Clase 3 (2): La arquitectura de los Juegos

Un megaevento en evolución permanente

Hemos visto cómo en su camino a su actual forma, los Juegos Olímpicos fueron incorporando elementos a su arquitectura y evolucionando. Después de un período de experimentación y errores, de marchas y contramarchas, Berlín 36 aparece como un mojón en esa evolución: no solo fueron los infames Juegos nazis, también fueron el primer megaevento de la historia.

El megaevento no es solamente una cita masiva: también los Juegos de la Antigüedad congregaban multitudes, pero no eran verdaderamente globales, marca indispensable de este tipo de eventos que Berlín vio antes que nadie, alcanzando y abrazando esa “significancia internacional” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 242) para contar en ese escenario un relato nacional.

Parte de esa narrativa era el relevo de la antorcha, creado para aquellos Juegos: un recorrido que realizaba el fuego sagrado desde Grecia a Alemania pero, sobre todo, desde la civilización griega al Tercer Reich. Es uno de los elementos que señala John MacAloon para explicar la preeminencia de los Juegos Olímpicos a partir de Berlín: allí aparece el prototipo de los actuales Juegos, con sus ritos y su programa deportivo segmentado, un despliegue corporal grandioso, la fiesta y el espectáculo, que lo convirtieron “por encima de todos sus rivales en la celebración espectacular del proceso histórico mundial” (1981; p. 271).

El historiador Mark Dyreson propone otra explicación: en Berlín, además de aparecer la estructura de los Juegos y sus rituales en su esplendorosa espectacularidad por primera vez, apareció la televisión. Los nazis emitieron en circuito cerrado las competencias, y allí nació una alianza fundamental para entender la conformación y el alcance de los megaeventos deportivos (Dyreson, 1997; p. 30-39).

La pantalla llevaría esa “significancia internacional” a través de toda frontera (y aniquilaría las ferias, experiencias que solo tenían sentido en la presencialidad, volviendo sus reuniones de una escala infinitamente menor que la de los megaeventos televisados). Como hemos visto, la privatización del aire televisivo a partir de la década del 90 en casi todos los países, además, implicó una puja por los derechos de transmisión que significó para el COI y para el mundo deportivo en general un aumento sideral en sus ingresos.

La era neoliberal ha terminado de transformar el deporte de sus años de meras reuniones amistades a esta industria espectacularizada, global y gigante: “El aumento masivo de las ganancias y el número de simpatizantes hizo que, a partir de los años noventa, la mayoría de los deportes se reestructurasen de maneras significativas para maximizar sus oportunidades comerciales” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 252). En ese marco, deportes y clubes todos compiten por la atención del público (también lo hacen con otras propuestas para ver por televisión: se disputan hoy el tiempo no solo con otras ligas u otros deportes, sino además con las series y películas que ofrecen las plataformas). “Y la demanda de consumo y la inversión corporativa se focalizan en ‘lo espectacular’” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 252), lo que ha llevado a múltiples modificaciones reglamentarias en los deportes, desde tiempos más acotados de juego al tamaño y color de las pelotas (y también a la incorporación de nuevos deportes al autobús olímpico) en busca de mayor vértigo para la teleaudiencia.

Los símbolos olímpicos

Televisados, entonces, a todo el mundo, megaeventos como los Juegos Olímpicos y el Mundial, que concentran la atención de miles de millones de personas y que, por su periodicidad, paralizan al mundo, se convirtieron en indicadores temporales y culturales identitarios que las naciones utilizaban para construir el relato de país, propiciando “la formación de una cultura pública internacional para la expresión de las identidades nacionales dentro de un mundo internacional de naciones (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 245). El deporte como escenario para mostrar “el relato de país”, un escenario común a todo el mundo, que produce una poderosa fantasía de unidad que fortalece la sensación de ser parte de una comunidad única, una comunidad imaginada. En esa realidad globalizada se instala cómodamente el mundo armónico a través del deporte que pretende lograr el Comité Olímpico Internacional.

