Clase 3: Un mundo nuevo

“La expansión del deporte en el siglo XIX no fue meramente coincidente con la expansión del capitalismo, sino que fue una parte integral de esa expansión, no sólo en términos de organización económica, sino en términos de significado ideológico”, escribió el historiador Tony Collins en “Deporte y la sociedad capitalista” (2003; p. 13). ¿Qué pasaría entonces tras la caída de la Unión Soviética, que marcaba el final de la Guerra Fría y el virtual triunfo del modelo capitalista de vida sobre otras posibilidades? 

El teórico Francis Fukuyama señalaba por ese entonces el fin de la historia: si la historia estaba hecha de conflictos, la caída del bloque soviético señalaba la comunión final bajo una bandera, la del mercado. Con su marca global y su estructura transnacional, los Juegos Olímpicos parecían haber estado construidos para la ocasión, y así se comportaron durante el fin del siglo XX y el principio de nuestro siglo, impulsando la comercialización de las Olimpíadas y su marca global a nuevas fronteras e instaurando un festival de corporaciones, negocios y corrupción bajo la bandera de la desregulación de las actividades financieras que capturaba la imaginación del mundo tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Para Fukuyama (1993) el fin de la historia significa el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas: los hombres satisfarían sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas. Su postulado sería largamente criticado, y desmentido por un siglo XXI poblado de conflictos, levantamientos y la crisis del supuesto “modelo final”: de la misma forma en que ese final de la historia escondía mil conflictos, los Juegos del fin de la historia también contaron mil historias. Todas, a través de una televisión que terminaría de convertirse en la gran aliada de los grandes espectáculos deportivos en aquella década del 90.

“Hasta la década del 80, los canales de televisión de la mayoría de los países se hallaban bajo el control del Estado. El punto de inflexión se produjo en el contexto del giro mundial hacia el neoliberalismo (….) En un país tras otro, los gobiernos dejaron de monopolizar la propiedad de los canales de televisión y abrieron el mercado al capital privado, que comenzó a desempeñar un rol cada vez más importante en los deportes. La competencia feroz que siguió entre los canales de propiedad privada (…) dio origen a un aumento sideral en las cifras que los canales estaban dispuestos a pagar para transmitir los eventos deportivos más importantes” (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 249)

El primer Juego de esa nueva era fue Barcelona 92, el sueño de Juan Antonio Samaranch, que llevaba los Juegos a su pueblo. Con gran astucia, el día de la votación, hizo elegir primero la sede de los Juegos de Invierno, en los cuales ganó Albertville: la elección de la localidad francesa dejaba virtualmente fuera de competencia a París, la gran rival de Barcelona para los Juegos de Verano. 

Barcelona fue el primer Juego Olímpico tras la disolución del bloque soviético, la primera Olimpíada del nuevo mundo: la batalla gélida entre las potencias había terminado y los Juegos solidificaban en la ciudad catalana su nueva fisonomía, una cara sonriente y festiva donde no había lugar para el conflicto: incluso cuando habría protestas en las siguientes ediciones, sonoras, como la de Cathy Freeman en Sídney 2000, no serían desestabilizantes, sino parte del show. De todos modos, y aunque buena parte del deporte del siglo XXI abraza ahora el activismo como una herramienta de marketing, el COI sigue al presente sosteniendo su postura de neutralidad política y prohíbe las manifestaciones políticas en escenario olímpico; para los Juegos de Tokio, flexibilizó un poco las reglas, pero dejó fuera de los podios las celebraciones activistas.

La Regla 50 es la que regula las manifestaciones políticas en los Juegos Olímpicos: con un mundo en llamas por una crisis sanitaria que exacerbó el enojo de los desposeídos, camino a Tokio los movimientos sociales recibieron un importante impulso que estalló en el deporte. En cuestión de meses, Brasil amagó un boicot contra la Copa América 2021, los jugadores de fútbol se arrodillaron antes de cada partido de la Euro 2021, donde algunos capitanes lucieron brazaletes arcoiris para protestar el retroceso en materia de derechos LGBTQI+ en algunos países europeos, mientras del otro lado del mundo la violencia policial contra los negros en Estados Unidos encendía protestas multitudinarias y conseguía incluso frenar a la NBA. El paro de septiembre de 2020 del basquet se volcó a otros deportes, incluidos el tenis, donde Naomi Osaka consiguió frenar el Masters 1000 de Cincinnati. “Antes que deportista, soy una mujer negra, y ver el continuo genocidio de personas negras a manos de la policía me enferma el estómago”, lanzó. 

Atónito, Trump alcanzó a mostrar la hilacha: “La NBA”, protestó, “se ha convertido en una organización política”. Es la idea del establishment: jueguen y cállense. Pero hoy, mucho más que en el pasado, los atletas pueden jugar y hablar: las redes sociales han habilitado ese movimiento sísmico en la estructura deportiva. Hoy las estrellas no dependen del deporte: son íconos globales que exceden lo deportivo. Messi, Cristiano, LeBron son mucho más que las marcas COI, FIFA, UEFA, Conmebol. El dinero los sigue a ellos. Incluso marcas como Nike han cambiado su estrategia de marketing, desechando atletas de la vieja escuela por jóvenes con fuertes opiniones: uno quizás no haya visto nunca un partido de fútbol americano, pero conoce el rostro de Colin Kaepernick, que en 2016 se arrodilló durante el himno en un encuentro para protestar por la desigualdad racial. Fue expulsado de la NFL, pero Nike lo hizo el eje de su nueva campaña de publicidad. 

En ese contexto, el COI se encontraba en una encrucijada: no quería perder el control de su evento, pero tampoco puede ser ciego a la creciente pulsión de los atletas de utilizar su voz; necesitaba sostener esa neutralidad que lo hace global, pero no quería quedar de espaldas a la apetecible audiencia joven. No querían que los Juegos se conviertan en un “mercado de manifestaciones”, como tiró el presidente del COI Thomas Bach, pero tampoco volverse obsoletos. 

