Clase 4: El nacimiento de la Argentina olímpica

El primer olímpico

Argentina ha tenido una fuerte ligazón histórica con el movimiento olímpico. La inclusión de José Benjamín Zubiaur en la lista de 13 miembros fundadores del Comité Olímpico Internacional marca un hito desde el preciso nacimiento del movimiento olímpico el 23 de junio de 1894, aunque el país no participaría de un evento olímpico hasta 1924: los primeros años de vida olímpica revelan una Argentina atravesada por la convulsión política y las peleas por fondos estatales para el esfuerzo olímpico que se volverían habituales, todo durante un comienzo de siglo donde fuerzas populares y conservadores se debatirían el dominio de la política y también del deporte.

Para aquel miembro fundador las cosas tampoco irían bien: el Comité Olímpico Internacional expulsó a cuatro miembros en su primer medio siglo de vida, y los dos primeros fueron argentinos. El primero fue Zubiaur, ex rector y profesor de Filosofía del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, el único miembro latinoamericano entre los 13 que fundaron aquel 23 de junio de 1894 el Comité Olímpico Internacional, dando nacimiento al movimiento olímpico. Pero aunque su nombre figura en la lista fundadora, Zubiaur no estuvo allí, en París, el día en que nacieron los Juegos Olímpicos modernos. Y quizá, incluso, el Barón Pierre de Coubertin nunca le avisó que estaba incluido: Coubertin confesaría tiempo después que nadie se había dado cuenta de que habían designado a personas casi todas ausentes. La mayoría de los nombres de la lista aparecía para dar una imagen internacional al movimiento naciente. El nombre de Zubiaur aparece mal escrito. Y hasta lo bautizaron Juan. El London Times dijo que era uruguayo. 

José Benjamín Zubiaur

En rigor, Zubiaur y Coubertin solo se vieron una vez en su vida: cinco años antes de aquel momento fundacional, coincidieron en el Congreso Internacional para la Propagación de Ejercicios Físicos, en el marco de la Exposición Universal de París de 1889, y compartieron su entusiasmo por el modelo anglo-estadounidense de ejercitación en las escuelas. El primer olímpico argentino había ido al Congreso en su rol de pedagogo: influenciado por las ideas de la Generación del 80 y Juan Bautista Alberdi, defensor del conocimiento y el progreso como objetivos de la sociedad, y también abogado, Zubiaur fue un educador popular que vivió con la esperanza de ampliar cada vez más la esfera de la igualdad, “un pensador progresista que recomienda públicamente el valor del deporte para que sea incluido en la currícula escolar”, según el propio Coubertin. Su camino y el del deporte olímpico apenas cruzarían rutas en aquel momento de 1894: Zubiaur seguiría luego ligado a la educación. Se caracterizó por sus ideas pedagógicas renovadoras orientadas a ampliar la enseñanza a todos los sectores sociales, incorporando contenidos como la educación física, la educación industrial y las actividades prácticas, así como modalidades como la escuela nocturna, las escuelas rurales y la educación conjunta de ambos sexos. “Podría haber pasado a la historia como el Coubertin sudamericano. Prefirió mantenerse fiel a sus ideas de transformar la educación escolar” (Fernández Moores, 2010, 92).

Su desempeño como miembro del COI fue, por ello, meramente nominal. De hecho, cuando Coubertin le pidió apoyo para adjudicar los Juegos de 1904 a St. Louis, respondió tres meses después de que la decisión hubiera sido tomada. Faltó a todas las reuniones: no era, como buena parte de los miembros del Comité, un aristócrata que pudiera costearse los viajes a las sesiones del Comité por todo el mundo, tampoco viajar a los Juegos, o ausentarse de sus tareas. Por eso, en la novena sesión, en 1907, lo declararon “dimisionario”. Zubiaur reaccionó en una misiva a Coubertin, explicando que apenas recibía invitaciones y que no merecía el destrato. No importó, y tras poco más de una década, dejó el COI y continuó su carrera como educador.

