PRENSA

Por Carlos Rozanski *

Se cumplen 35 años de un juicio histórico que significó un hito en la lucha contra la violación masiva de los Derechos Humanos.

Apenas asumido el gobierno de Raúl Alfonsín, el Congreso de la Nación aprobó ese mismo mes de diciembre de 1983, la Ley 23.040 que derogó la ley de “autoamnistía” que había sido dictada por el gobierno militar con el fin de dejar impunes los crímenes cometidos por la sangrienta dictadura.

En consonancia con esas medidas, en una decisión memorable, el 13 de diciembre de 1983, Alfonsín dictó el Decreto 158/83 que ordenaba someter a juicio sumario ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a los integrantes de la Junta Militar que usurpó el gobierno de la Nación el 24 de marzo de 1976 y a los integrantes de las dos juntas militares subsiguientes.

La esperable dilación y complicidad del organismo castrense, que consideró “inobjetables” las acciones represivas que se pretendían juzgar, abrió las puertas al histórico juicio a las juntas por parte de la justicia civil conocido como “Causa 13”.

El 22 de abril de 1985 se iniciaron las audiencias y el 9 de diciembre del mismo año se dictó la sentencia a las Juntas. El resultado del proceso judicial fue la condena a reclusión perpetua para Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera; Roberto Eduardo Viola fue condenado a 17 años de prisión; Armando Lambruschini a ocho años y Orlando Ramón Agosti a cuatro años. Los acusados Graffigna, Galtieri, Anaya y Lami Dozo no fueron condenados.

Pocos años después, se produciría un hecho legislativo insólito y en gran medida contradictorio con las decisiones tomadas por Raúl Alfonsín en 1983 de enjuiciar a los responsables de la represión genocida.

El 23 de diciembre de 1986, el Congreso de la Nación, sancionó la ley 23.492, conocida como de “Punto final”. A su vez, el 4 de junio de 1987, fue sancionada la ley 23521, conocida como de “Obediencia debida”. Esas leyes consagraban la imposibilidad de juzgar a miles de secuestradores, torturadores y homicidas.

Dichas normas retrogradas fueron el antecedente de los indultos de Carlos Saúl Menem a los condenados en la citada causa 13y a numerosos represores como Ramón Camps y Ovidio Riccheri, inaugurando décadas de una impunidad tan ilegal como injusta.         

Aquella verdad surgida en el histórico juicio a las juntas, que describió en la sentencia el plan sistemático de secuestros, torturas, desaparición y muerte de decenas de miles de personas, se desdibujaba peligrosamente para el imaginario social de nuestro país y la región.

La imagen de los genocidas caminando por las calles de nuestro país, no sólo opacaba aquel acto de justicia que fue la condena a los comandantes, sino que, en la práctica, operaba como una reivindicación de la figura de quienes usurparon el poder en 1976.

Afortunadamente, esa imagen de impunidad se borró progresivamente con sucesivas normas y fallos judiciales que determinaron la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final, así como los indultos a los genocidas.                     

Esa firme decisión de distintos estamentos de los ámbitos políticos y judiciales de nuestro país, revirtió el sabor amargo que siempre deja la impunidad ante violaciones a derechos esenciales, y reivindicó aquella función fundamental del derecho que Michel Foucault calificaba como “productor de verdad”.      

A partir del año 2006, comenzó una etapa de juzgamiento de genocidas, que se mantiene hasta la actualidad, y en los que se han dictado numerosas condenas hoy firmes. Esa labor, junto a la incansable lucha de los Organismos defensores de Derechos Humanos, y del propio Estado por el cultivo de la memoria, es el mejor antídoto para evitar cualquier intento de retorno de la barbarie represiva de las dictaduras que asolaron el país. 

* Ex  Juez de Cámara Federal

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