Entonces, en Lausana se dispusieron a revisar la Regla 50, avisando que la legislación “no quiere silenciar a los atletas, sino mantener la neutralidad política de los Juegos Olímpicos”. Así fue que un hecho inédito, el COI escuchó a los atletas, al menos de forma performática: durante 11 meses, la Comisión de Atletas del COI realizó encuestas a unos 3.500 deportistas para determinar qué hacer con la Regla. ¿Está bien protestar en el podio olímpico?, les preguntaron. El 70% respondió que no, y la Comisión pidió entonces que la Regla se sostuviera, con algunas modificaciones y recomendaciones: la regla revisada indica que los atletas podían expresar sus opiniones, pero no en la Villa Olímpica, los podios o cualquier ceremonia oficial. Los lugares designados para protestar son las conferencias de prensa, las redes sociales, las reuniones de equipo. La Regla también establece ahora lo que es inaceptable, e incluye el uso de brazaletes y gestos como arrodillarse o elevar el puño.

Con esta fantasía de Juegos sin política, los Olímpicos siguen abrazando así el credo del fin de la historia, mostrando su felicidad disneyzada para el consumo vía satélite de las familias de todo el mundo: Barcelona, como los Juegos que seguirían, hizo énfasis en el espectáculo antes que en el deporte, ayudado por el hecho de que fueron los primeros Juegos sin restricción alguna para los profesionales, lo que permitió el desembarco de varios íconos globales, marcas caminantes, como las estrellas del Dream Team.

Era la culminación de un largo proceso de flexibilización que iba de la mano con volver más imponente el espectáculo y permitir una mayor participación en la familia olímpica del sponsoreo: el Dream Team coronaba la profesionalización de las Olimpíadas con gran éxito, deslumbrando al mundo entero con su magia y consiguiendo la medalla dorada. En la ceremonia, seis jugadores se cubrieron la marca que auspiciaba al equipo, Reebok, con una bandera norteamericana, porque eran atletas de Nike (la escena puede verse en “The Last Dance”, la serie sobre los Bulls de Jordan).

Lo mejor del Dream Team

Nike, que por ese entonces cumplía recién un cuarto de siglo, ganaría terreno lentamente en la familia olímpica, donde ya estaba establecida desde los albores del evento Coca-Cola: el sponsor primigenio quería, cuatro años después de Barcelona, llevar los Juegos a su ciudad, Atlanta, y su lobby y su billetera surtieron efecto. La ciudad estadounidense sería elegida sede de las Olimpíadas de 1996, desplazando a Atenas, la lógica elección porque, claro, se cumplían cien años del primer Juego Olímpico.

La efeméride no importó: Coca-Cola aportó millones al comité organizador (el evento terminaría convirtiéndose en un festival de marketing de la bebida: nada es gratis), deslizó algunos billetines (primeras señales de la fiesta de sobornos y corrupción que llegaría dos años más tarde, también impulsada por Estados Unidos, erigida tras el escándalo de Sochi 2014 -curiosamente- en la policía del mundo) y hasta consiguió cambiar algunas legislaciones para lubricar el desembarco olímpico.

“Coca-Cola retorció los brazos de la política cuando hizo falta, detrás de escena, para conseguir excepciones. Los Juegos se apodaron, rápidamente, las Olimpíadas de Coca-Cola” (Boykoff, 2016; p. 142). Con el dinero de Coca-Cola y privilegiando, como hiciera Los Ángeles 1984, el influjo de dinero privado para financiar el evento (aunque, como siempre, el costo de las operaciones recayó en el Estado, particularmente en cuanto a gastos de seguridad e infraestructuras necesarias para el desembarco de miles de atletas, periodistas y turistas), Atlanta fue escenario de otro gran espectáculo norteamericano, similar al que quizá algunos alumnos recuerden del Mundial 1994: estridencia, espectacularidad, mucho color y muchísimas marcas vendiendo a todo momento. Disneyficación pura, completada con una mascota de estética animada: Whatizit, alias Izzy, un personaje antropomórfico de color azul, realizado con animación por computadora, que puede transformarse en diferentes formas.

Ecologismo y transparencia

Cuatro años más tarde llegaría Sídney 2000, aunque, en medio, hubo varios eventos que definieron el ecosistema olímpico: emergió la evidencia del desastre ecológico que habían significado los Juegos de Albertville 92, y también evidencias de sobornos en torno de la elección de Atlanta como sede de 1996, primero, y de Salt Lake City, que sería sede de los Juegos de Invierno de 2002, después.

El COI, que para entonces era ya una multinacional cuyo valor no era deportivo sino el de vender un espectáculo imbuido de ciertos valores a las marcas que quisieran adoptar como propia el aura de los Juegos, necesitaba limpiar su imagen. Así fue que camino a Sídney 2000 el movimiento olímpico abrazó la retórica ecologista: en 1995 agregaron una regla a la Carta Olímpica que dictaba que “los Juegos se realizarán en condiciones que demuestren una responsable preocupación por el medio ambiente” (Comité Olímpico Internacional, 1995; p. 13). Cuatro años después, lanzaron un programa que prometía que sus Socios (los sponsors miembros del TOP) integrarían el desarrollo sustentable en sus políticas y actividades. 