“Zubiaur no llegó a ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública porque se oponía a la Iglesia Católica y no tenía afiliación política con el poder. Además, no pertenecía a las élites porteñas. Eran los dueños del deporte en Argentina: a ellos sí les fascinaban los ideales olímpicos de Coubertin”, escribe Ezequiel Fernández Moores en su “Breve historia del deporte argentino” (2010, 95): en el giro del siglo, aunque comenzaban a reproducirse los clubes de índole popular, el deporte argentino era de los apellidos ingleses y las élites porteñas. 

De hecho, en la misma reunión de 1907 en La Haya en la que echó a Zubiaur, el barón francés designó a Manuel Quintana: era abogado, pero más importante, terrateniente de familia patricia. Su padre era el expresidente Manuel Quintana. Y él vivía en París.

El primer olímpico (II)

Aquejada por los mismos problemas que Zubiaur (la lejanía, los costos), pese a ser uno de los miembros fundadores del COI, Argentina no movilizó un equipo a los Juegos Olímpicos hasta 1924. Pero siempre hay un argentino: 24 años antes del debut oficial, en los Juegos que también se celebraban en París estuvo Francisco Carmen Camet, esgrimista nacido en Mar del Plata que firmó un excepcional quinto puesto en la que hoy es considerada la primera actuación nacional en la cita olímpica.

Camet nació en 1876 en La Trinidad, el rancho que su padre francés tenía en Mar del Plata. A los 14 años se fue a Francia, donde se enamoró de la esgrima: tendría destacadas actuaciones en la especialidad espada que lo llevarían, con 24 años, a París 1900, donde quedó quinto entre 103 competidores. Los registros oficiales lo señalaron como francés: su padre lo era, y él vivió muchos años en el Viejo Continente. Pero tras los Juegos, Camet volvería a Argentina. Antes de morir en Miramar, tendría dos hijos. Uno de ellos, Carmelo Félix Camet, participaría en Amsterdam 1928 de una gesta del deporte argentino: el equipo de florete nacional, compuesto también por Luis y Héctor Lucchetti, Raúl Anganuzzi y Roberto Larraz, consiguió la medalla de bronce, única a nivel olímpico para la esgrima. 

Cuatro años antes, Argentina enviaba su primera delegación olímpica, compuesta por 77 atletas (ninguna mujer). A aquellos Juegos parisinos debía concurrir otro esgrimista eximio, Juan Domingo Perón: campeón durante una década a nivel militar y nacional en la especialidad espada, Agustín P. Justo, entonces ministro de Guerra, le prohibió participar porque había enviado una carta criticando la designación de Pedro Nazar Anchorena, amigo del presidente Alvear, como capitán de la delegación argentina, según cuenta la leyenda. Lo reemplazó otro Lucchetti, el maestro Alberto. Esta repetición de apellidos ilustres y la presencia nacional fuerte en un deporte como la esgrima refleja con claridad que el deporte, en Argentina, todavía era cuestión de élites.

El deporte era un gesto de clase: la clase acaudalada realizaba en su juventud un “grand tour”, viaje iniciático hacia Europa, donde incorporaban las pautas socioculturales del Viejo Continente. Muchos volvían aficionados al “sport”. “El deporte fue un medio para ser gentleman. Esto se debió a que fue una manera simbólica de expresar ciertos aditamentos propios de una posición acomodada, como el tiempo libre y la riqueza. Pero el deporte también fue un medio para ser gentleman porque sirvió como una forma de educación corporal para inculcar los comportamientos apropiados” (Losada, 2021; 205).

Camet, el primer olímpico, era parte de esa élite. Sin embargo, durante años no fue considerado el primer olímpico: su caso fue descubierto recién en 1988, y quitó a H. Torromé, misterioso patinador, el honor de ser el primero. El atleta cuyo nombre habría sido Horatio o Héctor, nació en Río y se radicó en Londres, siguiendo el trabajo de su padre, importador de té y café. Compitió bajo bandera británica en el Mundial de 1902, pero pidió hacerlo con la bandera argentina cuando clasificó a Londres 1908, ya con ¡47 años de edad! No le fue demasiado bien, pero al menos se convirtió en el primer argentino que figuró como tal en las planillas del COI. El tercero en la lista llegaría en Amberes 1920: Ángel Rodríguez, peso pluma, inauguró la actividad pugilística del país en los Juegos, deporte que le daría la mayor cosecha de medallas al país en su historia y que ya en la siguiente cita olímpica traería cuatro preseas.

