PRENSA

Por Ulises Cremonte*

Se cumple 121 años del nacimiento de Jorge Luis Borges

Contrariamente a lo que cantaba Ricardo Mollo, Jorge Luis Borges, en un pasado remoto, fue bebé.  Y digo remoto porque en una típica operación borgeana nuestro tótem literario se encargó de adulterar el año de su nacimiento. En ese libro total y perfecto que es “Factor Borges” Alan Pauls recapitula:

A mediados de los años veinte, en pleno furor vanguardista, Jorge Luis Borges rejuvenece (…) declara haber nacido en 1900. (…) La mentira es tenue (Borges nació en 1899)

(…) suena calculada, frívola y sobre todo un poco irrelevante: Borges es un escritor joven, no una corista para andar sacándose años de encima. Sin embargo, hacia 1926 o 1927, la época en que adultera sigilosamente el pasado, Borges ya lleva reunidos todos los requisitos que la juventud exige para convertir a un vanguardista en un anciano precoz. (…)

Cambiar 1899 por 1900: difícil pensar otra manera de hacer tanto con tan poco. El año que Borges gana para su biografía es exactamente el año que necesita para ser moderno.

No mantiene esta fake toda su vida: cuando ya no le hace falta mostrarse como un “joven y vanguardista” escritor, recupera el año sacrificado, retoma a su amado Siglo XIX, vuelve a nacer hacia el final de esa época gloriosa que tuvo como único error haber gestado el Siglo XX. En su autobiografía, publicada en 1970 dice:

Nací en 1899 en pleno centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán entre Suipacha y Esmeralda, en una casa pequeña y modesta que pertenecía a mis abuelos maternos.

 La mentira es tenue, adjetiva Pauls, pero forma parte de una habilidad poco nombrada en Borges, ese gran manejo de la esfera pública, dominio que le permitió moldear una “figura de escritor”. Primero, en esa red e influencias que construyó en su círculo íntimo, de amigotes aristocráticos donde se destaca, claro, Bioy Casáres, pero también su activa participación rosquera en la revista “Sur”, en la que se dedicó a subirle o bajarle el pulgar a cuanto autor –nacional o extranjero- anduviera dando vueltas por ahí. Creó, sin dudas, un canon. Este despliegue de mariscal de la cultura se intensifica cuando adquiere, a partir de la década del 60, renombre internacional. Eso atrae las luces mediáticas. Y sorpresivamente crea un personaje efectivo, casi susurrado, sin estridencias sonoras, pero con el suficiente peso semántico como para levantar polvareda con sus declaraciones. Se vuelve, un entrevistado ideal, mordaz, falsamente humilde, y hasta por momentos divertido. El componente lúdico estaba presente en su literatura, pero como jueguitos ñoños, de enciclopedia. En su devenir mediático la cosa es distinta, participa de la urgencia de los temas políticos, deja de lado su anacronismo para volverse coyuntural. Borges responde. Habla. Tira títulos de diario. Hoy podría tranquilamente ser un gran twittero, porque su capacidad de ingenio condensado era inigualable. Parte de su éxito –no de su reconocimiento- se debe a estas apariciones radiales, televisivas, a sus declaraciones. Entonces sus libros, por primera vez, pasan a la categoría de longseller. Sus ventas sostenidas a lo largo de los años no implica que sea leído. No hace falta: parece alcanzar con qué estén visibles su lomos en la biblioteca. Pero como en el cuento “La pata de mono”, después de un premio, llega una desgracia porque si bien es raid mediático le sube su precio, a la vez lo devalúa. Gana en ventas, pierde el Nobel. Se expone y al hacerlo se vuelve un blanco fácil. La izquierda progresista le reconoce sus méritos, pero aborrece su ideología. “A Borges, como a los ferrocarriles, hay que nacionalizarlo”, propone Abelardo Ramos. Mejor definición, imposible, porque Borges inaugura en nuestra tierra la idea de escritor “for export”. Ya en aquel célebre artículo titulado “El escritor argentino y la tradición”, anuncia que lo mejor que puede hacer la literatura argentina es renunciar a los regionalismos, abrirse al mundo, eso que varias décadas después se llamó globalización. Mal no le fue. Y sin embargo, pese a sus anhelos internacionalistas, su literatura tuvo un efecto residual, creó, como muy bien suele repetir el escritor platense Esteban López Brusa, una especie de “contrapiso de lenguaje”, que logra romper con las cadenas que nos ataban al castellano peninsular.

Más allá de sus tigres, de sus malevos, sus ruinas circulares y laberintos, de sus declaraciones rimbombantes y mojadas de orejas ideológicas, esa invención de un habla literaria vernácula sea, quizás, su mejor legado. Un legado que durante el Siglo XXI, perdió presencia explícita, pero no eficacia: nada más influyente que lo naturalizado.  

*Director de Ediciones de Periodismo y Comunicación (EPC) de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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