De hecho, la simbología casi religiosa promovida por el COI es clave en esta fantasía de unidad: “Con sus desfiles, sus ceremonias y su marketing de eslóganes y símbolos de unidad, los megaeventos deportivos como la Copa Mundial de la FIFA y los Juegos Olímpicos desempeñan un importante papel en tanto incentivan a tomar conciencia de la humanidad como conjunto”, escriben Besnier, Brownell y Carter (2018; p. 319). Los ritos olímpicos no son solo show. “¿En qué momento se materializa el concepto abstracto del Olimpismo, un movimiento en pro de la paz y el entendimiento internacional? En las ceremonias”, escribía MacAloon (1996) sobre el primero de los grandes símbolos olímpicos: un desfile que incluye a la vez un relato nacional a través del arte que expresa la unidad del país sede en su diversidad, y la marcha de todos los atletas del mundo, unidos en armonía bajo un mismo escenario. “Las ceremonias de apertura y clausura son componentes tan importantes de los Juegos como las competiciones deportivas”, reza la bibliografía oficial del COI (Comité Olímpico Internacional, 2019). 

Ideadas por el propio Pierre de Coubertin, como el propio lema olímpico, “citius, altius, fortius”, que pronunció en la inauguración de Atenas 1896, las ceremonias tuvieron lugar desde los primeros Juegos, en 1896, pero en este mencionado “prueba y error”, no tuvo ceremonia, por ejemplo, en París 1900, donde fue parte de la Feria Mundial, y algunos de los elementos ceremoniales, como el relevo de la antorcha mencionado, no aparecieron hasta cuatro décadas después. 

Hoy, luego del desfile de las naciones y el programa artístico, la ceremonia continúa con un discurso del presidente del Comité Organizador, seguido por el presidente del COI y el presidente del país sede, que declara inaugurados los Juegos. Luego, ingresa al estadio la bandera olímpica y suena el Himno Olímpico. La bandera debe flamear durante la duración de los Juegos en un mástil ubicado en una posición prominente del principal estadio, según la Carta Olímpica (Comité Olímpico Internacional, 2015). Un concierto de naciones en armonía bajo la protección de los anillos olímpicos: la bandera flameante y la llama custodian la tregua olímpica, un concepto tomado de los primeros Juegos de la Antigüedad, cuando se dispuso un acuerdo para no atacar a la sede y dar libre paso a los atletas que viajaran a competir. Hoy, se invita a los países miembros a observar la tregua olímpica, avalada por las Naciones Unidas. Sin embargo, en tres instancias la tregua fue quebrada: en 2008, durante la guerra ruso-georgiana, sin consecuencias; en 2014, en el inicio del actual conflicto entre Rusia y Ucrania, cuando Rusia anexó Crimea, provocando un “boicot diplomático” de Estados Unidos y el Reino Unido de los Paralímpicos de Invierno; y en 2022, cuando entre Juegos Rusia atacó a Ucrania. Al país agresor no se le permitió participar de los Juegos Paralímpicos, y todavía hoy se discuten sanciones mientras la guerra continúa: el COI ha adoptado una actitud más laxa, promoviendo el regreso de los atletas rusos con bandera neutral, aduciendo la necesidad de sostener la neutralidad deportiva, pero muchas federaciones deportivas se han declarado en rebeldía, lo que complicaría el proceso de clasificación para los deportistas soviéticos.

Lo cierto es que la imagen de los cinco anillos entrelazados que custodia la tregua olímpica es un símbolo en sí mismo, que “expresa la actividad del Movimiento Olímpico y representa la unión de los cinco continentes y el encuentro de los atletas del mundo en los Juegos Olímpicos” (Comité Olímpico Internacional, 2018; p. 32). “La bandera olímpica, de color blanco con el símbolo olímpico en color en el centro, fue diseñada por Pierre de Coubertin y se presentó por primera vez en el Congreso Olímpico de 1914” (Comité Olímpico Internacional, 2019; p. 42). 

En la ceremonia, después del ingreso de la bandera, un atleta, un juez y un entrenador del país organizador recitan luego el Juramento Olímpico, la promesa de competir de forma justa y respetar las reglas. Y llega entonces el momento cúlmine de la apertura de un Juego Olímpico: el encendido del pebetero olímpico, con una llama olímpica que se enciende en Olimpia (Grecia) bajo la autoridad del COI, y se pasea luego por el mundo hasta arribar a la sede, donde una figura deportiva prominente del país organizador enciende el fuego sagrado que, como la bandera, deberá permanecer encendido durante la duración del evento. 