Más allá de estas presencias, sin embargo, Argentina faltó oficialmente a los tres primeros Juegos, algo que molestó a Coubertin, que quería para su movimiento la mayor cantidad de naciones participantes. El COI urgió entonces, a través de su miembro Manuel Quintana, al país a participar en la cita de Londres 1908. Y Quintana estaba convencido de que a pesar de la crisis en casa, el deporte argentino debía responder al llamado internacional. Los Juegos, además, eran en Londres, en tiempos donde el deporte argentino hablaba en inglés, era patricio y amateur, y los clubes populares eran apenas nacientes.

Sin embargo, sin fondos era imposible enviar a una delegación numerosa al otro lado del Océano Atlántico a competir durante un par de semanas, alojarse en la ciudad y ausentarse de sus vidas unos meses. Quintana encabezó el esfuerzo en Europa para impulsar al Estado argentino a liberar fondos para el esfuerzo olímpico. El esfuerzo tuvo un epicentro: la Sociedad Sportiva Argentina encabezó el lobby. Nacida de la Sociedad Hípica Argentina, la Sociedad Sportiva, que incluía entre sus fundadores a Julio Argentino Roca, era el epicentro de la élite porteña, gracias a los esfuerzos de su presidente, el barón italiano Antonio De Marchi. Desde ese espacio no fue difícil conseguir las voluntades de los políticos argentinos para que se otorgue el subsidio: en aquellas élites de sportsman porteños se veía la chance de participar por primera vez en un Juego Olímpico como una forma de insertar a la nación en el mundo civilizado, la misión que desvelaba a los regímenes conservadores de aquellos tiempos. También, como una manera de “civilizar” a los muchachos y enseñarles tesón contra la amenaza anarquista y comunista que arreciaba en aquella tierra de terratenientes.

“Los muchachos dedicados a los sports serán sustraídos a la pulpería y el truco. El desarrollo muscular no es tan solo importante para el desarrollo armónico de lo moral del hombre, sino que puede servir en un momento dado para obtener triunfos que decidan la suerte de la patria”, afirmaba, para convencer a sus pares, el legislador Mariano Demaría. “El deporte forma soldados que han de defender alguna vez la integridad y la tradición valiente de la raza”, agregaba Federico Pinedo, ministro de Justicia e Instrucción Pública.

Pero el Comité Pro-Juegos Olímpicos de la Sociedad Sportiva, finalmente, no conseguiría su objetivo. “No se consiguieron los fondos, ni privados ni públicos, para asistir. Lo mismo ocurrió ante los Juegos de Estocolmo 1912 y de Amberes 1920, ya que los de 1916 se suspendieron, debido la Primera Guerra Mundial”, cuenta Víctor Lupo en su “Historia política del deporte argentino” (2004; p. 78). En aquella primera ocasión, luego de que el proyecto pasara por Diputados, el Senado votó en contra del subsidio olímpico por 15 contra 3. La versión oficial indica que eran tiempos donde el Estado promovía la austeridad de un Estado en crisis. Si se concedía dinero de las arcas públicas al deporte, argumentaron, debía ser para fomentar la educación física entre las clases populares, y no los Juegos de Coubertin con su halo aristocrático. La versión extraoficial indica que fue el presidente Figueroa Alcorta quien envió a vetar el subsidio como una venganza contra De Marchi, el yerno de su enemigo, el expresidente Roca. 

Los Juegos Olímpicos del Centenario

Como tantos otros hombres porteños de principios del siglo XX, De Marchi pensaba lo contrario al Senado, y abrazaba la idea del deporte en sintonía con las ideas de Coubertin, como símbolo de virilidad y vehículo para una nación fuerte: el deporte era una forma de hacer política por otros medios, una idea de política conservadora como la que ejerció siendo parte de la Liga Patriótica, la organización de ultraderecha a la que también perteneció Manuel Quintana y que tuvo una participación profunda en La Semana Trágica, la masacre sufrida por el movimiento obrero argentino en la que fueron asesinadas cientos de personas en Buenos Aires, en la segunda semana de enero de 1919, bajo el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen. La misma incluyó el único pogromo del que se tiene registro en América.

