PRENSA

Por María Teresa Bonet*

El brutal genocidio, objetivo fundamental del Acta de Reorganización Nacional de 1976 para la “normalización” de la economía, no pudo eliminar la resistencia de los Organismos de Derechos Humanos, que aún dentro del orden autoritario, instituyeron en la Sociedad un “espacio común de deliberación”. El desesperado grito de “aparición con vida” de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo formó un “espacio público político” que, delimitado por la defensa de los derechos humanos, se extendió al de la libertad y al de los derechos civiles represivamente devastados por la dictadura. Los derechos humanos, “aunque no fueron toda la política” representaron moralmente un límite a la autoridad del Estado pretoriano. Hugo Quiroga fundamenta estas afirmaciones sustentándose en los conceptos con los que Hannah Arendt permite “pensar la política por fuera de la lucha por el poder”.

La crisis política, económica y financiera, la fuga de capitales, la eliminación definitiva del Estado como agente de la distribución de recursos, la liberalización de la economía y la consecuente desocupación, la especulación, el endeudamiento y, por ende, la invención de una guerra absurda y dolorosa; de “una gigantesca mentira en medio del silenciamiento de toda posición crítica” (Kaufman)”, “de una guerra limpia que constituyó la prolongación de aquella otra sucia que la requirió” (León Rozitchner), constituyeron el fin de la Dictadura.

Se ha afirmado que la Dictadura no cayó por una pueblada o alzamiento popular, algunos hechos como la huelga de los trabajadores a pesar de las prohibiciones de la actividad gremial así como la lucha constante de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y de miles de personas que presentaban sepultados recursos de amparo, permiten moderar esta aseveración. Quizás la represión y el terror de una sociedad amordazada, expliquen mejor las causas por las cuales el derrumbe de la Dictadura no haya sido de esa manera. Sin embargo, no requiere discusión el hecho de que el orden autoritario había comenzado su declinación en 1980 con las disidencias internas en las Fuerzas Armadas frente a la debacle económica, para colapsar en 1982.

A partir de entonces, la mayoría de la sociedad argentina “despertaba de una larga vigilia” y comenzaba a vivir un alto momento de deliberación a través del inicio de la “política participativa” luego de su incorporación masiva al régimen político democrático a través del sistema de representación regulada por el sufragio universal, (Quiroga).

El 30 de octubre de 1983 Raúl Alfonsín, candidato presidencial por la UCR, ganaba las elecciones con un elevado grado de participación ciudadana obteniendo el 52% de los votos. El 40% obtenido por el Partido Justicialista puso de manifiesto la polarización de ambos partidos que juntos sumaron el 92% de los votos emitidos. Evidencia con la cual la ciudadanía expresaba su rechazo a la Dictadura y sus expectativas ante un candidato que había asegurado que no iba a “transar con los militares en materia de derechos humanos” (Ansaldi).

La política participativa se expresó también en el concurso determinante de la sociedad para las decisiones del gobierno respecto del juicio a las Juntas Militares, la labor de la Conadep, el Tratado de Paz con Chile, el Congreso Pedagógico. Posteriormente en los años en los que la política pasó a ser el ámbito de las instituciones del Estado, alejado ya de la sociedad, no iba a ser así en materia de política económica cuyo desempeño no pudo sino profundizar la priorización de la actividad financiera y cortoplacista por encima de la productiva. 

Pero retomando los primeros años del gobierno de Alfonsín, el recurso simbólico como fuerza hegemónica del “Nunca más”, abroqueló a la sociedad en defensa de las instituciones democráticas reuniéndose en las todas las plazas públicas durante todos los intentos amenazantes de la “rebeldía militar”. Así, en “Memoria y Revolución” Nicolás Casullo nos dice que con la iniciación del juicio a las Juntas, que el presidente efectivizó, – mientras que en otros países latinoamericanos no fue posible y por ello sus sociedades no pudieron poner en palabras la memoria de lo sucedido- la sociedad argentina entera se notificó del horror de lo ocurrido durante la Dictadura aunque que el debate sobre la verdad de lo acontecido, la verdadera narrativa de lo experimentado aún en sus momentos previos, no alcanzara a develarse como genocidio.

La ciudadanía se sintió partícipe de los actos públicos, pero se pregunta Hugo Quiroga: “¿Los ciudadanos activos no conformaban acaso una proporción pequeña de la política democrática?” y contestamos que la Democracia real tampoco pudo entonces, como en 1912, consolidarse legítimamente como poder estructural capaz de sostenerse en el largo plazo.

Cuando se produjo la crisis de participación posterior a las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida de 1987, no alcanzó ya el discurso carismático que oponía Democracia a Dictadura y comenzaron a aparecer otras demandas económicas y sociales tales como la igualdad. Hasta el comienzo del Plan Austral en 1985, Alfonsín no había comprendido “íntegramente” la gravedad de la crisis a la que nos había conducido el desquicio político de la Dictadura (Suriano). 

Muchas son las razones de esa debilidad frente a la amenaza del poder militar cuyos analistas nos ayudan a pensar en el presente. En primer lugar, el gobierno de Alfonsín debía asumir grandes desafíos: reconstruir el sistema democrático, las instituciones y el sistema de partidos capaces de asegurar gobernabilidad y perdurabilidad así como otro enorme y fundamental: recuperar para el Estado, el monopolio del ejercicio de la violencia legítima usurpado por la corporación militar (Puciarrelli).

El retorno de la Democracia no fue acompañado por un cambio en la economía y en la autonomía del Estado respecto de la presión de las corporaciones empresarias y financieras. De ahí su abandono cuando Alfonsín dejó de tener reconocimiento en la sociedad. Es real la conjura de los precios que derivó en la hiperinflación pero su debilidad se debió a la imposibilidad de los radicales para depurar las estructuras estatales del proceso. Sobre ello se articuló con éxito, el discurso anti estatista acerca de su ineficacia y a partir de allí  “la discusión giró no en cómo reconstruir el Estado sino en cómo destruir sus restos. Los intelectuales de los grupos económicos a favor de la desregulación difundieron la amenaza del borde del abismo al que había llevado la intervención estatal como la gran culpable” (Sidicaro).

Hoy pensamos que la Democracia representativa es insuficiente frente al concepto de ciudadanía social a través del cual afirmamos, una vez más, que no existe participación real sólo a través del sufragio sino que ella es el resultado de una sociedad que no sólo participa en la distribución de la riqueza sino que hace que sus demandas masivas, progresivas y diversas en favor de su inclusión se articulen con estados integrados a través de una escucha permeable y permanente capaz de consolidar una Democracia radical. Entre 2003 y 2016 regionalmente y a pesar de los obstáculos de las corporaciones mediáticas, financieras, empresarias, estábamos transitando ese camino.

*Docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP

Pin It on Pinterest