PRENSA

Por Flavio Rapisardi*

El 16 de junio de 1955 una nueva masacre reescribía la historia nacional de la infamia. Desde las “guerras de las vacas”, pasando por conquistas varias, aniquilamientos de poblaciones indígenas, batallas como la de Caseros donde se enfrentaron dos modelos de un país en su organización, al confinamiento de poblaciones a la muerte por pestes, a degüellos y fusilamientos de las montoneras que luchaban contra el poder central, a la “Patagonia rebelde” y a la Semana Trágica un nuevo acontecimiento sumaba su trazo. Igual, pero diferente. No era novedad que las fuerzas armadas fueran el brazo ejecutor con bombas y balas de plomo rojo. Ni siquiera la participación de comandos civiles formados por empresarios, universitarios y la jerarquía, curitas y monjitas de la Iglesia Católica.

Lo novedoso fue que el bombardeo no tuvo la forma de aquellas guerras contra fuerzas dispersas en territorios inhóspitos para la tilingueada porteña u oriental o de un caudillo, Justo José de Urquiza, que creyó poder organizar el país con  la carta de la traición. Tampoco se trató de aplastar a un movimiento obrero-popular levantado en huelga contra la explotación de patrones de estancia o fábrica, ni de avanzar con maquinaria bélica contra pueblos indefensos que vivían en lo poco que le quedaba de sus tierras ancestrales.

El golpe de estado de 1955 fue el resultado de una grieta que se había formado en el país, que si bien maridaba sus raíces en el viejo conflicto entre la Buenos Aires expoliadora y la zona pampeana aliada que habían convertido a las provincias en un patio trasero productor de mano de obra barata, el golpe de Lonardi, Aramburu y Rojas, la Embajada de EE.UU. y la Iglesia Católica fue la reacción contra un exitoso proceso de inclusión  económica, política, cultural y social. La Argentina del 55 no solo tenía escuelas, hospitales, viviendas sociales y todo lo que un Estado de bienestar consagra como derecho. Si no que, también, tenía fuerzas armadas de las más equipadas del continente y que ¿paradójicamente? fue usado no solo contra una administración de gobierno, sino contra la mayoría de su población de la que los/as muertos/as en la Plaza de Mayo ese día de 1955 solo fue un preludio. Aquella sonata de espanto que comenzó con ruido de bombas que llevaban la inscripción de “Cristo Vence” y metrallas de aviones contra ciudadanos/as y niños/as de escuela pública que recorrían una Plaza que había sido testigo de tanta celebración continuaría, en otras escalas, en los fusilamientos de León Suárez, las persecuciones a la Resistencia Peronista y en la parodia de democracia con la proscripción de la mayor fuerza política de nuestro país durante casi 18 años.

La Revolución “Libertadora” que comenzó con un pretendido conciliador  “No hay vencedores ni vencidos” en la boca de Lonardi, pronto revoleó su máscara democrática (como lo había hecho J.B. Alberdi al huir de la Buenos Aires rosista) para mostrar el necesario destino de todo proceso político que se oponga a los modos en que el pueblo consagra su buena vida: “Fusiladora” pasó a ser el calificativo que la definió ya que no es posible avanzar con programas de ajuste, aún el del “desarrollista” Raúl Presbich de la socialdemócrata Cepal, que requería desmantelar el proceso de industrialización y reparto de la riqueza.

Así como este nefasto acontecimiento se maridó en el pasado, también proyectó su veneno como ramas al futuro. Dos décadas y un año después, una alianza similar, con los mismos apellidos e instituciones, y nuevas también, se lanzaron ya no a una Revolución, palabra que les sonaba peligrosa, sino a un Proceso de Reorganización Nacional que se resolvió en un “Genocidio Reorganizador” que venía a terminar la faena que los/as/es fusiladores iniciaron en 1955. Esta vez en la semiclandestinidad que da la noche, el silencio y la negación, 30.000 compatriotas fueron objeto de la violencia brutal que no es el resultado de ninguna “banalidad del mal”, sino del más calculado y racional plan político-económico-social-cultural: barajar y dar de nuevo pocas cartas a los/as/es muchos y el mazo en pocas manos. La dictadura cívico-militar del 76 fue exitosa proporcionalmente al desastre social que produjo: en 1983 la industrialización por sustitución de importaciones estaba acabado como matriz de acumulación y había llegado la hora de los/as/es timberos de las finanzas.  Lo que siguió es historia reciente que casi como un síntoma se repite: claudicaciones progresivas e intentos de cambiar las reglas de juego.

Hoy lo estamos intentando nuevamente, por eso el desafío del momento es honrar a todos/as/es aquellos/as/es que fueron asesinados/as/es aquella mañana de invierno del 55 pidiendo las cartas que nos corresponden por haber nacido en esta Patria que no es un conjunto de valores mustios en discursos repetidos, sino su pueblo y su alegría.

*Doctor en Comunicación y profesor de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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