Así comienza el deporte, y con el deporte las medallas, ceremonias que también han evolucionado con el tiempo. “En las primeras ediciones, se solían entregar las medallas todas juntas al final de los Juegos. En los Juegos Olímpicos de San Luis 1904 se adjudicaron por primera vez medallas de oro, plata y bronce respectivamente al primero, segundo y tercer clasificados. El podio se introdujo en los Juegos Olímpicos de Invierno de Lake Placid 1932” (Comité Olímpico Internacional, 2019; p. 42). Los atletas del podio reciben además una mascota olímpica en peluche. Y suena el himno del país vencedor, mientras se alza su bandera en el estadio.

Este proceso que debe ser llevado a cabo y vigilado de manera férrea demuestra el aspecto ritual que Guttmann negaba al deporte moderno y que lleva a Brownel a rescatar un giro en la concepción que realiza Henning Eichberg: si Guttmann llamó a su obra “Del ritual al récord”, imaginando una evolución en las sociedades hasta llegar a un estadío moderno desritualizado, Eichberg hablará de “el ritual de los récords” (Brownell, 2001; p. 227).

Cómo se financia un Juego Olímpico

En los albores, las ceremonias y símbolos sirvieron al Olimpismo como una manera de prestigiarse a través de esta ligazón imaginada con un pasado mitológico. Al calor de la creciente comercialización de los Juegos a lo largo de sus ediciones, los sponsors mostraron interés en adosar su imagen a la de un evento retransmitido al mundo entero e imbuido de valores universalistas y humanistas: si los Juegos Olímpicos se balancean delicadamente en la turbulenta arena geopolítica internacional no es tanto en defensa de aquellos valores de armonía y paz del mito olímpico pergeñado por Coubertin, sino para mantener impoluta, despolitizada, a la marca olímpica. Mientras menos comprometida políticamente, más global se vuelve la marca: por eso, los auspiciantes no protestaron Beijing como sede, de la misma forma que tampoco protestaron Qatar como escenario del Mundial de fútbol. De hecho, tras décadas organizando Juegos casi exclusivamente para el mundo Occidental, el siglo XXI ha visto cómo el Comité Olímpico Internacional se ha aliado crecientemente con las potencias del Este: Rusia, China, Corea del Sur y Japón llevaron sus marcas a nuevos mercados pujantes. Excepto China, todos esos países organizaron además una Copa del Mundo de fútbol en este siglo. La selección de sedes del COI (que se realiza en varias etapas: hay una fase de invitación a las ciudades interesadas, una etapa donde las sedes presentan su candidatura, y finalmente la elección de la sede, que resulta de la votación de los miembros del COI en una de las Sesiones Extraordinarias que se celebran en el Movimiento Olímpico) “refleja agendas geopolíticas complejas, como es evidente con los casos de Beijing 2008 y 2022 y Sochi 2014. Con la creciente comercialización de los Juegos Olímpicos, las elecciones a menudo sirvieron al interés de los sponsors” (Jefferson Lenskyj, 2020; p. 40). Pero esa compleja agenda geopolítica implica que Occidente, ahora, ha regresado a reclamar su reino: organizará los próximos tres Juegos Olímpicos, París 2024, Cortina d’Ampezzo 2026 y Los Ángeles 2028.

Los auspiciantes son uno de los principales ingresos del Comité Olímpico Internacional, y el más estable: el Programa Mundial de Patrocinio de los Socios Olímpicos, TOP, que ya hemos comentado y que se engendró a fines de la década del 70, implica que un grupo exclusivo de marcas desembolsa millones de dólares a cambio de poder utilizar su marca junto a los anillos olímpicos. Esos socios aportan durante los cuatro años de ciclo olímpico, no solo al realizarse un Juego, una solución importante a las finanzas del COI.