Una matanza que comenzó a gestarse una década antes, en las vísperas de los festejos por el Centenario de la Revolución de Mayo: en noviembre de 1909 Simón Radowitzky, un anarquista ucraniano, asesinó al jefe de la Policía Ramón Falcón, desatando una importante persecución a los obreros en lucha en el país. En mayo de 1910, 200 mil obreros, cansados de las matanzas y de la situación económica general, se declararon en huelga durante dos semanas, llevando a la declaración de estado de sitio. Y también, a la creación de un órgano de represión paraestatal, la Policía Civil Auxiliar: entre los jóvenes de la clase alta que salieron a “auxiliar” el esfuerzo de seguridad (que incluyó saqueos, violaciones, la destrucción de las sedes de varios organismos socialistas y judíos y la quema de libros) habría estado De Marchi y varios miembros de la Sociedad Sportiva, el centro de la aristocracia porteña. De Marchi impulsó, junto a la Sociedad Sportiva y el legislador Manuel Carlés (hermano del fundador de la Liga Patriótica), la implementación de los “batallones escolares”, es decir, que los alumnos realicen su educación física en los barracones militares, un proyecto que no le aprobaron finalmente, pero que planteaba un debate que continúa todavía hoy: ¿cuál era la razón por la que el Estado debía impulsar el deporte?

La decisión de salir aquella noche de mayo a perseguir trabajadores y sindicalistas tenía una segunda motivación, además de sus ideas políticas: en el marco de las celebraciones por los cien años de la Revolución, estaba encargado de organizar una competencia multideportiva a la que apodó los Juegos Olímpicos del Centenario, para la que viajaron atletas de todo América, además de deportistas de Bélgica, Alemania, Francia, Italia y España, incluida la leyenda Dorando Pietri, quien cruzó primero la línea de la maratón en los Juegos de 1908 en dramática forma, a punto de desmayarse y auxiliado por miembros del público (entre ellos, Arthur Conan Doyle) y que por esa ayuda sería descalificado.

Los Juegos finalmente se llevarían a cabo en una Argentina convulsionada, con algunos reportes señalando el éxito y otros el fracaso del evento, una lógica propia de esa eterna grieta que divide al país. Pero la “travesura” de De Marchi enojó a Coubertin, a quien nada le gustó que se usara el nombre “Juegos Olímpicos” sin autorización y en contra de lo señalado en la Carta Olímpica. Como consecuencia, expulsó a Quintana del COI por 16 votos contra 1 y decidió “no reemplazarlo”, según figura en el acta de su 11° sesión, celebrada en junio de 1910. Argentina se quedaba sin representante olímpico y se abría un miasma entre el país y el olimpismo que llevaría 14 años cerrar.

El Comité Olímpico Argentino

Tras la expulsión de Quintana, Argentina tampoco conseguiría fondos para ir a los Juegos de 1912 y 1920. En el país soplaban vientos de renovación, que marcarían el desembarco en el poder de Hipólito Yrigoyen y la Unión Cívica Radical en 1916, tras 42 años del régimen conservador del Partido Autonomista Nacional: ganaron las primeras elecciones en 1874, luego de que Sarmiento estableciera la ley 623, según la cual al lado del voto figuraba el nombre del votante. Muchos no iban a votar por miedo o votaban según lo indicado. También, en aquellos tiempos, votaban los muertos. 

El fraude mantuvo a los conservadores en el poder casi medio siglo, hasta que, en 1912, en el marco de una interna del partido y como un modo de evitar que el creciente descontento popular terminara echándolos del poder, se sancionó la ley Sáenz Peña, que estipulaba el voto universal (pero sin las mujeres, todavía), secreto y obligatorio. La ley, sancionada por las élites para sostener el poder, terminó provocando su salida en 1916 y el ingreso del radicalismo: eran tiempos de cambio, y ello se reflejaba también en el deporte, con la aparición de cientos de clubes de barrio por todo el país apropiándose y criollizando la actividad deportiva y el avance del fútbol en la esfera pública. El clima de época, sumado a los esfuerzos fallidos por procurar fondos para los Juegos de 1912, provocaron la paulatina desaparición del centro de la escena de la Sociedad Sportiva Argentina de De Marchi.

