PRENSA

Por Daniel Sazbón*

En la portada de la edición N° 576 de la revista Siete Días Daniel Passarella es llevado en andas y levanta orgulloso con su mano izquierda el trofeo que acaba de obtener el seleccionado argentino de fútbol. En el fondo se aprecian espectadores agitando las banderas nacionales. El cuadro de celebración colectiva adquiere otra connotación a partir del titular de la publicación: “Hazaña cumplida. Le ganamos al mundo”. El “mundo” que caía derrotado para la revista era el de la “insidiosa campaña anti-argentina”, fórmula que el Gobierno y su prensa afín utilizaban para referirse a las denuncias de las atrocidades cometidas por la Dictadura, y que habían conducido al boicot (fallido) del evento mundialista. El triunfo ya no era meramente deportivo, y quien podía festejarlo era el mismo Jorge Rafael Videla que aparecía alborozado en la tapa de Somos de esos mismos días.

Si todos los eventos de masas tienen inevitablemente una dimensión política, el torneo organizado en nuestro país por la Dictadura lo tuvo en forma más transparente que ningún otro (con la única posible excepción de los Juegos Olímpicos del Berlín de Hitler en 1936). Componentes presentes en todas las competencias internacionales —el interés de las autoridades del país anfitrión por obtener algún rédito del evento, la contradicción entre los gastos que insumen los preparativos y las necesidades económicas de la población, la probada capacidad de estos certámenes para distraer la atención periodística de problemas más acuciantes, etc.— aparecen en él de un modo tan ejemplar como estridente. Al punto que a veces es necesario un esfuerzo para recordar que, además de todo eso, el episodio fue también un hecho deportivo.

Estas dificultades explican la insistencia de quienes señalan la necesidad de salvar el recuerdo de la gloria alcanzada por primera vez por nuestro fútbol, distinguiéndola de la funcionalidad que pudo haber tenido para el gobierno dictatorial. En la memoria de los protagonistas sobrevivientes —jugadores, entrenadores, periodistas, o simplemente espectadores e hinchas—suele primar ese deseo de escindir ambas dimensiones: la propiamente deportiva de la más crudamente “política”, la felicidad por el éxito futbolístico y la pesadumbre por la utilidad del logro para los gobernantes. Quienes vivieron los festejos colectivos por el campeonato del mundo como un hilo de luz que les permitió por primera vez en muchos años volver a ocupar las calles de nuestras ciudades rechazan comprensiblemente que sus celebraciones se equiparen a algún tipo de complicidad con la dictadura

Se ha insistido demasiado en el carácter “alienante” del fútbol (del deporte en general), que impediría a la población acceder a una adecuada comprensión de la realidad que la atormenta. Sucedáneo moderno de la religión, el deporte sería así el nuevo “opio del pueblo”, tan embrutecedor como el original. Se olvida que el autor del célebre apotegma no sólo veía a la religión como narcotizante popular, sino también como “alma de un mundo sin corazón”, el “suspiro de la criatura oprimida”. Idéntica ambivalencia cruza al fútbol, y el Mundial ’78 lo expone nítidamente. Vehículo de legitimación de un régimen atroz, vector de un “nosotros” con el que los torturadores se camuflaban con sus torturados, fue asimismo oportunidad para una momentánea escapatoria a sus atrocidades.

Como todo producto social, por lo tanto, el fútbol no admite ser ubicado en el casillero único de la “alienación” —ni a la inversa, en el de la pelota sin mácula—, sino que porta las marcas de la complejidad de la vida colectiva. Quizás el error esté en desconocer que, en sociedades como las nuestras, las personas buscarán siempre alguna forma de re-encantamiento de un mundo rutinario y opresivo. Pocas más efectivas que un campeonato del mundo para lograrlo.

*Profesor adjunto de la Cátedra Historia Social del Deporte de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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