Según cifras oficiales (Comité Olímpico Internacional, 2022; p. 173), el Programa TOP embolsó el 30% de los ingresos olímpicos; el 60% corresponde a los derechos de retransmisión. El total de ingresos para el ciclo olímpico 2017-2020/21 fue de 7,6 mil millones de dólares: el Comité Olímpico Internacional es una organización sin fines de lucro, por lo que redistribuye el 90% de sus ingresos, reservando el 10% para costos operativos. Ese 90% alimenta las arcas de los Comités Olímpicos Nacionales, las federaciones deportivas internacionales, el programa de Solidaridad Olímpica, que intenta promover el desarrollo deportivo en países en desarrollo, y las Agendas 2020 y 2020+5, programas que pretenden transformar el Movimiento Olímpico. Es decir, el Olimpismo alimenta, es el principal sustento, del sistema deportivo internacional.

Pero casi nada de esos dineros va a la organización del Juego en sí, que recae casi exclusivamente en la sede olímpica y su comité organizador, que debe buscar fondos del esponsoreo privado y el erario público para llevar adelante su visión. El caso de Tokio 2020 sirve para explicar cómo se financia un Juego Olímpico: el presupuesto total del evento ascendió finalmente a 5,8 mil millones de dólares, el doble de lo planificado, pero ese costo solo contempla los gastos realizados por el comité organizador, pago a través de auspicios privados. A esa cifra, el COI aportó unos 800 millones de dólares.

Pero el costo “total” de los Juegos, como se explica en el reporte presentado por el comité organizador, fue en realidad de 13 mil millones de dólares, contando los gastos que la ciudad y el gobierno nacional tuvieron que afrontar para el mejoramiento de sedes, transporte, adecuaciones pandémicas y otras operaciones. Ese excedente de 7,2 mil millones partió casi exclusivamente del dinero público, sin aporte del COI. Como señala Jefferson Lenskyj, “la sede provee el establecimiento para el banquete; el Comité Olímpico aporta el banquete” (2020; p. 72).

El costo podría ser aún mayor, de no ser por el trabajo voluntario, la principal mano de obra: “Los Juegos Olímpicos y otros megaeventos no serían factibles a nivel financiero de no ser por el inmenso número de voluntarios, muchos de ellos oriundos de otros países, que pagan por su viaje y alojamiento para ocuparse de acompañar a las delegaciones, dirigir a las multitudes, trabajar como traductores, recolectar declaraciones de los atletas para los periodistas de todo el mundo, publicar resultados y récords y una miríada de otras tareas”, escriben Besnier, Brownell y Carter (2018; p. 267). Los antropólogos relatan el curioso caso de Río 2016, donde debido a recortes presupuestarios se recortó la cantidad de voluntarios (hay que vestirlos y alimentarlos). “¿Existe alguna otra ocasión en que treinta mil personas que estén dispuestas a trabajar gratis deban ser rechazadas?”, se preguntan los autores. La masa voluntaria atraviesa fronteras para, durante dos semanas, trabajar gratis, por una sencilla razón: el encanto del mito olímpico. Quieren ser parte.

Ser o no ser parte

Similar motivación suelen tener las ciudades organizadoras, que para ser sede atraviesan un escrutinio detallado de sus propuestas, desembolsan millones de dólares e incluso están dispuestas a protagonizar grandes escándalos de corrupción sobornando oficiales para recibir votos. Y esto, a pesar de lo problemático que se han revelado, en términos financieros, sociales y ecológicos, los megaeventos, y el rédito aparentemente nulo desde lo económico para las sedes.

“Ser sede de los Juegos Olímpicos y otros megaeventos deportivos implica siempre una reestructuración a gran escala de las ciudades anfitrionas: la construcción de nuevas instalaciones deportivas y complejos habitacionales, a veces la destrucción de barrios enteros para dar lugar a nuevas urbanizaciones, y la renovación de algunas infraestructuras de la ciudad como la red de transporte público, los sistemas de tratamiento de residuos, la fuerza de trabajo y los alojamientos para turistas. El costo financiero social y humano de estas transformaciones suscita de manera invariable cuestionamientos de amplio espectro, acalorados debates políticos y a menudo furiosas protestas”. (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 261)