Eran apenas declaraciones para barnizar la marca olímpica. Auspiciaba el lavado de cara ecologista Shell, uno de los socios del TOP, por lo que no extraña que Sídney, que dejó una deuda a los contribuyentes de 1.700 millones de dólares, obviara las protestas de cientos de activistas y decidiera construir un estadio para diez mil personas en Bondi Beach, considerada por los australianos como “la playa más hermosa del mundo”, un hermoso y natural frente de arena que ahora sería atacado, durante los Juegos “más verdes de la historia”, por decenas de miles de ruidosos turistas que llegarían con sus desechos de plástico para ver un poco de beach volley. Es que mandaba la tevé: la NBC, el canal estadounidense que quería el fondo paradisíaco de la sede para su transmisión y había pagado 600 millones por los derechos. Bondi Beach fue sede del voley playa. Respecto de esta nueva retórica “eco” del COI, escribe Boykoff: “A menudo, el discurso de la sustentabilidad es un velo embellecido que oculta la rapacidad incesante del capitalismo. La recién descubierta narrativa verde del Movimiento Olímpico se parece más a marcar una casilla eco que a ambientalismo consecuente” (2016; p. 147).

En la misma línea, los de Sídney fueron los primeros Juegos bajo el gobierno de AMA, la Asociación Mundial Antidopaje que entró en funcionamiento en 1999: el escándalo de Seúl 88, con Ben Johnson a la cabeza y todo tipo de versiones sobre lo que allí aconteció, impulsó a una década de debates sobre cómo enfrentar el problema del dopaje. El COI había instaurado los tests a mediados de los 60, pero delegaba la responsabilidad a las federaciones y gobiernos locales, afirmando, en los días austeros de Avery Brundage, que nada podía hacer con sus recursos sin la voluntad del mundo, y el mundo no tenía demasiados deseos, en aquellos días donde el campo de deporte era un campo de batalla, de permitir el ingreso de un privado a controlar a sus ciudadanos. Nada se hizo durante décadas, pero Seúl cambió todo, y el COI impulsó la creación de una organización independiente con la capacidad de operar en todos los países miembros del Olimpismo. Como se hizo evidente con la revelación del dopaje de Estado en Rusia que derivó en la suspensión del país de los Juegos de 2016, la AMA es todavía un organismo limitado por las voluntades de los Estados de colaborar.

No solo la vergüenza impulsó al COI a cambiar su política anti-dopaje: también, cambiaba el mundo y el Comité eligió ponerse al día. 

“La resistencia ejercida por el sistema político internacional contra los esfuerzos anti-doping comenzó a ceder hacia fines de la Guerra Fría. El estatus en el orden emergente mundial derivaba ahora de la reputación de justicia y responsabilidad. Las autoridades nacionales comenzaron a tomar un rol más directo para combatir las sustancias que mejoran el rendimiento en el deporte internacional” 

(Hunt, 2011; p. 4)

En el nuevo mundo, la “transparencia” era un bien preciado, y estaba en boca de todos los políticos del orden mundial neoliberal: la apertura de los mercados mundiales se oponía a las fronteras cerradas que sostenían secretos y violaciones a los derechos humanos. El triunfo del libre mercado era el triunfo de un sistema de valores más democrático. Ecologismo y transparencia: palabras que figuran en cualquier manual de comportamiento corporativo en este siglo XXI. 

Entonces como ahora, bajo la máscara de la “transparencia” y el “green washing”, el COI, en un reino sin fronteras ni regulaciones, continuaba operando todo tipo de negocios. De hecho, aquella fue la era más escandalosa para el Comité Olímpico Internacional, un tiempo que comenzó con las revelaciones de que Salt Lake había comprado por al menos 3 millones de dólares en numerosos sobornos (eso es lo que encontraron) la posibilidad de ser sede de los Juegos de Invierno en 2002 (un par de despidos simbólicos más tarde, Salt Lake igual fue sede). Quedaba claro que tras el éxito económico de los Juegos de Barcelona, que desarrollaremos más abajo, todos soñaban con reinventar sus ciudades gracias a los Juegos Olímpicos, y gracias a este COI de Samaranch generoso para los inversores, todos olfateaban las oportunidades económicas que traían las Olimpíadas: esa puesta en valor del evento daba al COI mucho poder para exigir a las ciudades condiciones estrafalarias. Las ciudades, desesperadas, inflarían sus propuestas y los Juegos se volverían, en los siguientes años, faraónicos.

El aumento en los costos de ser sede, que recaía sobre los municipios que debían aggiornar sus rutas, su hotelería, sus accesos y sus hospitales para poder acceder a un Juego Olímpico, volvió rápidamente no sustentables las Olimpíadas: si el negocio de ser sede siempre había sido dudoso, a medida que avanzaba el siglo XXI parecía evidente que los eventos eran financiados por el bolsillo público en su mayoría, y que los negocios los hacían los privados.

Entonces, el discurso ecológico y otras palabras mágicas hicieron su ingreso con fuerza en el léxico del Comité Olímpico: 

“Se volvía cada vez más obvio, incluso para el COI, que los argumentos de rutina sobre los beneficios económicos de los Juegos que impulsaba la realeza global de las empresas consultoras de gestión no podían sostenerse. Cada investigación racional del tema demostraba que las ganancias netas de ser sede, en términos de inversiones, crecimiento, empleo, sueldos y turismo, iban de lo minúsculo a lo negativo. Así, el movimiento olímpico comenzó a recostarse sobre otros argumentos: en particular, las mejoras ambientales que llegaban con ser sede, y los legados deportivos y sociales que dejaban los Juegos” (Goldblatt, 2016; p. 383)

Del legado ambiental ya hemos hablado en el caso de Sidney. En cuanto al legado social, ya mencionamos cómo Tokio marcó una tendencia olímpica: la infraestructura construida a menudo implicó un aumento del costo de vida en las regiones renovadas y una importante especulación financiera que marginó a la parte menos adinerada de la ciudad. En cuanto al legado deportivo, casos desastrosos como el de Atenas 2004 que se avecinaba, demuestran que se construye y luego se abandona: los costos para mantener esas estructuras son elevados, y el uso que se les da es a menudo ínfimo, sobre todo en países sin tanta cultura deportiva. Daño colateral de todo megaevento, el COI también ha incluido en su Carta Olímpica en los últimos años la necesidad de organizar Juegos ambientalmente y financieramente sustentables, también una condición para las ciudades organizadoras que construyen ahora estadios desmontables y camas de cartón. 

