PRENSA

Por Ulises Cremonte*

El libro es un artefacto, una estructura de cuadernillos que nació bajo el nombre de códice en los siglos IV y V.  Este formato se mantiene estable, gozando de una justa fama gracias a su comodidad y eficacia. Hubo que esperar hasta mediados del Siglo XV para que con la aparición de los caracteres móviles y la  prensa para imprimir, la copia manuscrita deje de ser el único recurso disponible para asegurar la multiplicación y la circulación de textos. El siguiente mojón, es obviamente, la invención de la imprenta, “revolución” que, para Roger Chartier, está sobrevalorada. En su artículo “Del códice a la pantalla: la trayectoria de lo escrito” el historiador francés apuesta sus fichas.

En principio queda claro que, en sus estructuras esenciales, el libro no  se modificó por la invención de Gutenberg. Por otra parte, por lo menos hasta cerca de 1500, el libro impreso sigue dependiendo en gran medida del manuscrito: imita de él su compaginación, su escritura, su apariencia y, sobre todo, se considera algo que debe terminarse a mano: la mano del iluminador que pinta iniciales adornadas o historiadas y miniaturas, la mano del corrector, o enmendador, que añade signos de puntuación, rúbricas y títulos; la mano del lector que inscribe sobre la página notas e indicaciones marginales. Por otra parte, y de modo más fundamental, tanto antes como después de  Gutenberg el libro es un objeto compuesto de hojas dobladas y reunidas en cuadernos que se amarran unos con otros. En ese sentido, la revolución de la imprenta no es en absoluto una «aparición del libro». En efecto, doce o trece siglos antes de la aparición de la nueva técnica, el libro occidental encontró la forma que seguiría siendo la suya en la  cultura de lo impreso.

Chartier cambia el punto de vista, mira desde el otro lado del mostrador, el de los lectores. Para el sujeto que recibe el formato del libro, ya todo estaba inventado con el códice. Esa disposición casi prehistórica no se modificó ni con la invención de los caracteres móviles ni con la imprenta. En todo caso se masificó. La cuestión cambia cuando pensamos en el libro electrónico. Acá Chartier sí vislumbra una modificación sustancial:

La revolución del texto electrónico es y será también una revolución de la lectura. Leer  sobre una pantalla no es leer en un códice. La representación electrónica de los textos  modifica totalmente su condición: sustituye la materialidad del libro con la inmaterialidad de textos sin lugar propio; opone a las relaciones de contigüidad, establecidas en el objeto impreso, la libre composición de fragmentos manipulables indefinidamente; a la aprehensión inmediata de la totalidad de la obra, hecha visible por el objeto que la contiene, hace que le suceda la navegación en el largo curso de archipiélagos textuales en ríos movientes. Estas mutaciones ordenan, inevitablemente, imperativamente, nuevas maneras de leer, nuevas relaciones con lo escrito, nuevas técnicas  intelectuales.

El texto de Chartier es relativamente viejo, finales de la década del 90, y mucha o en realidad poca agua ha pasado bajo el río, porque el libro digital no logró ni siquiera hacerle cosquillas al libro en papel. Pese incluso a la apuesta que por aquellos años hizo Amazon al crear el Kindle. Finalmente la compañía terminó por volverse una de las principales distribuidoras de libros en papel, un trabajo de delibery a gran escala, que lo único que logró amenazar es a las pequeñas librerías.

En tiempos de Pandemia, durante algunos días se vivió una exaltación del libro digital, aunque en la argentina la burbuja explotó rápido, ni bien las librerías se acomodaron, comenzaron ellas mismas a ofrecer el servicio puerta a puerta. Las razones se entienden. Una nota publicada el domingo 7 de junio de este año en el suplemento de Cultura del diario Perfil ilustra muy bien el panorama:

De acuerdo con el último informe de la CAL, el registro de ebooks, por ejemplo, creció en un 63% en abril de este año, en relación con el mismo mes de 2019, y las ventas en algunas plataformas se dispararon de forma exponencial; aunque eso, por cierto, no representa todavía un ingreso muy importante para los editores. Para que se entienda, pongamos el caso de un libro físico que sale $ 700. De ese precio, y si lo pensamos desde el circuito tradicional, entre librería y distribuidora se quedan usualmente con el 50%, con lo cual al editor le quedan unos $ 350. Pero en el caso de los libros digitales, ese mismo libro tal vez cuesta $ 200 y el porcentaje que se lleva una plataforma como Bajalibros, que hoy tiene posición dominante en Argentina, es del 50% (en ocasiones, dicen ellos, ese número puede variar; la editorial puede negociarlo), con lo cual al editor le quedarían $ 100 menos las regalías del autor y, en suma, el negocio para muchos de ellos no cierra, o al menos no logra compensar la caída en las ventas del libro físico.

Ser librero no parece un buen negocio, y no ganan para sustos, ya que la semana pasada la Editorial Planeta decidió comenzar a vender los productos de su mega catálogo en Mercado libre. La batalla recién comienza o en realidad es la misma de siempre, entre grandes corporaciones y emprendimientos domésticos. El panorama no parece alentador.

¿Hay algo para celebrar hoy? Sí, la practicidad de un formato, la amabilidad de ese aparato (rústico o digital) llamado libro, un organizador del mundo en miniatura, un espacio donde uno pueden encerrarse, más aún en días como los actuales. Al libro uno entra y allí se queda. Por placer y por elección.

*Profesor y director de Ediciones de Periodismo y Comunicación (EPC) de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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