como ellos. Podían destruirlos sin destruirse. Antes era como ellos mismos y daban asco. Ahora eran otros y daban miedo.” (CROSS, 2013: 177)

Escurridizo e inclasificable, La mujer que escribió Frankestein nos interpela sobre el sentido de la vida y nuestra relación con la muerte: los cementerios y  los cadáveres son un leit motiv en el texto, así como lo es la relación de Mary Shelley con su esposo y también con su padre.

Tercera hipótesis de este ensayo: se encuadren en el género que se encuadren, o no se encuadren en ninguno, los libros de Esther Cross le otorgan un lugar preminente a la relación padre/hija, y a la importancia de la opinión del primero para la formación de la autoestima de la segunda:

“Godwin estaba convencido de que había nacido una persona fuera de serie y se dedicó a darse la razón. Entusiasmó la curiosidad de muchas personas, que querían saber cómo era la hija de Godwin y Mary Wollstonecraft. Si alguien iba a la casa y veía a Mary, de casualidad, lo comentaba, como un logro, en una carta o en su diario”. (CROSS, 2013: 30)

El último libro de Cross publicado hasta la escritura de este ensayo se llama Tres hermanos. Y otra vez, su narrativa le escapa a las cristalizaciones. ¿Es un libro de relatos relacionados o es una novela episódica? No está del todo claro, pero vaya aquí la cuarta hipótesis de este ensayo: la narrativa de Cross construye mundos y despliega personajes, de modo que el esfuerzo analítico de la crítica y el periodismo es vano: los libros de Cross siempre son, en definitiva, novelística.

Lo que es seguro es que, en Tres hermanos, Cross encaró el desafío de bucear en recuerdos y marcas biográficas para construir un micromundo literario rural habitado por una docena de personajes que por momentos son arquetípicos, por momentos son particulares, pero siempre son fuertemente humanos:

“Mi abuelo lo saludó con una palmada, levantó a mi hermanito, abrazó a mi hermano mayor y a mí me concedió una atención especial porque era la única chica y me dio un beso. Hacia años, comentó, que no venía al campo, y Papá asintió, pero la paz entre esos dos duraba poco”. (CROSS, 2016: 27)

Hay además reflexiones que resultan fuertemente significativas:

“No podíamos preguntarle de dónde era porque teníamos esa edad en que una no averigua lo que no le importa” (CROSS, 2016: 42)

Al igual que en La inundación, en Tres hermanos se trama otra vez la tensión “civilización o barbarie”:

“Don D le dijo al padre de los chicos que Estrella y Francisca eran ranqueles. El padre les contó que araucanos y ranqueles eran enemigos. También les dijo que había gente que prefería ocultar que era de familia indígena, por si no les daban trabajo”. (CROSS, 2016: 95)

Retomamos, entonces, la primera —y central— hipótesis de este ensayo: la madurez de la narrativa de Cross la lleva a volcarse hacia lo biográfico para construir una alter ego niña (hay relatos en primera, y relatos en tercera persona, pero el punto de vista es siempre el de esa chica) que cuenta la “verdad” y “afirma la pregunta de una vez por todas” (sobre la escritura, agregamos nosotros) desde el señalamiento del detalle:

“hablaba muy rápido, como si no llegara a decir lo que quería” (CROSS, 2016: 45)

Porténse bien les dijo la abuela. ¿Van a quedarse tranquilos? ¿Puedo confiar en su palabra, puedo creerles?

Después levantó las manos, haciendo el mismo gesto de siempre y dijo:

¡Maduren, maduren! en un tono entre desahuciado y suplicante, que los hizo tentar. Ya sabían imitarla diciendo: “¡Maduren, maduren!”. (CROSS, 2016: 64)

            Es imposible no asociar la frase “Alguien iba a matar a todas esas vacas si no se callaban” presente en el relato —o “capítulo”, quizás sería más atinado llamar así a los episodios que forman Tres hermanos— “Vacas” con el cuento de Briante “Habrá que matar los perros” de Hombre en la orilla. Y es que para hablar y escribir ruralismo significativo, que dé cuenta del conflicto y la decadencia tanto en los márgenes como en cierta aristocracia vernácula venida a menos, aquel periodista-escritor es una influencia insoslayable. Cross debe saberlo y es así que en un claro guiño con el lector el libro ofrece el homenaje de esa alusión.

Quinta y última hipótesis de este ensayo: detrás de la narrativa de Esther Cross hay una enorme lectora de literatura latinoamericana.

Bibliografía:

-Benjamin, Walter. “El narrador”. En El narrador (versión pdf) (En: Librodot.com)

-Briante, Miguel (1968). “Habrá que matar los perros”. En Hombre en la orilla. Buenos Aires. Editorial Estuario.

-Cross, Esther (2016). Tres hermanos. Buenos Aires. Tusquets editores.

-Cross, Esther (2013). La mujer que escribió Frankenstein. Buenos Aires. Emecé.

-Cross, Esther (2007). Radiana. Buenos Aires. Emecé.

-Cross, Esther (2004). Kavanagh. Buenos Aires. Tusquets editores.

-Cross, Esther (1999). El banquete de la araña. Buenos Aires. Tusquets editores.

-Cross, Esther (1993). La inundación. Buenos Aires. Emecé.

-Cross, Esther (1992). Crónica de alados y aprendices. Emecé.

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