Elefantes blancos y gentrificación

La “sustentabilidad” apareció con Sídney en el horizonte de la narrativa olímpica, frente a las crecientes acusaciones de “gigantismo”: todos los aspirantes a ser sede olímpica decían ser sustentables, presentando propuestas con una expectativa de costos ínfimos que luego se convertía en un fastuoso gasto real, a menudo pagado con el dinero de los impuestos de los ciudadanos. Y Atenas 2004 fue, sin duda, el más grande ejemplo de esta tendencia: a pesar de encontrarse ya económicamente inestable, gastó 15 mil millones de dólares para construir una manada de elefantes blancos, estadios gigantescos sin ninguna perspectiva de uso futuro que plagan hoy el paisaje de la ciudad. Nueve mil de esos millones los pagaron las arcas estatales; los Juegos perdieron unos 14 mil millones de dólares: el costo de organizar el evento ha sido citado como un factor mayoritario en la crisis política y económica que atravesaría tres años después Grecia. Como no podía ser de otra forma, 21 de los 22 recintos construidos para la ocasión están hoy abandonados y en ruinas.

Los elefantes blancos de Atenas, ayer y hoy

Eso no impidió que cuatro años más tarde Beijing invirtiera alrededor de 40 mil millones para organizar los Juegos de 2008: las Olimpíadas debían ser la culminación de un proceso de apertura de China al mundo (al mercado), por lo que no debía escatimarse gastos en mostrar el rostro feliz y globalizado de un país abierto para negocios. La llegada de los Juegos al enclaustrado país asiático parecía simbolizar la caída de toda frontera mundial.

“La marcha de 204 equipos nacionales en el estadio durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 marcó el momento en que el sistema mundial de Estados nacionales (…) llegó a su culminación lógica. Por primera vez en la historia, cada milímetro habitado del planeta había sido asignado a la jurisdicción de un comité olímpico nacional. Aunque había algunas entidades que reclamaban ser reconocidas como países a los propósitos olímpicos habían confabulado para tener su propia representación separada (…) De allí en adelante, la aparición de nuevas delegaciones sólo podría resultar de la escisión de jurisdicciones de comités olímpicos previamente unificados”. (Besnier, Brownell, Carter, 2018; p. 275)

Así, por haberse desarrollado a la par del nacionalismo moderno durante más de un siglo, los Juegos Olímpicos se habían convertido en el mayor escenario público para anunciar la existencia de un país a una audiencia mundial: o, como explicaba John MacAllon, “para ser una nación reconocida por otras y ser real para sí mismo, un pueblo debe marchar en el desfile de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos” (1991; p. 42). 

Y China, como Moscú en 1980, no tenía problemas debido a su sistema político autoritario para acceder a los fondos públicos, implicara lo que implicara para su población: todo debía lucir perfecto. Eso implicó no solo faraónicas construcciones, sino incluso enviar a una niña que representaba la belleza hegemónica a hacer de cuenta que cantaba en la ceremonia inaugural, mientras detrás de escena prestaba su preciosa voz al esfuerzo nacional una niña menos hegemónica. Aquella ceremonia incluyó también fuegos artificiales falsos para la transmisión televisiva. 

Las falsedades de la ceremonia de apertura de Beijing 2008

Pero esto es apenas un poco de maquillaje, inocuo frente a otras medidas que el gobierno oriental tomó para mostrar una China “derecha y humana”. “Confiamos en que con los Juegos visitando China no sólo promoverá la economía, sino que mejorará la situación de todos los sectores sociales, incluyendo educación, salud y derechos humanos”, lanzaba Wang Wei, oficial del comité organizador (Jefferson Lenskyj, 2020, p.41). Nada de eso ocurrió: al contrario, el gobierno reprimió violentamente toda protesta y aprovechó los Juegos, la algarabía y el supuesto peligro de ataques terroristas para gastar 6 mil millones en un circuito de vigilancia y en dar más poder a su aparato represivo.

“Las autoridades se cebaron con las minorías tibetana y uigur. Unos meses antes del comienzo de las Olimpíadas, y mientras se reprimía brutalmente las protestas conmemorativas del fallido levantamiento tibetano de 1959, se cerraron decenas de restoranes musulmanes en Beijing”, describen Corriente y Montero (2011; p. 339). Desde 2008, diversas investigaciones han demostrado que fueron desatinadas las predicciones de que los Juegos servirían para acelerar la democratización china, como la realizada por el miembro etíope del COI Fékrou Kidané, que apelando a la mística de los Juegos anticipó que “China evolucionará en la dirección correcta gracias a los Juegos” porque “el ideal olímpico, unificador por esencia, puede hacer la diferencia y servir para construir un mundo más pacífico” (Kidané, 2001; p.45).

Kidané acertó más cuando afirmó que, antes que los derechos humanos, “el principal tema de conversación era el mercado que se abre para las multinacionales. La ética y la moral no se citan en la Bolsa” (2001; p. 46). Y así fue que ningún agente internacional dijo o hizo nada, porque los Juegos representaban la posibilidad de llevar sus productos al poderoso mercado chino: algunas empresas estadounidenses tuvieron problemas porque una ley de su país prohibía exportar tecnología a China para sus fuerzas de seguridad, luego de la masacre de la plaza Tiananmen, pero le encontraron la vuelta gracias a algún vericueto legal. Las corporaciones de todo el mundo se hicieron un festín con los miles de dólares que el gobierno chino estaba dispuesto a gastar en seguridad y fuerza de choque: el capitalismo vencía a la geopolítica y parecía darle la razón a Fukuyama.

