PRENSA

Por Laura Laura Itchart*

Las universidades públicas argentinas, incluso contra los postulados más falsamente cientificistas, han estado lejos de ser islas objetivas, separadas de los conflictos y las disputas que han atravesado a nuestra comunidad. Muy por el contrario, el sistema universitario público argentino ha sido parte del debate acerca del horizonte de país que queremos y construimos.

En vísperas de un nuevo aniversario del decreto que eliminó los aranceles en las universidades públicas argentinas nos detenemos un momento a pensar los desafíos que aún tenemos por delante para garantizar el derecho humano a la educación superior, pero, sobre todo, el derecho de los pueblos a la Universidad.

Se ha dicho mucho acerca del nada sutil borramiento de la trascendental decisión de establecer la gratuidad de los estudios superiores. El hito en la historia de la universidad argentina y latinoamericana sigue siendo la Reforma Universitaria de 1918 que, si bien abrió un camino hacia el cogobierno de la Universidad, no logró abrir los claustros más allá de quienes, por pertenecer a un sector privilegiado de la sociedad, ya se encontraban en los pasillos y las aulas universitarias.

El decreto del entonces presidente Juan Domingo Perón que eliminó los aranceles a los estudios superiores en las universidades argentinas a partir de noviembre de 1949 fue opacado por la historiografía tradicional.

El gesto emancipador y democratizador que implicó la eliminación de los aranceles universitarios en 1949, se inscribe en una política general de desarrollo nacional que revaloriza el lugar de la educación y se complementa con la creación de la Universidad Obrera Nacional y la idea de regionalización, más la eliminación de los aranceles en todos los niveles educativos en 1952 y la eliminación de los cursos de ingreso en las universidades en 1953, sumado a la promoción de mejores convenios laborales para Nodocentes y docentes en los años siguientes.

Estas políticas activas que se llevaron adelante desde el Estado encontraron su correlato mensurable en la cantidad de estudiantes que poblaron las aulas en esos años: de 51.000 estudiantes en 1947 se pasó a más de 143.000 en 1955. Incluso, en algunos casos, el crecimiento exponencial de la matrícula que, a priori y desde nuestra realidad podemos reconocer como un éxito inobjetable, fue cuestionada por sectores internos de la Universidad que se vieron “desbordados” en la tarea que implica garantizar la calidad y la promoción de un sistema científico tecnológico fuerte en un contexto de masividad.

En algunos casos fue un reflejo por garantizar privilegios; en otros, fue una muestra clara del desprecio por las clases trabajadoras que se sentaron de igual a igual y reclamaron su voz en el debate de los cuadros dirigentes nacionales.

A 72 años de aquella fecha sigue siendo hoy un desafío pensar una política pública como la educación universitaria que garantice derechos y abra horizontes.

En el recuento de las estrategias que implementamos en la crisis sanitaria de la Covid- 19 volvemos a encontrar señales de alerta que, desde discursos tecnocráticos y eficientistas, ponen en discusión el derecho de todas y todos a la educación superior.

Las estrategias de virtualización de emergencia de nuestros cursos de grado y posgrado, de nuestros vínculos, investigaciones y proyectos de extensión deben evaluarse en esa justa medida: como una respuesta de reacción frente a lo imprevisible. Y en ello alertar sobre lo que aprendimos: la virtualización garantizó la continuidad del proceso pero, a la par, reveló y profundizó las desigualdades en el acceso a la educación en todos sus niveles.

Ahora bien, no podemos soslayar que de cara a lo que vendrá, se hace imprescindible sopesar algunas cuestiones que cobraron cierta relevancia en estos meses: la Universidad que queremos es vínculos, es encuentro, es construcción colectiva del conocimiento. La universidad no es sólo contenido y no puede sustraerse solamente a un problema tecnológico o de plataformas. La universidad es diversidad, diálogo, debate y escucha. Y muchísimo trabajo.

Por ello, y para honrar el espíritu del decreto de gratuidad, en las ideas y propuestas que pongamos en juego para desarrollar en el marco de la nueva cotidianidad, tenemos que ser prudentes y buscar las mejores estrategias para ampliar, para sumar, para no dejar a nadie ni afuera ni atrás. La Universidad es para todas y todos. Reiteramos: el derecho a la Universidad es un derecho de cada una y cada uno pero fundamentalmente es un derecho de la comunidad, es un derecho a lo común y desde esa premisa debemos garantizar el acceso, la continuidad y la graduación para la mayor cantidad de personas. El goce de la Universidad para todo el pueblo es lo que debe guiarnos para construir el futuro por venir.

*Profesora de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP y de la Universidad Nacional Arturo Jauretche (Unaj).

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