En su libro “Los Juegos Olímpicos”, Jefferson Lenskyj explica cómo estos cambios se promueven y fuerzan: una vez que la sede ha sido seleccionada, ingresa en un estado de “cuenta regresiva” que justifica medidas extremas. Mientras tanto, la construcción de infraestructura ofrece una interesante oportunidad para los empresarios locales para mover dinero público al ámbito privado. Sus construcciones, realizadas por trabajadores migrantes que viven en condiciones límite, a menudo aumentan el costo de vida en los barrios, un proceso de gentrificación que termina expulsando a miles de sus hogares, si es que antes no fueron echados ya por la fuerza para hacer lugar a autopistas y recintos deportivos: el reporte de COHRE, el Centro de Derecho a la Vivienda y Evicciones, titulado “Fair Play for Housing Rights” (2007), habla de desplazamientos de 720 mil personas en Seúl y 1,25 millones en Beijing. La promesa de la “mirada del mundo” posada sobre la ciudad justifica esta “limpieza”. Todo, a cambio de “ganancias intangibles: fervor patriótico, orgullo cívico, una experiencia de una vez” (Jefferson Lenskyj, 2020; p. 8).

Al calor de estas polémicas es que han surgido numerosos movimientos activistas contra los Juegos Olímpicos: tanto París 2024 como Los Ángeles 2028 ya tienen los suyos, Saccage 2024 y NOlympics LA, así como también Tokio 2020 tuvo a sus protestantes. Casi todos los Juegos, de hecho, son escenario de protestas de sus ciudadanos contra estos “Juegos de ricos pagados por los impuestos de los pobres” (Hanscom y Warren, 1998): las manifestaciones son a veces reprimidas, y en general diluidas en los medios de comunicación como mero ruido de fondo. Sin embargo, el ruido ha cobrado cierto efecto: las potenciales sedes se están negando a ofuscar a sus votantes. Solo hubo tres finalistas pujando por los Juegos de Invierno de 2010, 2014 y 2018, y solo dos por los de 2006, 2022 y 2026. También desde allí se entiende la alianza de los megaeventos con potencias emergentes, más dispuestas a pagar el costo político de organizar un Juego Olímpico para reposicionarse y transformar su imagen en el concierto internacional de las naciones.

Ante el aluvión de protestas, el Comité Olímpico Internacional ha prometido transformaciones profundas a través de sus programas Agenda 2020 y Agenda 2020+5, que prometen “transformar desafíos en oportunidades” (Comité Olímpico Internacional, 2021): en ambos casos se delinean nuevas políticas para los organizadores, atentos a la sustentabilidad fiscal y ecológica, a la vez que se prometen reformas en los requisitos para ser sede, para bajar los costos y permitir un mayor uso de infraestructura ya existente y estadios desmontables. Son cambios en principio discursivos (las camas de cartón de Tokio poco pueden hacer para evitar el impacto ecológico de un Juego Olímpico, que involucró por ejemplo la tala indiscriminada en Japón para las obras necesarias), pero necesarios desde una perspectiva de marketing, para sostener un mito-marca limpio y seguir siendo apetecible para los sponsors. Muchas de estas promesas ya han sido rotas en el pasado, y sobran los elefantes blancos para atestiguarlo.

Teniendo en cuenta el alto impacto de un megaevento en lo ambiental, en lo político, en lo económico, ¿por qué entonces siguen las ciudades queriendo ser sedes olímpicas? Los Juegos pueden ser espacios interesantes para el empresariado y la especulación inmobiliaria, pero la ciudad organizadora suele jugar a pérdida. El debate en torno a las supuestas ganancias por el influjo de turistas a corto (durante los Juegos) y largo plazo (después de los Juegos) continúa siendo motivo de discusión, pero el consenso es que, aunque es difícil determinar en qué medida los turistas visitan una ciudad porque fue sede de un Juego Olímpico, el impacto económico directo del turismo es pequeño comparado con los altos gastos organizativos. 

Sin embargo, las ciudades sí han logrado a través de un Juego Olímpico ayudar a relanzar la “marca ciudad” al mundo, como fue el caso de Barcelona en 1992: los Juegos le permitieron ofrecer una imagen distinta, y atractiva, de una ciudad, para reposicionarla en el mercado turístico internacional en el marco de un proyecto de transformación más amplio. El impacto directo es a menudo menos económico que simbólico: el mito olímpico nutre esa nueva imagen global pretendida para la ciudad y el país organizadores. 