Claro que estas historias eran difíciles de contar porque el gobierno chino vigilaba celosamente lo que escribían en los medios, e incluso entregaba a cada periodista que ingresaba al país un folleto con “sugerencias” sobre los temas que convenía, y que no convenía, tratar en sus reportes. En 2008, China figuraba en el puesto 167, sobre 173 países, en el ranking de libertad de prensa elaborado por Reporteros Sin Fronteras; hoy, lejos de haber mejorado gracias a la apertura que promovieron los Juegos Olímpicos, es el país número 175 de 180.

Los Juegos de Beijing “se celebraron en un país presidido por una casta política armada hasta los dientes contra su propia población y que ha aprovechado la ocasión que se brindaba para probar nuevas leyes y poner a prueba nuevos mecanismos y tecnologías de control social” (Corriente-Montero, 2011; p. 344). El atentado ocurrido en Atlanta 96 y la amenaza del terrorismo internacional tras la caída de las Torres Gemelas en 2001 profundizaron la paranoia e impulsaron el crecimiento del negocio de la seguridad en los países organizadores.

También aprovecharon las autoridades chinas para lanzarse a otro lucrativo mercado: el de la especulación inmobiliaria. Con la excusa de los Juegos, el gobierno chino desplazó a millones de personas de sus hogares para construir sus faraónicas estructuras, en tierras que, como en Barcelona, triplicaban su valor, corriendo de hecho a quienes quedaran todavía allí. “Para cumplir los objetivos, las autoridades municipales no dudaron en destruir barrios enteros ni expulsar a los residentes del centro de la ciudad en el marco de un proceso de urbanización salvaje en el que los bulldozer arrasaron gran parte de los 4.500 quinientos hutongs (callejuelas en las que las viviendas dan paso a un patio cuadrado) que conformaban el casco antiguo de Beijing y que fueron construidas en los alrededores de la Ciudad Prohibida durante las dinastías Yuan, Ming y Qing” (Corriente-Montero, 2011; p. 340). 

Así, mientras el gobierno chino intensificaba el acoso político a las minorías y el control social sobre el conjunto de la población, la organización Beijing se esforzaba por poner a punto la imagen de una ciudad limpia y moderna. “Con ese pretexto se invirtieron enormes sumas en la construcción de edificios de diseño como el Estadio Olímpico, el nuevo Teatro Nacional o la sede de la televisión pública CCTV, obras que generaron una enorme especulación inmobiliaria y los consiguientes actos de resistencia ante los desalojos” (Corriente-Montero, 2014; p. 340). Este proceso, llamado gentrificación, se había vuelto moneda corriente alrededor de las construcciones olímpicas y las reconstrucciones del espacio urbano que se hacían en cada Juego: en China, los que rechazaban el desalojo eran enviados a los infames “campos de reeducación”; Beijing fue premiada tras los hechos de 2008 con otra Olimpíada: sería sede de los Juegos de Invierno 2022.

Los elefantes blancos abandonados de Beijing

“El gobierno dice que los extranjeros politizan las Olimpíadas”, decía un vecino de Beijing al Washington Post, en medio de los pedidos internacionales de suspender los Juegos en un país donde los derechos humanos son sistemáticamente violados, “pero a la vez convierten a los Juegos en un tema político: nosotros no creemos que nuestras casas fueron tiradas abajo por las Olimpíadas; la verdadera razón es que quieren hacer dinero”.

El proceso de gentrificación es desde Barcelona central en el plan olímpico, uno de los principales beneficios que impulsa a los empresarios de una ciudad a empujar para la realización de un evento olímpico en la esquina de su barrio: a caballo del dinero público, ciertos espacios de una ciudad, abandonados, se reconstruyen con la excusa del evento olímpico, que provoca un aumento de los alquileres o del coste habitacional en estos espacios. Muchos habitantes del barrio son forzados a dejar el lugar, por orden municipal; el alza en el nivel del espacio lleva a un alza en los alquileres que provoca el abandono del resto. Los habitantes tradicionales del barrio dejan lugar a una clase acaudalada, y los dueños de aquellos edificios, comprados a precios bajísimos, casi abandonados y que ahora, gracias al dinero público, han sido revalorizados, son los grandes ganadores de la jugada. Jugadores privados, no públicos, que ganan gracias a una inversión de las arcas públicas.

Así, el mito de que Barcelona fue “la gran ganadora” de sus Juegos comienza a resquebrajarse. Pero al día de hoy, de todos modos, Barcelona 92 sigue siendo considerado el modelo ideal de Juego Olímpico, debido a que “los Juegos fueron puestos en servicio de un plan preexistente, en lugar del típico patrón de desarrollar la ciudad al servicio de los Juegos” (Zimbalist, 2016; p. 73). El “modelo Barcelona” implicaba que ciudades emergentes utilizaran los Juegos para recaudar fondos que permitieran terminar procesos de reconstrucción (en Barcelona, la reinvención había comenzado a mediados de los 70), y, de paso, mostrar esa nueva ciudad al mundo: Barcelona, de hecho, se convirtió durante algunos veranos en la ciudad más visitada de Europa.

Todos quieren todavía copiar el modelo catalán, como prueba que, mientras una sola ciudad estuvo en condiciones de presentarse como sede en 1984, Los Ángeles, una década más tarde ya eran cinco las que optaban para los Juegos de 1996; en el 2000, ocho, y en 2004 fueron once. El sueño de las sedes de ser la próxima Barcelona dio poder al COI, que se volvió mucho más exigente a la hora de considerar sedes, habilitando la era de las gigantescas construcciones, las coimas y la malversación de fondos públicos que venimos explorando.

Ahora, aunque se reportó una ganancia para la organización y un crecimiento sustentable de la ciudad tras 1992, es difícil, por la naturaleza escurridiza de los balances de las Olimpíadas, los gastos extra-oficiales y las inversiones en infraestructura de la ciudad, saber a ciencia cierta cuánto se gastó. El registro oficial muestra una erogación de 11.500 millones de dólares, con dos tercios del bolsillo público. Teniendo en cuenta la profunda mejora de la infraestructura de la ciudad y el habitual porcentaje de participación privada en las inversiones, que los privados hayan costeado un tercio de los Juegos asoma ideal: claro que a cambio fueron parte de la repartija resultante del mencionado proceso de gentrificación y especulación inmobiliaria, que elevó el costo de vida 250% en las áreas centrales de Barcelona. 