Argentina, además, volvía a tender un puente hacia el olimpismo, con la designación de Marcelo Torcuato de Alvear, entonces embajador en Francia, como miembro del COI en 1921. Alvear era el emblema del sportsman, un hombre de la élite criolla, adinerado y aficionado a una multiplicidad de deportes, ganador de la primera carrera a motor de la historia argentina, nadador, esgrimista, tirador y boxeador; un dandy que desafió a la sociedad con su casamiento y que dilapidaría en sus aventuras su increíble fortuna. 

“En 1919, siendo ministro plenipotenciario en Francia del presidente Yrigoyen, Alvear fue nombrado presidente honorario del Comité de los Juegos Olímpicos, que trabajaba arduamente para que nuestro país estuviera presente en los Juegos de Amberes del año 1920, cosa que no sucedió porque el Congreso Nacional no llegó a autorizar los fondos para solventar el viaje de los atletas argentinos. Esto lo marcó a Alvear”, escribe Lupo (2004; p. 73): apenas tres años más tarde, se convertiría en presidente de la Nación, elegido por Yrigoyen para sucederlo, e iniciaría el intento más profundo hasta el momento de impulsar el deporte de alto rendimiento al Estado. 

Con resultados mixtos: porque cuando el presidente Alvear pidió fondos para que la delegación argentina forme parte de lo que serían los primeros Juegos Olímpicos con un equipo nacional, los de París 1924, el Congreso ni siquiera votó el proyecto, como ya le había ocurrido en 1920: el debilitado lobby de la desfalleciente Sociedad Sportiva (De Marchi se había marchado a la Primera Guerra para combatir por Italia, y volvió a un país donde se habían celebrado por primera vez elecciones libres) tampoco había podido empujar al tratamiento del proyecto en las cámaras. Alvear dictó entonces un decreto, el 31 de diciembre de 1923, asignando una partida de 250.000 pesos para sufragar los gastos de la participación, con fondos de premios no cobrados de los beneficiarios de la Lotería Nacional. En el mismo decreto, creó el Comité Olímpico Argentino.

Pero ya había otra organización con intenciones de nuclear a las distintas federaciones deportivas nacionales: la Confederación Argentina de Deportes había sido fundada en 1921 por “las federaciones deportivas, que cada vez más distanciadas del patriciado, aprovecharon el momento para crear la CAD” (Fernández Moores, 2010; p. 78). 

La CAD emergió a partir del fracaso del Comité Por-Juegos Olímpicos, encabezada por el esgrimista Eugenio Pini y con De Marchi en el grupo, para conseguir fondos en 1920. Tras la derrota en la legislatura, “el Comité Pro-Juegos Olímpicos estuvo prácticamente inactivo durante el año que siguió al frustrado intento por enviar la delegación a Amberes, lo cual exasperó a varias dirigentes deportivos, quienes percibieron una oportunidad para crear una institución alternativa que nucleara a las federaciones deportivas y proveyera de sostén al deporte nacional” (Daskal, Torres, Sazbón, 2021; p. 13). Así el 4 de julio se formó la CAD, una institución que pensaba el deporte más allá del alto rendimiento olímpico, y cuyos miembros ya habían protestado el carácter exclusivista del Comité Pro-Juegos Olímpicos (Daskal, Torres, Sazbón, 2021; 11). CAD y COA encarnarían ideas y modelos deportivos enfrentados. Pero a la vez, se fusionarían durante buena parte del siglo XX.

Es que Alvear, como miembro del COI, había prometido a Coubertin no solo la presencia argentina en los Juegos, sino además la creación de un comité olímpico nacional, misión en la que había fallado Quintana. Pero las federaciones se organizaron bajo la CAD, más preocupadas por la organización local que por la participación en los Juegos Olímpicos (a los que hasta ese momento Argentina no había concurrido), generando una lucha de poder en el seno del deporte olímpico que el presidente Alvear resolvería justo antes de su salida, reconociendo en 1927 a la CAD como el Comité Olímpico Argentino. “Para esto la CAD debió reformar sus estatutos, a fin de encargarse de la intervención de los deportistas en los Juegos Olímpicos” (Lupo, 2004; p. 78). En aquel año nació la CAD-COA, que regiría el deporte hasta su separación en 1956.

