PRENSA

Por Isabel Arigós*

¿Podemos imaginar qué sentían?

¿Qué sentían esos oficiales de Marina, de Aeronáutica, esos políticos de prestigio, aquella madrugada del fatídico día?

¿Se habrán levantado igual que siempre, se afeitaron y vistieron sus blancos uniformes impecables, sus trajes de señores elegantes? ¿Qué pensaban mientras desayunaban y escuchaban las noticias del clima para saber si les era propicio? El odio les llenaba el pecho, el corazón les latía de emoción, iban a matar al Presidente de la Nación, y si todo salía bien, al Gabinete completo. Así de sutil y democrático era el objetivo de estos cruzados, matar al Presidente y a todos los que lo rodearan. Una fiesta.

Salieron más tarde de lo que habían previsto, había niebla. Se montaron a sus treinta aviones artillados y cargados de bombas. La emoción de la empresa les daba brillo en los ojos, color en las mejillas. Matar, terminar con este hombre odiado, dejar un mensaje claro a sus seguidores: “No nos tiembla la mano cuando tenemos que salvar a la Patria. Haremos lo que sea necesario”.

Se había filtrado la noticia y el Presidente se cambiaba de lugar, no estaba dónde lo iban a buscar.

A las 12.40 los treinta aviones y tres hidroaviones se lanzaron a la empresa en vuelos rasantes. Era un día hábil, hora pico… la primera bomba cayó sobre un trolebús y mató a todos sus ocupantes, niños que volvían de una excursión. Con un entusiasmo renovado siguieron tirando bombas y ametrallando la Casa Rosada, el edificio de la CGT, el Ministerio de Obras Públicas, el Departamento de Policía… Esperaban haberle acertado al objetivo, pero por si acaso estaban dando un baile de fuego y muerte por todos lados: Granaderos, conscriptos jóvenes que intentaron cumplir su misión de defender la Casa de Gobierno, dirigentes, civiles que aparecían desesperados a proteger su líder. Los aviones tenían impreso el crucifijo con la V de la victoria, el futuro les devolverá ese símbolo cambiándolo por una P.

Siguieron escupiendo fuego, ya desembozadamente sobre los civiles que estaban en la Plaza de Mayo, murió un barrendero, murieron en la calle Pueyrredón un automovilista y un joven de 15 años. El clima dentro de esos Gloster de la Aeronáutica debe haber sido de apoteosis, saltaban figuritas prendidas fuego, se veía la sangre correr a granel, qué emoción! Estaban escribiendo la Historia.

Mientras tanto los atacantes empezaban a comprender que habían sido derrotados, se producen propuestas de bandera blanca y se negocia. Increíble, en plena negociación, los héroes de la jornada van a dar una segunda ola letal antes de huir al Uruguay. Son las 17:20, y mientras escapan ametrallan todo lo que se mueve en la Plaza de Mayo; el último vuelo rasante tiró sobre la multitud que escuchaba la palabra del Presidente y cuando se le terminaron las balas y las bombas, ese último avión tiró los tanques de combustible con la esperanza de prender fuego a los manifestantes que ya eran alrededor de treinta mil. Huyeron al Uruguay, los recibía  entre otros un eufórico joven oficial Suárez Mason.

Cientos de civiles se contaron entre los muertos, miles de heridos, quemados, mutilados. El horror que sintieron al sentir el ruido atronador de los aviones y las bombas que caían, es imposible de narrar. Esa herida marco a la sociedad Argentina por mucho tiempo. Cuánto dolor, cuánto odio, cuánta crueldad.

Los militares, Samuel Toranzo Calderón, Benjamín Gargiulo, Francisco Manrique, León Bengoa entre los jefes. Miguel Ángel Zavala Ortiz por la UCR, Américo Ghioldi por los Socialistas, Oscar Vichy de los Conservadores. Mariano Grondona…y todos enceguecidos colaboraron en la acción asesina; el odio es un poderoso motor. Los dueños verdaderos de la Argentina, los terratenientes, grandes empresarios, banqueros, aliados a las empresas extranjeras se frotaban las manos detrás de sus lujosas ventanas, una vez más el trabajo sucio que necesitaban para recuperar sus privilegios, estaba hecho.

Los futuros rebeldes, que teníamos entre siete y quince años aquel 16 de junio, fuimos marcados para siempre por las balas trazadoras por las imágenes del trolebús incendiado, por los cuerpos mutilados que formaron largas filas sobre el pavimento, bajo la llovizna y la metralla. Supimos desde entonces, antes de poder teorizarlo, que los dueños del país matarían todas las veces que fuera necesario para preservar la tasa de ganancia.

*Docente de esta casa de estudios.

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