Pero más feroz fue la “limpieza social” de Atlanta, cuatro años más tarde: la ciudad arrestó miles de homeless (no se necesita ser la China autoritaria para querer ocultar la pobreza) e incluso “a algunos homeless y pobres los enviaban con boletos de ida a Alabama y Florida. La demonización de los pobres de Atlanta de parte de las élites poderosas no comenzó en los Juegos, pero ser sede de las Olimpíadas le dio a la práctica esa adrenalina que necesitaba para convertirse en la prevalente, incluso feroz, política pública principal” (Boykoff, 2016; p. 143).

¿Por qué un pueblo democrático permitiría estos abusos? Aunque siempre hay protestas, Boykoff se refiere a la tendencia del público general a desoír los reportes de abuso y opresión camino a un Juego Olímpico como “capitalismo de celebración”. El académico traza un paralelismo con el “capitalismo de desastre” descrito por Naomi Klein, que implica que cuando un desastre azota la tierra, el contribuyente, el ciudadano de a pie, está dispuesto a delegar sus libertades a quienes prometan soluciones. Y quienes prometen soluciones son sociedades público privadas que favorecen a las corporaciones mientras generan fuertes cargas en el bolsillo del contribuyente. Boykoff plantea que, camino a un Juego Olímpico, con tal de que el evento se lleve a cabo, los ciudadanos aceptan todo tipo de negociados, restricciones y abusos. 

El público, de todos modos, no siempre está tan predispuesto. De hecho, los escándalos de dopaje y corrupción que plagaron las presidencias de Samaranch y Jacques Rogge provocaron una pérdida de legitimidad para la impoluta marca olímpica, y un crecimiento en las manifestaciones en contra de los Juegos: Londres 2012 y Río 2016 se realizaron bajo importantes protestas.

En el caso de Río, las quejas eran lógicas. Brasil había ganado la sede, y también la chance de hospedar la Copa del Mundo de la FIFA, durante un período de crecimiento, y estaba, como China, ansiosa de mostrarse como una potencia emergente ante el mundo. Pero aquel período ya había llegado a su fin: Brasil estaba sumida en la recesión más profunda de su historia cuando llegó su turno de ser sede olímpica, una oportunidad que implicó una erogación de 13 mil millones de dólares, 11 mil millones provenientes del dinero de los impuestos de los ciudadanos; y atravesaba, de paso, una profunda crisis política, tras el escándalo del Lava Jato que derivó en la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. En todo el país, manifestantes protestaban a favor y en contra de Dilma, mientras Temer miraba los Juegos por tevé, a cargo del país. 

El Mundial de 2014 se había realizado de forma austera, y Río 2016 también cumplió, sin demasiados contratiempos y con todos los decorados en su lugar, aunque bastantes cuestiones atadas con alambre detrás de escena: pero la aventura de “salir al mundo” generó una pérdida de 2 mil millones de dólares. Pocas fotos quedan de aquellas protestas de 2012 y 2016, opacadas por las hazañas de Usain Bolt, Michael Phelps y Simone Biles, y también por el fuerte control mediático que se cierne en torno de los Juegos y un espectáculo tan grande que ahoga las decenas de artículos críticos que se escriben: en la era del capitalismo de celebración, después de todo, el público quiere celebrar, no amargarse.

Todas las medallas de Usain Bolt

Eso sospechó Boris Johnson, que en 2012 era el alcalde de Londres y que luego fuera Primer Ministro, en parte gracias al éxito de aquellos Juegos: en la previa, cientos de ciudadanos londinenses protestaban la apropiación del espacio público para negocios privados y la fastuosa erogación de dinero para reformas que favorecerían la especulación inmobiliaria mientras el Gobierno nacional decretaba leyes de austeridad. El costo de los Juegos de Londres pasó de casi 4 mil millones en la previa a 18 mil millones cuando se bajó la persiana, pero Johnson fue contundente: “Basta de lloriquear”, pidió a los protestantes que llamaba la “coalición arcoiris”. “Vamos a tener el mejor show del mundo en la mejor ciudad del mundo”.

Aquellos Juegos tendrían 82 medallistas rusos, pero en los subsiguientes años serían reducidos a 66: había perdido 16 medallas, entre ellas 6 oros, tras comprobarse retrospectivamente, a través de muestras de sangre y orina almacenadas por AMA, que habían incurrido en dopaje.

El número no era casualidad: el Estado ruso había, tras los magros resultados de los Juegos de Invierno Vancouver 2010, organizado un sistema de dopaje estatal. Si en los primeros años del siglo XXI los casos de dopaje más resonantes fueron todos estadounidenses, esos escándalos serían totalmente eclipsados por el ardid ruso para colocar a sus atletas en el podio a través de ayudas químicas, resultados positivos que se desvanecían y operativos dignos de películas de espionaje. El sistema era orquestado desde el Ministerio de Deportes y la inteligencia rusa, que suministró a sus atletas de sustancias ilegales (pidiendo incluso el 5% de las ganancias obtenidas en la pista) e hizo desaparecer los casos positivos que de tanto en tanto aparecían, por algún control sorpresivo o alguna dosis que se corrió de lo establecido. La historia la destaparon varios “arrepentidos”, que se comunicaron con AMA y hasta consiguieron salir en un documental de la ARD alemana denunciando el caso para meter presión. Como consecuencia, el COI escuchó las recomendaciones del informe McLaren de la AMA y tomó por primera vez medidas concretas contra un caso de doping organizado: a buena parte de la delegación olímpica (incluido todo el equipo de atletismo, excepto un puñado que se había testeado fuera de Rusia) se le prohibió participar de los Juegos de 2016, y el país no pudo competir, directamente, en 2018 o 2021, luego de que se encontraran nuevas evidencias de manipulación de pruebas. Atletas rusos pudieron competir bajo bandera neutral y con el nombre de Atletas Olímpicos de Rusia, pero quedaron relegados de los deportes de equipo.