Lo cierto es que Alvear lo logró: en sus primeros años de gobierno, creó un comité olímpico nacional y envió una comitiva argentina a París 1924. 77 atletas viajaron a la Ciudad de la Luz y trajeron seis medallas, incluido un oro: la del polo, conquistada con un equipo formado por una mayoría de apellidos ingleses. Aunque faltaron dos nombres en aquel equipo: los descendientes de ingleses Johnny Traill y Louis Lawrence Lacey, los dos primeros handicap 10 de la historia nacional del polo, habían competido siempre bajo bandera británica y hasta habían combatido para el imperio durante la Primera Guerra Mundial. Pero conocida la participación en el torneo de Argentina, ambos se negaron a competir contra su hogar y se bajaron del equipo inglés. Argentina sorprendió al mundo con la potencia de sus caballos y su estilo de cabalgar y se posicionó como la potencia mundial del polo que sigue siendo hoy. Lamentablemente, el deporte sólo tuvo otra aparición olímpica, en 1936, donde Argentina volvió a ser oro en un torneo de apenas cinco equipos.

El equipo de polo argentino, en 1924, contra Gran Bretaña

Aquel oro del polo en 1924 fue una de las dos primeras medallas argentinas: el mismo día, el rosarino Luis Brunetto sorprendía al conquistar la plata en salto triple (con récord olímpico). Completaron la cosecha de preseas en 1924 las cuatro conquistas del boxeo: los triunfos de los púgiles argentinos continuarían en 1928, con dos oros y dos platas, y sumados a la conquista de la presea plateada por parte del equipo de fútbol (que rompería con el amateurismo y se profesionalizaría dos años más tarde) reflejaron la creciente criollización del deporte en la vida nacional. La cosecha de aquellos Juegos la completaron el mencionado bronce de la esgrima y una medalla que nunca más se repetiría: un oro en natación, que llegó de la mano de Alberto Zorrilla en los 400 libres. 

Los de 1928 fueron los últimos Juegos de Alvear. Lo sucedió Yrigoyen, bajo quien, en 1929, se aprobaron por primera vez fondos públicos para el esfuerzo olímpico: en septiembre de ese año se acordó por ley un subsidio a la Confederación Argentina de Deportes para concurrir a las ediciones IXº y Xº de los Juegos Olímpicos, Los Ángeles 1932 y Berlín 1936. Así terminaba de nacer la política deportiva en Argentina.

El gobierno de Alvear

La popularización

La primavera democrática llegaría rápido a su fin en Argentina, sin embargo: a Alvear lo sucedió Yrigoyen, pero su segundo mandato duraría solo dos años, interrumpido por el golpe de Estado impulsado por el general José Félix Uriburu y la Standard Oil. Dos años más tarde, el presidente de facto dejaría el cargo tras unas elecciones fraudulentas en las que el radicalismo estuvo proscripto: asumió entonces el antiguo ministro de Guerra de Alvear, Agustín Pedro Justo, quien había sido testigo de las transformaciones del deporte de un entretenimiento de élites a una pasión popular. No era un hombre de deportes, como Alvear, pero olfateó que había posibilidades de utilizar de forma política el deporte. Una idea que quizá nació el 27 de septiembre de 1924, cuando la Selección Argentina de Fútbol enfrentó en la cancha del Club Sportivo Barracas al campeón olímpico, Uruguay: ganó Argentina, 2 a 1, y “tras un gol argentino de Cesáreo Onzari, producto de un tiro de esquina, el público invadió el campo de juego para expresar su alegría, por lo que debió suspenderse el partido. Se siguió jugando el jueves 1º de octubre de 1924, con un alambrado alrededor del campo para evitar la invasión de público. Desde entonces se denomina ‘olímpico’ al gol convertido mediante un córner y, también, al alambrado que rodea a la cancha” (Lupo, 2004; p. 89).

