Escritoras: creadoras de mundos

Por Marina Arias

En el campo de las letras la categorización de “literatura femenina” suele hacer fruncir las narices. Huele a generaciones anteriores a la millennial. Huele a ostentoso sillón tapizado de florones oscuros. Huele a señora (siempre un “sujeto femenino”, Dios libre a los varones…) con mucho tiempo libre y más de una frustración. O a libro elegido al azar en el mostrador de best-sellers de alguna librería de la costa argentina para tirarse en una lona (antes y después de anudarse un pareo y caminar por la orilla con la certeza de que ninguna otra tiene tanta celulitis como una).

En el campo de las letras, “literatura femenina” suele entenderse como sinónimo de “mala literatura”. Libros que tratan sólo el tema que supuestamente nos gusta a “las mujeres”: el romance intrincado.

Y hay una supuesta “literatura femenina” que muchas veces se las ingenia para confirmar ese juicio. Sea cual sea la nacionalidad de quien firma el texto, en ella se suele hacer uso y abuso de traducciones literales del inglés (juro que en un libro local encontré el verbo “farfullar”). Y de diálogos inverosímiles en los que los personajes son capaces de pedir ridículamente “podéis” u “os pido” para rellenar tramas similares y previsibles a los ojos de su imaginada lectora (una lectora imaginada siempre femenina, Dios libre a los varones…)

Todo con un objetivo táctico y otro estratégico.

El táctico: emocionarla; emocionarla lo justo y necesario para que después de cerrar el libro siga con su vida; sin haber visto nada más allá de las letras impresas en quinientas páginas y la tapa con cursivas doradas. Sin enriquecer en nada su existencia.

El estratégico: encorsetarla. Encorsetarla para que siga cumpliendo mandatos patriarcales sin siquiera tener conciencia de ello.

El problema es que el lenguaje (con ese dominio eminentemente masculino… que se va a caer más temprano que tarde…) hace trampa y con este concepto equívoco de “literatura femenina” nos ha robado dos significantes que bien nos vendrían para dar cuenta de un colectivo de creadoras. O lo que es peor: tiende un manto de sospecha sobre cualquier sujeta femenina que se dedique a escribir (tiempo atrás, un librero me explicó que las autoras góticas sureñas norteamericanas eran buenas porque no se notaba que eran mujeres, y lo peor es que me lo dijo con la mejor de las intenciones…).

¿Cómo agrupar, entonces, a esas mujeres que alcanzan una literatura auténtica porque, como ha señalado Roland Barthes, descubren, bajo las aparentes individualidades la potencia de un impersonal?

Hay quienes dicen que,en realidad, no hay literatura escrita por mujeres y literatura escrita por hombres. Que sólo hay “literatura”. Quizás por eso, escritoras geniales como Carson McCullers, por ejemplo, renunciaron a su nombre de pila: para “despistar” a sus lectores. Pero aunque intentaran ocultarse tras la androginia de un doble apellido volcaron en su obra una sensibilidad distinta a la manera de contar el mundo de los varones, y abrieron universos maravillosos, inalcanzables para una pluma masculina.

  Porque une artiste nunca es un ente neutro o abstracto. Es siempre une sujete encarnade. Su potencia creativa proviene de su experiencia. Por eso cualquier intento por parte de una mujer de desarrollar una escritura “masculina” acallando la voz propia sólo puede devenir en un texto fallido: el mundo desplegado será incierto porque será producto de la alienación de la autora. Por suerte hay un caudal de mujeres que han escrito y escriben gambeteando los condicionantes históricos y sin por eso borrar su necesaria encarnadura. Animarse a ser mujeres o géneros disidentes y escribir sin ocultarse: dejar en evidencia el patriarcado (que se va a caer más temprano que tarde).

Y ser así, de un modo tan simple como contundente, escritoras: creadoras de mundos.

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