Los atletas rusos que denunciaron el dopaje rampante dijeron ser mera carne de cañón: debían doparse para poder competir con sus propios compañeros, ya que todos se dopaban, y a los que perdían o eran encontrados culpables, el Estado les soltaba la mano. Estaban solos, eran meros juguetes del poder en una nueva batalla que escapaba a lo deportivo. 

La prohibición implicó que Rusia no pudiera participar como país en los Juegos de Invierno 2022, otra vez en Beijing, en medio de reportes que informaban que lejos de haber ayudado, los Juegos de 2008 demostraron que los gobernantes chinos “podían salirse con la suya con cualquier cosa” (Coca, 2019). Y cerca además de campos de concentración montados para contener a la minoría uigur y musulmana del país, perseguida desde antes de 2008.

Atletas rusos viajaron a Beijing ahora bajo el nombre de Comité Olímpico Ruso, pero sin que el himno pudiera sonar en los podios: el resultado, negociado tras la prohibición de cuatro años que AMA lanzó contra Rusia en 2019 ante la reincidencia del laboratorio de dopaje de Moscú, parecía un castigo simbólico prácticamente irrelevante. Pero Rusia sería noticia mucho más allá: cuatro días después del final de los Juegos, antes de la realización de los Paralímpicos, profundizaron su invasión a Ucrania, quebrando la tregua olímpica. La comunidad internacional, en particular el poder occidental, bramó. Y utilizó el deporte como una sanción simbólica y económica, impidiendo al país competir en eventos internacionales que incluyeron el Mundial de fútbol celebrado en Qatar. El Comité Ejecutivo del COI emitió un comunicado, días después de la invasión, recomendando a sus federaciones deportivas miembros a marginar a Rusia de la competencia (Comité Olímpico Internacional, 2022). Un año más tarde, sin embargo, y como casi todo el mundo deportivo, el COI ha comenzando a construir el camino para que el equipo ruso esté en París, compitiendo como neutrales. La propuesta despertó quejas en todo Occidente, con algunas amenazas de boicot resonando en el horizonte. Ecos de la Guerra Fría.

El debate por Rusia refuerza una idea impulsada desde el olimpismo: el dopaje como aberración. Ya hemos comentado, sin embargo, que las ayudas químicas han sido parte integral de la historia del deporte moderno, que sostiene el modelo de la performance. Siempre hay que ir “más rápido, más alto, más fuerte”: el dopaje aparece en el deporte como una mera consecuencia de esa cultura. Y si debe perseguirse es, sobre todo, por los efectos que pueden tener estos abusos químicos sobre el físico de esos atletas que, por empujar siempre hacia el límite, terminan quemados. 

Física, pero también mentalmente, como pusieron sobre la mesa los Juegos Olímpicos de Tokio, el límite también está en la mente: la idea de que “la presión es un privilegio” fue desmontada por figuras como Simone Biles. Durante años, el deporte moderno construyó una “épica de la destrucción”, que, de hecho, es parcialmente responsable del control sobre los cuerpos y los consecuentes abuso que han sufrido numerosos deportistas por parte de sus entrenadores: el ambiente deportivo habilitaba esa explotación física, en nombre del rendimiento, de la performance, y en brindaba por lo tanto impunidad a los directores de los programas deportivos para operar esos cuerpos como quisieran. De nuevo, aunque los casos de abuso en el deporte se revelaron globales, desde Occidente intentaron desviar la atención, recuperar la narrativa de la “aberración” e incluso culpar a la “cultura soviética”, señalando, por ejemplo, a los entrenadores rumanos Béla y Marta Károlyi, que condujeron a Nadia Comaneci antes de radicarse en Estados Unidos, de establecer allí las bases para un programa de gimnasia que culminó en cientos de denuncias de abuso sexual.

Los atletas, con voces amplificadas por las redes sociales, intentan desmontar estos relatos y construcciones opresivos en torno al alto rendimiento, relatando sus propios casos de burnout deportivo. Quizás esas redes sociales sean parte del problema, capaces de alienar con sus críticas constantes a los deportistas, como le ocurriera a Delfina Pignatiello y a tantos más; pero, sobre todo, obligando al atleta a promocionarse constantemente, a vender en su propia marca, en una economía uberizada donde todos somos emprendedores. Es lo que el filósofo Byung Chul-Han apoda “sociedad del rendimiento” (2017): si los problemas de salud mental son el mal del siglo, es porque vivimos en un tiempo donde el neoliberalismo ha provocado que el trabajador un empleador de sí mismo, que éste se autoexplote.

Historias de Tokio y más allá

Los últimos Juegos Olímpicos de verano tuvieron lugar en Tokio, como en 1964. Y repitieron algunas de las dinámicas de aquella edición: camino a la celebración del evento que debía celebrarse en 2020 y se retrasó (por primera vez en la historia) hasta 2021, por la pandemia, Japón sufrió una catástrofe natural devastadora que provocó un desastre nuclear. Y entonces decidió llamar a su fiesta deportiva “los Juegos de la recuperación”, igual que aquellos que casi seis décadas antes habían anunciado al mundo el renacimiento del país oriental tras la derrota en la Segunda Guerra.