Agustín Pedro Justo estuvo en la cancha aquel día y fue observador de ese desborde de pasión: cuando asumió el mando, ya había percibido “la profunda influencia política y social del deporte, fundamentalmente del fútbol. Iba al fútbol con frecuencia, pero no por vocación. Toda su aproximación al deporte era racional e intelectual”, escribió al respecto el historiador Rosendo Fraga, para quien las políticas en torno del deporte anticiparon las de Perón, una década más tarde. “Se dio cuenta de la posibilidad de hacer una utilización política y social del deporte” (Lupo, 2004; p. 88).

La evidencia del poder del deporte forzaba a los sectores conservadores de la sociedad a cambiar su perspectiva sobre el mismo, que tenía un lugar central en la vida social del país, impulsado por el espacio que ganaba en la conversación pública en alianza profunda con los medios: como en todo el mundo, el deporte encontró en los diarios, revistas y radios un compañero de ruta que aumentaría las concurrencias a los estadios y las ganancias alrededor de cada evento, empujando a la profesionalización particularmente del fútbol.

La revista El Gráfico ocuparía un lugar central en esa alianza: desde el lugar marginal de la cultura popular se introduciría en la cuestión sobre el ser nacional y la identidad argentina: “Intervinieron con una construcción identitaria no legítima (porque el lugar legítimo es la literatura o el ensayo), pero pregnante en el universo de sus públicos. Así el fútbol se transformó en la revista El Gráfico, soporte hegemónico de esta práctica desde los años 20, en un texto cultural, en una narrativa que sirve para reflexionar sobre lo nacional y lo masculino” (Lupo, 2004; p. 62).

“La identidad nacional de los argentinos se formó gracias a los polistas, futbolistas y bailarines de tango, que desde muy temprano en el siglo nos representaron en el exterior. Siempre se habló de la importancia de la exportación de carnes y granos, pero no eran las mercancías más importantes, si tomamos en cuenta que los ídolos de la música y del deporte fueron los que crearon la imagen romántica que en el exterior se tenía de los argentinos”, explicó al respecto, en una entrevista, el antropólogo Eduardo Archetti (Libedinsky, 1999), quien en sus textos “El potrero, la pista y el ring” y “Masculinidades: fútbol, polo y tango en Argentina”, define diferentes formas de ser nacional a partir del deporte, estereotipos que, explica, fueron diseminados desde medios como El Gráfico.

El fútbol, el boxeo y el automovilismo, los deportes de mayor popularidad (y venta de revistas) se transformarían con el correr de los años en el centro de la revista, pero por entonces todavía persistía la cultura multideportiva de las élites inglesas en el imaginario argentino, y Juan Carlos Zabala, heroico oro y récord olímpico en la maratón de Los Ángeles 1932, tuvo su tapa, una de las cuatro medallas que consiguió la pequeña delegación de 32 atletas que viajó a Estados Unidos (el boxeo cosechó las restantes tres preseas, incluidos dos oros).

Zabala en 1932

El tamaño de la delegación se debió a que Justo había tomado la decisión de reducir al máximo el presupuesto destinado a la representación argentina en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1932, aduciendo las dificultades económicas generadas por la Gran Depresión que afectaba al mundo: el recorte provocó un conflicto con un grupo de deportistas que no conseguían la forma de afrontar los gastos de entrenamiento, transporte y estadía, un conjunto de atletas encabezado por el abanderado de aquella delegación, el ya oro olímpico Alberto Zorrilla, que ante la falta de respuestas decidió excluirse del equipo argentino. Oficialmente se informó que Zorrilla estaba enfermo.

Justo fomentó el recorte de gastos ante la crisis, pero su interés en la utilización política del deporte era firme, a punto de anotar a Buenos Aires como potencial sede en 1936 y 1940, aunque no se completaron los pasos burocráticos: la primera candidatura consumada fue para los Juegos Olímpicos de 1956, perdida en 1949 por un voto ante Melbourne, a la que le siguieron postulaciones para los de 1968 y 2004. Los Juegos del 40 fueron adjudicados a Tokio, y luego, en el marco del comienzo de la segunda guerra sino-japonesa, pasaron a Helsinki, antes de ser finalmente cancelados por la Segunda Guerra Mundial. 