“Los gobiernos se esmeran por mostrarse aptos como jugadores en la economía capitalista global. La capacidad de ser el anfitrión de megaeventos como los Juegos Olímpicos es cada vez más una prueba de fuego para que ciudades y países reclamen estratégicamente un estatus de talla mundial. Las sedes intervienen para transformar, si no controlar, sus propias circunstancias en la economía política global. Eso es parte de la economía de las apariencias: son performances culturales autoconscientes, necesarias para atraer inversiones de capital” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 271)

Dyreson (2011; p. 318) relata cómo en los albores de los Juegos Olímpicos, las sedes parecían participar de un “juego profundo”, donde parecían tener más para perder que para ganar. Sin embargo, “para cada uno de esos imperios en decadencia o en auge, el deporte servía como un emblema de poder y como una expresión de sus aspiraciones mundiales”.

Soft power: poder blando, una manera de ejercer influencia política en la escena internacional a través de medios no coercitivos, aunque, hemos visto, también han sido los Juegos Olímpicos escenario de sanciones simbólicas muy parecidas a las sanciones económicas impuestas a los países que no se comportan de manera adecuada en la arena internacional.

Londres, por ejemplo, se relanzó en 2012 “como una ciudad vibrante, abierta y moderna” (Jefferson Lenskyj, 2020; p. 41). Diez años más tarde, celebró los 10 años de la fiesta olímpica con discursos de la clase política apuntando a aquellos Juegos como un horizonte deseable de apertura y armonía. Sin embargo, en esa década, Inglaterra endureció sus políticas de inmigración y hasta se salió de Europa. En ese sentido, un Juego Olímpico funciona para las ciudades como la promoción de una cierta imagen, de un cierto relato a una teleaudiencia de miles de millones. El deporte es un texto que permite a las culturas contar los cuentos que ellos se cuentan sobre sí mismos.

Referencias

Besnier,N.; Brownell, S.; Carter, T. F. (2018). Antropología del deporte: emociones, poder y negocios en el mundo contemporáneo. Buenos Aires: Siglo XXI.

Brownell, S. (2001). The Problems With Ritual and Modernization Theory, and Why We Need Marx: A commentary on From Ritual to Record. Sport History Review 32, no.1: 28-41.

Centre on Housing Rights and Evictions (2007). Fair Play for Housing Rights. Ginebra: COHRE.

Comité Olímpico Internacional (2015). Carta Olímpica. Lausana: Comité Olímpico Internacional.

Comité Olímpico Internacional (2019). Manual de Administración Deportiva. Lausana: Comité Olímpico Internacional.

Comité Olímpico Internacional (2021). Agenda 2020+5. Recuperado de https://stillmedab.olympic.org/media/Document%20Library/OlympicOrg/IOC/What-We-Do/Olympic-agenda/Olympic-Agenda-2020-5-15-recommendations.pdf

Comité Olímpico Internacional (2022). Annual Report 2021. Lausana: Comité Olímpico Internacional.

Dyreson, M. (1997). Making the American Team. Sport, Culture and the Olympic Experience. Urbana: University of Illinois Press.

Dyreson, M. (2011). Imperial “Deep Play”: Reading Sport and Visions of the Five Empires of the “New World”, 1919-1941. The International Journal of the History of Sports, no.17, 2421-2447.

Hanscom, K. y Warren, L. (16 de marzo de 1998). Colorado refused to play. High Country News.

Jefferson Lenskyj, H (2020). The Olympic Games. Emerald Publishing: Bingley.

MacAloon, J. (1981). This Great Symbol. Pierre de Coubertin and the Origins of the Modern Olympic Games. Chicago: University of Chicago Press.MacAloon, J. (1996). Olympic ceremonies as a setting for intercultural Exchange. En De Moragas, M., MacAloon, J. y Llinés, M. (comps.). Olympic Ceremonies: Historical Continuity and Cultural Exchange. Lausana: Comité Olímpico.

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