“Acorde a los principios de la industria olímpica, las propagandas de Tokio 2020 promocionaron tres conceptos clave: Alcanzar la mejor marca personal, La unidad en la diversidad y Conectando al mañana. Un concepto adicional, Recuperación, se sumó cuando los organizadores se dieron cuenta de que Tokio tenía espacio insuficiente para el fútbol, el softball y el basketball: estos deportes fueron relocalizados a prefecturas que habían estado en el camino del terremoto y tsunami de 2011, y así es que procedieron a renombrar al evento ‘los Juegos de la recuperación’” (Jefferson Lenskyj, 2020; p. 55) 

El marketinero “giro” fue desafiado por los activistas, “no solo por su oportunismo sino porque los evacuados no se habían ‘recuperado’ de ninguna manera de sus problemas físicos, mentales y financieros. En otra iniciativa de relaciones públicas, el comité organizador nombró a Fukushima como el punto de partida del relevo de la antorcha” (2020; p. 56).

El show debía continuar, como demostró luego la pandemia de COVID que azotó el planeta y que amenazó severamente con cancelar los Juegos. El COI optó, en medio de una crisis global que incluía fronteras cerradas e incertidumbre total, aplazar el evento un año, y aunque hubo severos problemas para definir las plazas de los atletas clasificados en ese contexto de casi nula competencia, y aunque los deportistas ni siquiera pudieron prepararse adecuadamente, Tokio 2020 (que no cambió su nombre a pesar de su modificación en el calendario) se llevó a cabo.

Es que los Juegos no eran para los deportistas. Las federaciones internacionales precisaban del dinero que el COI obtiene en cada Juego para continuar funcionando: el deporte todo está adherido al tronco olímpico, lo que muchas veces explica la falta de disenso interno. Además, como en cada edición, el dinero del erario público fluyó hacia manos privadas para que éstas realizaran obras de infraestructura. Mucho dinero: el presupuesto oficial final fue de 5,8 mil millones de dólares, más del doble de lo planificado, pero existen sospechas de que en realidad el gasto fue de más de 10 mil millones. El interés, entonces, también era de los empresarios de diversas compañías japonesas por obtener esos dineros públicos; de hecho, varias corporaciones se encuentran acusadas de sobornar a oficiales del deporte internacional para conseguir ser sede, primero, y luego de pagar sobornos para convertirse en auspiciantes del evento. 

Así, las dudas sobre la realización del evento en plena pandemia fueron aplastadas como las protestas tokiotas por la realización en medio de una crisis sanitaria, con dinero público malversado, kilómetros de bosques talados para unos Juegos supuestamente sustentables, establecimientos construidos por trabajadores migrantes en condiciones deplorables. Lo habitual en el mundo de los megaeventos.

Ante la evidencia del costo financiero y de las problemáticas que suscitan, las protestas contra la organización de los Juegos Olímpicos crecen, al punto de que se está transformando en un verdadero problema para el COI. Camino a la elección de la sede de 2024, se bajaron Hamburgo, tras realizar un referendo, Roma, citando dificultades económicas, y finalmente Budapest, también por presiones de su ciudadanía. Solo quedaron París y Los Ángeles, y como el COI no quería arriesgar otro proceso con deserciones de cara a 2028, decidió adjudicar un Juego para cada ciudad.

En el pasado, Europa organizó 16 Juegos, y Norteamérica 6; desde 2000, los Juegos fueron dos veces a Europa, y el resto se repartieron entre Asia (2), Oceanía (1) y Sudamérica. Los últimos tres Juegos de Invierno se realizaron en Rusia, Corea del Sur y China: el Movimiento Olímpico busca nuevos aliados, más dispuestos a desembolsar fondos que un mundo occidental que ya no ve con tan buenos ojos los Juegos Olímpicos, y donde incluso se han despertado movimientos activistas anti-olímpicos: para 2016 hubo cuatro ciudades finalistas (en lugar de las habituales cinco), y solo dos eran del hemisferio norte occidental; para 2020, fueron solo tres las candidatas, y solo una, Madrid, europea. Ya hemos narrado el proceso hacia 2024. 

En los últimos años, sin embargo, en el marco del recrudecimiento de las tensiones entre el polo occidental y el oriental, el poder tradicional ha intentado recuperar el control del mundo deportivo: organizará los próximos dos Juegos Olímpicos y el Mundial de fútbol: quizá, tras algunos años de aparente fin de la historia, el deporte y el olimpismo estén recuperando su lugar como una arena de disputa simbólica y económica central.

Referencias

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Besnier,N.; Brownell, S.; Carter, T. F. (2018). Antropología del deporte: emociones, poder y negocios en el mundo contemporáneo. Buenos Aires: Siglo XXI.

Boykoff, J. (2016). Juegos de Poder. Historia política de los Juegos Olímpicos. Nueva York: Verso Books.

Byung-Chul H. (2017). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Coca, N. (2019). Beijing’s Olympics paved the way for Xianjing’s camps. Foreign Policy.

Comité Olímpico Internacional (1995). Carta Olímpica. Recuperado de https://stillmed.olympic.org/Documents/Olympic%20Charter/Olympic_Charter_through_time/1995-Olympic_Charter.pdf

Comité Olímpico Internacional (2022). IOC EB recommends no participation of Russian and Belarusian athletes and officials. Olympics.com. Recuperado de https://olympics.com/ioc/news/ioc-eb-recommends-no-participation-of-russian-and-belarusian-athletes-and-officials

Corriente, F.; Montero, J. (2011). Citius, altius, fortius. El libro negro del deporte. La Rioja: Pepitas de calabaza.

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Jefferson Lenskyj, H (2020). The Olympic Games. Emerald Publishing: Bingley..

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MacAloon, J. (1991). The Turn of Two Centuries: Sport and the Politics of Intercultural Relations. En Fernand Landry, Marc Landry y Madeleine Yerles (comps.), Sport… the Third Millenium. Proceedings of the International Symposium, Québec, Canada 21-25 May 1990 (31-44). Québec: Presses de l’Université Laval.Zimbalist, Andrew (2016). Circus Maximus. The economic gamble behind hosting the Olympic Games and the World Cup. Washington DC: Brookings.

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