Los Juegos del 36, claro, fueron los de Berlín: Argentina nutrió un poco más su delegación, subiendo a bordo del Cap Arcona, el crucero que sería hundido en el final de la Segunda Guerra, 51 atletas. Y entre los deportistas que atravesaron durante 21 días el océano se encontraba Jeanette Campbell, la primera mujer argentina en ser olímpica, y única mujer a bordo del Arcona. Viajaba, además, con pena en el corazón, porque su novio (luego marido) Roberto Peper, que había competido en 1932, no pudo subir al barco por falta de fondos. “Me la pasaba todo el día practicando en una pequeña piscina del barco con mi entrenador, Juan Carlos Borrás, quien compró un gomón al cual me ataba y en una pileta de dos metros de largo; mientras yo braceaba, el gomón me tiraba para atrás”, contó Campbell tiempo después.

Autodidacta, Campbell compitió por primera vez en la escena internacional solo un año antes: en 1935 se autorizó por primera vez a las mujeres para competir en los campeonatos sudamericanos, y allí Jeanette bajó récord tras récord mientras era secretaria en el frigorífico Swift ocho horas por día y con apenas 19 años. Un año después, el 10 de agosto de 1936, Campbell se lanzaba en la final de los 100 libres olímpicos: “Pese a una mala largada, enseguida estuvo adelante, pero no pudo aguantar el final de la holandesa Rita Maestenbroek, que logró conseguir el récord olímpico con un tiempo de 1:05.09. La argentina consiguió el segundo lugar en los 100 metros libres con un tiempo de 1:06.4 (récord sudamericano que recién fue quebrado 28 años después) y de este modo logró la primera medalla de plata olímpica femenina para nuestro país” (Lupo, 2004; p. 106).

Campbell fue una fuerza de la naturaleza: perdió solo tres pruebas en diez años, pero la Segunda Guerra Mundial frustró su chance de buscar el oro olímpico en 1940. Se retiró en 1941, se casó con Peper y tuvieron a Susana, que compitió en los Juegos de 1960: en aquellos Juegos, Jeanette llevó la bandera como un resarcimiento a su carrera y a aquella chance perdida.

Homenaje a Campbell

Argentina completó su cosecha en 1936 con el mencionado oro del polo, cuatro preseas más para el boxeo (incluido un oro) y un bronce del remo (Horacio Podestá y Julio Curatella). Al año siguiente, Justo impulsó la Ley Nacional 12.345, que en su artículo 29º creó una Comisión Asesora Honoraria para administrar el Fondo de los Deportes. El nombre prometía pero, acorde con los tiempos que corrían, el dinero del fondo sería utilizado mayoritariamente para colaborar en la construcción de los estadios de fútbol y ganarse el favor del público.

Referencias

Archetti, E. (2001). El potrero, la pista y el ring. Las patrias del deporte argentino. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Daskal, R., Sazbón, D., Torres, C. (2021). Historia de la Confederación Argentina de Deportes (1921-2021). Escobar: GES Deportes.

Fernández Moores, E. (2010). Breve historia del deporte argentino. Buenos Aires: Editorial El Ateneo.

Libedinsky, J. (2001). Fútbol, polo y tango, los tres pilares de la identidad argentina. La Nación.

Losada, L. (2021). La alta sociedad en la Buenos Aires de la belle époque. Universidad Nacional de Quilmes Editorial: Bernal.

Lupo, V. (2004). Historia política del deporte argentino. Buenos Aires: Corregidor.

Pochat, V. (2012). Coronados de Gloria: la historia inédita de las medallas olímpicas argentinas. Buenos Aires: Corregidor.

Rodríguez, E. (2016). Libro II de los Juegos Olímpicos. Buenos Aires: Deporte de la Nación.

Rodríguez, E. (2012). Ser Olímpico. Buenos Aires: Ediciones Al Arco.Scher, A.; Blanco, G. y Búsico, J. (2010). Deporte Nacional. Dos siglos de historia. Buenos Aires: Emecé.

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