PRENSA

Por Karina Vitaller*

Hoy primero de Marzo, la Asamblea General de las Naciones Unidas conmemora desde hace 9 años, el Día  de la Cero Discriminación e invita a celebrar el derecho a que todas las personas puedan vivir y acceder a una vida plena de derechos.

Sabemos que la pandemia ha marcado una aguda desigualdad que para estas alturas, está afectando a más del 70% de la población mundial, lo que agrava el riesgo de que muchas personas vean obstaculizado su desarrollo económico y social.

Este hecho, que de primera impresión supone un resultado fortuito del devenir pandémico, invisibiliza esta desigualdad de unes por sobre otros/as/es y los privilegios que detentan quienes han enfrentado esta pandemia con más recursos materiales y simbólicos. Las desigualdades y la discriminación están íntimamente vinculadas y esto se vio claramente en este escenario, “el apartheid de las vacunas” se llamó mediáticamente a la desigualdad de acceso a las vacunas contra el COVID 19.

Las formas de discriminación que pueden darse contra colectivos o personas, pueden conducir a una amplia y variada gama de desventajas que se traducen en profundas desigualdades, entre ellos, por ejemplo, el acceso a la salud, al empleo, a la distribución del ingreso, a la promoción educativa entre otras. Estas desigualdades estigmatizan, segregan y discriminan, como se ve en una nota de ONUSIDA “los porcentajes de personas pertenecientes a grupos de población clave que evitan los servicios de atención sanitaria a causa del estigma y/o la discriminación continúan siendo preocupantemente altos”.

La discriminación es una práctica anclada en la base de nuestra estructura social, por eso decimos que en nuestra América es de base estructural. Se asienta en la más profunda matriz de nuestra cultura y se traduce en el binomio de civilización o barbarie.

Lo negro, lo inculto, lo incivilizado, lo desviado, fue tomando distintos rostros y prácticas a lo largo de nuestra historia marcando una grieta que aun hoy permanece intacta señalando de qué lado estamos unos/as/es y de qué lado otros/as/es.

La civilización asumió rostros que se denominaron blancos, memorias gringas que negaron e invisibilizaron nuestros orígenes marrones y afrodescendientes. Borraron lenguas, silenciaron tradiciones, masacraron poblaciones afro y originarias, y diseñaron horizontes de cemento, teñidos de progreso, que validaron unas formas de vida blanqueadas y colonizadas por sobre las otras.

De esta forma se trazaron fronteras reales, materiales y simbólicas que detentaron considerarse como lugares legítimos de ser habitados, fomentando la exclusión y consolidando una identidad blanca, masculina, heterosexual, capitalista, eurocéntrica y católica.

Esa matriz estructural y estructurante resume el carácter violento y racista que da lugar a las prácticas discriminatorias, prácticas que hemos naturalizado y normalizado como parte del cotidiano. Y no nos referimos con ello solamente al uso del vocabulario racista como “negrear”, “trabajo en negro”, “black friday”, “negro de mierda”, y un sin fin de expresiones utilizadas con la sola intención de desmerecer a una persona o una práctica. Lo que más preocupa, es lo que Bourdieu va a llamar el Hábitus, aquello que Alicia Gutiérrez  describe cómo “se trata de las disposiciones a actuar, percibir, valorar, sentir y pensar de una cierta manera más que de otra, disposiciones que han sido interiorizadas por el individuo en el curso de su historia. El hábitus es la historia hecha cuerpo. Es lo social incorporado (estructura estructurante) que se ha encarnado como una naturaleza socialmente construida”.

De esta forma, y mediada por los discursos hegemónicos que se reproducen a través de los diferentes relatos sociales, aprendimos a creer que en la argentina no hay racismo, extranjerizamos a la población afro, a la identidad latinoamericana, a nuestra sangre aborigen, creemos que la otredad que está del otro lado de la grieta, es la minoría: la pobre, la de las personas con discapacidad, la descendiente afro u aborigen, la lesbiana, las personas trans, sin embargo, no lo son. Son mayoría silenciada, negada, invisibilizada, son “lo otro, lo extraño” lo que no es como yo.

Entonces se mira esa otredad con extrañeza, con miedo, porque atenta contra los valores consagrados como legítimos, y se estigmatiza de gordo, de maricón, de viejo, de pobre, e insuficiente, porque la vara que sirve para medir a qué altura te encontrás, es la vara modelada y transmitida por los medios de comunicación: cuerpos delgados, jóvenes, risueños, despreocupados, de fiesta, exitosos laboral y afectivamente.

Estos sentidos reproducidos por miles de voces, replicados en las redes, en los chistes, en las canciones, en los programas de tv, en las series, en las rondas y cuentos infantiles, en la publicidad, producen y reproducen identidades estereotipadas que se instalan y detentan consolidar nuestras representaciones sobre la alteridad.

La doctrina civilizatoria occidental, moralizante y heteropatriarcal se volvió, gracias a la redes que dan lugar a la expresión de los sectores con más privilegios de contar con los dispositivos y la conectividad, más impune que nunca y emerge con frases y acciones que la dejan al descubierto, condenando existencias, oprimiendo identidades, produciendo discursos negativizantes sobre la población más subalternizada y oprimida, conformando los estereotipos de la nueva barbarie que hay que civilizar.

En nuestro país el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) es quien se encarga de tomar denuncias, de observar los medios, de capacitar a las diversas instituciones de la comunidad y genera políticas públicas en vías de erradicar las formas de discriminación.

*Profesora de Contextos educativos y comunicación. Profesorado en Comunicación. Delegada de Inadi La Plata.

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