GÉNERO

*Por Luciana Isa

Cuando en horas de la tarde de ayer se hizo pública la noticia del fallecimiento de Silvina Luna, era difícil despertar la sorpresa. Luego de más de tres meses internada en terapia intensiva, con algunos períodos de leve mejoría pero prontas recaídas y un pronóstico que anunciaba, en mayor o menor medida este desenlace, casi nadie podía suponer el milagro. Pero, a pesar de su partida, a lo inmodificable del hecho, y a que, con el mejor de los pronósticos, Silvina hubiera superado su delicada situación de salud, no caben dudas que el daño ya estaba hecho.

Un daño cuyo desenlace es la muerte.

Y si bien las responsabilidades sobre el hecho pueden ser identificables, vale la pena analizar este drama desde una perspectiva que demanda mayor complejidad y, por lo tanto, variadas aristas.

Silvina Luna es una víctima más de una violencia patriarcal que se sigue cobrando vidas, las de cientos de pibas, mujeres, travestis, trans, y lesbianas, entre otras diversidades, a quienes el sistema patriarcal sigue disciplinando a partir de establecer patrones culturales que se enquistan y reproducen como resultado de un proceso de hegemonía.

Una hegemonía que se da naturalmente, a través de las instituciones, las normas, los valores, los múltiples discursos que circulan y que nos indican cómo debemos hablar, vestirnos, alisarnos el cabello, comer (y no comer), tragar (y no tragar), caminar, reproducirnos, etc, etc. y nos indica “qué es y qué no es ser saludable”, amparado, además, por un modelo médico hegemónico que patologiza un proceso de embarazo, pero naturaliza y banaliza las intervenciones médicas estéticas sobre nuestros cuerpos. Esos cuerpos que siempre son de mujeres y diversidades, porque son lo que no encajan, no cuadran, no se corresponden con la identidad elegida o autopercibida, y por lo tanto, hay que intervenirlos.

Y Silvina Luna lo supo, lo entendió. Comprendió que el mundo patriarcal que habitamos nos pone varas altas, inalcanzables, pero a la vez nos prescribe recetas de cómo llegar a esas metas, aunque no siempre sean las más simples y menos dolorosas. Es esa pedagogía de la crueldad, de la que Rita Segato nos habla incansablemente; una pedagogía que de tan inserta en la cultura, es invisible al punto de no advertir cuando el daño es irreparable. Y cuando Silvina lo pudo entender, claro que ya era tarde; como tantas otras veces en las que las pibas son asesinadas por femicidas que se cansaron de desobedecer medidas, y por una administración de justicia que se cansó de desoírlas.

A Silvina no la mató un arma, a Silvina la mató la violencia de un sistema patriarcal que excluye y margina los cuerpos que no “entran” en el mercado, los que no sirven, los que desecha el capitalismo. Y más allá de la innegable responsabilidad de quién sí generó el desenlace irreversible, a Silvina también la mataron los discursos mediáticos que sin descaro jerarquizan la condición de belleza como si eso fuera un valor en sí mismo, escudándose en que referirse a mujeres que son “bellas por dentro y por fuera”, es más ético porque supone que una de esas bellezas es más simple de lograr.

Silvina no pudo llegar a tiempo para entender que jugaba una carrera en desventaja, y por lo tanto, inalcanzable: la carrera de los cuerpos perfectos y estandarizados. Porque es una carrera que se corre en condiciones desiguales, con reglas impuestas por otros (sí, son otros y no otras ni otres) que sólo quieren disciplinar cuerpos que sirvan, que funcionen, que se idolatren, que brillen, que encajen, que entren, que vendan y se consuman; “cuerpos que importen”.

Cuando Silvina entendió que quería jugar otro juego, el juego de elegir la propia vida, ya era demasiado tarde. Y por eso, se fue temprano.

*Prosecretaria de Género de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social

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